Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El arcano de Majuy
El arcano de Majuy
El arcano de Majuy
Libro electrónico588 páginas9 horas

El arcano de Majuy

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Satua debe encargarse del sustento de su familia. De ahí que deba hacer un viaje de comercio en compañía de Mazur, el socio de su padre, a lo largo del principal río del país hasta la lejana ciudad de Chay-Rama donde, además, deberá realizar el rito de Soportante de Ola, que lo confirmará como navegante, o cio que custodia su familia pese a vivir tan lejos del océano. Tiene la esperanza de que en este periplo logre el excedente necesario para reunir la dote y poder esposarse con su amada, la dulce Zemni. Pero también este viaje será la ocasión de reclamar un regalo divino que le fuera concedido por sus superiores: la fortuna de recibir de los propios dioses un designio para su vida. Lo que no espera el joven Satua es que de este presente se derive algo más, que lo convierta en el mensajero de un anuncio que no solamente modificará su futuro, sino que podrá significar un remezón total de la vida que conoce.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2022
ISBN9789585586925
El arcano de Majuy

Relacionado con El arcano de Majuy

Libros electrónicos relacionados

Ficción de acción y aventura para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El arcano de Majuy

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El arcano de Majuy - Leonardo Archila

    Portada-Majuy.jpg

    El arcano de Majuy

    LEONARDO A. ARCHILA R.

    rey naranjo editores

    Para Muyi Neira este relato, que estaba destinado a ser iluminado por él, pero pronto —muy pronto— voló a ser parte del polvo de las estrellas y de las ondas de energía del universo.

    A mi Gato, cuya semilla germinó al tiempo de estas peregrinas palabras. Y para mio Cielo, que en su firmamento ilumina mis pasos con sus constelaciones dándole sentido al día a día.

    «Salen de aquí caribes con armadas, corriendo los confines comarcanos en sus piraguas bien aderezadas, ayudadas de velas y de manos».

    JUAN DE CASTELLANOS, Elegías de varones ilustres de Indias

    «En esta consideración, habiendo omitido nuestros autores todas aquellas circunstancias que desestimaron por parecerles ridículas o extravagantes, o porque no eran necesarias para llenar los intentos y objetos de sus historias, nos vemos en la necesidad de ilustrar esta parte, haciéndonos prolijos, para nuestro genio, para satisfacer cumpl damente al lector, y para que no se juzgue que trabajamos sobre nuetras voluntarias imaginaciones».

    J. DUQUESNE, Anillo astronómico de los moscas

    «La diosa Sía, como ellos la llamaban en su lengua, hacía fructificar las sabias, daba frescura a las lomas y a los setos. Con su nombre poético habían formado una buena parte de la toponimia de su imperio, y así, decíase: Siatá, la labranza del agua; Suasía, el agua del sol; Siachoque, el trabajo del agua; Xieguá, agua entre colinas».

    JUAN DE CASTELLANOS, Elegías de varones ilustres de Indias

    «De los jeroglíficos y emblemas que copié en los adoratorios recónditos de las montañas, los sacerdotes indígenas, no obstante la veneración de que son objeto las piedras sagradas, sólo conocen el significado de tres emblemas […] El primero es representación de la divinidad; el segundo, del Sol; y el tercero, una interminable evoluta, de la eternidad».

    JORGE ISAACS, Los indígenas del Magdalena

    El pulso del instante. El resplandor.

    El parpadeo. Tic. Splash. Plic.

    El pulso, el instante.

    (Bis)

    «Yes, n’ how many years can a mountain exist

    before it is washed to the sea?

    Yes, n’ how many years can some people exist

    before they allowed to be free.

    Yes, n’ how many times can a man turn his head

    and pretend he just doesn’t see?

    The answer, my friend is blowin’ in the wind

    the answer is blowin’ in the wind.»

    Bob Dylan, Blowin’ in the Wind

    Yuma

    La piragua se desplaza por la nudosa corriente del gran río. La mañana comienza límpida luego de un cielo despejado a medianoche. Algunos samuros se sostienen en equilibrio en las corrientes de aire caliente mientras unas bandadas de nubes traídas por el norte procuran un poco de frescura.

    La tripulación de la nave, malibúes del mediodía del río, conversa a popa en corrillo alrededor de la boguera zenú. Su diálogo de palabras cortas acompasa el trinar de las aves en la costa de levante. En la proa, el patrón escudriña la piel de las aguas en el intento de comprender las corrientes rápidas que se ocupa en navegar.

    Algunos se pasean por la cubierta: un amplio planchón con bordas de esterilla, un toldillo de palma a popa y un mástil de caracolí en el que se sujeta una pértiga. El pasaje lo componen un grupo de cazadores guayupes del Alto Ariari, la delegación de un dignatario chimila, dos postas tairos y una pareja de mercaderes del interior: un veterano guerrero pijao y un adolescente muysca de Quycaccubun.

    Al rayar el alba, la mayoría de viajeros se levantó a rezar sus oraciones al astro solar. Mientras Satua, el joven comerciante, rezó en chibcha, su compañero Mazur lo hizo en pijao. Se habían reunido en los bajos de Zucatena. Juntos caminaron las trochas ardientes que bajan al valle siguiendo el sendero de la ribera del Bunza y atravesaron las tierras de los peligrosos guacanaes hasta tocar la orilla del río madre. Luego se embarcaron en Zynegüá, la canoa de Satua, y bajaron la corriente hasta que arribaron al territorio de los pantágoras, donde embarcaron, hace dos noches, en la piragua.

    Mazur levanta la vista a las tierras de los nutabes que despuntaron a poniente luego de un recodo. Poco a poco la cordillera Central va descendiendo y con una venia se despide de sus dioses tutelares y de Machín, la blanca cumbre de Anaime, su tierra.

    —¿Entonces, Satua, fue tu primera ablución? —pregunta el pijao a su acompañante muysca. Se refería al ritual de purificación que hizo el joven en el sitio en el que el río Bunza descarga su caudal de aguas en Yuma, la gran Madre.

