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Matar al Mandinga
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Matar al Mandinga
Libro electrónico159 páginas2 horas

Matar al Mandinga

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El protagonista de esta novela no tiene nombre, aunque podríamos llamarlo "el karateca". Su historia comienza en 1975: tiene 18 años y un grupo de agentes de la dictadura de Pinochet acaba de secuestrar y asesinar a su sensei, un profesor de castellano militante del MIR. El karateca comienza a tener visiones en las cuales aparecen Cristo, los ángeles, diversos seres demoniacos, un anciano fraile llamado Casaus y el espíritu de su sensei, quien le exige luchar contra el mal y vengar su muerte. Son varios los intentos que el protagonista de esta historia realizará para cumplir su cometido, involucrándose en distintas tentativas -algunas imaginarias, otras no- para acabar con la dictadura.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento6 ene 2017
ISBN9789560008299
Matar al Mandinga

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    Matar al Mandinga - Galo Ghigliotto

    Galo Ghigliotto

    Matar al Mandinga

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN Impreso: 978-956-00-0829-9

    ISBN Digital: 978-956-00-0887-9

    Motivo de portada: Una, demediada y sometida, imagen de Mª Consuelo Vento Martí

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A Jaime Ignacio Ossa y Julio César Ibarra

    …ninguna cosa les puede ser más odiosa que el nombre de cristianos, a los cuales ellos en toda esta tierra llaman en su lengua yares, que quiere decir demonios, y sin duda tienen ellos razón, porque las obras que acá obran ni son de cristianos ni de hombres que tienen uso de razón, sino de demonios.

    Fray Bartolomé de las Casas,

    Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 1552

    Yo obtengo mi fuerza de Dios.

    Augusto Pinochet,

    Diario La Época, 24 de abril de 1986

    Primera cicatriz

    1

    Ya no tengo nombre, porque no lo recuerdo. Después de largas jornadas de meditación logré olvidarlo, porque eso era lo único de lo cual podían agarrarme. Todo empezó cuando mataron a mi sensei. Eso fue a pocas semanas de haberme entregado el grado de cinturón negro. Me había dicho que estaba listo y pronto podría ser un maestro como él. Por eso me dio su propio cinturón deshilachado, proveniente de no sé cuántas generaciones. Esa fue la última vez que lo vi en su forma humana.

    Una tarde llegué al dojo y unos compañeros esperaban sentados en la escalera. La puerta estaba cerrada con candado. El conserje del edificio no sabía nada de nuestro sensei. Comencé a sentir una presencia a lo ancho del barrio, un ruido de ibuki a lo lejos. En ese momento no supe que era mi maestro tratando de advertirme del peligro, porque no sonaba a su voz, y si lo era, no tenía forma de voz. Hablaba en sensaciones. No recibí el mensaje como palabras, pero la imagen apareció ante mis ojos: se lo habían llevado detenido. Mi maestro era profesor de castellano en un colegio y también en una universidad. Había sido el guardaespaldas de un escritor que alcanzó a exiliarse justo antes de que la policía lo detuviera.

    Después supimos que los milicos se habían llevado presos a mi maestro y a su familia. Fueron seis los agentes que entraron a su casa, cinco hombres y una mujer. Entraron a patadas: con la fuerza de su energía negativa lo destruyeron todo. Una prima de mi maestro dio la alarma, fue al edificio donde estaba el dojo y le contó al conserje. Éste nos fue informando a todos durante los días siguientes. Mis compañeros tenían miedo. Ellos eran cinturón blanco o amarillo, azul o verde, pero ninguno era negro como yo. Ningún otro tenía el cinturón de mi maestro. La prima de mi sensei quería saber su paradero. Sus papás también habían sido detenidos pero los soltaron poco después. Sólo mi maestro faltaba por aparecer.

    Estábamos en 1975.

    A principios de noviembre mi sensei se me apareció en sueños. Me decía que estaba muerto, que nunca más volvería, y que yo tenía toda su fuerza. Agregó que sólo yo podía luchar contra las fuerzas del mal y vencerlas, que debía olvidar mi nombre cuanto antes porque eso era lo único de lo que podían agarrarme. Le confesé mi miedo, pero él respondió que el miedo era algo diabólico y me purificó por medio de las manos con energía.

