Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Historias de la Cucaracha
Historias de la Cucaracha
Historias de la Cucaracha
Libro electrónico505 páginas7 horas

Historias de la Cucaracha

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La ciencia ficción, es el más grande y más excelso de todos los géneros literarios de todos los tiempos. Acaso alguien puede dudarlo.
Se creó y se acuñó con un único propósito final: que se pudiera dar a luz a la novela que tienes entre tus manos, mi querido lector (o lectora).
La frase anterior tiene un tono más bien engreído y un poco grandilocuente, ¿verdad? Sí, me temo que un poco sí. Pero bueno, eso te dará una idea, mi apreciado lector, de qué va la novela.
¡Ah! ¿Que no? ¿Que no tienes ni idea de qué va esta historia?
Pues de qué va a ser, como dicen la segunda y tercera palabras de esta sinopsis, va de ciencia ficción. Es decir, que la novela cuenta las andanzas del capitán Isaac P. Dulce, natural del planeta Marte, y de los viajes interestelares que se pega por esos mundos del universo. De su tripulación, de sus amigos y enemigos, de las peripecias y cosas extraordinarias que le ocurren y todo lo demás.
¿Cómo dices, mi querido lector?
¡Ah, ya! Sí, claro que sí.
La novela tiene ciencia, además de la buena, y ficción, por supuesto; a raudales.
Además tiene aventura, intriga, misterio, persecuciones, criaturas infernales, situaciones peliagudas, algo de violencia, un poco de erotismo y todos los ingredientes clásicos y necesarios para cocinar una novela como los dioses del abismo mandan.
Hay introducción, nudo, desenlace, epílogo y muchas cosas más. El capitán consigue a la chica, desde luego. O más bien la chica consigue al capitán, según se mire. Los malos acaban pagando caras sus villanías, y los buenos... ¿como lo diría?... a los buenos hay que buscarlos un poco. No es que sean malos, al menos no malos del todo, es que son... en fin..., son somo son.
Bueno, tú ya me entiendes. Que te voy a contar que tú ya no sepas. Porque imagino que sabrás lo que es la metaliteratura, ¿no?
Por cierto, no te sorprendas, mi estimado lector, si te encuentras a ti mismo en las páginas de esta novela.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Nadie
Fecha de lanzamiento15 oct 2015
ISBN9781310678660
Historias de la Cucaracha
Autor

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

Lee más de Juan Nadie

Relacionado con Historias de la Cucaracha

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Historias de la Cucaracha

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Historias de la Cucaracha - Juan Nadie

    Capítulo I

    El humo de los cigarrillos, algunos incluso de auténtico tabaco, era tan espeso que casi se podía masticar. Los camareros se afanaban tras la barra, mientras bellas damiselas vestidas con parquedad trajinaban entre las mesas, sirviendo a los parroquianos cualquier cosa que se pudiera beber, fumar o inhalar en la galaxia.

    El local era amplio, oscuro y mal ventilado. Lugar de encuentro y santuario de vagabundos, vividores, ladrones, marineros en paro, contrabandistas, fugitivos, mercenarios, aventureros y demás ejemplares que desde que el mundo es mundo, o mejor dicho, desde que los mundos son mundos, han deambulado siempre por los muelles de los espaciopuertos. Desesperados en busca de una oportunidad, de una nave que quisiera embarcarlos sin hacer demasiadas preguntas.

    Las gentes decentes y de buena familia evitaban acercarse a, y mucho menos poner los pies en, antros como este. Pero si querías encontrar una tripulación dispuesta a todo, este era el lugar: la taberna La Esponja Borracha, el tugurio más infame de Nueva Katmandú, que si bien adolecía de una cierta falta de imaginación en el nombre, la compensaba con creces en los variopintos servicios que proporcionaba a su clientela.

    En un extremo de la taberna, cerca de la barra, con la mirada clavada en la gran pantalla holográfica que marcaba los resultados, los apostadores de carreras de canguros transgénicos se desgañitaban en gritos de entusiasmo, lamentos de tragedia y mesar histérico de cabellos. Al otro extremo, sentados a ambos lados de una mesa redonda de plástico que imitaba la madera, en uno de los pequeños semireservados al fondo del local, había dos hombres. Un campo sónico amortiguaba parcialmente el bullicio de los apostadores. El campo sónico, además, mantenía la intimidad de la conversación entre los dos tipos.

    —Me sorprende tu buena disposición en este asunto, Tuerto —dijo uno de ellos.

    Mientras hablaba, el hombre se pasó la mano por la frente, muy amplia por los alarmantes signos de alopecia en la parte frontal del cráneo, introdujo los dedos bajo la gorra y se rascó el cuero cabelludo.

    Era de media estatura, pelo castaño claro y mentón con la sombra de varios días sin afeitar. Algo entradito en carnes y con la curva de la felicidad ya bien visible. Vestía chaqueta de cuero y gorra con visera de plástico duro, ambas típicas prendas de los capitanes de naves mercantes. Aunque las de nuestro hombre estaban bastante ajadas y desgastadas, con las insignias a medio borrar, evidenciando el largo uso al que su dueño las había sometido.