    —Es mi primer viaje por estas aguas, no mi primer chapuzón —responde—. Ya no se ven los farallones del altiplano donde se asienta mi país.

    —Así es, güipa. Hemos avanzado mucho. Mañana a mediodía, con seguridad, llegaremos a Tora, a la maloka de Chequene, el yariguí. Allí encontraremos al jeque Yawii, el compadre de Gata, tu padre. Y podrás hacer con él la ablución a Bochica en el río Sugamuxi.

    El joven aprovecha la sombra del mástil para protegerse del sol mientras medita en las palabras que Negay, su madre, le dijo la madrugada que comenzó el viaje, a la puerta de su cercado: «Poppón ha mandado a un pregonero a decirte que debes ir atento, pues un mal augurio entrevió en su último viaje sentado». Ella debe tener tratos con los Inmortales —se dice—, pues no de otra forma podría explicarse la certeza de sus aseveraciones. Se remontó hasta Chiminigagua y la creación del mundo cuando le habló sobre su futuro encuentro con Sie, la divinidad del agua, regente de los destinos de los hombres. Luego le describió paso a paso el viaje que iba cumpliéndose con precisión respecto a las trochas, el descenso, los paisajes y los pueblos recorridos, a pesar de que ella nunca lo ha hecho. Por supuesto, le habló de las personas. Pero lo que más lo inquieta, más allá de la advertencia de su maestro, es la relevancia del viaje hasta Chay-Rama, la ciudad centinela, en el país de Tayuna, junto al mar.

    Un águila roja cruza el cielo, de ribera a ribera, y el joven sigue su curso lento, calculado. Sonríe.

    El pijao, igual de atento, interpreta buena fortuna y se dirige a proa a hablar con el patrón, un experimentado navegante zenú, embelesado en la superficie del agua:

    —Ves, patrón, los Inmortales nos son propicios.

    El hombre voltea a mirar con los ojos entrecerrados, y agarrándose el sombrero de caña flecha, de alas anchas, le brilla una chispa de ira por la interrupción. Pero, somnoliento, como de regreso de un sueño, pasa las manos por el antebrazo de Mazur, en gesto amigable, y vuelve de nuevo a la superficie del río.

    —¿Estás, acaso, de cacería? —pregunta mientras termina mentalmente su oración a Ninha-Thi, la pareja divina.

    —Puede ser, pero me refiero a todas las alternativas: ¡buena fortuna! —dice, señalando al águila.

    —Si tú lo dices… —dice Devi, el navegante, mientras sigue el vuelo atemperado de la gran ave y recuerda el impulso principal de la corriente, que reconoce como una fibra venosa en el fondo de las espesas aguas.

    El patrón de la piragua está agradecido con la respuesta a sus oraciones matutinas. La corriente es rápida y clara y ya se pierde de vista Nare al tiempo que surge a proa la Serranía de Musinga, que abre el sector del río donde dominan los yariguíes, gentes de Tora.

    Los colores sobre los cuerpos brillan con el sudor que empieza a rodar por las pintas de jagua y bija. El guerrero conserva la costumbre de pintarse medio rostro con la tinta roja y el torso con la tinta negra. De su cráneo puntiagudo y calvo —excepto por la trenza que le nace justo en la coronilla— bajan brillantes gotas que escurren por el borde convexo de la nariz hasta el tope de su nariguera. Casi desnudo por culpa del calor, exceptuando el taparrabos, deja ver los dibujos sobre el sólido pecho y los fuertes hombros cruzados por las líneas decoloradas por la sudoración.

    El zenú, con la pértiga en mano, da la señal a su piloto y hace virar la nave hacia donde corre más rápida la corriente, se acuclilla y empieza a cantar quedo a la vía de agua.

    El ave roja vira al norte sobre el dosel de la costa de levante y Mazur la sigue hasta donde le alcanzan los ojos. Luego regresa al resguardo que armaron con el joven, que cuelga de las liadas que van del toldillo al mástil.

    Poco a poco empieza a percibirse el olor de las grandes extensiones planas de selva inundable que componen el paisaje hasta la arribada a Pamarame, donde termina la singladura para los mercaderes que vienen de los páramos. Carei, la piragua de los zenúes, seguirá bajando entre bosque seco y manglares hasta el río Talaigua, primero, y finalmente al territorio del río Jeguá hasta remontar la corriente de Xegú, el «sobrino» de Yuma, en la amplia planicie que juntos dominan y que termina, muchas jornadas al norte, en las costas del gran Paraná, el océano que circunda Abya Yala, la tierra firme.

    —En Pamarame podrás demostrar tus habilidades con esta barca, que tantos trabajos nos dio en el descenso por el Bunza —dice Mazur señalando la Zynegüá, la pequeña canoa hecha de tronco de macondito de Chicamocha, que tuvieron que cargar durante un par de días mientras descendían la cordillera recorriendo a toda prisa el territorio guacanae, pues no querían tener ningún encuentro con alguno de este belicoso pueblo.

    —Y tanta sombra y cobijo —contesta Satua evocando los mediodías a pleno sol aliviados en la marcha por la sombra de su pequeña embarcación—. Voy a demostrarte que puedo remontar aguas arriba cualquier río.

    —¡Jum! Ya habrá oportunidad. Por lo pronto, estaremos a bordo de esta piragua.

    —En las ciénagas también podré hacerlo. Me hubieras visto en los bajos del Ariari. Allá conocí a Kia, puedes preguntarle.

    Se refiere al viejo chamán guayupe, el encargado en su tribu de interpretar el lenguaje de las aguas. Iba a bordo de la Carei con tres pupilos, cazadores del Alto Ariari, en su tercera peregrinación a las grandes aguas del Paraná. Gata, padre de Satua, tenía de tiempo atrás contactos comerciales con las naciones del páramo y los Llanos, y Kia conocía entrañablemente a Negay, madre del adolescente.

    Cuando el día alcanza su más alta hora, el cielo queda despejado por obra de las lechuzas de Huitaca, que se esmeraron en recoger todas las bandadas de pájaros y nubes. La piragua navega firme, cabalgando las corrientes del río. La brisa que corre sobre la vía fluvial refresca un poco la pesada atmósfera.

