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La calle de la comedia
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Libro electrónico177 páginas1 hora

La calle de la comedia

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Nicanor es un actor cincuentón que vive solo con su anciano padre en un edificio multifamiliar en La Habana. Ha recortado sus aspiraciones, sus sueños y expectativas. De pronto, algún vecino de un piso alto comienza a tirar una lata vacía de Coca Cola al pasillo, exactamente de madrugada, durante varias noches consecutivas. Nicanor no imagina que ése es el comienzo de una serie de acontecimientos que cambiarán su vida y su cosmovisión, y no sólo las suyas: el barrio no volverá a ser el mismo. Pero la cosa va más allá, y es el destino del país el que está en juego…
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento8 sept 2016
ISBN9781635031591
La calle de la comedia
Autor

Eduardo del Llano

Eduardo del Llano nació en Moscú el 9 de octubre de 1962. Vive en La Habana, donde se desempeña como escritor, guionista y director de cine. Es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (UH). De mirada larga, sentido del humor inteligente y amante de la crítica, fue profesor de Historia del Arte Latinoamericano e Historia de la Fotografía en la Facultad de Artes y Letras de la UH entre 1990 y 1995. Fundador y director del grupo de creación literaria y teatral NOS-Y-OTROS, desde 1982 hasta su desaparición en 1997. Como cineasta rubricó los guiones de varias películas cubanas: Alicia en el pueblo de Maravillas (1991) y La película de Ana (2012) de Daniel Díaz Torres; La vida es silbar (1998) de Fernando Pérez; Perfecto amor equivocado (2004) de Gerardo Chijona, entre otras; además escribió y dirigió el Decálogo de Nicanor (2004-2011) y los largometrajes Vinci (2011) y Omega 3 (2014). Ha publicado varios libros en Cuba y el extranjero, entre ellos Los doce apóstatas (novela, Letras Cubanas 1994) El beso y el plan (cuento, Letras Cubanas 1997), Obstáculo (novela, Letras Cubanas 1997), Los viajes de Nicanor (cuento, Extramuros, 2000), Tres (novela, Letras Cubanas, 2002), El universo de al lado (novela, Salto de Página, Madrid, 2007), Sex Machine (cuento, Letras Cubanas, 2010), Cuarentena (novela, Letras Cubanas, 2012), Bonsai (novela, Ediciones Unión, 2014), Omega 3 (cuento, Letras Cubanas, 2016).

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    La calle de la comedia - Eduardo del Llano

    Mendoza

    I

    Ya eran varias noches consecutivas que, a las doce en punto, alguien tiraba una lata vacía de Coca Cola al pasillo detrás del apartamento de Nicanor O’Donnell, y el ruido resonaba en todo su dormitorio.

    En cierto sentido, no le extrañó: su cuadra siempre había estado poblada de hijoeputas. La mayor concentración de hijoeputas por metro cuadrado capitalino. Una superpoblación de hijoeputas digna de estudio. Cualquiera, en cualquier parte, tiene dos o tres enemigos regulares, pero Nicanor vivía con la certeza de que en un círculo de cien metros con centro en su morada todo el mundo lo odiaba y conspiraba para perjudicarle. Tal vez no hasta el punto de reunirse todos los días de cinco a siete para hablar mal de él y encontrar maneras nuevas y creativas de joderle la vida, pero desde luego lo juzgaban, lo señalaban con el dedo, echaban basura detrás de su apartamento. Hijoeputas todos. Aun consciente de lo contradictorio del concepto, a O’Donnell le habría gustado fundar un Partido de misántropos.

