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Hijos del mal
Hijos del mal
Hijos del mal
Libro electrónico980 páginas14 horas

Hijos del mal

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Información de este libro electrónico

Donde mora la justicia habita la iniqidad.

Comienzos del siglo XII. Un caballero cristiano es llamado de una lejana tierra. En su viaje atraviesa un mar de tinieblas y demonios. Está a punto de perder la vida. Pero llega a su destino.

¿Qué se encuentra? Una sociedad sumida en la barbarie, la esclavitud y la muerte. Una tierra gobernada por las fuerzas del mal. Una isla al oeste del Fin del Mundo, más allá de Finisterre, dominada por el averno; un mundo errático y amorfo, prisionero entre las tripas de lo siniestro. Hombres comunes, como él, que prefieren condescender con la ignominia, con el crimen, con la esclavitud y conservar la vida, antes que enfrentarse y luchar por el bien y la libertad.

Pero él no es así. No teme la muerte física sino la del alma. Ha venido al mundo, ha sido parido para ser un dios, no un esclavo. Es la hora de la verdad. Su verdad. La Verdad.

Allí, donde la perturbación y el desorden cósmico tienen su cuna ¿Dónde habría, de entre todos los mortales, uno capaz de adentrarse en su reino? ¿Y para qué?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418073564
Hijos del mal
Autor

Francisco Dacoba

Francisco Dacoba (1960) profesor en el IES de Curtis (La Coruña). Comenzó sus andanzas literarias allá por su adolescencia en concursos literarios y artículos periodísticos en un boletín escolar. Hijos del mal es la segunda novela autopublicada. Lee todo lo que cae en sus manos y escribe con la misma intensidad con la que vive.

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    Vista previa del libro

    Hijos del mal - Francisco Dacoba

    Proemio

    Estimado lector:

    Primeramente, quiero darte las gracias si estás leyendo estas líneas, pues indicaría que has comprado mi obra o, por lo menos, la estás leyendo.

    No soy literato, simplemente escribo historias, relatos que recorren de un lado al otro mi mente. Desde el 2002 trato de poner por escrito una de estas vivencias. Era un adolescente cuando empecé a pergeñar, sin yo buscarlo, estas fantasías. La primera obra, El señor de Breamo, salió el año pasado, y es el libro que abre la puerta a esta saga. Hoy tienes en tus manos la segunda entrega, Hijos del mal, y espero que Dios me deje proseguir hasta llegar a completar los siete volúmenes que tengo en mente.

    La narración de Hijos del mal se ubica, cronológicamente, en el siglo xii d. C. Su protagonista es un caballero cristiano, héroe de la Primera Cruzada y nacido en una aldea cercana a Santiago de Compostela. Ya asentado en su señorío, en la comarca del Eume, es requerido por personajes llegados de una tierra ignota. Buscan su ayuda. Acepta y se embarca hacia un mundo desconocido.

    La travesía es de tal índole que llega a una isla-continente en estado de shock.

    El nuevo territorio tiene por nombre Adenander. Cuatro ciudades-estado dividen su orografía casi matemáticamente. Cuatro etnias involucradas en el desarrollo de su historia: la vikinga, la romana, la cristiana y la etnia primitiva.

    Tienes un mapa para no perderte y un listado de los principales personajes, ya que este segundo libro escenifica a unos doscientos cuarenta.

    No deseo alargarme más, solo pedirte, si así lo crees oportuno, que me des tu parecer. Para ello, te dejo mi correo electrónico:

    fdacobafernandez@gmail.com

    ISLA CONTINENTE

    Adenander.

    CIUDADES-ESTADO

    Díliundey, al este.

    Attium, al oeste.

    Líbitum Whirlos, al norte.

    Daurunmus, al sur.

    PERSONAJE PRINCIPAL

    Lodren var Lottendey: Protagonista.

    SU CÍRCULO ÍNTIMO

    Petrus: Teniente ejército cristiano.

    Woltan: Vikingo, general de su guardia.

    Athor: Vikingo, jefe de sección.

    Cinnio: Tribuno romano.

    Augusto Manolius: Centurión romano.

    Goknur: Portentoso arquero de la etnia primitiva.

    Gátil: Capitán de la etnia primitiva.

    Lucas: Teniente cristiano.

    SABIOS

    Núdir Arleón: De Díliundey.

    Ménaser Augustus: de Líbitum Whirlos.

    Lucio Aronius Caelius: de Attium.

    Mateo: Eremita Cristiano.

    DIRIGENTES POLÍTICOS

    Ablardor III: Rey de Daurunmus.

    Marbay: Reina de Daurunmus, madre de Ablardor III.

    Yaris: Princesa de Daurunmus.

    Tajmer: Rey de Díliundey.

    Acanta: Renina de Díliundey.

    Mornet Goss: Príncipe de Díliundey.

    Amiunt Hes: Príncipe de Díliundey.

    Acronell: Dictador de Líbitum Whirlos.

    Mario Cornelius Drumo: Primer senador de Attium.

    OTROS PERSONAJES

    Olar: Capitán vikingo.

    Juan de Ohj: Sacerdote cristiano.

    Urkratendor: General ejército Daurunmus.

    Marcus: Consejero real de Daurunmus.

    Ursinor: Camarlengo real de Daurunmus.

    Lucas Senán: Tesorero del reino de Daurunmus.

    Núdei-Labair: Comandante guardia de Ablardor III.

    Elías Súfor: Mensajero de Lodren var Lottendey.

    Buaring de Uro: Soldado cristiano.

    Thorbrand: Primo de Woltan.

    Némesir: Cirujano real de Daurunmus.

    Druvieder Sauz: General ejército de Díliundey.

    Clouriz-An: General ejército de Díliundey.

    Tomborzul: Capitán del ejército de Díliundey

    Esmirinar Orman: Capitán del ejército de Díliundey.

    Encintor: Capitán del escuadrón Majarás de Díliundey.

    Alejandro Núbir: Capitán del ejército de Díliundey.

    Seetty-Ur: Sumo sacerdote tétiro.

    Hurtbé: Hijo del sumo sacerdote tétiro.

    Julio Baumare: Zoliarny.

    Semande: Zoliarny.

    Dósiler: Brujo negro hijo de Semande.

    Árdula: Bruja.

    Númien: Gran curandero.

    Nerea: Niñita tétira.

    Gaudión: Tabernero en Onconour.

    Dúmbor: Curandero de Líbitum Whirlos.

    Anfunder: Asesino e hijo de Acronell.

    Demon-Ur: Primogénito de Seetty-Ur. Mago, hechicero, chamán…

    Séforo Talio: Senador romano.

    Miriam Alpurnius: Esposa de Séforo Talio.

    Daría: Hija de Séforo Talio.

    Severo Malius Calpurno: Rico comerciante romano.

    Pumpé: Criado de Severo Malius Calpurno.

    Sofronio: Criado médico de Severo Malius Calpurno.

    Anneto Casius: Sacerdote de Apolo.

    Óptimo Dalco: Legado romano y general de la II Flámina.

    Druso: Decurión, hijo de Óptimo Dalco.

    Nérida: Esposa de Druso.

    Viterio Forcius: General de la Iúpiter Senatorial.

    Mauro Ortius: Tribuno de la Iúpiter Senatorial.

    Maurio Sebbeius: General guardia personal del senador máximum.

    Loreto: Mujer de Mauro Ortius.

    Loreta: Hermana de Mauro Ortius.

    Quintelo Flavius: General de la Vesturia Pía.

    Teófilo Celius: Primer sacerdote de Marte.

    Cayo Lucius Estarbo: Importante senador romano.

    Germánico Manolius Vesti: Senador romano.

    Víctur Senta Lancus: Senador romano.

    Augusto Fortius: Importante senador romano.

    Petia Módero Alcurnio: Senador romano.

    Claudio Enéritus Lucus: General de la Olimpus.

    Marcus Cayo Déntiro: General de la Sevius Licitu.

    Forcio Amilicius: Tribuno II Flámina.

    Veria Caesaris: Mujer romana muy bella.

    Cayo: Padre de Veria y viticultor.

    Rebeca: Ornatrix de Veria.

    Larizia: Amiga de Veria.

    Anfarco: Padre de Larizia.

    Cayo Lucatius: Praefectus cohortis II Flámina.

    Poncio Estalfurno: Ingeniero romano.

    Tiberio Amilinius: Ladrón, estafador.

    Aurelio Falco: Senador de Attium.

    Senté: Criado de Aurelio Falco.

    Plumio: Criado de Aurelio Falco.