    —Los negocios son los negocios, Isaac. Y es mi deber atender con la mayor prontitud y eficacia posibles las demandas de mis clientes, ¿no te parece? —contestó su contertulio, que, como bien indicaba su apodo, estaba tuerto y su ojo izquierdo era de cristal.

    Con el otro ojo, el bueno, observaba desde arriba a Isaac, pues el Tuerto era un tipo de proporciones considerables. Parecía contemplar con un poco de sorna la cabeza de su compañero de mesa, ya que él lucía con orgullo una espesa y rizada cabellera negra que le caía casi hasta los hombros y se juntaba con su barba, densa y oscura como la noche.

    —¡Hum! Viniendo de ti, eso no es necesariamente una buena cosa —replicó Isaac, mientras se rascaba de nuevo el cuero cabelludo bajo la gorra.

    El de la barba negra rio con exagerado aspaviento y dio una palmada sobre la mesa. Los vasos de cristal plástico de imitación tintinearon con un sonido de campanillas tullidas.

    El Tuerto era el dueño y gerente de La Esponja Borracha. Se aposentaba en el maltrecho asiento del reservado como un rey en su trono, pues ese era el lugar donde acostumbraba a solventar sus habituales negocios y transacciones. Ninguno de los cuales podría ser calificado de limpio, legal o correcto ante el tribunal del más corrupto de los jueces. Era conocido por todos simplemente como el Tuerto, hecho que confirmaba el ojo de cristal que con orgullo y una cierta intimidación ostentosa mostraba a sus interlocutores. Su nombre verdadero, según los bien informados rumores que corrían por los muelles, ni siquiera él mismo lo sabía. Si bien esto último se cree que es una exageración por parte de individuos de mala catadura, demasiados propensos al escarnio y la injuria ajenos.

    —¿Cuántos hombres necesitas? —preguntó el Tuerto tras recuperarse del ataque de falsa risa.

    Muchos acudían a diario a tratar con el Tuerto. Como gerifalte local y miembro ilustre, si bien de rango medio, de la mafia marciana. Tenía a su disposición recursos necesarios para hacer la vida de sus peticionarios mucho más fácil, mucho más difícil, o terminarla de ipso facto; según las circunstancias y necesidades de cada cual.

    Tal y como se cuenta, el Tuerto era un hombre astuto y cruel, que había llegado a su más o menos respetable posición en la Cosa Nostra Martiana gracias tanto a su tesón e inteligencia como a su fuerza bruta, cosa esta última que lo había convertido en una leyenda.

    Pues refieren las malas y buenas lenguas que el Tuerto en su juventud, cuando todavía estaba subiendo los primeros peldaños en el escalafón del crimen organizado, había despachado a varios de sus competidores, que cursaron baja fulminante por fallecimiento repentino, utilizando tan sólo sus manos. Eran estas unas enormes manos de gorila, calificadas así por el tamaño, color y cantidad de vello que había en ellas. Manos que se decía eran capaces de hacer estallar la cabeza de un hombre de un solo golpe, como si de un melón maduro se tratase.

    Aunque como cabría esperar, la aventura más conocida y comentada del Tuerto era aquella en la que había perdido el ojo. Fue el desafío supremo de su carrera, una dantesca y espeluznante pelea a cuchillo. Batalla campal que según dicen algunos duró varios días, y en la que consiguió abatir a su más temible oponente: Joseph Josephsson, alias el Rebanador, llamado así por la costumbre que tenía de aplicar la acción que su apodo indica a las desgraciadas víctimas que caían en sus manos. Tras la apocalíptica lucha, el Tuerto pasó a ser el «Don» de la mafia marciana en la zona del espaciopuerto de Nueva Katmandú. Se convirtió en el flamante dueño del afamado local La Esponja Borracha, desde donde gobernaba su pequeño reino como un tirano malévolo y todopoderoso. Nada se movía en los muelles de la ciudad sin que el Tuerto se enterase ni, a ser posible, se llevase su acostumbrado porcentaje.

    —Necesito cuatro hombres, si puede ser incluyendo un navegante y un bioquímico planetario —contestó Isaac. Levantó el vaso y se echó al coleto un largo trago del espumoso líquido color rosado. Lo depositó de vuelta sobre la pequeña y manchada mesa de imitación con una mueca de asco.

    La conversación se vio momentáneamente interrumpida por el paso entre las mesas de un peculiar trío, estampa no demasiado desacostumbrada en locales como La Esponja, que apenas provocó un levantamiento de ceja por parte del Tuerto. Al parecer, uno de los miembros del corrillo alrededor de las apuestas de canguros había sufrido un síncope, o quizás la puñalada traicionera de otro apostador con menos suerte. Dos de los chicos del Tuerto trasportaban el exánime cuerpo, agarrado de pies y brazos, hasta la puerta trasera del local. Con toda seguridad, y tras desvalijarlo de cualquier cantidad de dinero y de cualquier documento o implante identificativo, lo depositarían sin demasiada delicadeza en el correspondiente contenedor para el reciclado de cadáveres anónimos.

