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Ragnarök, la novena transición (Parte II)
Ragnarök, la novena transición (Parte II)
Ragnarök, la novena transición (Parte II)
Libro electrónico391 páginas5 horas

Ragnarök, la novena transición (Parte II)

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Como bacterias en una placa de Petri, los seres humanos son arrastrados por el oleaje de la marejada genética que los situó en la última encrucijada evolutiva.
Duncan y Earwyne, una portadora de almas y un ex carcelero, prófugos del último campo de concentración de la historia, tratarán de sobrevivir en el convulso Ragnarök en el que se hallan inmersos. Un planeta tras el apocalipsis donde las grandes transnacionales han dado a luz a un nuevo mapamundi de características orwellianas. Un planeta donde los viejos valores se balancean al borde del abismo y el nuevo mundo de redes es aún joven y frágil.
¿Conseguirán los desesperados neandertales eludir los designios de la omnipotente Tyrell-Tagaca Corporation?
¿Conseguirá la ciencia proporcionar las respuestas necesarias para todos?
¿Conseguirán las dos especies forjar un futuro juntos?
El mundo apenas ha logrado subsistir, pero no es suficiente. La religión parece estar de nuevo a la vuelta de la esquina. La novena transición ya ha empezado y es ineludible.
Para poder sobrevivir al cambio, Earwyne y Duncan no tendrán más remedio que enfrentarse a la violencia, a la tiranía e incluso a sí mismos. ¿Aceptará Duncan la verdadera identidad de Earwyne? ¿Optará ella por sus anhelos personales o por su lealtad a la compañía?
La genética es una fuerza implacable ante la que todos deben doblegarse, pero los individuos todavía pueden tomar sus propias decisiones. Y cada decisión tendrá consecuencias. Aunque en ocasiones el artífice final del cambio sea la persona menos esperada.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Nadie
Fecha de lanzamiento21 sept 2017
ISBN9781370962174
Ragnarök, la novena transición (Parte II)
Autor

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

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    Ragnarök, la novena transición (Parte II) - Juan Nadie

    Línea Temporal Histórica

    1983 → 2043 d.C. (48 AD → 12 DD)

    1983 → Invención de la técnica de la Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR).

    1990 → Inicio del Proyecto Genoma Humano (PGH).

    2001 → Fundación de la empresa de biotecnología Tyrell-Tagaca Incorporated, en Delaware, EE.UU.

    2006 → Inicio del Proyecto Genoma Neandertal.

    2008 → Comienzo de la Gran Recesión a nivel mundial.

    2019 → Descubrimiento de neandertales congelados en Finlandia.

    2020 → Fundación en secreto del Panel Internacional Para la Clonación de Neandertales (IPNC).

    2021 → Navidades Negras.

    2024 → Se hace público el IPNC y los «primeros hermanos».

    2026 → Publicación del histórico artículo sobre las variaciones cuánticas neuronales (VCN).

    2027 → Fin del análisis de la población mundial con el lector VCN.

    2027 → Watson Redfield es contratado por la Tyrell-Tagaca Corporation (T&T Corp.).

    2028 → La T&T Corp. lanza al mercado el lector VCN portátil.

    2029 → La T&T Corp. lanza al mercado el lector VCN móvil.

    2031 → Comienzo del «Año de la Reflexión».

    2032 → Un artefacto nuclear arrasa Jerusalén.

    2032 → Comienza el Desastre.

    2032 → Fuga de los neandertales de Vaduz. Disolución del IPNC.

    2032 → Comienza la construcción de Ciudad Cúpula.

    2032 → La UE y el espacio Shengen se disuelven. Estados Unidos realiza el llamamiento de todas sus tropas internacionales. Todos los países cierran sus fronteras.

    2032 → Simón Crisol y Elisa Marconi se instalan en Ciudad Cúpula.

    2033 → La T&T Corp. reinicia en secreto el proyecto neandertal en Ciudad Cúpula, bajo la dirección de Elisa Marconi.

    2033 → La mayoría de países declara el estado de excepción e impone la ley marcial dentro de sus fronteras.

    2034 → Las asociaciones y organismos internacionales desaparecen.

    2035 → Fin del Desastre.