    —Dicen que aguas sin pares se encuentran al otro lado de los brazos de montañas que nos circundan —exclama Satua mirando pasar la corriente.

    —Las he visto, güipa. Es el Paraná, la mar océana primordial.

    —Mi madre me dijo que como voy al encuentro de la extensión infinita de Sie, la diosa del agua, debía hacer la oblación al llegar al cruce de Bunza con el río grande, y la que me falta en aguas de Sugamuxi, pues será plenilunio el último día del año y para ella me ha aleccionado mi maestro Poppón con el permiso del thytua de Chía. A Yuma la había visto, en otras ocasiones, desde los farallones de Tocaima —dice, incorporándose en el chinchorro, teniendo cuidado de no abandonar la sombra bajo el toldo, mientras chorros de sudor le escurren por las sienes y le perlan la espalda y el pecho, destiñendo también sus pintas de jagua y bija—, pero no alcancé a tocarla hasta menguante, cuando desembocamos en mi canoa. No esperaba ese calor sobre sus aguas, ni lo veloces que son las corrientes. Aparte, nunca creí encontrar un lugar más caliente que los bajos de Chinauta. La verdad, te estoy muy agradecido por esperarme, amigo pijao, en las laderas de Zucatena, cerca de nuestros cultivos de tierra caliente, y por acompañarme en las sendas de los guacanaes.

    —No tienes que…, ya sabes que estoy en deuda eterna con tu padre.

    —¿Por qué lo dices? ¿No eres acaso hombre libre?

    —No se trata de eso. Ese trueque ya fue cumplido. Digo que estoy agradecido con tu paba porque prácticamente crecimos juntos, aunque, bueno, en realidad, él me lleva varias lunas —guiñe el ojo, por la broma—. De Gata aprendí muchas cosas, me enseñó lo que realmente significa la infinitud del mundo y eso, güipa, no es algo inocuo para alguien del páramo, como nosotros.

    —Sé a lo que te refieres. Pero esas cosas te las hubiera enseñado tu xequy titular. De esos temas discutíamos con Poppón.

    —También conozco a tu maestro, un sacerdote poderoso y de cuidado. Pero recuerda siempre, güipa: «Con los jeques, de lejos, como la presa que se esconde del águila». Ya se llamen xequys, jaibas, mojanas, naomas, como quieras; siempre desconfía de ellos, pues aunque encontrarás en algunos complicidad y compromiso, de muchos otros debes cuidarte porque puedes terminar de presa. Lo mismo vale para Yawii. Es un hombre respetable, no lo niego, pero oye: nunca cierres los dos ojos estando a solas con ellos.

    Satua conocía bien al jeque tunebo, con quien iban a encontrarse en la siguiente recalada en Tora; habían hecho juntos una peregrinación hasta Sumapaz y un viaje al Alto Ariari negociando panes de sal. Era un viejo de contextura gruesa, irascible a veces, pero cordial. Celebraba su buen humor y su pensamiento práctico, concreto, con esa sagacidad para las cosas cotidianas que tienen las gentes del páramo.

    —Son muchos los favores que debo a tu padre, aparte de aquel gracias al cual me convertí en hombre libre. Aprendí tu lengua, pude volver a mi pueblo con el orgullo intacto y tengo además su respaldo para moverme por las tierras de tu nación. Muchos allí desconfían aún de este anterior enemigo, pero en general gracias a la garantía de Gata, en varios cercados me reciben sin problemas. Pero la mejor ganancia, sin duda, radica en este intercambio de conchas en el que me inició. En todo el altiplano me las cambian por esmeraldas, buenas mantas y panes de sal, con los que puedo intercambiar muchas cosas en el mercado de Aipe y en los de Anaime, mi pueblo.

    Después de media vida dedicada a los tratos de la guerra, Mazur conoció los beneficios del trueque viajando y comerciando con Gata. Gracias a sus dotes marciales y a su conocimiento de la caza y el rastreo, se convirtió en el mejor aliado del tratante muysca, con quien hizo sociedad y cuya compañía terminó rindiendo homenaje a la amistad. El viejo mercader lo rescató del cautiverio de unos güechas de Fusagasugá, guerreros que no tuvieron suficiente para pagarle una carga completa de conchas y ocarinas de Chay-Rama. Le llamó la atención al muysca de Engativá el porte recio y los aguzados comentarios del prisionero mientras asistía a la negociación. Los propios fusagasugueños apreciaban su valor y lo conservaban hacía varias lunas con la esperanza de convencerlo de combatir por sus intereses; pero el pijao se mantenía altivo: no esperaba que lo rescataran, soñaba con burlar la vigilancia y huir, mas los güechas eran avezados y no dejaban de velarlo. Entonces llegó el mercader con su carga, reciente en ella el humor del Paraná, y tanto la belleza y el tamaño de las conchas como la dulzura de las ocarinas terminaron cobrando mayor valor que el cuidado del prisionero que tantas fatigas causó. Así, la carga completa se quedó en el cercado de Fusagasugá y un nuevo socio acompañó los caminos de Gata.

    —En otra ocasión te cuento por qué estaba prisionero en Fusagasugá, le dice el veterano guerrero al joven—. Estuviste muy concentrado y serio en tu ablución de luna nueva; pareces realmente preparado para tu encuentro con las grandes aguas del Paraná.

    —Eso creo. Ya las has visto, ¿qué puedes decirme?

    —Pues, güipa, es de verdad inolvidable. No sé por qué, pero así ocurre, nadie olvida su primer encuentro con el mar. De hecho, cada vez que vuelves a estar frente a este te sientes como entonces… Yo no sé cómo hacen los ribereños, que todos los días abren los ojos y lo primero que ven es su extensión interminable. Quizás por eso las gentes de Chay-Rama son tan especiales. Todos tienen esa mirada, ¿sabes?; parece que te atravesaran al mirarte porque sus ojos solo quieren ver el infinito… Están tan acostumbrados a ver el mar desde la altura, que ninguna distancia les impresiona. Hay que ver, esas miradas…

    —Supongo que de algún modo están acostumbrados a lidiar con la superficie del abismo.