    —Así que cuatro, ¿no? ¡Hum! No sé, no sé. No va a ser fácil —respondió el Tuerto, haciendo una seña con la mano a una de las camareras—. Pon otra ronda, nena.

    —Vamos, Tuerto, siempre me dices lo mismo. Pero tú sabes tan bien como yo que siempre se encuentran hombres disponibles.

    —Sí, pero son escoria —espetó el Tuerto.

    —Hombre, eso tiene gracia. Como si las tripulaciones que tú proporcionas fuesen la flor y nata de la Academia Naval Marciana.

    El tuerto volvió a soltar una de sus risotadas, tan artificial y falsa como los implantes electrónicos de potenciación sexual que vendía en las habitaciones del fondo.

    —Me encanta tu sentido del humor, Isaac. Algún día quizás te mate por ello.

    —No me cabe la menor duda de que serías capaz, Tuerto —replicó Isaac mostrando más serenidad de la que realmente sentía. La nuez de Adán subió y bajó por su garganta. Se rascó la cabeza bajo la gorra.

    La camarera se acercó a la mesa con las bebidas. Las copas se mantenían sobre la bandeja en un precario equilibrio que parecía estar a punto de derrumbarse en cualquier momento debido al inusual tamaño de los bamboleantes pechos de la damisela. Con un alarde de maestría que sólo la experiencia puede proporcionar, la camarera depositó los vasos delante de cada uno de los hombres, sin derramar una sola gota y sin causar daños mayores. Con la excepción, quizá, del estiramiento de cuello realizado por el Tuerto para obtener, con su único ojo sano, una mejor perspectiva de tan formidable escote.

    —¡Ah! —exclamó el Tuerto tras beber un largo trago de su vaso y chasquear la lengua con deleite—. Está bien hombre, trataré de encontrarte lo mejor que pueda. Dame cinco días. Por supuesto, las condiciones de siempre —señaló el patrón de La Esponja Borracha. Una sonrisa sardónica apareció entre su poblada barba y un brillo malicioso centelleó en el ojo de cristal, portentoso fenómeno este que ha sido acreditado por numerosos testigos de intachable confianza.

    —De acuerdo —asintió Isaac—. Hasta dentro de cinco días.

    El capitán Isaac salió del bar con una cara no demasiado alegre. Se paró un momento a la puerta del mismo, aspiró profundamente el aire marciano y emitió un hondo suspiro, que si bien no se podría decir que fuese de entera satisfacción, al menos tampoco parecía un quejido de aceptación derrotista.

    Miró hacia arriba unos instantes, lo que hizo que se sintiese algo mejor. El sol se ponía en el rojizo cielo marciano, desplegando una sinfonía de rosas, salmón y blancos, bordeados con toques de lavanda. Los últimos dedos del astro rey desaparecían en el polvoriento y seco aire de Marte tras los picos de la cadena montañosa de Spizchberglerthraussenbahg, llamada así en honor del primer hombre que coronó sus cumbres. Personaje de origen incierto que, para desesperación y desgracia de los escolares marcianos, tenía un apellido impronunciable, inescribible, indeletreable e imposible de recordar.

    Fobos ya se veía en el cielo, y Deimos no tardaría en aparecer. Marte es un mundo hermoso, pensó Isaac, aunque a los terrícolas solía parecerle monótono, más bien árido y algo aburrido. Estúpidos terrícolas, caviló. Él había estado varias veces en la Tierra y en ninguna ocasión le gustó. La luz del sol era allí demasiado intensa y brillante, dañaba los ojos; el calor era insoportable; la mayor gravedad hacia que te sintieras pesado y torpe, y terriblemente cansado; el cielo tenía un estúpido y antinatural color azul, y el aire era húmedo, opresor y estaba lleno de olores extraños. Marte era mucho más limpio y seco. Marte era su mundo, donde había nacido y se había criado; donde los avatares de la existencia le habían llevado a cruzar caminos con las personas que tuvieron alguna importancia en su vida. Donde conoció la tristeza y la alegría, el triunfo y la derrota (hay quien diría que esta última mucho más a menudo que el anterior, pero carecemos de estadísticas fiables al respecto).

    Marte le gustaba y, con esa mezcla de orgullo patrio, desprecio altivo y resignado estoicismo tan característico de los marcianos, lo amaba de corazón.

    Este tipo de pensamientos hacían que sus ya no demasiado jóvenes huesos se estremeciesen con un sutil cosquilleo de placer. Por fortuna para él, su formación académica dejaba mucho que desear —apenas una pequeña diplomatura en historia galáctica, obtenida con más suerte que acierto—, por lo que nunca se había encontrado con la cita del ilustrado e ilustre filósofo terrícola Goethe, según la cual el orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo manifiesta la ausencia de cualidades individuales de las que pudiera enorgullecerse.

    Con o sin filosofía, Isaac era un marciano de pura cepa, ¡sí señor!, un auténtico pella, diría incluso con algo de jactancia. Para aquellos que no estén muy instruidos en gentilicios planetarios, aclararemos aquí que pella es la denominación usual de los habitantes, humanos y semihumanos, de Marte. Palabra que sin duda alude a la amalgama de gentes y culturas que se fundieron en el rojizo crisol del suelo marciano, tras las primeras oleadas de colonizadores procedentes del planeta madre.