    Lorenzo Genius: Empresario amigo de Aurelio Falco.

    Introducción

    ¡Qué horror! ¡Qué nefanda visión! Los músculos entraban en tétanos mientras el piélago, inclemente, zarandeaba la negra nave asperjando, furioso, un asqueroso hedor. El pecho se convulsionaba producto de largas jornadas de pánico y privación. Desesperado, roía el cuero mojado en la misma letrina, ponderando si claudicar o no ante las extremas adversidades y miserias a las que se veía abocado.

    El turbio gris de la atmósfera goteaba insalubridad, envolviéndolo todo en un abrazo de desolación.

    Desde el mismo instante en que divisaron la isla, el mar se había vuelto pastoso, de un verde vómito malsano. La nave no avanzaba; escoraba y adrizaba loca mientras viraba en círculos en torno a la única tierra visible. La cúpula celeste observaba atónita. El astro rey pechó escotillas, alejando su ruta lejos de la pertinaz y grosera pestilencia. Dos semanas, tal vez tres, girando en absurdas órbitas elípticas.

    Lo habían abandonado a las puertas del infierno y sollozaba de impotencia. Pero, tal y como se precipitaron los acontecimientos, ¡cómo prever este fin! No era culpable del desatino que le rodeaba; he aquí lo absurdo de la situación.

    Intentó saltar por la borda y alcanzar la costa a nado. Se lo impidieron.

    —¡Ahí también vive la muerte!

    Como si de un conjuro se tratase, al pronunciar el nombre de su progenitor, cientos, miles de negruzcas criaturas asomaron sus monstruosas fauces fuera del nauseabundo fluido. Abominables seres de mentes enfermizas, emponzoñándose a sí mismos, intentando satisfacer, con su delito, el sentido de su existir.

    —Tal es su número como estrellas oscuras hay.

    Uno de los tripulantes de la nave, el marino rubio y casi ciego, cubierto de húmedo fango, le susurraba al oído. No pudo más.

    —¡Habladme como hombres!

    Asustado, el astroso marino se acurrucó, tanteando, en uno de los rincones del castillo de proa, preso de gran temor. Los otros tres tripulantes le imitaron. Convulsionado por la ira, se fue hacia el que parecía más joven y que, tendido bajo las jarcias del trinquete, lloriqueaba compulsivo. Sin contemplaciones, lo tomó por los hombros y lo atrajo hacia sí.

    —¿A dónde me habéis traído?

    Sucio, harapiento, famélico, con los labios hinchados y ásperos por la sequedad, tiritando de espanto, perdido ya todo control sobre su ser ante tamaña locura, solo le quedaba el desahogo del arrebato.

    —¡Hay que salir de aquí! ¡Hay que salir de aquí!

    El espanto les impedía manejar los aparejos. Aplastado por la impotencia, superado en todos los frentes, al borde del colapso, berreó como un poseso.

    La lluvia, hedionda y costrosa, persistía e incrementaba por momentos su desazonadora presencia.

    Una y otra vez la brutal borrasca estallaba sobre la isla. Pronto los alcanzaría con su frenesí de corrosión. Asquerosos pajarracos de desmesurada envergadura, con pringosas alas e infames picos, sobrevolaban furiosos una y otra vez la nave, sembrando la ya infecta atmósfera de chirriantes graznidos. Sus pupilas, inyectadas en sangre, parecían absorber la vida.

    —¡Ya llega!

    Desde proa, el marino medio ciego señalaba, con el brazo extendido, hacia la amura de babor.

    Empujó al aterrorizado nauta, que, yéndose de espaldas, golpeó uno de sus hombros contra un saliente de la borda. Con paso inseguro, trató de asir el chicote de una escota y aguantar a pie firme mientras miraba en la dirección señalada. La gran barca zarandeábase al antojo de los inicuos elementos. No muy lejos, sobre la superficie pastosa, se fue abriendo un hueco, una mancha de vacío. Los pajarracos olvidaron sus agoreros cantos y el navío, de súbito, alcanzó una inquietante quietud.

    —¡Saben que estáis aquí! ¡Lo saben!

    Apretó los dientes hasta rechinar. Volvía la rabia del dolor, esa que invade al desasistido, al que es golpeado una y otra vez por el invisible nigromante, esa rabia del impotente, del torturado, de aquel al que se le niega la posibilidad de auxilio.

    —¡Malditos seáis! ¿Quiénes lo saben?, ¿quiénes?

    Un brutal impacto en el casco hizo crujir todas y cada una de sus cuadernas, encogiéndoles el ya colapsado corazón. Miró en torno a él aterido de pavor para comprobar el estado de la nave. Parecía resistir. «¡Calma!», se gritaba en un intento por no perder la sensatez. Abría los ojos como deseando oír lo que no eran capaces de ver. Algo se tramaba en los bajos del navío. La quilla desbastó sus nudos con estrépito, como lo haría al encallar contra la infame Escila. Primero un ligero rozar sobre la mansa arena, para ir luego aumentando en intensidad y grima hasta alcanzar el del ensordecedor estampido de un rayo. Así sería el retumbo que deberían producir las descomunales cadenas que inmovilizaban a los Hecatónquiros al Tártaro, al destrozar maderos, arrancar herrajes, aplastar sollados, reventar codastes. Chillidos de pavor entre la tripulación. Asido a la soga que pendía de la verga del trinquete con una mano, trató de empuñar la espada con la otra. No pudo.

    Como impulsada por la cabeza del gigantesco Océano, poniéndose en pie, así ascendió la nave sobre el acuoso nivel. Contuvo el aliento. Vio el horizonte enrollarse como pergamino, haciéndole perder la más mínima referencia. La semioscuridad, reinante hasta entonces, cedió fuerza. ¿Qué poder obraba en aquel lugar que las leyes de la naturaleza obviaban y a las humanas negábales la razón? En esos momentos, ni un triste recuerdo al que asirse para permanecer en la cordura. Tal vez aún no naciera; de ahí que no pudiera acudir a la memoria. O sufría ya la muerte y se encontraba en el último tránsito. Pensaba estupideces, y este no era el momento. Una nueva quietud. Comprendió. De entre las páginas en blanco de su conciencia, coligió que bajo la nave no había nada. Nada. ¡Nada! No tuvo tiempo para más. La sangre, a cubos, inundaba la cavidad craneal, llevando vaciedad al corazón, que cejó en su empeño. Percibió claramente cómo los pies perdían apoyo. ¡Caían! La gran nave hundíase, en caída libre, en el abismo. Gritos de angustia. El amargo ácido de sus entrañas ascendiendo hasta el hueco del paladar, anegando las fosas nasales, provocando arcadas de agonía. También chilló; como cualquiera, como un poseso, hasta el sin aliento cuando vio entre horrores cómo a un lado y al otro se izaban las paredes del inmenso piélago, ese que hasta entonces los sostuviera. Chillaba, chillaba como nunca antes lo había hecho, como nunca jamás volvería a chillar. Y todo porque se hundían para siempre en lo más profundo de la sima del mal.

    Capítulo I

    La selva

    El brazo izquierdo, a la altura del hombro, del dolor que sentía, lo creía descoyuntado, desgajado del tronco. Una hiena, a dentelladas, rebuscaba entre la axila y el pecho, roía los tendones, tronzaba los cartílagos en busca de sustancia nutritiva. Gemía de desesperación ante tanto sufrimiento. Balanceábase, de eso estaba seguro, pues la vista, fija en los tablones de la cubierta de intemperie, pasaba de uno a otro sin él mover la cabeza o los ojos. Tampoco los pies, que apenas sentía, permanecían estáticos; rozaban, de pasada, los embreados maderos. Sí, pendía amarrado de la escota de babor por la muñeca, como lo haría un sucio saco ahíto de pringosa carne, puesto de carnaza para los buitres. La nave, varada sobre la arena de la playa, se escoraba a estribor, izándolo desde el palo de trinquete hasta ahorcarle. ¡Qué sensación de ahogo! Los pulmones no eran quienes para absorber el suficiente aporte gaseoso. El paladar, áspero de sed, reseco y cuarteado como el yeso, y la postura de colgajo en nada favorecían su función. En la muñeca se había formado, providencialmente, un nudo. Deseaba vomitar. ¡Como si tuviera qué! La larga línea del horizonte se desdibujaba ante sus ojos, girando enloquecida. Pechó los párpados. La cegadora luz persistía. Y los truenos, los estridentes golpes de yunque que demolían sus sienes, le doblegaban a morderse ese cuero de zapato, esa lija de carpintero llamada lengua, a trincharla como lo haría el hambriento un ruin trozo de carne muerta. Logró desenvainar la espada y segar la cuerda. Se dio de bruces contra los maderos de cubierta, haciendo crujir la mandíbula, entrechocando los dientes como si fuesen filos de espadas en un duelo a muerte. ¡Aaaaah! ¡Sus sienes! Un gong de campana retemblando entre ayes de tortura. Jadeaba, trataba de desahogar presión. ¡Tiempo! ¡Pedía tiempo!