    Nicanor era un actor de teatro, a veces de televisión, nunca de cine. Su especialidad era morir espectacularmente. Aunque trabajaba en el grupo Los Acomodadores, con sede en la sala Cancún, cualquier colectivo en trance de montar una obra donde alguien tuviera que agonizar en escena lo llamaba a él, y su director lo cedía sin demasiado regateo. Incluso en Los Acomodadores había varios actores que lo superaban en intensidad y técnica, pero a la hora de jadear, pronunciar las últimas palabras, exhalar el postrer suspiro y torcer la cabeza, nadie se le acercaba siquiera. De la muerte de Nicanor en un telefilme se estuvo hablando meses enteros, y a raíz de ese desempeño resultó nominado para los codiciados premios Batracio, aunque al final no ganó, justamente, por todo lo que el personaje hacía antes de morirse.

    Nicanor vivía con su padre, un anciano avinagrado con Parkinson incipiente. Su madre se había suicidado, de su esposa se divorció años atrás, y aunque no faltaron ―ni tampoco abundaron― amantes eventuales, era un hombre sustancialmente solo. Cuando entró a Los Acomodadores le bastó un trimestre para cepillarse a todo el personal femenino, incluidas la maquillista, la diseñadora de vestuario y un muchacho medio andrógino de Pinar del Río con el que amaneció tras un estreno, pero de eso hacía tiempo. El sexo era algo infinitamente más complicado ahora.

    Los vecinos lo consideraban con recelo no tanto porque era actor como porque no era un actor de éxito. La gente del teatro sumaba un hatajo de vagos depravados, ya se sabía, pero esa vida valdría la pena si por lo menos te llevaba al cine, a festivales y revistas. A los cincuenta años, no saber sino morir en escena era patético. Claro que no todo el mundo era vecino suyo. Cuando actuaba, Nicanor sentía un vago desprecio por el público, pero esa era gente que iba y venía, manos que pagaban por un ticket y luego aplaudían y tal vez más tarde se adelantaban para ser estrechadas. Los propietarios de esas manos venían a verlo morir y admirarse por ello, y de vuelta a casa comentarían cuánto les habían conmovido sus últimos segundos, se señalarían le mejilla como si las lagrimitas de emoción todavía fuesen detectables. El público, salvo un brevísimo y despreciable porcentaje, no vivía a menos de cien metros de su apartamento.

    ¿Quién podría estar tirando las puñeteras latas? ¿Georgina, la que siempre estaba fajada con Mirna? ¿Ese hipster, J, que trabajaba en un laboratorio y era de los pocos con que mantenía una especie de relación social, basada principalmente en el trueque de películas, capítulos de series y pornos caseros por entradas para funciones teatrales? ¿Máximo, el viejo fundamentalista de la boina? Sus apartamentos estaban encima del suyo y en sus paredes traseras se abrían ventanas directamente sobre el pasillo. Claro que estaba también el edificio de enfrente, y en todo caso Georgina, Máximo y J no eran los únicos: en once años viviendo allí, Nicanor todavía no conocía a todo el mundo. Su padre, en cambio, sí. Con O’Donnell senior el diálogo no era fácil para nadie, pero disfrutaba de la ventaja de su veteranía. Por demás, el anciano sólo había ido al teatro una vez en su vida, a una puesta de Una caja de zapatos vacía de Piñera. No entendió nada, se aburrió y luego se quedó encerrado en el baño hasta que una tortillera forzuda rompió la puerta.

    Los habitantes de los pisos altos de su edificio y del otro siempre lanzaron al pasillo preservativos, cáscaras de plátano, fósforos y envases de plástico embebidos en líquidos repugnantes. Un tipo que debía amar la naturaleza tanto como despreciaba a sus vecinos la emprendió durante un tiempo con esparcir cada mañana desayuno para los pájaros. No para aves chic, palomas o halcones: cualquier gorrión plebeyo y desnutrido se beneficiaba de su generosidad. Ahora bien, el menú vertido consistía en manjares pesados y que se descomponían pronto, como trozos de tortilla, migas de pan, frijoles negros y arroz cocinado. A Nicanor le tomó meses de ruda faena detectivesca descubrir quién era, luego le armó un escándalo, diciendo que si quería alimentar volátiles o predicarles lo hiciera a la entrada de su apartamento, pero no en el pasillo común, lo que sólo conseguía amargar a los humanos de la planta baja y engordar a los ratones. Eso neutralizó al bienhechor de las aves, al menos en parte: todavía a cada rato aparecían esporádicos trozos de pan reseco, que Nicanor barría estoicamente en el fin de semana.