    —¿Por qué lo dices?

    —Por nada, no me pongas cuidado. Además de las conchas sagradas, debo conseguir néctar dorado, ¿conoces esa sustancia?

    —Claro, es la miel que elaboran de sus abejas, que son así, güipa, chiquiticas. Las gentes de Chay-Rama las han adiestrado para que les compartan su increíble producto. Es dulce como beso de china y espesa como sabia de totumo. Ninguna de las que consumen regularmente en tu pueblo alcanza a disputar su calidad. Tienen unas galerías llenas de nidos de esos insectos donde recolectan el néctar en grandes vasijas. Vale su peso en oro.

    De pronto, nota Mazur un magenta entre las esteras apostadas contra la borda y se levanta con un salto. El joven, curioso, brinca detrás y puede ver en la ribera unos puntos violáceos que de a poco se convierten en garbosas estampas de flamencos.

    —¿Qué son esas garzas bermejas? —pregunta.

    —No son garzas, son aves del amanecer. En mi tierra las conocemos como las mensajeras de la aurora. Los pueblos que circundan Tayuna los llaman flamencos. Al despuntar el día regresan a sus nidos entre las ciénagas después de haber avanzado, durante la noche, aguas arriba hasta las riberas de mi pueblo, llevando el mensaje de los antepasados, que llegaron a mi país desde un territorio en los dominios del Upar.

    —¿Entonces ya llegamos a los dominios del manglar? Mi madre me habló de esos bosques caminantes que arrebatan tierra al agua.

    —Aún no. La mayor parte de esos bosques están del lado de poniente de estos montes, que llaman de Musinga. A sus pies, del lado de levante, se extiende la nación de los yariguíes, y de ahora en más de ese costado se pierde la tierra firme y se extenderá una zona de madreviejas y brazos de agua.

    El joven se encamina a proa para ver los bosques que parecen llenar el horizonte. La verdura de la arboleda en algunas partes de la ribera alcanza a ocultar las sierras orientales, de lo altos que se encumbran los gigantes del dosel. Sorprendido al ver tantas posibles vías de agua, pregunta en karib:

    —¿Hemos dejado el gran río?

    —No todavía —contesta Devi, el patrón—. Estamos en uno de sus brazos. Más adelante tomaremos el de Llanitos para llegar derecho a Tora, si está practicable.

    —¿Aún no lo sabes?

    —La temporada de lluvias acaba de pasar; es probable que todavía encontremos vías profundas, aunque en la última luna predominó el tiempo seco. Espero poder salir de Yuma por Opón para ahorrarnos medio día.

    —¿Esperas? —interviene Mazur.

    —Sí. Espero. Por lo pronto, estoy buscando un poco de tierra firme para bajarnos a cocinar el caldo.

    —¡Enhorabuena! —gritan los pasajeros.

    Embarcaron luego de la sopa de pescado que les corresponde por el pasaje y de las tórridas horas de mediodía de las que se protegieron bajo la sombra de los toldillos que se armaron en la playa. La mayoría de los pasajeros durmió mientras otros se refrescaron en la corriente del brazo del río que cae en la ensenada que los acogía. Se encontraban en una gran isla fluvial entre el caudal de ciénagas y humedales que los circunda.

    Así comenzó otra singladura entre esteros y cañadas; la tarde corrió al compás de las aguas, que poco a poco se abrieron en grandes extensiones, pequeños mares donde las distintas familias de árboles acostumbrados a la inundación se reparten las tierras anegadas. El verano de comienzos de año en el calendario muysca principia con la próxima luna llena, que esta vez hará el milagro de caer para el solsticio. La víspera de la aparición de Chía llena de ilusión al adolescente.

    —¿Entonces Gata ya está muy cucho y renunció al camino? —pregunta el pijao, retomando una larga conversación.

    —De ninguna manera. Este viaje es, por así decir, mi recibimiento —se refiere al hecho de estar reemplazando a su padre, ya mayor, en la travesía de negocios con el socio principal de la familia. El muchacho acababa de terminar su formación con Poppón, el xequytiba de su pueblo, aunque tomándose menos tiempo que la mayoría de sus contemporáneos, pues sus estudios y periodos de pruebas fueron distintos a los de sus compañeros de generación. El pijao, que conocía el asunto, pensaba que el chico se había inclinado, al final, por seguir la carrera de xequy, pero la reciente salida de la escuela de Chía lo tenía aún sorprendido.

    —¡No cantes! ¿De qué me estás hablando?

    —Mira, que te digo…

    —¡Es tu hermano Pirama quien cruzó el portal! —le interrumpe.

    —Así es, pero yo me recibí también… de alguna manera.

    Sosiegan en cubierta, pues el sol ya declina sobre un fondo violeta: en el campo de Huitaca las nubes parecen un rebaño de venados en los valles del páramo. Mazur se refería a que Pirama, el hermano mayor de Satua, había alcanzado recientemente su dignidad como tiba al completar los años de formación y encierro en las camsas, los bohíos de estudio de la escuela de Chía dirigida por Poppón, y demostrado el conocimiento necesario para acceder a la Aduana de Azu, el portal del mundo de los dioses, que solo estaba permitido para los iniciados en el conocimiento arcano propio de los sacerdotes muyscas. El hermano del joven comerciante había demostrado su aptitud para ser depositario del conocimiento y las creencias de su pueblo y, en consecuencia, había decidido continuar con su entrenamiento en la casa de conocimiento de Chía para alcanzar la dignidad de xequy, su máxima aspiración y máximo logro en la jerarquía religiosa, superada solo por xequytiba, el jefe de los xequys de cada cacique, que normalmente eran nombrados solo entre las familias principales de cada tribu.