    Esperaba morir en Marte algún día. A ser posible uno muy, muy lejano.

    Caviló durante unos momentos a pocos metros de la puerta del bar, mientras dejaba vagar la mirada a lo largo de la calle. Los edificios, ninguno de más de tres pisos (según la norma municipal que trataba de reducir el número de suicidios, ya sea voluntarios o a la fuerza) formaban un abigarrado y ecléctico conjunto. Las pensiones y hoteles de bajo coste se alternaban con bares, fumaderos y otros locales donde el producto a la venta no resultaba demasiado evidente para el peatón ocasional, pero que era bien conocido por los residentes habituales. Cada negocio tenía su letrero luminoso, ya fuese real o virtual, entre los que aparecían ocasionales holoanuncios publicitarios, bastantes de ellos con la imagen pixelada y el color a medio desvanecer. Los hologramas lanzaban sus coloridos destellos a los transeúntes, que los ignoraban en su mayor parte, como era la norma acostumbrada.

    Había un cierto bullicio en la calle, de gente y de tráfico, tanto aéreo como rodado, pero no excesivo. Era todavía un poco temprano. Pero pronto se animaría el ambiente. Como ha ocurrido desde siempre en barrios como este, la noche es la que atrae a su mayor número y variedad de habitantes.

    Isaac se rascó el mentón con barba de tres días. Tomar un aerotaxi no parecía una buena idea. Tras cobrar un adelanto del gobierno por la próxima misión, su bolsillo no estaba en el lastimoso estado pecuniario que le era habitual. Aun así, sería mejor ahorrar por lo que pudiera venir. Pensó en utilizar alguna de las escasas aceras deslizantes que había en aquella parte de la ciudad, pero desestimó la opción. Le apetecía hacer un poco de ejercicio.

    Con decisión, echó a andar por la amplia y sucia Calle de las Exploraciones, avenida que dividía en dos las zonas de los muelles, en dirección a la ciudad, la hermosa y magnífica ciudad de Nueva Katmandú, llamada así, como era de esperar, en honor a su homónima terrestre. Aunque había gentes de mala fe que la llamaban Nueva Basura, quizás debido a su cada vez mayor parecido con las ciudades de la Tierra.

    No mucho más tarde, sin embargo, ya casi llegando a los arrabales de la ciudad, la temperatura había bajado hasta un punto un tanto incómodo. La fría noche marciana, con sus cinco grados bajo cero de temperatura máxima no tardaría en llegar. Isaac pensó que quizás sería buena idea hacer un alto en el camino para calentar sus cansados huesos. Además, tampoco vendría mal echar un trago. Pero de algo que no fuese la asquerosa cerveza marciana. A fin de cuentas ahora se lo podía permitir, con dinerito fresco en el bolsillo. Sentía el gaznate seco y una cierta comezón en los pantalones.

    ¿Dónde podría ir, pues? Lo pensó un momento y se decidió con rapidez. Haría una visita al afamado burdel y casa de citas de Madame Balzar, donde encontraría solaz y esparcimiento para cuerpo, alma y entrepierna en los acogedores brazos de alguna medianamente agraciada ninfa del sexo de alquiler. Además, el local le pillaba cerca. Claro que esto último era una más que pobre excusa, si se tiene en cuenta que la mayoría de prostíbulos de Nueva Katmandú se encontraban en los suburbios cercanos al espaciopuerto.

    Con una media sonrisa en la cara, Isaac encaminó sus pasos con diligencia y premura hacia la mencionada casa de lenocinio. Quizás habían traído chicas nuevas desde la última vez, pensó. Ojalá que fueran de Venus. Las venusinas tenían fama de ser muy versadas en ciertas prácticas amatorias. Bien, iría a comprobarlo.

    Capítulo II

    —¡Hombre! No me digas que esta vez me vas a pagar al contado —el tipo se pasó una mano manchada de grasa por el cráneo afeitado y sonrió con unos dientes enormes y amarillos entre los que se encontraba atrapado un húmedo cigarro a medio masticar. El poblado y negro mostacho se curvó hacia abajo en un prodigio de gimnasia facial—. Toda una sorpresa, mi querido Isaac. ¡Sí señor! Esto no ocurre todos los días. Estoy tan colmado de alegría, que me dan ganas de cerrar el negocio, venderlo, y retirarme a las lunas de Saturno a disfrutar mis años de vejez.

    —Vete a la mierda, Luigi. Tú no has cerrado ni un solo minuto en los últimos cuarenta años. Además, deberías estarme agradecido, siempre traigo la Cucaracha a tu taller.

    —Eso es porque soy el único mecánico de astronaves que aún te fía, Isaac.

    —Porque me debes un par de favores, Luigi.