    Con las latas la cosa fue dramática desde el principio: es increíble el estruendo que causa un recipiente metálico a medianoche. Aquella vez se quedó un rato con el oído alerta, recordando el cuento del tipo cuyo vecino de los altos se quita todas las noches los zapatos y los lanza ruidosamente al suelo, no al unísono sino uno tras otro. El atentado sonoro no volvió a repetirse, pero Nicanor no consiguió dormir hasta casi el amanecer. Por la mañana encontró la lata de Coca Cola. La identidad del líquido lo dejó perplejo: había supuesto que se trataba de una cerveza.

    Transcurrida una semana, O’Donnell era una piltrafa emocional. Lo que más lo desconcertaba era la absoluta falta de lógica del asunto, considerar qué avieso motivo podía llevar a alguien a beberse una Coca Cola a las doce de la noche, qué retorcido ritual conllevaba el consumo de esa pócima burbujeante precisamente a esa hora. Vaya, es que resulta hasta malo para la salud.

    Tal vez el tipo se prepara tragos, supuso Nicanor, tal vez tiene una botella de ron y utiliza la Coca Cola para preparar Cubalibres. Sin embargo, eso no explicaba la inaudita precisión implícita en el hecho de consumir exactamente una lata del brebaje a la medianoche. ¿El hijoeputa bebía la misma cantidad de tragos, mezclados de idéntica manera, para terminar siempre a la misma hora? ¿Qué carajo estaba celebrando de manera tan metódica, y por qué no se emborrachaba como Dios manda una sola noche, aunque luego hubiera que recoger del pasillo un túmulo de latas y botellas? ¿No le resultaba más barato, además de razonable, comprar un pomo de un par de litros de Coca Cola e ir vaciándolo poco a poco? ¿Quizás debía ingerir un medicamento a esa hora precisa y le indicaron acompañarlo con el oscuro fluido? Muy poco probable, los médicos generalmente se refieren a agua o zumos cuando hablan del abundante consumo de líquidos. ¿Tendría el hijoeputa una amante que sólo bebía Coca Cola de noche? Menos plausible aún, las mujeres saben que eso provoca gases y eructos de nulo octanaje erótico. Y en fin, si el tipo lo hacía exclusivamente para joder a Nicanor, ¿por qué no lo jodía tirando diversos objetos?

    Ninguna de esas noches había conseguido dormir más de tres horas. Durante los dos últimos años acostaba a su padre y se iba a la cama temprano ―el director de Los Acomodadores, comprensivo, le había dado licencia para faltar a la mayoría de los ensayos nocturnos, y por otra parte no en todas las obras se muere alguien― pero los atentados con Coca Cola lo mantenían despierto hasta las doce, de manera que se ponía a ver una película y luego no conseguía dormirse hasta las cuatro, con los nervios hechos natilla. Y la semana entrante tenía que morir en televisión, en un breve corto educativo acerca de los peligros de conducir bebido. Aunque morir era lo suyo, necesitaba concentrarse y ensayar. Cada muerte era especial.

    Se atrevió a preguntarle a J.

    ―Ni idea ―dijo el otro― no soy yo, te lo juro, no bebo Cola desde los quince años. Eso es veneno.

    ―¿Georgina? ¿Máximo? ¿Los del último piso?

    ―No veo a Georgina ni a ese señor en eso de la tiradera. Y los del último se mudaron, el piso está vacío. Creo que mañana llegan los nuevos.

    ―Entonces, ¿alguien del otro edificio?

    ―Es más probable. Si encuentras las latas pegadas a la pared trasera de tu cuarto, eso sugiere una trayectoria de curva amplia…

    ―Eso no sugiere nada. Las latas rebotan.