    Gata, su padre, había depositado en Satua, entonces, las responsabilidades del sostenimiento del hogar. Ahora él debía llevar la caña de la canoa del sustento del cercado. Heredaba el oficio como alguna vez Gata lo recibió de sus predecesores, y estos, de los suyos, por generaciones. El trato ancestral con Sie, la divinidad del agua, convirtió a sus ancestros paternos en los comerciantes de caracolas marinas de Quycaccubun, la confederación de cacicazgos asociados a Bakatá, el thytua de Facatativá, gracias a los contactos familiares con la gente de la costa de Tayuna, en la ciudad de Chay-Rama. Satua se convirtió en heredero de su padre, que no de Umsa, su tío materno, lo que confirmaba la primacía de su hermano Pirama en la descendencia del patrimonio familiar, como era de esperarse, y la cercanía con su progenitor.

    —Hice mi formación con Poppón mientras trabajé para él: tuve conciencia de las dimensiones interiores del espacio; aprendí a reconocer el lugar de los puertos sobre el abismo; mantuve intacto el fuego en la laguna de Tibabuyes; me inicié en el saber de las plantas; pude orientarme en el Sendero de Conocimiento, el acceso al mundo interior, gracias a los dones del tyhyquy y de la peregrina, el yopo; contemplé las estrellas de la noche alta; reconocí el sendero de Fagua, la estrella vespertina; obtuve los conocimientos imprescindibles para convertirme en tegua, solo que no me correspondía por no haber sido iniciado; y me hice hombre en los cuarteles de Chía cuando al cumplir la mayoría de edad debí escoger entre el camino del asceta o el del navegante.

    —¡Jum! ¡Fallaste la última prueba! —acusa, insidioso, Mazur, soltando la carcajada.

    —¡No fallé! ¡Escogí!

    —No puedes decir entonces que cruzaste el umbral.

    —Sí lo crucé, solo que no para ser tegua y continuar el adiestramiento hasta convertirme en tiba o luego en xequy, como mi hermano Pirama, sino el de navegante, ¿no lo comprendes?

    —Entiendo que no te recibiste como tegua.

    —¡No! Me gradué de…

    —¡Yywit! —suena muy fuerte lo que parece ser el trinar de un ave. Se incorporan y encaminan a proa. Devi responde con un silbido distinto, que pone a Satua a buscar remitentes en la cercanía. De pronto, repara en una especie de hojas carmines que se bambolean sobre las aguas. La arboleda esmeralda apenas le deja percibir una canoa que se dirige, veloz, hacia la piragua. Se sobresalta pensando que fueran guerreros guacanaes, pero al cabo distingue al único navegante, que rema vigorosamente.

    —¡Yywit!

    —¡Epa, Mañe! —responde el comandante zenú.

    —¡Yywit! —vuelve el trino desde la canoa.

    —Ajá, Mañe, ¿qué haces tan lejos de tu bohío?

    Los pasajeros, que ocupan toda la borda, distinguen la sonrisa socarrona del hombre que no deja de bracear. En cuanto alcanza el punto en el que la corriente lo hará encontrarse con la piragua, deja de remar y se levanta con agilidad mientras abre los brazos, saludando.

    —¿Qué dice el cienaguero? —pregunta al abordar, al tiempo que abarloa su canoa. Se trata de Mañe, un cazador yariguí de corta estatura y gruesa panza.

    Devi lo estrecha, tomándolo de los brazos, al tiempo que Nagi, su hija, se acerca. El yariguí detiene a la muchacha e hinca una rodilla en el suelo, presentando sus respetos. Ella sonríe y lo levanta acariciándole los antebrazos, y se funden los tres en un abrazo.

    —¡Jum! Es, en verdad, un gracioso encuentro —se voltea sonriendo Mazur hacia Satua y se lo lleva a la otra banda del planchón, tomándolo del antebrazo.

    Las noticias familiares que traía el muchacho aún le rondaban los pensamientos, a pesar de que llevaban juntos muchos días. Mientras dormía la siesta soñó con una cacería que no habían logrado culminar con su compadre Gata. Le recordó el viaje iniciático que tuvo con Poppón, muchos años ha, en el cercado de Teusaquillo.

    El chico se recuesta contra la borda y mira el relucir carmesí de la ciénaga. Mazur recuerda su provisión de tabaco y, revolcando entre su morral de palma seje, saca el paquete de hojas en el que conserva los apreciados pitillos.

    —¿Y conoces el Camino de los Sentidos? —le bota de súbito al muchacho, mientras le ofrece un cigarro.

    Satua no responde. Sabe de lo que le interroga. Toma el tabaco —privilegio del que goza después de alcanzar la adultez, junto con la apenas larga cabellera que luce— mientras sopesa la pregunta; tiene mucho que decir, pero no sabe por dónde empezar, son tantas las razones imprescindibles… así que detalla algunas superficialidades mientras trata de encontrar el comienzo de la senda de pensamiento.

    Este ejercicio era corriente en las lecciones con Poppón, su maestro, el xequytiba del thytua de Chía que lo educó: «Todas las cosas del mundo son caminos —decía—. El horizonte no se acaba en la Vía de la Sal, es apenas la vena de alguna hoja del gran árbol, la infinita conexión de caminos que es Azonuca, el mundo. Y Sie su reflejo. La vena de esa hoja es el río madre, Yuma, que es un costillar paralelo al Espinazo de la Noche, ese otro río que atraviesa el cielo. Y así como hay estrellas o puntos de referencia en el cielo, también los hay adentro y abajo, en el abismo».

    Se acostumbró a caminar los linderos de su pueblo, no solo los caminos que seguía su familia hasta los cultivos que tenían en distintas alturas de la cordillera, sino también los territorios de las tribus vecinas, las estribaciones de la Serranía de Chingaza, las montañas que confinan por levante la sabana del río Bunza, y viajó desde niño con su padre a las comarcas vecinas, en tierras de los sutagaos del lado del Sumapaz; por las estribaciones que caen a los Llanos y por los valles entre los cerros que surcan la Sabana. Y con su maestro también aprendió a andar algunos senderos del espacio interior.

    —Desde que tengo memoria de mi persona —exclama Satua—, soy un caminante. Mi padre me enseñó a andar y a entender la red Azonuca y mi madre me adiestró en el baile de los Caminantes Eternos, los siete modos de estar en el mundo.

    —¿En serio? La última vez que visité tu cercado, parecías más bien la plumita de mamá.