    –Tienes que dejar todo recelo y dar muerte a tu cobardía –dijo con voz de arcoíris– … Cada hombre debe luchar contra su cobarde interior toda la vida, pero tú eres el salvador, en ti vive la fuerza de Jesucristo...

    Antes de desaparecer de mi rango visual y esfumarse, me miró con los ojos brillantes y azules y dijo:

    –Debo partir.

    Al día siguiente, al despertar, supe que debía ir a la casa de su prima.

    2

    Elsa, la prima de mi maestro, me miró en menos apenas llegué a su casa. Quise ayudarla, pero resultó todo lo contrario. Ella me trató de mocoso, dijo que un flacuchento de dieciocho años no le serviría de ayuda con lo que se venía. Que mejor volviera a mi casa y olvidara el asunto. Le dije que el sensei me habló en sueños y por eso estaba allí. En sus ojos apareció algo que no supe si era tristeza o ternura. Quise contarle lo que el maestro me había dicho, que yo tenía su poder ahora y me había ordenado enfrentar a las fuerzas malignas. Preferí callarme. Me paré en musubi dachi, con los talones juntos y los pies como una V, realicé el kata sanchín. Sentí la presencia de mi maestro: estaba tras de mí, proyectado en un holograma. Hacíamos los movimientos en sincronía. Elsa empezó a gimotear primero y luego se largó a llorar. Dijo que cuando me veía, veía a su primo, que ella quería mucho a su primo. Se sentó en una mecedora a llorar y llorar sin quitarme la vista. Continué realizando los movimientos del kata sanchín y sentí la risa de mi maestro resoplando en mi oreja.

    3

    La primera vez que Elsa me pidió que la acompañara a un lugar, fue el uno de diciembre del setentaicinco. Fuimos a la Vicaría de la Solidaridad. Ahí nos confirmaron que mi maestro no estaba en Cuatro Álamos, como dijeron al principio. En el edificio percibí energías mezcladas, de una parte positivas y de la otra muchas vibraciones de tristeza. Sobre el edificio, sentados en las cornisas, había ángeles de piel y vestidos blancos. Algunos de ellos lloraban lágrimas doradas. Jesucristo flotaba sobre sus serafines, en el sol. Lo veía con luces parpadeantes blancas y una cruz roja en el pecho con destellos vibrantes. Jesús me miró bondadoso, irradiaba amor. Le hice una reverencia antes de meterme al edificio, siguiendo a Elsa.

    4

    El diez de diciembre, uno de los abogados de la Vicaría encontró el certificado de defunción de mi maestro. Estaba en una ruma de papeles en el Registro Civil. Ahí decía que su cuerpo estaba enterrado en una fosa común. El abogado llamó esa tarde a Elsa y le señaló que debía ir al día siguiente, a primera hora, a buscar una copia del certificado. Era la única forma de reclamar el cuerpo. Yo estaba con ella en ese momento, porque me había convertido en su guardaespaldas. Le pedí que me dejara acompañarla pero se negó argumentando que yo vivía lejos y tendría que levantarme muy temprano para llegar a su casa. Le dije que podía quedarme toda la noche si era necesario, y que si no tenía una cama podía pasar de largo, meditando. Ella propuso acomodarme en un sillón. Su casa era chica, no tenía mucho espacio. Comentó que muchas veces mi maestro se había quedado ahí. Entonces noté que una franja del arcoíris de su voz sonaba rara, diferente, como si estuviera mintiendo. Sacó del mueble una frazada para cubrirme, pero en vez de taparme la puse como tatami, porque hacía calor. Me quedé en calzoncillos para empezar mis ejercicios de meditación. Elsa se fue a su pieza, separada del living por una sábana en forma de cortina sostenida con un alambre. El verano crujía a punto de reventar y no había brisa, así que la sábana cortina se quedó quieta apenas ella desapareció tras la tela.

    No conocía el campo de meditación en la casa de Elsa y por eso me costó concentrarme. Cuando lo conseguí, se apareció mi maestro realizando movimientos de kata mientras se materializaba. Vestía un karategui de seda azul. Al terminar sus movimientos, mi sensei quedó frente a mí. Saludó con una reverencia de manos al costado, siempre en musubi dachi. En la penumbra, apenas distinguía su rostro, escasamente iluminado por el fulgor azul que irradiaba su traje. Me explicó que ese era el uniforme de los ángeles karatecas de Jesucristo. Luego dijo que para derrotar al mal tenía que aumentar mucho mi fuerza, porque la batalla sería larga, multiforme y enfrentaría a viejos demonios que nunca aparecieron ante mi presencia en el pasado.