    —¡Tranquilo! —se decía—. ¡Tente!

    Y el tiempo, dócilmente, acudió en su ayuda.

    ¡Por fin quietud! Como un cuerpo solidificado entre la piedra. Apretó los brazos contra el seno de su amada paz. Sabor a brea y mar, a sequedad y viruta. La abundante barba acabó por taponar la interminable hemorragia del labio, pero la herida de la muñeca, debida al roce de la soga, sangraba sin cesar. Sin duda, el lazo le había salvado la vida. Ni rastro de los demás tripulantes. No recordaba sus nombres; tal vez nunca se los dijeran. Un tapiz en la pared del recuerdo retocando sus siluetas contra la luz de la luna. Le buscaban a él, solo a él ¿Con qué fórmula o palabras le convencieron para que acabara acompañándolos? Lo desconocía, pero fue con ellos hasta donde habían dejado atracado el bajel, un inmenso navío negro. Y embarcó. Este yacía ahora varado sobre la arena de la costa meridional de la isla, increíblemente intacto, recuperando, como él, la calma y la cordura luego de un viaje a la sede del caos. ¿Cómo se desplegaron las velas de los mástiles?, ¿quién tensó las jarcias? ¡No tenía respuesta! Pero el resultado estaba a la vista: aprovecharon el tormentoso Eolo para impulsar la nave fuera de la ciénaga.

    Logró colocarse en el castillo de proa, donde quedara tendido, sobre sus posaderas. Rasgó un pedazo de la raída camisa e improvisó un vendaje. Débil y tembloroso, consiguió ponerse en pie. Con la novedad del recién nacido, oteó el entorno. La arena abarcaba una amplia extensión de la costa, un desierto interminable del que manaban vaporosos vientecillos, como si en ellos anidasen impacientes crías de dragón. Por el lado de poniente, a escasa distancia, nacía un laberinto de rocallas puntiagudas, como agujas de tejer, que terminaban por estamparse contra un abrupto e impresionante acantilado de perfecta verticalidad. Su lisa pared presentaba alguna que otra grieta rebosante de verdor, en claro desafío al imperio rocoso. Hacia el este, conteniendo el arenal, todo era bosque y maraña vegetal. Primero lo primero, aplacar la sed que le atormentaba. Todavía con nauseas abrió, inseguro, la escotilla bajando por las escaleras hacia la bodega de proa. El arco y la aljaba estaban en su sitio. Ya sobre la arena, trató de buscar puntos de referencia válidos para orientarse. El frescor matinal le animaba y la claridad iba en aumento. ¡Claridad! ¡Amanecía! Las tinieblas no reinan en la isla; por lo tanto, tampoco sus criaturas. Volvía al mundo real, al cómputo mortal. Contemplaba, admirado, el límpido éter, como el halo de un dios congratulándose por su salvación. Caminaba por la arena como lo haría Cristo hacia el Calvario. Casi una semana sin probar más que cuero, bebiendo tan solo su propia micción, había hecho de él un cadáver quemado en cal viva; una momia reseca y anquilosada, moviendo las chirriantes articulaciones como lo haría un estafermo acribillado a cuchilladas.

    Le habían convencido con lágrimas en los ojos, con expresiones de desaliento y derrota. Necesitaban su auxilio. ¿Por qué él? No supieron responderle, tan solo le dijeron:

    —No habéis sido dominado.

    ¿Suficiente? ¡Cuántas dudas! ¡Cuántas preguntas perdidas entre las perniciosas aguas de la tempestad! Pero accedió a sus súplicas. Una isla al oeste del fin del mundo, más allá de Finisterre, dominada por el averno; un mundo errático y amorfo, prisionero entre las tripas de lo siniestro. Allí, donde la perturbación y el desorden cósmico tenían su cuna. ¿Dónde habría, de entre todos los mortales, uno capaz de adentrarse en su reino?, ¿y para qué?

    Llevaba un buen rato avanzando y todavía no lograra abandonar el arenal. Se dejó caer de rodillas, luego de costado. No podía más. Así estuvo hasta que la cabeza comenzó a arder. «¡En pie!», se ordenaba. Y así hizo. El contraído estómago protestaba, con pinchazos de alfiler, a cada paso que daba. Las sandalias no eran calzado para andar sobre brasas. La fina arena, candente como el hierro colado, inmiscuía su granulada textura entre los dedos, arrancando obscenidades y desprecios. Ni una nube en el horizonte, ni un recóndito aliento que le empujase. Proseguía tozudo, tan solo acompañado de sus menguadas fuerzas. Por nada del mundo volvería la vista atrás. Esto era lo real; a su espalda, el ser caía sometido a la pesadilla, al vértigo de lo incontrolable, a la tiranía de lo sin ley.

    Una vez en el bosque, pudo sentarse a descansar. Llenó los pulmones de un aire leve y húmedo. La carne, acostumbrada a un monótono lividecer, reverdecía magra, recubriéndose de azorada piel sonrosada. Deslizó hasta su cierre, con deleite, los párpados y escuchó muy atento. Leve aplauso de la hojarasca, tenue crepitar del ramaje mecido por el viento. Recostó la espalda contra una palmera. Y el pecho bramó descanso. Inspiró. Expiró. Alivio. Abrió los ojos. La caquexia cedía. Se internó en el vergel. Árboles sin edad, maleza virginal, verde perpetuo. Masticó hojas de acedera, o eso parecían, intentando aplacar la sed que le carcomía la vida. ¡Zarzas! Impulsivamente, se abalanzó sobre ellas. Entre robles descubrió zarzales por doquier con su fruto en sazón. Comió con frenesí, hasta el punto de rasgarse la piel de las manos con sus punzantes espinas. Debía contenerse o acabaría con el vientre a disparates. A medida que saciaba el hambre y menguaba la sed, recobraba el ánimo. En lo alto, la centenaria arboleda tapizaba el cielo con un enramado vegetal que casi impedía descubrir la fuerza lumínica del astro mayor. Allí mismo, con las principales necesidades físicas saciadas, decidió echarse de costado sobre las grandes raíces de un cedro.

    Despertó ya pasado el mediodía. Entumecido de pies a cabeza. Un buen sueño, un mal despertar. La frente ardiendo. La espalda apaleada. Desearía permanecer para siempre en aquella posición. Que el musgo y los líquenes le cubriesen hasta mimetizarlo con el paisaje. Hubo de dar la vuelta y colocarse de rodillas para logar ponerse en pie. Desenvainar la espada: otro suplicio. Casi no podía con ella. Usándola como una hoz se fue abriendo camino. A media tarde, percibió el suave fluir del agua. El fino curso de un riachuelo descendía, mansamente, a través del bosque. Más allá, hacia su nacimiento, creaba, con su amplio meandro, pequeñas vegas de hierba y tierra libre de arboleda. Bebió cuanto quiso. ¡Qué insuperable sinsabor! La notó muy fría, tal vez fruto de algún deshielo. Casi con saña, restregó el cuerpo aprovechando el limo de la orilla. Se lavó a conciencia. La pegajosa mugre de la infernal ciénaga se le había incrustado hasta el alma. No recordaba haber dejado crecer el vello en su rostro. ¡Qué pinta! La primera sonrisa en semanas al verse reflejado en el líquido espejo. Sin daga, procuró afeitar la barba con la parte más afilada de la espada. Acabó agotado. Una debilidad no solo física. Un leve chasquido aguas abajo. Como a unas ochenta varas, un cervatillo abrevando. ¡Carne! Nervioso, intentó sacarse el arco, pero este se resistía a salir por el cuello. Luego tomó una flecha con su mano derecha. ¡Oh, no! El arisco animal lo había olfateado; orientó las orejas hacia él. Se miraron a los ojos. Mordisqueaba las hojas de un arbusto, atónito por descubrir a un posible depredador. Movía insistentemente el plumacho que tenía por rabo, como burlándose del atrevimiento de intentar darle caza. Sin pensárselo, desapareció brincando entre la espesura. Maldijo una y mil veces su suerte. Pero era una pura quimera el pensar que en su estado iba a acertar a esa distancia. Sin apenas fuerzas, se tendió sobre la hierba. Espatarrado, demostrando que humanamente ya no podía más. Trató de no pensar en nada en un intento por aliviar tanto dolor. Volvió a quedarse dormido.