    Satua sonríe. Atesora una pluma de águila de páramo que trajo consigo luego de su viaje iniciático con tyhyquy, en su primera ocasión como asistente de Poppón. Concordaba con su madre en que desde esa fiesta sus estandartes caminaban juntos. Por eso le dio, cuando partió, el foi o la capa con una representación de la costa de Tayuna, que ella misma tejió y bordó, y el fotuto «para que cantes tu canción frente a Sie, y le digas de qué van tus pasos».

    Cae la noche, el viento arrecia su intensidad y empieza a serenar. El muchacho se pone su gorro de algodón —que se ajusta a la cabeza— y desdobla el foi y se lo pasa por los hombros. Fuera del territorio del Bakatá puede usarlo libremente, ya que en su país vestir una prenda estampada y colorida está restringido a thytuas y principales.

    Quiere conocer qué dice el viento en su tránsito recio, por lo que saca de su equipaje el fotuto, de pintas marrón, rojo y blanco, y se pone a soplarlo nota a nota mientras logra armonizar con la melodía que trae el viento en su pasar.

    A medida que logra acompasar la vibración del viento con la que suena en su instrumento, va creando una canción que en principio imita el llamado de Mañe. Luego trata de interpretar el sonar del río, el tremolar de los colores de la puesta y la brisa que parece llevarse la cúpula de calor que había enmarcado la jornada. De pronto, le llega a la mente la imagen clara del reflejo de las aguas de su cercado, en esa madrugada, hace varias sunas, cuando estuvo con Zemni. En su pensamiento aparecen los momentos de la última «carrera entre santuarios» a la que asistió con primos y amigos.

    Allí estuvo ella, con el negro cabello regándose por su esbelta figura. El tono brillante contrastaba con el cobrizo de su piel. La reconoció de espaldas entre la multitud que celebraba el paso de los competidores, camino a la laguna de Tibabuyes.

    —Zemni—dijo esa noche, aspirando la fragancia que desprendían sus cabellos, entre la algarabía y los cantos de los celebrantes que corrían y bailaban delante del cortejo del thytua Bakatá.

    —Zemni—susurra su nombre a las rachas de pelambre corta con las que Azu, el dios del viento, despeluca la ribera.

    Siente deseos de tocar la canción de las aguas de su cercado, el cristalino y helado fluir del Vicachá, que baja, sonoro y brillante, de las alturas sagradas del páramo de Sumapaz buscando la laguna del Bakatá. Sopla su fotuto y recuerda en sus notas los trinos de las mirlas al caer el día; luego canta a la luz azul de la laguna de Sesquilé la noche de la oblación del cacique, cuando el hombre dorado se deja lavar por las aguas del lago.

    El guerrero se acurruca en el tenderete que les sirve de camarote y saca el calabazo sellado con caucho donde trae la chicha de maíz especial de su pueblo, que atesora desde la última visita. Luego se sienta junto al joven y lo acompaña con golpes rítmicos de su totuma contra la cubierta, y hace que los demás, pasajeros y tripulantes, volteen a mirarlos.

    Malibúes y zenúes reaccionan, y trayendo tambores, gaitas, flautas de millo y maracas, se unen a la melodía, y con hojas de laurel en los labios interpretan tonadas que celebran la brisa que recoge los pasos del poniente; al gran planeta que se atraviesa en el camino de Chía; las hogueras que señalan en la noche la ribera, de las que el viento trae olores de tierra firme: a envuelto, a sancocho, a tamal, a selva y a serranía prolija; el cañón que se pierde en las estribaciones, el calor de debajo de las mantas y la ciénaga que se abre, infinita.

    Al cabo, las canciones festejaron a las mujeres de los embarcaderos, a las amadas presentes o idas, y Mazur pregunta, cómplice:

    —¿Y por qué no trajiste alguna china, como dices, para acompañarte por los vados del río?

    —Esos son mis asuntos. —Satua cierra los ojos, contemplando la imagen menuda de Zemni, acomodado con el néctar de la celebración y la chicha de Mazur, y agradecido con el aceite de seje adquirido por el pijao en Onda, que refresca y aparta los insectos, se deja llevar por los buenos recuerdos.

    —No son solo asuntos tuyos, me parece que de ella también —reflexiona el pijao.

    —Te digo que no hay ninguna china, ¡por Chía!

    —¡Jum! Eso es lo que les dices a tus padres.

    Un repentino silencio acompasa el desplazarse de la barcaza por el centro de un humedal. Las corrientes del río quedaron atrás y la luna casi completa se refleja en la superficie, mientras el patrón y su hija Nagi miran atentamente las estrellas y al horizonte del agua que se interrumpe en las vertientes negras de macondos, cativos, higuerones y caracolíes.

    —¿Has visto cuando Chía tiene la panza llena, como mujer preñada? —pregunta el muchacho, nostálgico.

    —¿A dónde quieres ir con eso? —replica Mazur.

    —¿Habrá caminos en ella?

    La nave cae lenta y la hamaca en la que el joven descansa se mece a su paso. Tiene en las manos el pentágono, la piedra-calendario que le dio su maestro para llevar la cuenta del tiempo en su viaje. Es brillante y negra, plana y con cinco lados esculpidos, en sus costados están los símbolos que representan el paso de sunas o lunas y zocames o años. Hace la cuenta de que hoy se cumplen once semanas –compuestas por tres días– de camino en compañía del pijao, doce desde que salió del cercado de su familia.

    Los malibúes arrancan de nuevo con bajos acordes de gaitas y tambores de ritmo hipnotizante, mientras se ponen de acuerdo en la melodía por seguir. El guerrero, inspirado por su celada ambrosía, sigue la conversación de los navegantes, que alcanza a entender por la parlantía karib de la lengua franca. Guiados por Mañe, los navegantes miran las estrellas sobre el este y calculan la entrada al brazo más grande del ramal, que se difumina entre las ciénagas oscuras.

    —¿No vamos a ir a tierra, a preparar la primera sopa de la próxima jornada? —pregunta a los zenúes.