    El mecánico masticó un poco más su cigarro, escupió un generoso salivazo de color marrón al suelo, donde se unió a sus desecados predecesores, y se palmeó el vientre con ambas manos. Vestía, como lo han hecho todos los mecánicos desde que se inventó el primer motor de combustión interna, un mono azul oscuro, moteado con una innumerable cantidad de manchas de grasa y otras sustancias inidentificables que le daban el aspecto de una lámina del test de Rorschach que se hubiese vuelto loca.

    —Eso también es cierto, Isaac. También.

    Isaac activó su tarjeta de instant-débito-crédito, sin código de identificación MMACARRITA y expedida por una entidad bancaria sin registrar, con las huellas del índice y del pulgar. Marcó la cantidad correspondiente y, casi en el acto, un número gemelo apareció en la similar tarjeta que Luigi sostenía ante sus ojos. El mecánico volvió a lucir sus dientes manchados de nicotina en una mostachosa sonrisa.

    —Pago efectuado, sí señor. Y además con dinero de verdad, legal y todo. ¿Qué pasa, Isaac, por fin has heredado de alguna tía solterona?

    —Mi dinero es siempre legal, Luigi —replicó Isaac entrecerrando los ojos.

    —Sí claro. Y yo gané el concurso de Miss Marte el año pasado, no te jode. En fin, el dinero es dinero y yo no me quejo. Vamos a ver si tu pequeña está lista.

    Abandonaron el cuartucho atiborrado de polvo, estanterías llenas de cachivaches enmohecidos y un par de pantallas de plasma que aún funcionaban, que Luigi llamaba su despacho. Se adentraron en el amplio hangar de techo curvado y abatible que constituía la mayor parte de los Talleres Astronáuticos Luigi y Cía.

    Buena parte del hangar estaba vacío, con la excepción de varias naves espaciales, en general de tamaño reducido, que se encontraban en diverso grado de desmantelamiento, con sus variadas partes y componentes esparcidos alrededor, como los intestinos eviscerados de algún monstruo mecánico.

    Entre todas ellas destacaba una, aunque no precisamente por su belleza ni por sus líneas estilizadas. Grande, rechoncha, de antiguo diseño y espacio mal distribuido, llena de feas aristas y deformaciones y con más parches y remaches de los que se podrían enumerar, la nave parecía el proyecto inacabado de algún estudiante de ingeniería con enajenación mental. En su defensa, sin embargo, podemos decir que fue una de las primeras naves hipergalácticas dedicadas al comercio interplanetario dentro y fuera del Sistema Solar. Orgulloso miembro de la Primera Flota Mercante Marciana, en aquellos gloriosos y pioneros —y lejanos— tiempos en los que el hombre se lanzaba fuera de su planeta natal a la conquista del espacio.

    —¡Mingo! —gritó Luigi al desangelado aire del hangar—. ¡Mingo! ¿Dónde diablos estás?

    —Estoy aquí, jefe —dijo una voz metálica detrás de lo que parecía una enorme pila de chatarra desarticulada.

    Mingo salió cojeando detrás del montón de desechos. Su pierna de metaloplástico, acabada en una especie de cuña bífida, producía un rítmico repiqueteo sobre el suelo del hangar. Además de la pierna, los dos brazos y un ojo eran también prótesis cibernéticas. El matiz metálico de su voz hablaba también de implantes en el interior de su garganta.

    —Nunca me has contado que le pasó a Mingo —dijo Isaac en voz baja mientras miraba al medio ciborg.

    —Tampoco él me lo ha contado nunca a mí. Creo que fue durante las Guerras Lunares, aunque no estoy seguro. Pero no me quejo, ¿eh?, aunque es un poco raro, Mingo es capaz de arreglar cualquier cosa. Digo yo que como es más máquina que persona, se entiende mejor con ellas que con los humanos.

    —Las Guerras Lunares no fueron realmente una guerra.

    —No. Pero a algunos, como a Mingo, los jodieron bien.

    Isaac asintió en silencio.

    —¿Qué quieres, jefe? —preguntó Mingo cuando llegó a la altura de los dos hombres.

    —¿Cómo van las reparaciones en la Cucaracha?

    —Me falta ajustarle el regulador de campo gravitatorio, por lo demás, está casi lista.

    —¿Cuándo la tendrás acabada? —preguntó Isaac.

    —Esta tarde, lo más seguro.

    —Pues ya lo oyes, Isaac —dijo Luigi palmeándole el hombro—. A partir de mañana, pasado lo más tardar, puedes recoger a tu querida nave. Por cierto, que deberías cambiarle el nombre. No es que me queje, a mí lo mismo me da, la nave es tuya, pero lo de Cucaracha no es que mueva al respeto, precisamente.

    Isaac sacudió la cabeza y sonrió.

    —No. Me gusta así. Es el nombre con el que la compré. Además, creo que le sienta bien.

    El nombre original de la nave estelar no era Cucaracha, por descontado. Eso vino después, cuando remiendos sucesivos e intentos no demasiado delicados de modernización la convirtieron en la monstruosidad mecánica, llena de antenas y apéndices, que le daban un curioso —y según algunos repelente— aspecto insectoide, lo que de forma inevitable trajo el nombre por el que se la conoce en esta historia.