    2035 → Asentamiento de los neandertales en el valle del Jerte.

    2035 → Comienza la construcción de la Reserva.

    2036 → Finaliza la construcción de la Reserva.

    2037 → De forma oficiosa, el mundo se divide en tres grandes áreas geopolíticas: Commonwealth, Unión Occidentalista y Coalición Euroasiática.

    2037 → Primer atentado de los traducianistas en Rouan, Francia.

    2037 → Duncan Salazar es contratado para la seguridad de la Reserva.

    2041 → Ataque masivo de los traducianistas a la Reserva.

    2041 → Duncan es nombrado jefe de seguridad de la Reserva.

    2043 → Earwyne Wallis es atrapada en Gales.

    2043 → Ataque suicida a la Reserva.

    2043 → Fuga de Duncan y Earwyne.

    2043 → Encuentro con los neandertales del valle del Jerte.

    Capítulo 25

    A la hora programada, el despertador ambiental se activó, inundando el dormitorio del sonido de un bosque, lo que incluía el susurro del viento entre las hojas, el correr del agua en una cascada y el trinar de los pájaros en saludo al sol. El volumen creció de forma paulatina hasta que el sueño fue desterrado por completo del hipotálamo.

    Elisa Marconi se desperezó con voluptuosidad entre las sábanas. Un sonoro bostezo fue acompañado de una pequeña ventosidad. Durante un par de minutos, permaneció abrazada a la almohada, con los ojos entrecerrados disfrutando de la ilusión electrónica del bosque. Después echó las sábanas hacia atrás con un gesto enérgico, se sentó en la cama y ordenó al despertador que parase. Desnuda, atravesó el dormitorio y marchó al cuarto de baño a cumplir con el ritual diario de sus abluciones matinales.

    Tras la ducha, con una toalla enrollada en la cabeza, limpió el vaho del espejo con la mano y, como venía haciendo últimamente, dedicó unos minutos a contemplar a la chica del otro lado. A sus 46 años, era evidente que la primera juventud quedó atrás hacía tiempo. Las arrugas se acumulaban en la esquina de los ojos y en la frente. Algunas habían aparecido en los últimos tiempos en las comisuras de la boca. Las mejillas se veían un poco descolgadas, aunque todavía tersas y limpias. Abrió un poco la toalla en la cabeza. Las raíces de las canas empezaban a ser visibles de nuevo. A ver si para el próximo lunes podía ir a la peluquería. De todas maneras, no estaba nada mal, se dijo. Su herencia italiana era evidente en su pelo oscuro, sus ojos negros de largas pestañas y las formas voluptuosas de su casi metro setenta y cinco, aunque ella sabía que esas curvas escondían una tendencia a ganar peso que mantenía a raya no sin cierto esfuerzo. No obstante, a los hombres no parecía importarle demasiado. Elisa no solía tener demasiadas dificultades en encontrar ocasionales compañeros de cama. El problema es que sólo eran eso: ocasionales. La idea de atarse de forma permanente a alguien nunca le había atraído demasiado. Su trabajo y las eventuales escapadas románticas suplían todas sus necesidades. Sin embargo, el tiempo pasa para todos. Hace diez años la idea de una relación seria le habría erizado el vello de la nuca de puro espanto. Ahora no es que sintiese una inclinación mayor a hacer algo así, pero notaba que el tic-tac de su reloj biológico se hacía más estridente que nunca. Aún se conservaba bastante bien, más que bien, y ella así se consideraba. Pero sabía que la menopausia estaba a la vuelta de la esquina.

    Tampoco es que estuviese dispuesta a dejarse llevar así como así. Sabía que tener un hijo no iba a ser la respuesta a nada. No eran más que sus genes gritando el atávico instinto de perpetuación. Aunque en este caso, sus genes merecían el ser perpetuados. A fin de cuentas, soy una tipo A, le dijo con una sonrisa a la chica en el espejo. Se le formaron dos hoyuelos en las mejillas, casi junto a la boca, que formaron un simpático triángulo en el hermano gemelo de la barbilla. Encontrar un padre adecuado tampoco era un problema. Trabajaba para la Tyrell-Tagaca Corporation, así que tenía a su disposición uno de los mejores bancos genéticos del planeta. Con toda probabilidad, el mejor. La edad tampoco suponía un inconveniente insalvable. Siempre podía recurrir a la ayuda de madres subrogadas. Como hicieron algunas compañías pioneras más de dos décadas atrás, antes del Desastre, la T&T financiaba la congelación de los óvulos de sus empleadas, así como la posterior fecundación in vitro e implantación del óvulo, ya sea en la misma mujer o en una madre de alquiler. Con una salvedad, si la empleada abandonaba la empresa, o moría, sus óvulos pasaban a formar parte de la propiedad genética de la T&T. Pero eso a Elisa le parecía un trato justo.