    Sueño reparador, sueño amable, maternal presagio de futuro. Una muerte medida, temporal. Cuando despertó, desaparecía la tarde. De cuclillas, trataba de idear un plan. Inútil, todo su cuerpo era llaga pura. Decidió seguir el curso del río hacia su manantial y buscar un árbol seguro para pasar la noche. A medida que ascendía la ladera de la montaña, los vivientes vegetales se volvían más frondosos, más altos. Un enorme abeto le pareció el más apropiado. Con pericia, y a pesar del dolor de la muñeca, se encaramó a él; tal vez quince o veinte varas del suelo. Cortó algunas ramas y tejió el piso de la cabaña, como solía hacerlo de niño —eso creía—. Y se volvió a dormir; ¡era tal el cansancio acumulado! Acurrucado contra el leño por miedo a caer, tomando de almohada el brazo izquierdo, volvió a intentar penetrar la barrera del tiempo para rebuscar alguna imagen que le diese razón de su existencia. Una silueta de sus padres, de la comarca a la que pertenecía, algún olor a pasado, a historia vivida. Sin embargo, una y otra vez le incordiaban en su empeño la herida del labio, que le escocía, y el corte de la muñeca, que le quemaba. Retornó a la vigilia con dificultad. Miró de reojo la altura a la que se encontraba. Descendió con dificultad. Buscó el río y lavó las heridas. Si no comía algo pronto, moriría.

    Intentaría cobrar alguna pieza. Echaba de menos la carne. No le ocurriría lo de ayer. Cruzó el riachuelo, en el que no halló el más mísero habitante. Ni un lucio ni una trucha atontada de la que echar mano. Ni una escurridiza anguila que trincar. Lavó la camisa y las medias. Esperó a que se secasen sobre los mirtos. Continuó caminando cara al sureste. Si no encontraba nada mejor, regresaría a pasar la noche en el abeto. No tenía tiempo de pensar en otra cosa que no fuese su propia supervivencia, pero le comenzaba a extrañar no haber descubierto el más leve atisbo de actividad humana. La isla parecía deshabitada. «Pero no adelantemos acontecimientos», se decía. El tiempo que estuvo girando en torno a ella le hacía comprender que era inmensa. En un momento de la singular derrota creyó distinguir humaredas en la costa. Además, sus compañeros marinos le hablaron de ciudades, de distintas etnias, de monstruos y negros poderes, de gobiernos sin ley.

    Llevaba toda la mañana atravesando el bosque. Iba encontrando frutos silvestres y aprovechaba aquellos más maduros. Zarzamoras, arándanos, endrinos. Un par de liebres pasaron zumbando por su costado. Las fuerzas parecían retornar, así que escaló un grandioso pino hasta la copa para otear en la lejanía. Acabó exhausto, pero desde allí obtuvo la información necesaria. Al noroeste, montaña arriba, creyó distinguir lo que parecía una meseta libre de vegetación; todo lo demás, un océano vegetal. Decidió acercarse al lugar luego de comer y descansar. Con las bayas y demás frutos del bosque apenas tenía necesidad de aporte de agua. Aun así, ideó llenar de agua el carcaj de cuero cosido y taponarlo con corteza de alcornoque. Puso las flechas en un atado colgado al hombro. No podía apartar la sensación de sentirse observado. Pero allí no había nadie; volvió sobre sus pasos, rebuscó alguna pisada, afinó el oído… Nada. Estaba solo. ¿Y si lo hubiesen engañado? Tal vez pretendían dejarle olvidado en una isla desierta. ¡Tonterías! Además, estaba ese inmenso navío. Algo le decía que la barca negra estaría esperándole, pero solo cuando el límite de su aguante estuviese en trance de quiebra; entonces le permitiría el retorno. Cada diez pasos más o menos, marcaba un árbol para poder volver —en caso necesario— por la misma ruta. De esta forma, inició el camino hacia la meseta. Llevaría tres horas de errática marcha cuando contempló el primer indicio de vida humana. Montones de árboles desgajados se interponían en su trayectoria. Intentó rodearlos, pero halló otros tantos cerrándole el paso. Montaban unos sobre otros en anárquica posición. Algunos de ellos, a pesar de todo, se apoyaban en otros no tronzados, conservando cierta verticalidad. Ciertamente, resultaba muy extraña su distribución, ya que, obviamente, no eran fruto de las fuerzas de la naturaleza. Al cruzar sobre ellos y pasar al otro lado, veía sus cepos casi desenterrados o totalmente arrancados de raíz. Otros quebrados por su mitad con un corte limpio. ¿¡Qué era aquello!? Una vía inmensa que partía de lo alto de la meseta e iba en línea recta hasta la costa. Una trocha descomunal donde ni un mísero árbol permanecía en pie y donde sus cadáveres, despedidos, se amontonaban en ambas márgenes. Como si una gigantesca roca hubiese descendido rodando desde la cumbre, arrasándolo todo a su paso. La senda abierta impactaba por su magnitud. Pero no era una calzada, una vía humana con sus adoquines y sus peraltes, no, más bien parecía obra de pisones, miles de obreros apelmazando la tierra una y otra vez. Sin cunetas, tan solo el arrabal donde se tiraban las sobras de la descomunal obra. Con gran dificultad, logró alcanzar el centro de la misma. El camino hacia la meseta quedaba, de esta forma, expedito. A medida que avanzaba, comprendía que no sería fácil llegar. La ruta se volvía ardua cuesta arriba y la distancia real triplicaba, cuando menos, la inicialmente calculada por él. No llegaría antes del anochecer y allí arriba no sabía lo que encontraría. Parecía una hormiga moviéndose entre la parva en época de trilla. Con dificultad, buscó entre la maraña arbolar un espacio viable para pasar la noche. No le quedaba agua por el rezumo que sufría su portaflechas. ¿Por qué tanta quietud? El miedo a las alimañas había quedado en el olvido. Se hizo un colchón de hojas y ramas en una de las oquedades dejadas por la tala arbolar.

    La grieta del labio se había endurecido por la sequedad. Cualquier movimiento de la boca le producía un dolor insoportable. Pero estaba rendido, así que sucumbió al agotamiento. Olía a yerbabuena, a manzanilla y resina. Algún mosquito zumbón al que tuvo que darle un par de sopapos; ni aun así le dejó en paz.

    Capítulo II

    El encuentro

    No recordaba su pasado. ¿Quién era?, ¿cómo se llamaba?, ¿sus padres? Pero si ni siquiera conocía el idioma en el que se expresaba… «Vienes del Hades y has bebido en el Leteo», reía irónicamente. Sin duda, se había llevado un buen golpe en la cabeza, eso lo explicaba todo. Como el riachuelo con manantial subterráneo que no distingue su cuna. Se estiró para acabar de despertar. Todavía las sombras no perdieron su eficacia. Estaba muerto de sed; el hambre sería mejor no mentarla. Debía encontrar agua. Menos de media legua y estaría en la cima. Seguro de que desde allí obtendría una buena visión de la isla: tamaño aproximado, forma, orografía, poblados, tierras de cultivo... Obedeciendo a la intuición, se detuvo a escuchar. Persistía el silencio. Persistía el cansancio. La canícula apretaba de firme. Bandadas de estorninos comportándose como gamberros, yendo de un lado para el otro, entretejiéndose con el cuero celeste, como ganzúa en la cerradura del tiempo. Alguna que otra ampolla en la planta de los pies; alguna que otra inquietud asida al alma. Unos pasos más y estaría en la cumbre. Aire del nordeste. Ya estaba en lo alto. La melena se movía al compás del viento, golpeteando sus mejillas, arrobándolas, aplaudiendo su gesta. Un anfiteatro de aérea construcción donde miles de manos aplaudían su osadía. Viró en torno a él, agradeciendo la ovación, asintiendo, con los ojos cerrados, el premio a su esfuerzo. Sonrió. Volviendo a la realidad, observó el suelo. Era de piedra y muy lisa, tal vez pulida por el frecuente uso. Sin duda, un uso nada normal. La meseta no era sino una llanísima explanada —juraría que perfectamente cuadrada— de por lo menos unas mil varas de longitud cada lado. La superficie —se fijaba bien— de la roca, como si hubiese sido labrada por la obsesión de primorosos canteros. En el centro, y separados unas veinte varas unos de otros, se erguían cuatro túmulos formando los vértices de un imaginario cuadrilátero. Al acercarse, pudo comprobar su tamaño. No eran de piedra, no, ¡eran cilindros de metal! Y cada uno de un grosor que a duras penas cuatro hombres serían capaces de abrazar. Podían medir unas diez varas de alto. Totalmente lisos. Sin duda de acero, incrustados en pétrea basa. Intentó escalar uno de ellos. Imposible. Aunque rodeados de una finísima capa de óxido, estaban muy pulidos. Las manos quedaron tiznadas de rojo oscuro. Ahora sí. Sin duda. Acababa de escuchar voces. El sol buscaba la perpendicularidad. Un tanto asustado, miró a su alrededor. No vio a nadie. Desde donde estaba, casi el centro de la explanada, tan solo apreciaba las copas de los árboles sobresaliendo de las aristas de la meseta. El corazón palpitaba a más ritmo del debido. Rumor de sílabas dispersas. Desató las flechas y las introdujo en el carcaj. Puso una en el arco. Se agazapó tras uno de los cilindros.