    ―Rebotan, pero según donde cayeron habrán tenido que venir de determinada dirección y con determinada fuerza. Tengo un socio que es profesor de Física en la Universidad. Te puedo dar su teléfono.

    Nicanor aceptó por compromiso, sin tomárselo demasiado en serio, pero esa noche fue la peor de todas, no consiguió dormir en absoluto y se le hincharon los ojos, así que llamó al físico a la mañana siguiente. Tuvo suerte, el tipo no tenía clases hasta la tarde y vivía cerca, así que cuarenta minutos más tarde tocaba a su puerta. Lo llevó al pasillo entre edificios, le mostró el dibujo a tiza que había hecho al amanecer, y que delimitaba la posición de la última lata. La lata en sí la había botado. El físico activó una Tablet y empezó a tomar fotos y esbozar un croquis.

    ―Hay cuatro posibilidades ―dijo al fin― bueno, en verdad cinco, incluyendo que un pájaro de envergadura similar a una tiñosa haya soltado la lata, pero esa podemos descartarla porque la probabilidad de que una tiñosa concreta, ave por demás diurna, reproduzca todas las noches la misma trayectoria con una Coca Cola en el pico y la libere exactamente en este sitio es de una en varios centenares de millones… en fin, a la tiñosa podemos descartarla.

    ―No sabe cuánto me alegro ―dijo Nicanor.

    ―Entonces puede venir de aquella ventana ―señaló al último piso del edificio que enfrentaba el suyo― de la de abajo, o de las ventanas correspondientes en este lado.

    ―Tampoco es que eso esclarezca mucho las cosas ―observó el actor.

    ―¿Qué quiere decir?

    ―Yo solito había llegado a la misma conclusión. Claro que puedo ser un genio en Física sin saberlo.

    ―Bueno, es sólo el primer día ―dijo el otro, paternal― la ciencia es observación y análisis. Si quieres, puedo venir durante una semana, y al final estaré en condiciones de reducir la lista a un par de ventanas. Eso sí, no toques las latas. Necesito observarlas en contexto.

    ―Gracias ―dijo Nicanor.

    ―Por nada ―replicó el físico― son cinco pesos.

    Esa noche, un Nicanor ojeroso y con palpitaciones se apostó en el pasillo a las once y media, con una lámpara de quince LED apuntando hacia arriba. Es esto lo que tenía que haber hecho desde el principio, se repetía mientras sus ojos saltaban de una ventana a otra, cogeré al culpable sin que se me vayan todos mis ahorros pagándole a ese físico hijoeputa. Si desenmascaré al que alimentaba a los pájaros, cómo no voy a descubrir al maniático de la Coca Cola. Es verdad que el otro fue más fácil porque lanzaba sus porquerías temprano en la mañana, pero no con la puntualidad de este; en unos minutos sabré quién es.

    Un rato antes tomó precauciones para que nada lo distrajera de la vigilancia. Orinó antes de salir, traía un sándwich envuelto en una servilleta. Por la tarde había ido al policlínico, pues le ardían mucho los ojos, los tenía inflamados y supurantes; le recetaron un colirio, que se aplicó de inmediato. Al principio sintió alivio: a eso de las seis se había entretenido mirando a unos tipos forzudos que descargaban muebles de un camión de mudanza frente al edificio, y a esa hora sus ojos casi estaban bien. Ahora, transcurrida la mitad del período de espera, volvían a escocerle y se los frotaba como para rediseñarlos, con lo que consiguió el aspecto de un zombi asiático. Además, le dolía horriblemente el cuello. Para no llamar la atención acerca de la luz de su lámpara, la mantenía fija, con el resultado de que también se le había acalambrado ese antebrazo. El sacrificio valdrá la pena, se repetía con estoicismo, esta es tu última Coca Cola nocturna, pervertido, no volverás a joderme el sueño.

    A las once y cincuenta y seis se encendió una luz en el penúltimo piso de su edificio, y

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