    No. Le dijo con toda seriedad al espejo. No debía dejarse llevar por sus impulsos hormonales. Tenía que centrarse en su trabajo. Eso era lo que de verdad importaba en estos momentos, pues muchas cosas en el futuro dependían de ello.

    Además, ella tenía suficientes niños a los que cuidar. No necesitaba otro más, aunque fuese de su carne y de su sangre.

    Soltó una risita ante el pensamiento. Su sangre y su carne. Menudo anacronismo cultural. ¡Ah!, la genética y la memética, menudo cóctel impulsivo. Pero ya llevamos casi un siglo desentrañando vuestros secretos, queridas amigas. Pronto acabaremos por domesticaros.

    Luego estaba Simón. Simón era el candidato perfecto, otro tipo A con el cerebro más incisivo y preclaro que había conocido nunca. Sin él, el actual trabajo de Elisa no sería posible. Aún recordaba con cariño los buenos tiempos de Vaduz, cuando ambos se quedaban hasta altas horas de la madrugada discutiendo los resultados en los laboratorios de la Brotherhood Genetics. Aunque luego vino el miedo y el terror cuando estalló la violencia. Por fortuna, las fuerzas paramilitares de la T&T pudieron sacarlos a ambos de allí a tiempo.

    Sí, se dijo por enésima vez. Simón Crisol era un buen candidato. A sus sesenta y un años, y absolutamente absorto en su trabajo, no creía que pudiese aspirar a tenerlo como amante. Mucho menos como padre de su hijo. Pero estaba convencida de que Simón no se negaría a donar sus preciados genes.

    Sí. Algún día tenía que hablarle de ello. Pronto, pronto lo haría, le prometió por enésima vez a la chica del espejo.

    Vestida, peinada y a medio maquillar, entró en la cocina. Mediante órdenes de voz, activó la cafetera y la televisión mural. Le encantaba el hecho de que no hubiese ningún cable eléctrico ni enchufes a la vista en el apartamento. Todos los electrodomésticos funcionaban a través de electricidad inalámbrica. Las fuentes resonadoras, escondidas en las paredes, suelo y techo, creaban campos magnéticos que alimentaban de energía a los aparatos. Siempre le pareció una de las mejores cosas de vivir en Ciudad Cúpula.

    Mientras tomaba el frugal desayuno, sentada en el mostrador de la cocina, contempló sin demasiada atención la secuencia de noticiarios programados en la televisión. Casi todos daban las mismas noticias. El autobombo del Gobierno sobre los avances de la reconstrucción del país; el incremento de la violencia en las zonas no controladas; el precio de la vivienda en las ciudades reconstruidas; cotizaciones bursátiles; previsiones meteorológicas; desempleo; toques de queda; futuras legislaciones de los organismos supranacionales; precios de las materias primas; algunos chismes de sociedad y espectáculos. Una monocorde repetición sin mayor objetivo que el aplacamiento de las inquietudes de las masas. Al menos, la T&T permitía ver los noticiarios de las otras compañías. La censura no era demasiado evidente.

    Elisa puso la taza de café en el fregadero, tiró la piel del plátano en el cubo de basura, y ordenó a la tele que se apagase.

    Se cepilló los dientes de vuelta en el baño y acabó los retoques del maquillaje. Cogió la consola portátil y abandonó el apartamento, de camino al ascensor. No cerró la puerta con llave ni con código de seguridad alguno. No era necesario. No en Ciudad Cúpula. Vivir en aquella ciudad diseñada al milímetro suponía un lujo del que Elisa era consciente cada día. Esperaba que no fuese un espejismo de corta duración.