    A su salida de los astilleros, la nave fue bautizada en oficial ceremonia, a la que asistieron políticos de pro y oficiales de la armada, abarrotados de medallas hasta las orejas, con el nombre de Titán III. El ordinal del nombre se debió a ser la tercera nave que se fabricó al mismo tiempo con similares prestaciones de vuelo espacial y capacidad de carga. Como es lógico, sus hermanas gemelas de flota fueron llamadas Titán I y Titán II. Qué fue de ellas, no se menciona en registro alguno, pero dado el número de años que han transcurrido desde entonces, la lógica suposición es la simple muerte mecánica por vejez naviera.

    Pero aquellos gloriosos tiempos de la Primera Flota Mercante Marciana hacía mucho que se habían convertido en historia. Los hombres (y las mujeres, claro) se habían asentado con solidez en multitud de planetas habitables, que resultaron ser más numerosos de lo que las predicciones de los científicos acertaron a calcular. El comercio y el tráfico entre mundos se habían convertido en algo usual y rutinario, llevado a cabo en magníficas naves modernas y seguras, con todos los adelantos técnicos que la ciencia del hombre podía aportar.

    Eran naves que apenas necesitaban la labor humana de sus tripulaciones para ir de un planeta a otro, exquisita y milimétricamente gobernadas por las sempiternas IA, unidades computarizadas de inteligencia artificial que se encargaban del más mínimo detalle. No eran tiempos de grandes hazañas, de pioneros luchando y conquistando a brazo partido las últimas fronteras de la humanidad. Eran tiempos de consolidación, de paz, de prosperidad. El romanticismo de los primeros viajes espaciales había quedado relegado a las novelas de aventuras y a las sesiones de los holocines en 3D. Novelas y películas que, como en todas las épocas, eran devoradas de forma masiva por entusiastas adolescentes en busca de un mundo más excitante y salvaje; o de una oportunidad de meterle mano a la novieta de turno aprovechando la oscuridad de la sala de proyección.

    Así pues, nuestra Titán III pasó a ser una olvidada y decrépita embarcación espacial, último miembro de la otrora orgullosa flota. Después de pasar de mano en mano por incontables dueños, acabó adquiriendo su nombre actual. Dicho nombre, si consideramos ciertas las historias que sobre ello circulan por el bajo populacho, fue debido a uno de sus últimos propietarios, comerciante acaudalado y hombre de una perspicaz inteligencia y gran sentido del humor. Cuando el caballero de los negocios vio por primera vez a la nave que acababa de conseguir en una ventajosa transacción comercial, en la que se incluían otros bienes que habían sido el principal estímulo de la misma, no pudo reprimir la exclamación «¿Qué demonios es esto? ¡Qué nave más fea, parece una cucaracha!». Y pasó a continuación a buscar un comprador para la misma.

    —Como quieras, capitán —dijo Luigi—. Allá tú con el nombre que le pones a tu nave.

    —Pasaré a recogerla en un par de días, Luigi. Espero que para entonces esté terminada.

    —Lo estará, capitán, lo estará. No te preocupes.

    Isaac asintió y miró a la nave. A pesar de su aspecto, no pudo reprimir (ni tampoco quiso) un cierto sentimiento de orgullo.

    Pues esta nave, a pesar de estar lejos de sus mejores tiempos, y tener un aspecto que había provocado su rebautismo de una manera tan poco aduladora, era el más preciado bien, y el único habríamos de especificar, del capitán Isaac P. Dulce, comandante y capitán de la Cucaracha, copropietario de la misma y presidente ejecutivo de la Dulce Transportes S.L., compañía civil de tráfico de mercancías con sede central en Marte y sucursales en ningún otro lugar, dedicada al comercio interplanetario en el Sistema Solar y sus aledaños.

    Dicha compañía mercantil se hallaba apropiadamente inscrita en los registros del MegaMinisterio Amalgamado de Minería, Utilidades y Transportes (el amado por algunos, temido por otros y detestado por la mayoría MMAMUT); dentro del subapartado de Organigramas Básicos de Transportes Unitarios Sin Obvia Sistematización, conocido por sus siglas como el OBTUSOS, subsección de Compañías Civiles de Transporte Intra Sistema Solar de Mercancías Sin Valor Militar, Logístico u Operativo (aquí no hay acrónimo pronunciable, demos gracias a las limitaciones lingüísticas y gramaticales).

    Como a nadie le sorprenderá, la compañía mercantil del capitán Dulce contaba con una flota total de naves, incluidas las de transporte, pasajeros, comunicaciones y salvamento, que ascendían a un total de… una.

    ***~~~~~***

    Isaac entró en el desvencijado edificio, rodeado de construcciones de similar aspecto, donde se encontraban los cuarteles generales de la Dulce compañía de transportes. Como en el puerto, las construcciones eran de baja altura, aunque muchas de ellas contaban con profundos sótanos de varias plantas que se perdían en las entrañas del subsuelo marciano. Los sempiternos hologramas publicitarios eran más bien escasos en esta zona, y prácticamente ninguno se encontraba en buen estado de funcionamiento. El tráfico era reducido, sobre todo el de superficie, pues sólo los vehículos con blindaje extra se atrevían a transitar por sus calles. De cuando en cuando, en los callejones abarrotados de los residuos orgánicos e inorgánicos de la adicción a diversas sustancias estupefacientes, se podía ver el brillo de las llamas que salían de barriles metálicos. Alrededor de las improvisadas fogatas se acurrucaban criaturas flacas y encorvadas, algunas incluso con aspecto humanoide.

