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Náufragos
Náufragos
Náufragos
Libro electrónico147 páginas2 horas

Náufragos

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Un viejo velero es encontrado en las Islas Barbados con doce cadáveres a bordo. Son los restos de una expedición que había partido de Mauritania tres meses antes. A través del diario de uno de los tripulantes, se irán desvelando los detalles de esta fatídica travesía e ilustrando las vidas de algunos de sus protagonistas y los desconocidos lugares de donde proceden. Náufragos ahonda en el fenómeno de la inmigración y en algunas de las causas que lo motivan.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9780190544201
Náufragos
Autor

Javier Arias Artacho

Javier Arias Artacho nació en 1972 en Barcelona, aunque creció en Argentina, su país adoptivo. Es licenciado en Filología Hispánica y compagina su tiempo entre la docencia y la literatura, pero también con su familia. Está casado, tiene tres hijas y reside en Valencia. Su trayectoria como escritor cuenta con novelas históricas que alcanzaron el éxito de crítica y lectores, así como también de obras  juveniles bien reconocidas en el mundo de la educación. Sus trabajos más conocidos son Eitana, la esclava judía y El general maldito, pero también Argentina, un sueño extinguido, La sombra de Masada, Náufragos o No cierres los ojos.

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    Náufragos - Javier Arias Artacho

    Náufragos

    Javier Arias Artacho

    N

    áufragos

    A Silvia, mi lectora más fiel.

    A Clara, a Paula y a Lucía,

    mis tres retoños que algún día entenderán

    las largas horas de papá frente al ordenador.

    A mi familia, a la de aquí y a la de allá.

    Y, por supuesto, a mis alumnos,

    para que recuerden que para cambiar el mundo

    se empieza por cambiar uno mismo.

    Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo

    supiera. Fue lo mismo de siempre, que uno

    empieza a contarle algo, y antes de que uno

    llegue a la mitad ya se sabe cómo termina.»

    Crónica de una muerte anunciada,

    Gabriel García Márquez

    1

    Aquella mañana de abril, William Campos se adentró en el mar como solía. Su pequeño pesquero se mecía tranquilo, como un animal que se abandona a un sueño inmenso, sosegado por la brisa y amparado por un sol suave que anunciaba calor a setenta millas de Bridgetown. La isla Barbados ¹ hacía ya una hora que se había consumido en el horizonte azul turquesa y William pensó que sería un buen momento para lanzar su red al agua. Se ajustó su sombrero de paja, se agachó con fatiga para recoger sus aparejos, anudó, desenganchó, extendió y en breves minutos abandonó su trampa submarina en el mar. Entonces lo vio por primera vez. Se tambaleaba titilando en el olvido, como una tacita blanca a la deriva por el Caribe. El pescador cogió sus prismáticos, aguzó su mirada y apuntó a los detalles. Era un pequeño velero, como tantos otros, durmiendo el descanso de los más favorecidos del planeta.

    El tiempo en el mar se iba extenuando lentamente y William se entretuvo con aquella imagen blanca resplandeciendo cada vez más cercana, con la curiosidad fortuita que le brindaba un nuevo monótono día. No recordaba si habían pasado una hora o dos cuando el perfil del barco se iluminó con nitidez y creyó divisar que aquel velero carecía de mástil y bandera. Buscó los prismáticos nuevamente y se sumergió intrigado en el horizonte. Entonces comprendió que se trataba de algo extraño. No solo flotaba amputado de mástiles, sino que además el óxido se enmarañaba por su estructura como una perversa enredadera a una pared. Su aspecto era cadavérico, propio de un cementerio de los buques olvidados.

    William Campos sintió la voz de su conciencia hurgándole la mente y se dispuso a saciar su curiosidad. Elevó su red y dejó caer sobre cubierta cinco o seis pescados que saltaban moribundos. Apretó el interruptor del motor y el barco tosió ruidoso rumbo al velero durante largos minutos. A medida que se iba acercando, la sombra de la muerte iba cubriendo aquella parcela de mar. Un escalofrío sacudió sus piernas cuando el pesquero rozó suavemente las ruinas de aquel velero y un fuerte olor ácido lo envolvió como una nube tóxica. William gritó varias veces en busca de alguna respuesta, pero el silencio allí tan cerca era mucho más intenso. Entonces decidió armarse de valor y amarrar su barco a la embarcación para hacer un abordaje.

    Como le narraría horas más tarde al capitán de la marina Tomás González Sánchez Araña, lo que vio sería algo que ya nunca jamás podría olvidar. Once cadáveres en un avanzado estado de putrefacción yacían desordenados por el velero, con signos de haber intentado luchar por unas vidas ya apagadas. Los cuerpos se extendían por la proa, por la popa, en el camarote, sobre el motor averiado, y un último acurrucado como al nacer, cerca de la pequeña escalera que llevaba al reducido interior. Todos eran hombres de raza negra, aunque Campos no se hubiese atrevido a asegurarlo en aquel momento. El deterioro físico de los cadáveres había avanzado con tal rapidez que habían quedado momificados, sin llegar a la putrefacción.

    Al pescador, el horror le oprimió la garganta y tragó un grito amargo que casi lo dejó sin aire. Solo le bastó una breve ojeada para querer huir de allí en busca de ayuda. El infierno, pensó, debía de ser algo semejante a aquello, tan irrespirable, tan hediondo que no podría ser más insoportable. Intentó cubrirse la nariz con su camisa, pero comenzó a sentir que la muerte lo paralizaría allí también, junto a sus fantasmas y quizá junto a algún mal espíritu. Entonces se santiguó y de un rápido salto volvió al pesquero. Desamarró, encendió el motor y se alejó con el hálito de los cadáveres suspirándole para que no los olvidara.