    Una vez en el exterior, rodeada por el laberinto de jardines del anillo residencial, se arrebujó en el abrigo. La mañana estaba despejada y fresca. Hacía frío, pero no era excesivo. La última nevada cayó hacía años. Los crudos y gélidos inviernos del interior de la península eran ya muy raros. Aun así, estaba a finales de diciembre y muchos árboles se veían desnudos en el sueño invernal. Caminó a buen paso hasta la parada del monorraíl, en la intersección de su calle con una de las grandes avenidas radiales.

    El sistema de transporte público automático no tardó en llevarla hasta el segundo anillo de la ciudad, contando a partir del centro, donde estaban los laboratorios de investigación. El vagón del monorraíl no estaba muy lleno. Hubo asientos para todos. La mayoría de los otros pasajeros la saludó y le dedicó un buenos días. Un tipo intentó entablar con ella una conversación intrascendente, pero Elisa supo deshacerse de él sin demasiado problema.

    Ella era lo suficiente mayor para recordar los viejos tiempos, antes del Desastre. Incluso antes de las Navidades Negras del 21. Vivía en Milán, su ciudad natal. Los transportes públicos eran entonces muy distintos. Cajas metálicas abarrotadas, trampas mortales que de vez en cuando descarrilaban matando a varias docenas de sus desgraciados usuarios. Cada mañana y cada atardecer, cientos de caras cansadas, hastiadas, cargadas de odio hacia todo, que iban o venían de unos trabajos absurdos y mal pagados en los que tenían poco o ningún interés. Y encima debían sentirse afortunados de poder hacerlo. Mientras, a través de los sucios cristales, veían pasar los muros y alambradas que protegían las fortalezas, los guetos donde vivían los ricos, separados por el poder del dinero de la paupérrima masa que constituía la mayor parte de la población.

    En Ciudad Cúpula el transporte público era lo que siempre debía haber sido, se dijo Elisa una vez más.

    Un corto trayecto a pie a través de un inmaculado jardín la condujo a las puertas de uno de los grandes edificios de investigación con forma de arco de circunferencia. Adosada al edificio había una cúpula traslúcida de color verde turquesa.

    Bajo la cúpula había más jardines.

    En los jardines estaban los niños.

    En la entrada del edificio tuvo que sortear las habituales medidas de seguridad que marcaba el protocolo. Los guardias ya la conocían y la saludaron por su nombre. Aun así, tuvo que pasar por el arco detector de metales y explosivos, el software de reconocimiento de voz, el escáner de iris y la pantalla de reconocimiento de huellas dactilares. No es que lo que se guardaba bajo la cúpula verde tuviese un valor incalculable. Sin duda, la humanidad podría vivir sin ello. Pero también sin duda viviría mejor gracias a ello. De momento debía permanecer en secreto. El mundo no estaba aún preparado para conocer la verdad que allí se custodiaba y se nutría.

    Una vez sorteadas todas las barreras, caminó por una galería acristalada con vistas al jardín. Vio como unos niños pasaban corriendo tras unos rododendros.

    En el pasillo se cruzó con una mujer bajita de cara redonda que llevaba una consola portátil en el regazo.

    —Buenos días, Elisa —saludó la mujer.

    —Buenos días, Marga. ¿Tienes ahí los análisis de las ondas cerebrales?

    —¡Por favor, Elisa! —rio Marga—. Aún no has llegado a tu despacho y ya estás lanzándote de cabeza al trabajo.

    Elisa sonrió con condescendencia.

    —Ya sabes cómo soy —dijo—. ¿Los tienes?

    Marga buscó durante unos segundos en la consola portátil.

    —La verdad es que son fascinantes. Tuviste una gran idea con lo de analizar las ondas cerebrales de los niños.

    Las ondas cerebrales constituyen una excelente manera de medir la actividad eléctrica del cerebro. Mediante un electroencefalograma, se puede cuantificar la frecuencia en ciclos por segundo o Hercios y la potencia en microvoltios de los distintos tipos de ondas producidos por el cerebro. Se distinguen cinco tipos de ondas diferentes, nombradas con distintas letras griegas. Cada estado de actividad cerebral: sueño, vigilia, inconsciencia, concentración profunda... presenta un patrón de ondas característico. Variaciones en el patrón de ondas normal también puede indicar desórdenes mentales o lesiones cerebrales. O un funcionamiento distinto del cerebro en cuestión.