    —Así es, señor güecha —responde la joven, atenta a las mediciones de su padre. Es una muchacha bella, maciza y altiva, de cabello corto y nariz respingada—. Antes de la medianoche volveremos a varar en tierra, para preparar la primera comida.

    —No soy guerrero muysca, si me permite corregirla. Soy Mazur de Anaime, rastreador pijao, de Tolima, el País de las Nieves.

    —Disculpe, excelencia —responde burlona, sin dejar de atender las luces en el cielo. Se había confundido por la amistad del guerrero con el joven muysca, que viste el gorro y el foi tradicionales de su pueblo.

    —¿Reconoces ese dios errante, que cae a sotavento? —le pregunta el pijao por el planeta.

    —Cómo no, señor guerrero.

    —Es la guía de mi rastro. Se dirige justo sobre mi destino —el gran planeta cae a noroeste, y deja atrás el sendero de la luna.

    —Lo sé. En esa dirección está mi bohío. Pero primero viraremos al este, a Tora; luego derecho al norte, hasta Pamarame, y finalmente a poniente, hasta Talaigua.

    —Parece que tu hija ya no pierde el rastro, patrón Devi.

    El hombre chista, señalándose, queriendo decir «Con este maestro…» y sonríe cogiendo la chicha de a bordo que le acercan.

    —¿Y qué pasó con el condorito, se mareó en las aguas menores? —pregunta burlón.

    —No son menores —se incorpora Satua, tambaleante, y recibe la bebida que se le ofrece—. ¿Y entonces, ustedes viven en la ciénaga? —al hablar en karib quiere dar la impresión de dominar todos sus sentidos, aunque no puede evitar que la lengua se le enrede.

    La joven suelta la risa, al tiempo que los malibúes alzan una nueva tonada. Entonces Satua quiere bailar al son de las ondas del río, pero termina agarrándose apenas de la hamaca, derramando parte del contenido de la totuma.

    —¡Ñerda! —exclaman varios en coro, sin poder contener las risotadas.

    Suena, entonces, la concha del vigía de proa, avistando un afluente, que podría ser el que va a dar al Opón. Los tripulantes sueltan sus instrumentos y corren a sus posiciones y la muchacha guía la nave a la luz de la luna por el brazo del río.

    Satua, que releva a los navegantes en la interpretación de melodías, cree reconocer en el aliento nocturno las fragancias de su tierra. El viento sopla de las montañas orientales y el río Saravita cae a la ciénaga de Opón luego de transitar el territorio muysca del Duit y el Iraka. Las recibe como una llamada de sus ancestros e, interrumpiendo su tonada, se dirige a la muchacha, que maniobra la palanca.

    —Disculpa, ¿por qué viras?

    La muchacha lo mira anhelante y sigue concentrada en la faena. Tomar el brazo de día es relativamente fácil, pero en medio de la oscuridad de medianoche, sin fogatas que sirvan de boyas, no hay lugar a distracciones.

    Finalmente, reconoce las riberas del río que baja de la cordillera, respira confiada y voltea sonriendo a mirar al joven muysca. Le había llamado la atención desde el abordaje porque no estaba acostumbrada a encontrar mercaderes jóvenes. Detalló la túnica corta que viste su cuerpo mediano pero bien formado, a pesar de lo delgado, y el gorro que, al ceñirle los cabellos, resalta su rostro melancólico.

    Regresa la atención a las riberas que de pronto se abren como entrepierna de mujer. Desde el comienzo de la última temporada de lluvias había comandado la boga, completa por vez primera, y se siente satisfecha del desempeño. La singladura inmaculada hasta ahora es su mejor presentación como recién ascendida al cargo de timonel.

    Su padre, que en silencio no le pierde calada, se abandona a la tranquilidad de la responsabilidad bien delegada. Se acerca a Mazur para ofrecerle la totuma con chicha, y se siente pleno. Que su hija mayor haya hecho la boca del Opón a medianoche es motivo para celebrar.

    Al cabo, arrimaron a una pequeña playa señalada por una gran fogata. Los músicos soltaron sus instrumentos, saltaron al agua con los demás pasajeros, dejaron amarrada la piragua y se dispusieron a cavar un gran agujero en la arena, donde enterraron una múcura gigante de cerámica llena de caldo y encima encendieron un fuego y cocinaron viudo de sábalos pescados a la caída de la tarde, con trozos de arracacha y yuca, adobados con ají y hierbas.

    Plácida termina la noche luego de la comida y las rondas de chicha que circularon entre pitos de fotuto, flautas y gaitas. Junto a la hoguera con hojas de heliconia, cuyo humo espanta los insectos, los hombres cantan y beben. Mazur vuelve a brindar con su jarra favorita y se sienta junto al joven, que toca su instrumento.

    —¿Te has echado a andar por los caminos de Chía? —pregunta el guerrero, curioso, en una pausa de la interpretación.

    Satua mira el bello rostro de Nagi, la joven boguera, su cabello lacio cortado a la altura de la nuca, los miembros delgados y flexibles como cañas de junco, el busto altivo, ojos vivaces de mirada atenta, las caderas amplias, que protegida por el fuego sonríe mientras los remeros la invitan, en vano, a bailar. Por las exigencias de su oficio, la joven tiene un cuerpo sano y bien torneado.

    —¿Sabes a lo que me refiero? —pregunta de repente, mirando la sonrisa de la china zenú—. El caminante debe tener claras sus sendas, y puede hacerlo si no pierde de atención la Red Azonuca, o sea saber bien dónde se encuentra respecto al mundo que conoce, y teniendo claras sus ideas respecto a los lugares que quiere alcanzar.

    —Llámalo como quieras. Conozco a varias muchachas que cuentan historias semejantes mientras la luz del astro nocturno les reluce en los labios húmedos. Las oferentes de Chía son inolvidables —suspira.

    —No me estás siguiendo —se sonroja, pues también había probado las mieles de las sacerdotisas de la luna—. ¿Has visto que en su cara Chía tiene sombras, valles y espejos de agua?

    —Claro que los he visto, y los he seguido… son caminos tibios y húmedos.

    —Vuelves a lo mismo, ¡estoy hablando de otra cosa! —reitera sonrojado el muchacho.