    Cuando aquella misma tarde el capitán de marina Tomás González Sánchez Araña, sus hombres y un forense desembarcaron en el velero, el impacto de la escena fue igual de bárbaro y repulsivo. Sin embargo, el relato espeluznante que Campos les había hecho en Bridgetown los había alertado lo suficiente como para imaginarse aquella tragedia. Según el forense Andrew Courten, el avanzado estado de descomposición de los cuerpos hacía pensar en aproximadamente tres meses desde el fallecimiento. Como declararía a la prensa después, los cadáveres habían perdido líquido, desapareciéndoles la piel y supurando su grasa al exterior. Esta se había fusionado de tal manera con las prendas de vestir que, cuando fueron descubiertos, aquella mezcla corrupta era lo único que cubría los cuerpos. El forense había asegurado que la identificación era absolutamente imposible a simple vista.

    Inspeccionando entre sus enseres encontraron la documentación de treinta y cuatro varones y tres mujeres envuelta en una bolsa de plástico, en un estante del pequeño camarote; billetes en dólares, ropa, envases vacíos de zumos de piña y de naranja con la fecha caducada hacía meses, algunas latas de sardinas en tomate picante fabricadas en Marruecos y algunos números de teléfono de Guinea Ecuatorial y Mauritania. Pero lo que les llamó especialmente la atención fue una mochila verde cobijada por el cadáver que yacía en posición fetal, adherida a aquella pasta cutánea momificada como si se tratara de un tesoro que proteger. El capitán se puso los guantes blancos, se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo, se agachó y tiró de ella con fuerza hasta que se despegó de aquel amasijo pútrido que la protegía. Una náusea le emergió de las entrañas, pero pronto la mitigó observando el azul transparente del mar. Estuvo así durante segundos dilatados por un asco anómalo, hasta que uno de sus hombres le ofreció ayuda. Entonces dijo que no y decidió terminar su operación lo más rápido posible. Descorrió el cierre, que avanzó sufriendo entre trocitos de desperdicio, y dentro descubrió dos cuadernos y el pasaporte de Marcos Mbá Obama descansando en su oscuridad para siempre. Tomás González Sánchez Araña los sacó de su féretro verde y los hojeó con curiosidad. Estaban manuscritos en español, garabateados con lápiz y bolígrafo. El capitán no tardaría en comprender que se trataba de la única herencia que legaban aquel cuerpo y aquel velero olvidado del mundo.

    Semanas después, la investigación se serviría de este improvisado manuscrito para desentrañar la historia de aquellos africanos que fue transcrita en internet. Yo también me he servido de ella para reconstruir aquella tragedia que leí e imaginé como si la hubiese vivido en primera persona. En él se aclaraban, entre otras cosas, por qué el cabo de la proa había sido cortado limpiamente por un machete o una hoja afilada. No estaba deshilachado, ni desgarrado, parecía como si otro buque los hubiese abandonado a la deriva.

    Este relato nace del testimonio de un joven perseverante y lleno de vida que ansió junto a su hermano un futuro mejor. Como él deseaba, ojalá su historia ayude a recordar a estos hombres y estas mujeres que entregaron su vida por un sueño desmedido que Europa hipócritamente ignora porque no quiere perder su lugar en el paraíso.

    2

    Marcos todavía no estaba desfallecido cuando tomó la decisión de escribir, y no de morir. Fue cuando supo que su suerte no estaba en su voluntad, sino en su destino. El arrojo solo podía servirle para sobrevivir, para soportar la deriva al máximo, hasta que se consumiese definitivamente.

    Las horas hacinados en el mar se iban sucediendo como si deshojasen margaritas, arrancándole lentamente pétalos de esperanza a su porvenir. A veces creían que sobrevivirían, que avistarían otro pesquero o algún buque mercante de los miles que surcaban los océanos. Gritarían, sacudirían sus camisas y chilabas², incluso alguno hasta sería capaz de lanzarse a nadar extenuado. Otras pensaban que su fortuna sería la del vientre del océano o de los tiburones, y que serían engullidos para siempre en el olvido.

    Las horas eran lentas, y se aturdían de delirio. Por eso Marcos Mbá Obama se había decidido a escribir, a contar su historia y la de todos sus hermanos de adversidad. En su mochila conservaba los cuadernos que su madre le había entregado antes de partir, con la humedad de la tormenta ya reseca y con algunas impresiones del camino hacia Mauritania. Durante su largo itinerario por África, había trazado algunos paisajes y dibujado sentimientos nuevos. Pero los cuadernos hacía muchos días que, como él, se mecían prácticamente vacíos y sin destino.

    Sin embargo, aquella mañana con el sol como un diamante dorado y el mar invitándolo a un baño reconfortante, por fin se había decidido. Su hermano Gustavo descansaba junto a él, derrotado, entregado al hambre y a la sed, pero todavía bien anclado a la vida como para entreabrir sus ojos negros y henchirlos de una sorpresa extraña.

    —¿Escribir? ¡Hay que tener ganas, Marcos!

    —Todo esto es una gran novela que nos hará triunfar en España. ¡Ya lo verás!

    —¿Tú crees? —dijo Gustavo con una sonrisa muerta que quebraba su rostro angustiado.

    —Estoy seguro. Esto tiene que tener algún sentido. Para algo estamos viviendo todo esto. En la vida, lo que nos sucede siempre tiene algún sentido. El esfuerzo está en saberlo descubrir.

    Nada más contestar a su hermano, Inés sobrevoló hacia él. Días antes de dejar Guinea, le había presagiado aquella frase que Marcos acababa de engendrar desde muy adentro. Su imagen parecía humedecerle los labios rotos por el sol e inspirarle una brisa fresca que animaba su esfuerzo. Por ella debía escribir, por

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