    Un grupo de hombres armados ascendían, cautos, hacia la meseta. En la distancia se veían muy pequeños. Pero apreciaba que se vestían con flojas telas y pectorales de cuero o metal, casco de acero y escudo redondo. Portaban hachas y unos cuantos, a mayores, arcos. A él, seguramente, no le habían visto, parapetado como estaba tras uno de los cilindros. Melenas rubias y poblada barba. Serían medio centenar. Esta gente, estaba convencido, no trata bien a los intrusos. Demasiados para hacerles frente. Urdió un plan de fuga. Él siempre fuera veloz. Debía emprender la huida. Y tendría que hacerlo ahora, cuando más lejos los tenía. No se lo pensó otra vez; seguro que los pilló con el pie cambiado, desprevenidos. Cuando lo vieran, ya habría puesto suficiente tierra de por medio.

    —¡No os vayáis! —gritaron con potencia.

    ¿Escuchó bien? Hablaban latín. ¿Latín? ¡Qué ingeniosa la naturaleza! El retorno de la memoria acudía a golpe de sustos. Perdiendo velocidad, se detuvo con cautela. A pesar de la distancia, se escuchaba perfectamente debido al silencio reinante. Intentó indagar su actitud. Un nombre voló a su cabeza: ¡vikingos! ¿Dónde estaba? Sus armas, su aspecto. ¿Cómo hablaban latín? Ellos, por su parte, no se movían, como si hubiesen llegado al límite de su territorio. Fue acercándose con cautela. Forzaba la vista queriendo ver algún signo de hostilidad.

    —¿Quiénes sois?

    Habló como ellos, desde la distancia, pero sin levantar la voz.

    —¡Es preciso que nos sigáis!

    Tenía reseco el paladar. Pensándolo bien, huir le delataba —¿de qué?— y no llegaría muy lejos. Desconocía la isla, ellos eran demasiados y todavía no se había recuperado del todo. Sin prisas, fijándose en sus reacciones a medida que se les aproximaba, entendió que venían en son de paz. De cerca, sus brazos parecían de bronce; tez curtida, ojos rasgados; enfrentó algunas pupilas. Solo descubrió arrojo. Puesto a su altura, impresionaban. El que supuestamente ejercía de jefe dio un paso hacia él. Quizá el de más edad. Calzaba botas de piel hasta casi la rodilla, traje corto de lino con escudo de metal, puñal al cinto y una impresionante hacha entre las manos; otra cruzándole la espalda.

    —Debemos darnos prisa en partir —dijo arrastrando las palabras.

    —¿Quiénes sois?

    —Somos guerreros —habló con seguridad—. No hay tiempo que perder.

    El guerrero no estaba muy dispuesto para el diálogo. Él no se movería si no obtenía algunas respuestas. Pidió agua. Un cuero llegó a sus manos.

    —¿A dónde me queréis llevar?

    El guerrero, de gélida pero sumisa expresión, volvió a apremiarlo.

    —Nuestro destino es Daurunmus. Debéis acompañarnos sin tardar.

    El mediodía quedara atrás. La luz inmarcesible, como oro celeste, reposaba su mimosa seda sobre la isla. ¡Qué contraste! A pesar de la fiereza de su porte, ante él mostraban sometimiento.

    —De acuerdo. —Les devolvió la cantimplora—. ¿Cómo debo llamarte?

    Le pedía un salvoconducto. El nombre dado desarma, da confianza, te acerca más al otro, un ladrillo menos en la pared del desconocimiento. Hombres bueyes, armados y con determinación. No mostraban agresividad, sino lo contrario, pero era tal la ansiedad que tenía de hallar compañía que, sin duda, perdiera la prudencia debida en estos casos.

    El guerrero asió con fuerza la tremenda segur entre las manos y, mirándole de frente:

    —Obstov.

    No hubo tiempo para más. Vio cómo partían volviendo sus rostros. Y es que esperaban de él la misma actitud de marcha. Algo rosmaba en el ambiente que no le transmitía buenas sensaciones. Así que decidió seguirlos. Ni razones ni explicación alguna, simplemente presteza, imperiosa necesidad de partir del lugar. Actuaría como ellos, pues entendía que, en estos momentos, la vida parecía estar en juego. Con rapidez, se internaron en el bosque descendiendo por la ladera. Al ver que los seguía, apuraron el paso. Solo entonces, la mitad de los hombres pasó detrás de él, como signo inequívoco de custodia. Según lo permitía la amplitud de la ruta que atravesaban, iban en columna de uno, dos o tres hombres. Bordearon la truncada montaña para descender al profundo valle, por donde un caudaloso río serpenteaba, intermitente, entre la maleza. El bosque, poco a poco, empezó a perder consistencia, dejando paso a un terreno menos farragoso y llano, donde el arce y el álamo dominaban. Pequeñas vaguadas y reticentes lomas se sucedían con terca lentitud. Aquí un calvero, allá una montaña. El terreno reseco permitía asentar el paso. Hierba alta, amarilla, indicaba falta de agua, aunque no excesiva.

    A él le salpicaba la impotencia. Boqueaba como el pez fuera del agua. Pero ni así. Las piernas no le respondían, iban por su cuenta. Se asfixiaba. Quería demostrarles que no era un guiñapo, así que trataba de concentrarse en la cadencia de marcha. ¡Iluso! Los pies se le enturbiaban, entrechocando las rodillas como marioneta de juglar.

    —¡Deteneos!

    Fue un grito de súplica, una llamada de auxilio; extendía la bandera de rendición. Ya nada le importaba, el pundonor, la autoestima, eso era para los vivos, un clan al que ya dejara hace tiempo de pertenecer.

    —¡He de beber! —Se tiró al suelo, jadeante—. ¡He de beber!

    Tragaba aire como el fuelle de Vulcano; las mejillas, la fragua. La caja torácica —subía y bajaba como el vientre de una mujer en el parto— reventaba de impotencia; no lo levantarían ni a patadas. Uno de los vikingos le pasó una bota.

    La visión del prístino líquido aumentaba las ansias de saciar esa mortal sed que le estrujaba las entrañas. Los guerreros aprovecharon para repartir el alimento. No se hablaba. Le ofrecieron un pedazo de carne seca. Comió con ganas. ¡Tantas preguntas por hacer! Notaba sus miradas. Ojos oscuros; recios. Brillaban. Casi con emoción, bajaban la cabeza al verse, a su vez, observados. Estaba claro que fueron a por él. Que le conocían. Que le prestaban una obediencia rayana con la fidelidad. ¡A él, a un extranjero! ¡Un perfecto desconocido! Pronto terminaron el frugal sustento. Esperaban, impacientes por verle en actitud de marcha. Él también los percibía inquietos, hasta el punto de hacérsele desagradable tal actitud. Miraban el disco solar, ya en caída, como si de él pudiese depender algo inesperado. Sorbió un último trago y permitió que los incansables guerreros prosiguiesen la marcha. La tarde maduraba sin trazas de que se produjese un respiro. El vergel caminaba con ellos allí a donde fuesen. Pero no tenía tiempo de contemplaciones ni deleites. Las piernas se le volvían de trapo; tomar aire, un suplicio. Uno de los guerreros silbó. La columna se detuvo. Veían su extenuación, sus andares de monigote. Sudaba a chorro, jadeando en busca de un fluido que se le daba a cuentagotas. Le rodearon como lo harían los caballeros a su rey: esperando la más mínima orden para llevarla a cumplimiento. Obstov, frente a él, guardaba silencio.

    —¿Falta mucho? —preguntó entre jadeos.