    –Todas tus fuerzas deberán reunirse y funcionar desde tu interior, porque así madurarás.

    Me recomendó que para tener toda su fuerza debía acostarme con su prima, porque teniendo sexo con una mujer se absorbe la experiencia de todos los hombres que antes la poseyeron.

    –La poseí una vez –me dijo.

    Sentí el arcoíris de su voz interferido y lo miré a los ojos.

    – …más de una vez –se corrigió.

    –Eso no será posible –le dije–: me tiene por niño, debilucho y yo nunca he estado con una mujer.

    –Estás en tu derecho, sólo reclámalo.

    Hai sensei –con esa palabra japonesa asentíamos cada instrucción en el dojo.

    Se despidió haciendo una reverencia y comenzó a difuminarse. Cuando terminó de desaparecer, la habitación estaba igual de quieta que antes, pero el calor o la idea del sexo me había provocado una erección poderosa, como nunca.

    Me saqué los calzoncillos. Sentí unas gotas de sudor escurriendo desde la musculatura de mi abdomen a la ingle. Recordé una imagen del maestro Bruce Lee en un afiche y pensé que él y mi sensei me guiarían hasta el corazón de Elsa.

    Crucé la sábana cortina. Cuando Elsa me vio entrar se giró asustada. Me miró a la cara primero, luego se fijó en mi erección; al verla, se volteó un poco más, sorprendida, esta vez con el cuerpo entero. Parecía un poco enojada, pero igual caminé hacia ella, despacio, con pasos confiados, y me puse junto a su cama. Me preguntó qué quería, y aunque yo estaba nervioso, me quedé ahí parado hasta que saltó hacia mí. Estiró los brazos para tocar mi abdomen y mi pecho. Cuando entré en ella sentí la energía física de mi maestro filtrándose en mí, y también la de otros hombres que no supe reconocer: escuché sus voces. Eran viejos, jóvenes y niños, la voz de mi maestro y una gran reserva de su ki al interior de Elsa, entrando en mí, hasta que empezó a gemir más y más fuerte antes de detenerse y echarse a mi lado.

    Me cuidé de no eyacular, porque la eyaculación es un torrente del ki en nuestro cuerpo y es preciso conservarlo.

    5

    Antes de salir de casa me di una ducha fría para purificarme. Otras energías habían entrado junto al ki de mi sensei, algunas de ellas impuras.

    Cuando llegamos al Instituto Médico Legal supimos que el cuerpo de mi maestro había sido completamente mutilado y cortado por la mitad. Así nos contaron la mamá y el papá de mi sensei en lo poco que alcanzaron a hablar después del reconocimiento. Los milicos decían en su informe que intentó escapar tras delatar a sus compañeros, y que en la huida un auto lo atropelló accidentalmente. Yo sabía que eso era falso, porque mi maestro nunca traicionaría a nadie, en primer lugar, y en segundo, jamás huiría como un cobarde. Se los dije a los del Instituto Médico Legal, porque alguien tenía que hablar ahí; Elsa gritaba incoherencias, los padres de mi maestro estaban demolidos, abrazados contra una pared y llorando. Los del Servicio respondieron apenas, cabizbajos, como avergonzados, que por el estado en que se encontraba el cuerpo habría sido imposible realizar una autopsia. Sentí presencias paranormales: risas de invisibles demonios colgados del techo.

    Me llevé de ahí a los papás de mi maestro como pude.

    En la sala de espera del Instituto había un tipo con lentes oscuros y terno parado en la puerta, tomando notas en un cuaderno. Pasamos junto a él, nos miramos y se quitó los lentes. En el fondo de sus pupilas unas llamas rojas destellaban.

    6

    La prima y los padres de mi sensei empezaron a hacer averiguaciones. Supieron que además de Cuatro Álamos había otros lugares de prisión y tortura llamados Villa Grimaldi, el cuartel Yucatán, José Domingo Cañas y otro en calle Irán con Los Plátanos. Mi sensei

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