    Era la parte del barrio portuario que la mayoría de los habitantes de la ciudad calificarían con epítetos como indeseable, peligroso o vertedero inmundo. Isaac prefería llamarlo la zona económica.

    Entró sin problemas a través de la puerta de la calle. El cierre de seguridad llevaba sin funcionar desde hacía meses. Sorteó los montoncitos de papeles, envases plásticos y basura del recibidor y se acercó a las puertas del ascensor. Por fortuna, el ascensor anti-gravedad estaba operativo. Parecía que era una de las pocas cosas que funcionaban con regularidad en el edificio. Mientras esperaba la caja metálica, contempló como dos ratas jugueteaban en un rincón con lo que parecía un trozo de hígado reseco.

    En la oficina del sótano trece y medio se encontraba el otro copropietario de la nave, vicepresidente de la Dulce Transportes S.L., segundo de a bordo y primer oficial de la Cucaracha, cocinero, contramaestre y nostramo, especialista en una y mil chapuzas y alma mater de la nave: Ventura Andropoulos. Ventura era un valiente y autocondecorado veterano espacial de las Guerras Lunares, algo avejentado y venido a menos en estos tiempos de paz y prosperidad.

    —¿Cuánto ha sido esta vez? —preguntó Ventura con el ceño fruncido y cierto enfado en la voz, sentado en la desvencijada silla, con los pies en la desvencijada mesa, en la desvencijada oficina del desvencijado edificio.

    Ventura soltó un eructo y se llevó de nuevo a los labios la botella de rosada cerveza marciana, el líquido elemento al que, según cuentan algunos, era muy aficionado y que, según afirmaban esas mismas gentes, era la causa de la bezuda y protuberante barriga del viejo astronauta.

    Como era costumbre en el audaz veterano, estaba viendo las noticias vespertinas en la trivisión mural de la pared. Ventura se vanagloriaba de ser un hombre informado y puesto al día de lo que ocurría en la galaxia, aunque Isaac sabía que en realidad su vicepresidente se sentía atraído por Maia-Maia Torres-Torres, la reportera de moda en el Canal Catorce Coma Cuatro, una rubia en la que parecían artificiales hasta las pestañas de sus grandes ojos azules.

    De los cuatro paneles que formaban la gran pantalla mural de la trivisión, uno estaba resquebrajado, dos parecían ser incapaces de enfocar la imagen, y el cuarto sólo la mostraba en blanco y negro.

    —Te vas a quedar ciego de tanto ver la trivi, Ventura.

    —Me conmueve esa preocupación tuya por mi salud, capitán —replicó el contramaestre y vicepresidente—. Pero no trates de escabullirte a mis preguntas. ¿Cuánto ha sido?

    —No demasiado —respondió el capitán Isaac P. Dulce con el semblante un tanto sombrío.

    —¿No demasiado? No me gusta cómo suena eso. ¡Venga, desembucha! —espetó Ventura salteando las palabras con un nuevo eructo de mayor sonoridad, a la vez que con el dedo índice se hurgaba la pelusa del ombligo de la antes mencionada oronda panza. Hay que señalar, además, que dicha panza, en un abierto ataque a las normas estéticas de la apariencia personal y la decencia, amenazaba de una manera constante con derramarse fuera de la raída y roñosa camiseta que era el uniforme usual de nuestro nostramo.

    —Mil quinientos solarios —respondió finalmente Isaac con un suspiro.

    —¡Mil quinientos! ¡Maldita sea la galaxia y toda su parentela! —exclamó Ventura dando un manotazo sobre la mesa—. Eso es casi todo lo que conseguimos en el último viaje. Otra vez se nos han esfumado las escasas ganancias en parchear este maldito cacharro. Otra vez estamos sin un maldito céntimo. ¡Por los pocos pelos que me quedan en la cabeza, maldita sea! ¿Y se puede saber qué vamos a hacer ahora?

    —Vamos, Ventura, no dramatices —replicó el capitán con resignación— sabes que la Cucaracha necesitaba esas reparaciones. Ahora está en perfecto estado.

    —¡Ja! Esa jodida cafetera no ha estado en perfecto estado desde que mi abuelo jugaba a cascar escarabajos azules en las llanuras de Valzania. Siempre ocurre lo mismo, después de cada viaje nos tenemos que gastar los pocos solarios que sacamos en reparaciones. Lo que tendríamos que hacer es comprar una nave de verdad de una maldita vez.

    —Sabes que no tenemos dinero para comprar una nave nueva, Ventura. Ni hay banco, financiera o sociedad de inversión en todo el sistema que nos concediera el crédito necesario para comprarla. Ni la mafia nos haría caso. Además, tu abuelo nunca estuvo en Valzania. Tu abuelo nunca fue más allá de la órbita de Júpiter.