    El guerrero fijó en él sus ojos como quien mira lo imposible. No decía lo que quería decir. Debía llevar a cabo un cometido: acatar unas órdenes, en eso consistía su rutina. Una observancia que le podría costar la vida. Pero, aun así, comprendía que había nacido para ello: morir si fuese necesario en el cumplimiento del deber.

    —Unas tres horas de marcha.

    No aguantaría ni media, pensó. Ya ni sudaba. No tenía qué.

    —¿Dónde están los demás hombres que faltan?

    A pesar de su estado, cayera en la cuenta de que el número de hombres que componían el grupo había menguado.

    —Quedan de contención.

    ¡Había oído bien! Le querían meter miedo en el cuerpo para levantarlo y que se pusiese a correr. Volvió a pedir agua.

    —¿Quién nos persigue?

    Los guerreros se miraban entre sí. Él, sin embargo, ya no podía más; ni física ni anímicamente. Parecíale correr por correr, cuando todavía no estaba recuperado. Las ropas se le cosían al cuerpo, obstaculizando sus movimientos, rozándole cada pliegue, irritando la piel hasta el desesperante malestar. El vendaje de la muñeca lo tenía empapado en sangre, y los labios, pajizos y agrietados.

    —¡Estoy harto! —no sabía lo que decía—. ¡Harto! No puedo más.

    Tal vez no se diera cuenta, pero entre los guerreros hubo asentimiento, como si ya lo supieran. Para ellos era obvia tal información. Lo veían decrépito, lisiado, casi alfeñique.

    —Os llevaremos.

    Ni los tontos reirían como se puso a reír, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. ¿Pretendían llevarle en el colo? Qué simpáticos estos toros humanos. ¡Ja! Ni los conocía ni le conocían. Estaba viviendo una situación absurda, eso era todo. Un mundo ignoto que le inyectaba en el alma sensaciones inéditas, en el que un grupo de hombres, extraídos del tiempo y de la nada, trataban de protegerle contra… ¡Dios sabe qué! Precisaba enfadarse consigo mismo para poder extraer algún átomo de energía que le permitiese continuar.

    —Soy Wolor, señor —dijo otro de los guerreros que estaban frente a él—. Haremos lo que digáis.

    ¡Por fin algo de sensatez! El guerrero que había hablado aparentaba convicción, equilibrio, no obstante tener un atezado rostro imberbe, pintarrajeado de ocre y negro, lo que le daba un aspecto feroz. Unos brazos de corindón dejaron el casco sobre la rampante hierba. Estatuas de bronce recobrando vida; columnas de mármol rojo sosteniendo una techumbre de tela y carne.

    —¡Me obedeceréis! —dijo casi con sorna.

    Dentro del común silencio, otro especial. Obstov, intuyendo que no habría otra solución, asintió.

    —Lo haremos. Vos sois Lodren var Lottendey.

    Perplejo. «Y yo sin saberlo —pensó sarcásticamente. Agachó la cabeza y suspiró, asintiendo—. El golpe debió ser bueno», se decía. Pero por mucho que se palpaba el cráneo, no encontraba el edema.

    —¿Cómo decís que me llamo?

    Les seguiría el juego; tal vez le indicasen dónde encontrar la razón perdida. Sentado sobre el suelo, recibiendo la suave brisa del atardecer, cebaba su ser. Como si las palmas de las manos, apoyadas sobre la hierba, hiciesen de raíces y por entre los poros de la dermis penetrase la savia terráquea, hundiéndose en busca de humedad, absorbiendo materia orgánica que reparase su desnutrición.

    —El Renuevo de Reknötg.

    Escuchaba como si una fina cascada cayese en medio del desierto. Pero juraría que algo en su interior asentía de placer, como si la consecución de un ideal se estuviese cumpliendo. Fuese lo que fuese, algo raro le estaba sucediendo. Como por ensalmo, la inquietud y el cansancio iban a menos. Las preguntas se le apelotonaban en la boca, pugnando por desbordarla. Tomó asiento, recogiendo las piernas y ciñéndolas con los brazos. De niño sabía esperar, su abuelo se lo inculcara. Pensaba cosas sin saber por qué ni para qué.

    «Si tienes sed, bebe una hora más tarde. Si has de llorar, primero busca con qué enjugar las lágrimas. Si hablas, ten clara cada sílaba que has de pronunciar».

    ¡Su abuelo! Palabras sin rostro ni sentimiento, imágenes borrosas, posiblemente ficticias. Sin duda, subterfugios de la razón, recovecos del alma, resquicios donde asirse a la realidad. Un nombre, Curtis, una imagen, Mezonzo. Bosques, terrenos de labor y una inmensa catedral en construcción. Absidiolos, transepto, ábside; vocablos e imágenes que tal vez no se correspondían. Una espada en su hombro. Debía volver en sí.

    —No habéis respondido a mi pregunta: ¿quién nos persigue?

    Obstov tomó aire. Su poderoso pecho parecía a punto de romper el pectoral. Con extrema seriedad, para no dejar dudas, volvió los ojos hacia la lejana meseta. Hablaría como lo haría un padre en su lecho de muerte a su progenie, como un condenado en su ascenso al patíbulo.

    —Antes de que las sombras alcancen el mar deberíamos estar en Daurunmus. Pero ya es tarde.

    ¡Tarde! Un término triste, propio de los seres del inframundo, de aquellos que carecen de esperanza, de los que se saben perdidos.

    Wolor tomó la palabra. A pesar de su juventud, entendía el momento. Tenía ganas de hablar y nadie se lo impidió.

    —Nosotros ya estamos perdidos, pero vos aún tenéis una posibilidad.

    Su madre le estaba pariendo y venía de nalgas. Ella moriría, pero para darle la vida. No era una muerte insensata ni egoísta, era una vida nueva a la que se le decía: «Yo ya he cumplido, ahora te toca a ti; vive y viviré en ti».

    —¿Tan numeroso es el enemigo? —dijo casi asustado.

    Cada etnia, su jerga. Seguro que no sería para tanto. Tenían prisa por llegar. Eso es todo.

    —No es su número, sino su poder.

    Era inútil, no se enteraba de nada. Un ejército los acosaba de tal manera que no podrían huir. Vendrían a caballo, entonces, porque a pie no creía que nadie pudiera igualar a estos hombres.

    —¡Basta! Hablar con vosotros es como beber sediento la lenta gota del caño obstruido en un manantial agostado —gritó sin miramientos.

    Debido a la devoción que casi le profesaban, adoptó esta actitud de cabreo. Estaba convencido de que en su carácter no entraba la ira. No deseaba mostrarse presuntuoso, pero había levantado la voz. La sensatez, el movimiento medido y la respuesta proporcionada los entendía como pautas de conducta propias de su ser. ¿Por qué, entonces, este desabrimiento? Sobre todo, con estas gentes desconocidas e increíblemente fuertes, que parecían tenerle gran respeto. El descanso reagrupó las dispersas energías. Tomó el arco y habló con decisión.

    —Llama a todos tus hombres. —Miraba a Obstov con determinación—. El número hace la fuerza.

    Este también se incorporó. No parecía muy dispuesto a permitir que otro le dijese lo que debía hacer. Pareció tomar aire. Miró de reojo a sus hombres.

    Si le decía «no», se callaría como un muerto. No entraba en sus planes contradecirlos. Daban miedo.

    —Señor —le dijo Obstov sin crispación—, la situación no permite tal cosa.

    Chocaron sus miradas. «Ojos tristes», se dijo.

    Un hombretón como una torre, pausado, sopesando las circunstancias, pero triste. Temía lo que iba a suceder y aceptaba su suerte. Pero aun ni por estas cejaba en su empeño de llevar a cabo su cometido.

    No sabía cómo comportarse, así que optó por la vía más expeditiva.

    —Acabáis de decir que me obedeceríais. ¡Hacedlo! —clamó sin miramientos.

    La actitud de los guerreros se movía en la dirección que mostraron desde que lo encontraron en la meseta. La inconcebible deferencia con que le trataban le daba confianza. No se engañó. El grande Obstov asentía. Wolor, haciendo cuenco con ambas manos, las llevó a la boca y sopló. Al rato, fueron llegando hombres por parejas.

    De nuevo, el rebaño reunido. «Veamos si los lobos son quienes para atacar».

    —Partiremos todos juntos, pero con descansos puntuales. Un punto fuerte vale más que cincuenta desasistidos.

    Ningún guerrero levantó la voz. Avanzaron como al principio. Los veía gentes de combate, prestos a la obediencia y la entrega. El sendero, a través del valle, parecía ampliarse a medida que las montañas se volvían más escarpadas. Aquí y allá desmontes en el terreno, como si estuviese infestado de topos gigantes. La canícula remitía lenta, cicatera, agotando esfuerzos. Un regato sinuoso, una comadreja reptando por una roca, las insistentes llamadas de la lechuza.