    —Creo saber a qué te refieres —dice finalmente el pijao mientras desenrolla la estera sobre la que se piensa recostar a dormir.

    Aún falta para que amanezca y la mayoría de los pasajeros duerme. Los tripulantes, que prefieren esperar a la arribada en Tora para descansar durante las horas de sol canicular, retirados de los demás, siguen con sus ritmos y melodías y beben junto a la hoguera. Solo quedan de pie Mañe, Devi y Zegne, el dignatario chimila, mientras los paramunos, luego de unas cuantas rondas, terminan abandonándose al sueño, cobijados por las bambas de un gran higuerón y arrullados por la conversación y los cantos de los celebrantes.

    Tora

    La concha del vigía saluda al astro solar, que se levanta por encima de Guane, en la cordillera de Sumapaz, y todos se disponen a continuar el viaje. Los tripulantes, amanecidos y todavía animados por la chicha, cantan mientras remolcan la piragua de nuevo al agua. Los pasajeros se levantan a rezar sus oraciones matutinas y Mazur, fresco a pesar del corto descanso, sacude al adolescente, que duerme aún la borrachera.

    —¡Despierta, que ya tu Nencatoa se llevó la chicha selva adentro! O es que todavía estás bailando con él, ¿no te das cuenta que hasta se apagó la fogata?

    Tembloroso, el muchacho trata de incorporarse, pero todo el cuerpo le pesa, en especial la cabeza, que le parece más grande que la múcura en la que prepararon el viudo. Con dificultad se levanta y organiza el equipaje.

    Uno a uno, los pasajeros abordan la embarcación. Se apoyan las pértigas contra el fondo y Nagi regresa al timón mientras Devi canta las órdenes de maniobra. Al rato, entran de lleno contra la corriente principal del brazo, en la esquina por la que una manada de babillas se bota al río. El chapuzón metálico vibra a lo ancho de la vía de agua.

    Los dos bogueros se afanan en las bandas de la nave al recibir el relevo de las pértigas. Son los encargados de la propulsión con sus varas largas y rechonchas, que aprovechando al máximo posible la corriente adversa, se apoyan en el fondo pando del caudal. El desplazamiento plácido invita a la conversación.

    Los paramunos charlan con los postas de Tayuna, con quienes acuerdan continuar juntos hasta la gran ciudad de Pocigüeica, en la provincia de Betoma, luego de la calada en Pamarame.

    —La lengua común propone confianza —dice Mazur mientras estrecha las manos de Kalúa, el postero mayor—. Claro que recuerdo a tu capitán postero —continúa, picando el ojo—. Creo que todavía me debe, de la última vez que nos vimos, un poporo de nácar, ahora que me haces caer en la cuenta.

    Satua lo acodilla con disimulo por la imprudencia e interpela al tairo:

    —¿Qué tan lejos de Pocigüeica está Chay-Rama?

    —A varias jornadas. Nuestra capital cae del lado suroccidental de la sierra, mientras que la ciudad centinela está del costado norte. Podríamos llevarlos hasta el muelle que tiene mi familia donde el río Ariguaní entra a la sabana de Yuma luego de descender desde Nabusimake, y de ahí da vuelta a buscar al Zazare, donde desemboca. Podremos tomar esa vía desde Chimichagua. Y desde el embarcadero, subir hasta Pocigüeica.

    —¿Y conocen los bajos de Pacabué? —pregunta el pijao.

    —Como la planta de nuestros pies —bromea Kalúa—. Precisamente de allá es mi primo Astún, de las sabanas que riegan los caños de Sopatín.

    —Allá sabrás lo que es maniobrar en las ciénagas, chiquillo —le dice Mazur al muchacho.

    —¿Viste mi canoa, trincada sobre el toldillo? —pregunta Satua a Astún—. Es muy ágil en los pasos estrechos.

    —Conozco esas canoas de macondito —contesta el sabanero—; mi padre conserva una de esas para su uso privado. Son ligeras y marineras.

    —¿Crees que podría aventurarla mar adentro?

    —Tu canoa tiene la proa alta, así que no tendrá problemas con la mareta. Mi familia no navega en el mar. En ocasiones nos adentramos por las ciénagas, en particular por la Grande de Dorsino, con nuestros amigos del pueblo tupe, cuando llevamos en andas nuestras canoas hasta el río Arumaque o incluso al Frío. Al navegar la Ciénaga Grande, izamos velas si tenemos viento a favor. Así que, con un buen trapo, supongo que podrás arriesgarte.

    —Traigo uno tejido en algodón tupido, de la mejor calidad de mi tierra.

    —Entonces, sí. Pero tu canoa es pequeña, ¿tiene mástil?

    —Sí, nuestra familia usa unos mástiles portátiles que también sirven de pértiga, si es el caso. Los llamamos masteleros.

    —¿En verdad? Pues muy práctico. Entonces no tendrás problemas si quieres atreverte a ir mar adentro.

    —¿Viste, Mazur? —se vuelve al pijao.

    —Ya te he dicho que podrías, güipa. Pero de cabotaje.

    —Nuestra canoa es más pesada —dice Kalúa—. Podremos navegar juntos, pues el camino ya está abierto. A las riberas de la Sierra Madre hace pocos días llegó el verano y todavía debe haber buenas vías de agua para navegar. Aunque encontraremos corriente adversa, pues nos toca remontar las corrientes del Zazare y del Ariguaní, creo que nos rendirá la singladura. La recogeremos en Pamarame, en la calada de Matute.

    —¿De qué calado son esas vías? —pregunta el adolescente.

    —De cinco torsos y más —responde Astún—. Hemos alcanzado las seis jornadas en la remontada del Ariguaní.

    —Ese es un buen promedio —interviene el guerrero—. ¿Y qué es la vida del viejo Ake?

    —Sosegada —contesta Kalúa—. Está regentando la calada de Dorsino. La toma suave el viejo. Tiene su maloka en Río Frío, y desde esos bosques de macondos administra la circulación de las piraguas del cacique Nabuki por la ciénaga. Tributa

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1