    —No me cambies de tema, Isaac —replicó Ventura tomando otro largo trago de la botella de espumosa cerveza marciana y señalando a su capitán con un dedo gordo como una salchicha coronado de una uña de bordes renegridos—. El caso es que estamos otra vez sin un céntimo.

    —Bueno, la verdad es que esta vez no tienes que preocuparte por el dinero. Ya tenemos un nuevo viaje apadrinado, y este, para tu tranquilidad y satisfacción, nos producirá pingües beneficios —dijo Isaac P. con un guiño.

    —¿Un viaje, con beneficios, a priori? Algo me huele a podrido en eso. Sería demasiado bonito para ser cierto. Espero que no hayas hecho lo que no debías hacer, Isaac. ¿Qué tipo de condenado viaje es ese?

    —Uno contratado, subvencionado y pagado, con un bonito anticipo, nada menos que por nuestro amado y querido MMAMUT, el MegaMinisterio Amalgamado de Minería, Utilidades y Transportes.

    —¡El Gobierno! ¿Has aceptado un contrato del gobierno? No me lo puedo creer —casi gritó Ventura uniendo las manos y elevando la mirada al techo—. ¡Que las estrellas nos protejan! Un contrato con el gobierno. ¿Pero tú te has vuelto loco? Nadie acepta un viaje del gobierno, siempre encuentra la manera de joderte bien. Para eso el MegaMinisterio tiene su flota mercante, con sus insignias, banderas y certificados. Un comerciante decente no se mezcla con el gobierno. ¡Por los cuernos de Saturno, Isaac! Es una mala, muy mala idea. La peor idea de todas. Esto va a ser nuestra ruina, el final, el acabose, el…

    —Tranquilo, Ventura, cálmate y deja que te explique —replicó el capitán, a la vez que del oxidado y traqueteante frigorífico se servía una botella, no demasiado fría, de la misma rosada cerveza que su segundo estaba bebiendo—. Se trata de una… eh… especie de expedición a los sistemas del borde de la Zona, buscando nuevos planetas adecuados para el asentamiento y la explotación. Parece que el Gobierno quiere relanzar la colonización de nuevos mundos.

    El capitán desenroscó el tapón, levantó la botella y bebió un sorbo de la misma.

    —¡Puaf! Esto está asqueroso. No sé cómo puedes beber este inmundo brebaje, Ventura —se sentó en la otra desvencijada silla, que junto con su gemela, la desvencijada mesa, el frigorífico trepidante, la destartalada trivisión y una vieja terminal computarizada, constituían el total del mobiliario de los cuarteles generales de la Dulce Transportes S.L.

    —Pues para que lo sepas —respondió Ventura—, se trata de la mejor cerveza marciana del mercado—y acto seguido engulló un nuevo y generoso trago del rosado néctar.

    —Por supuesto, teniendo en cuenta que la cerveza marciana tiene la merecida fama de ser la peor de toda la galaxia —terció el capitán con un ligero deje de amargura en la voz.

    —¿Y qué demonios esperas? Con el dinero que tenemos es el único lujo que nos podemos permitir —espetó Ventura—. Pero no trates de nuevo de desviar el tema, demonios. Eso de un viaje de expedición a cuenta del gobierno suena muy peligroso. Es más, yo diría que suena extremadamente peligroso. Salir de la Zona con una vieja nave como la nuestra es como tirarse de cabeza en brazos de un inspector de hacienda.

    El capitán tardó unos instantes en responder. Se rascó la cabeza introduciendo los dedos bajo la gorra y miró con seriedad a su interlocutor.

    —Es una buena oportunidad, Ventura. Nos pagan los gastos del viaje, incluyendo combustible, equipo y tripulación, además de diez mil solarios en el caso de que no encontrar nada, y una prima de mil ochocientos más por cada planeta con posibilidades que encontremos. Tal y como están las cosas, no tenemos demasiadas opciones en este momento. Como tú bien has dicho, estamos en la más auténtica ruina —una nota de tristeza, acompañada de unas gotas de cansancio y un ligero toque de aceptación del infortunio se extendió por el semblante del capitán Isaac.

    —Claro que es una buena oportunidad —dijo Ventura sacudiendo la cabeza—. Sobre todo para el gobierno. Si por alguna razón, por otro lado nada improbable, no volvemos jamás a pisar un planeta civilizado, sólo se habrá perdido una vieja nave que debería haber sido enviada al desguace hace siglos y un puñado de locos idiotas que van dentro.

    Ventura se levantó de la mesa metálica y comenzó a pasear por la habitación, pensativo. No tardó en llegar de nuevo al viejo y ruidoso frigorífico del que tomó una nueva botella de la infame cerveza marciana. Brebaje que si bien no era muy apreciado por el general vulgo, Ventura sentía que le apaciguaba el ánimo cuando este se agitaba demasiado.

    —Está bien —dijo el segundo de a bordo unos momentos después— tú eres el capitán. Pero que sepas que todo lo que ocurra de malo en este viaje, y ten

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1