    —Wolor, ¿cómo es la isla?

    En un descanso no desaprovechó la ocasión. Había procurado ir a la par del guerrero. Si deseaba conocimiento de lo más inmediato, este hombre se lo proporcionaría. Ellos le conocían. Ahora le tocaba a él saber de ellos.

    —Tiene forma de escudo, de unas cuarenta leguas de un extremo al otro.

    —¿Sois vikingos?

    La pregunta salió de sus labios sin realmente quererlo. No sabía qué eran los vikingos. Solo entendía que debía preguntarlo.

    —Así decían a nuestros antepasados. Ahora nos llamamos guerreros.

    Se internaron en la espesura. El bosque, a ambos lados del valle, mostraba especímenes vegetales de un tamaño descomunal flanqueando las márgenes del río, que se ramificaba en afluentes a medida que ascendían por la ladera de otra gran montaña. La noche caía pesada y firme.

    Algo semejante al bramido de un millar de bueyes enfurecidos se oyó en la lejanía. El grupo se detuvo en seco, formando un cuerpo compacto. Estaba exhausto. Quiso preguntar qué fuera aquello, pero le pareció inoportuno. Primero, porque ya sabía lo que era; se lo habían predicho los guerreros: su ruina. Segundo, porque la tensión que se asentó entre sus protectores podría cortarse con una espada.

    —Woltan, lleva a Lodren var Lottendey hasta Daurunmus. No te separes de él.

    Woltan salió del grupo. Ya lo había distinguido de entre todos ellos por su envergadura desmedida y una altura superior a los demás. Vio cómo enfilaba hacia su persona con zancadas firmes.

    —¡Ya está bien de sandeces! —gritó—. Les haremos frente.

    Descolgó el arco e hizo ademán de coger una flecha.

    —Cumple con tu deber —dijo Obstov mirando fijamente al gigante vikingo.

    Obstov había hablado. Woltan se abalanzó sobre él y, sin darle tiempo a reaccionar, le estrechó, ciñéndole por los brazos. De esta suerte, lo izó sobre su hombro derecho. Lodren trató de oponerse, pero era tal el férreo apretón que sus brazos y piernas parecían aprisionados dentro de anillos de acero.

    De nada sirvieron sus gritos ni sus órdenes, sus improperios ni sus amenazas. Woltan tomó dirección hacia la montaña, ascendiendo la ruda pendiente, pero ahora a través de la apretada vegetación; el guerrero había decidido abandonar la senda. La última claridad de la jornada también huía en desbandada, iluminando de refilón esa parte de la isla. Quiso concentrar la vista en los hombres que quedaban cortando el paso al enigmático enemigo. Se dividieron en dos columnas de a uno, rodilla en tierra, con las hachas preparadas para ser lanzadas. Obstov, en medio, los arengaba. Creyó distinguir que giró la cabeza para ver que su orden estaba siendo ejecutada. Luego un recodo en el bosque y perdió el ajetreado contacto visual.

    La inclinación de la ladera se acentuaba, pero su carcelero no parecía darse cuenta. No relajaba el paso. Cesó en el forcejeo, esforzándose por ir a su ritmo. Woltan cumplía una orden y pensaba en su bien. Un nuevo rugido, este más cercano. Volvían a la senda, que ahora parecía tener menos pendiente. Gritos de guerra atronando el lugar. Tremendos golpes que retumbaban entre los temblorosos robles, haciendo llorar de espanto sus ramas. La fiereza del combate debía ser bestial. El tronchar de huesos y los pavorosos gritos de dolor llegaban hasta ellos, quemándoles las carnes.

    —¡Woltan, detente! ¡Hemos de ayudarlos!

    Pero el impresionante vikingo continuaba con su avance; ahora más lentamente.

    —La mejor ayuda es salvaros.

    La voz grave de su custodio no dejaba lugar a la duda.

    La batalla llegaba a su cénit. A pesar de la distancia, los jaleos del combate, los golpes, las expresiones de rabia y violencia claváronse, con saña, en su mente. Algo llegaba de lo alto como un proyectil sesgando el ahora apestoso aire, doblando copas, quebrando ramas mientras descendía veloz. Acabó impactando cerca de ellos.

    —¡¡Señor del Firmamento!!

    Era un cuerpo humano, descoyuntado; uno de los guerreros. Woltan seguro que le reconoció, a pesar de la oscuridad reinante, pues había caído muy cerca de ellos.

    El guerrero aceleró lo imposible la ascensión.

    —Woltan, ¿contra quiénes pelean?

    Silencio. Tal vez no tenía respuesta o pensaría que no estaba en situación de comprenderla.

    —¿Contra quiénes? —berreó descontrolado.

    Woltan ya no escuchaba. Dentro de la coraza de metal, una centella partiera en dos su alma. Una parte de él pedía retroceder, unirse a sus compañeros de siempre para estar hoy con ellos en el Walhalla. La otra mitad pedía cumplir con el deber para el cual había sido destinado desde antes de la vida.

    —Los Anales de Liaoell os lo dirán.

    El fragor del combate remitía, ahogándose por la distancia hasta silenciarse. Empapado de sudor ajeno, buscaba palabras con las que convencer al forzudo guerrero. Aunque la visión del vikingo caído y destrozado entre las peñas le desanimaba.

    —Ellos se reunirán por vos.

    La tierra volvió a temblar bajo sus pies. Woltan se detuvo, como si sopesara entre la conveniencia de seguir o no. Tan solo un cuarto de luna permitía una ligera visión. Por fin lo dejó sobre el suelo.

    —Seguid ascendiendo, sin desviaros a derecha ni izquierda, y seréis salvo.

    Libre, masajeó los brazos casi fríos por falta de riego sanguíneo. El gigantón mostraba, con el brazo extendido, la dirección que debía seguir. Tomó la impresionante segur con las dos manos y le dio la espalda. Agachado. Esperando.

    El vikingo se equivocaba de la media a la mitad si pensaba que le iba a dejar en la estacada. El sentido del deber todavía lo tenía intacto. Llevaba el arco en la mano, así que extrajo una flecha y la puso en tensión.

    —Lodren var Lottendey —Woltan le miraba, desconcertado—. Si no os salváis, todos pereceremos.

    Un fétido olor llegó hasta ellos. Los temblores parecían traer un viento abrasador que encendía las copas de los árboles. Ramas desgajándose, troncos quebrando con un desconcertante sonido.

    —No soy yo el que huyo.

    Al guerrero no le quedaba otra solución. Por lo visto, era la única forma de que su protegido abandonase el lugar. Ambos se deslizaron raudos entre los dedos de la noche. Un enjambre de avispas bajo sus pies, como un tornado compacto succionando la tierra. Un sinsentido ni explicación. Corría sin ver, sin saber a dónde ir. Tropezaba y caía, pero siempre unos brazos poderosos le empujaban luego de ponerle, de nuevo, sobre los pies. De pronto, perdió sustento; el suelo firme olvidó su función, provocando el vértigo de la caída. Rodó entre piedras y matorrales, entre espinos y cantos, como odre ahíto de vino tirado de malas maneras por el barranco. Acabó patas arriba, apoyado el cogote contra un tablón reseco y podre que mitigó el golpe. Se puso en pie con precaución, como pudo, primero a cuatro patas. Estaba aturdido. De nuevo, como por ensalmo, fue llevado en volandas hacia la luz. Una estrecha abertura en el centro de un embudo natural en la corteza de la montaña.

    Capítulo III

    Daurunmus

    Sangraba por el pómulo derecho; por el labio; por la muñeca. Le dolía el hombro izquierdo. Un tobillo parecía dislocado. Le dolía horrores. Cojeaba como bufón de la corte, pero sin gracia. Por primera vez en horas, pudo detenerse a observar con la debida cautela. Jadeaba. Las imágenes le temblaban dentro de los ojos; le costaba enfocar. Pero no cabía duda, se encontraba en la entrada de una cueva. Aunque el término «cueva» no era del todo exacto, más bien se asemejaba a una rendija, al aprovechamiento de una grieta natural para acceder al vientre montañoso. Musgos y helechos, hierbajos y matojos, ortigas y espinos campaban a sus anchas en la semioculta fisura montañosa. Había gente esperando, arremolinada a cierta distancia, donde la abertura se agrandaba como melón partido en dos. Se agrupaban igual que un rebaño de esquiladas ovejas temerosas, en actitud de espera contenida. Dio unos pasos dentro de la cavidad. Ahora podía observarla con más detenimiento. Parecía expandirse a lo grande en todas direcciones. No estaba en un lugar cualquiera. Las paredes y el suelo irradiaban destellos luminosos, como si diminutas e infinitas hogueras se formasen en cada rugosidad. ¡Vaya! Estaba muerto y esta era la entrada del más allá. No podía apartar los ojos de la cúpula. ¡Se veía perfectamente! ¿De dónde provenía la luz? Murmullos entre la gente. Bajó la vista hacia ellos. Decenas de personas, hombres, mujeres, ancianos, niños vestidos de una forma que él denominaba «normal». ¡Y cómo habrían de vestir si no! Pensaba tonterías. Percibía cada una de aquellas pupilas clavándosele en las carnes. Sus rostros serios demudaban expresiones de asombro, rictus de interrogación. Un espacio de tiempo en calma por la novedad, por el desconcierto. Él también abría sus ojos, fascinado, sin entender. Siguió caminando. Por ensalmo, perdió la noción del cansancio y del dolor. Algunos nichos excavados en las paredes soportaban vasijas y útiles de labranza.

    —¿Y Wolor?

    Una mujer con una criatura en brazos, vestida de túnica talar, ceñida a la cintura por un cíngulo de esparto, preguntó al frente, sin atreverse a personalizar el objeto de su interrogación. Trenzas rubias, mirada altiva. Otras mujeres, animadas por la actitud de su compañera, avanzaron tras ella.

    —¿Y Tauser?

    —¿Holtern?

    —¿Donde Otthar?

    Una tras otra, las preguntas remachaban un clavo que, poco a poco, penetraba en sus carnes porque llevaban en sí mismas la respuesta. Rostros femeninos cadavéricos mirando a ninguna parte, con la avidez del moribundo sin esperanza, al que ya todo le da igual, con la frente áspera y los labios temblorosos.

    ¡Claro, estaban muertos! Habría llegado al lugar predestinado para él desde el principio de los tiempos, un zaguán, una espera antes del juicio. Pero la dolorosa sensibilidad volvía como marea cabreada, y eso era un factor en contra de su hipótesis. Un puñado de hombres —al parecer— dio por él la vida; inmolaron sus costumbres, sus deleites cotidianos, sus roces de ternura, sus aspiraciones de vivir; y él era la causa. Las mujeres seguían avanzando, nombrando con temor. Trataban de burlar al vacío lo que les había sido sustraído.

    Woltan se puso en medio, apesadumbrado, asiendo con ambas manos el arma, bajando los ojos al suelo.

    —Probaron su valor.

    Clavos de carne taladrando el madero del dolor. Lágrimas estériles para una tierra de metal. La primera mujer besó la mejilla de su rorro, otras permanecían con el rostro al frente, orgullosas. Pero otras taparon el sollozo con níveas manos; no pudieron soportar el dolor.

    No sabía qué decir. No sabía si decir. El suelo lleno de hojas y ramas, el viento ululando a sus espaldas, empeñado en insultarle, en llamarle: «Cobarde, ven aquí». Pero no, ni caso le haría. Aquí percibía seguridad. Fuera se apostaba la muerte.

    —¿Dónde estamos? —preguntó por fin, como el finado en su velatorio.

    —En Daurunmus.

    Llegaran, pues, al lugar de salvación. Avanzó entre la gente siguiendo al gigante guerrero. Caminaba cojeando. Hombres como montañas habían despreciado su existir por un lisiado.

    —Os esperábamos como el niño el alimento, como el ciego la luz, como el prisionero su liberación.

    Quien hablaba se apoyaba en un largo bastón, más como extensión de su personalidad que por ancianidad. Ropaje claro con un largo sobretodo de burdo lienzo, bajo el cual se divisaba, brillante, la cruz dorada de su fe. Sin duda, de oro. ¡Qué contraste el nobilísimo metal entre aquellas menesterosas telas! Botas de fieltro desgastadas en los talones y un anillo de madera, o eso parecía, en su nívea mano derecha.

    —Perdonadme, ¿me conocéis?

    —¡Todos os conocemos!

    Otra voz de entre la muchedumbre retumbó en el silencio. Podría estar muerto y esto ser el Purgatorio. Dicen que en él también se siente el cuerpo dolorido. ¡Y estas calaveras parlanchinas…!

    —Entonces sabéis más que yo.

    El murmullo tomó peso.

    —Hay respuestas que solo deben dar los que más saben —dijo otro.

    Costura de luz para un descosido enigma.

    Detrás del gentío se abría paso una sección de guerreros. En su estómago volvía a anidar la inquietud luego de la serenidad hallada al entrar en la gruta. La visión de los hombres de armas llamó al reciente recuerdo. Obstov, Wolor… derrocharon valor ante la posibilidad de una esperanza que no les alcanzaría a ellos. Le rodearon. El jefe de la sección se reconocía —ahora pudo apreciarlo— por llevar una gruesa cinta en el brazo derecho. Habló con Woltan. Le preguntaba por los sucesos acaecidos, por la no entrada de la sección de guerreros. «¿Por qué tú sí y el resto no?», parecía cuestionarle. A medida que el gigante desgranaba su corto relato, sus interlocutores crispaban las expresiones faciales. Sin pintura, el curtido rostro mostraba los comunes anclajes de la raza. Terminado el relato, el jefe de la sección le habló sin ambages.

    —Mi nombre es Athor, hijo de Obstov, y os doy la bienvenida a Daurunmus.

    Cuánta información en tan simple frase. El hijo de su salvador. Se le parecía. Fuerte como un toro, miraba de frente, sin trabas. Ojos oscuros tiznados de carbón. No dejó traslucir el sentimiento que, de seguro, le embargaba. Asía una lanza dorada con raras inscripciones. Las prisas movían el mundo a su antojo; ni tiempo para la reflexión. Un padre, un hijo, un marido dejaron de existir, historias que tendrían que continuar ya sin cómplices ni sudarios, sin pesares ni alicientes.

    —Seguidme, he de llevaros ante el rey.

    La extenuación iba a más, no sabía cómo pedirles un jergón, un cuenco de leche y soledad para abusar de ella. Pero notaba el peso de una responsabilidad. Luchara semanas contra elementos perturbadores, demoníacos; estados de la materia sin aparente ley ni orden; viviera días en la selva y de ella saliera vivo gracias a la inmolación de unos desconocidos.

    Les abrían paso con deferencia. Una mujer sin edad se cruzó ante él. Detuvieron la marcha. Cabellos grises, tez macilenta entristeciendo un rostro poseído por la vejez. La luz temblaba en sus achicadas pupilas. Una lágrima, como gubia, descendía sobre la enjuta mejilla, arando un surco sin fin.

    —Algo más que nuestras vidas está en tus manos —pronunció con voz de bisagra oxidada—. No permitas que nuestra fe se tambalee.

    ¡Qué dolor derramó en sus palabras! Pero carecía de respuesta. Asintió sin saber por qué lo hacía, agachó la mirada. Salieron por uno de los túneles que taladraban el recinto y que permitía el paso de dos hombres a la par. Woltan, ya como su sombra, a su espalda. El conducto se hacía escalera descendente con giro a la derecha, acabando por desembocar en otro corredor de mayores dimensiones en forma de calabaza. Había gente pululando por todo el lugar, entrando y saliendo por las numerosas aberturas que, como inmenso hormiguero, horadaban las entrañas de la montaña. Toda la roca refulgía con tan solo un par de antorchas que portaban los guerreros. Los lugares por donde discurrían admiraban por su holgura. A medida que descendían, el ajetreo aumentaba. Hombres y mujeres cargando con fardos o carretillas, frutas y hortalizas, capazos repletos de quesos o sacos de grano.

    Observaba sin ver, incapaz de preguntarse por todo lo que le rodeaba. Los acontecimientos volaban, se sucedían muy deprisa, sin tiempo para asentarlos en el corazón. Poco a poco, el ruido aumentó hasta casi volverse ensordecedor. La atmósfera tibia del interior traía miles de sensaciones desconocidas. Caminaban por el metálico suelo, dorado y brillante, pero en posesión de la suficiente rugosidad para asegurar el paso. El sentido de la vista ordenó «¡alto!». El sistema locomotor obedeció. Salieron del largo túnel como si abrieran una ventana de la casa para encontrarse con la inmensidad del cosmos. El conducto terminaba en un inacabable pasillo anular que circundaba una inmensa semiesfera por su zona media. Decidió asomarse,

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