    —Hazme un resumen —pidió Elisa.

    —Pues verás —dijo Marga—. Los niños tipo A presentan un porcentaje de ondas delta muy inferior a la media estándar, como esperábamos. Son capaces de generar ondas theta y beta con una rapidez asombrosa, y con una potencia que se sale de las tablas. En las ondas alfa no hay grandes diferencias con la población general. Pero lo mejor está en las ondas gamma.

    —Superiores, ¿verdad?

    Marga asintió con energía.

    —Muy superiores —dijo—. Entre un 50 y un 75 por ciento más.

    Por supuesto, se dijo Elisa. Las ondas gamma retienen la información del cerebro y los sentidos. Se producen en estado de vigilia y su presencia está asociada a los procesos de memorizar y recordar, así como en la resolución de problemas. Estudios previos asociaron ya los altos niveles de ondas gamma con personas de alto nivel de inteligencia, auto-control, compasión y sentimiento general de felicidad. Que los tipo A presentasen un nivel elevado de este tipo de ondas cerebrales no era una gran sorpresa. Era lo lógico. Pero siempre satisfacía verificarlo mediante el método científico.

    —¿Qué hay de los neandertales? —preguntó Elisa.

    —En general, muy parecidos a los sapiens tipo A. Aunque hay algunas diferencias.

    —Pásame una copia de los resultados a mi terminal.

    —Ya la tienes, jefa —replicó Marga con una amplia sonrisa—. Lo verás cuando llegues a tu despacho.

    —Gracias, Marga. ¿Qué hay del análisis comparativo con adultos?

    —Anexo B.

    Elisa asintió.

    —Gracias de nuevo. No sé qué haríamos sin ti.

    —A mandar, doctora Marconi —respondió Marga en tono de burla.

    Elisa replicó dándole a la mujer una cariñosa palmadita en el brazo. Se despidió de ella y se encaminó a su despacho. Marga era una buena chica, se dijo. Todos los miembros del equipo lo eran. No podía ser de otra forma. La mayoría eran mujeres, aunque no había una razón específica para ello. Simplemente los candidatos adecuados se encontraban con mayor frecuencia entre el sexo femenino y, como no cabía esperar otra cosa, todos eran tipo A. El trabajar en el proyecto les daba acceso a cierta información que se podría calificar de delicada, entre otros muchos epítetos. Personas que no fuesen de tipo A podrían encontrar la información un tanto intranquilizadora. Además, así se reforzaba la fidelidad de los que trabajaban en el proyecto. Casi todos eran portadores de almas encubiertos. Eso también aseguraba su silencio.

    Luego estaban los neandertales. Ese era el aspecto más espinoso del proyecto. La mayoría de la gente sentía una aversión natural hacia los neandertales. El maldito efecto del valle inquietante. No resultaba fácil encontrar candidatos cualificados que cumpliesen los requisitos.

    Elisa pensaba que ese sería el mayor escollo a salvar si se pretendía conseguir un futuro para las dos especies juntas. No sería fácil. Habría mucho trabajo que hacer y muchos problemas que solventar. Pero ella haría todo lo posible para que ese futuro fuese una realidad.

    Por eso estaban los niños. Los niños eran la mejor posibilidad que tenían. Para ambas especies.

    Elisa repasó con rapidez algunos documentos en su terminal. La cuestión de las ondas cerebrales le hizo sentirse especialmente satisfecha. Tampoco es que fuese una idea de una gran originalidad. Medir las ondas cerebrales en niños ya se hacía de forma habitual en los estudios neurológicos del siglo anterior. No aportaba nada extraordinario al proyecto, ni revelaba la respuesta a ninguna de las cuestiones, pero siempre era satisfactorio el confirmar los resultados obtenidos.

    Un ladrillo más que añadir al enorme edificio de la ciencia que allí estaban construyendo.

    Una ciencia por y para el futuro.

    Los niños tipo A presentaban un coeficiente intelectual en el percentil 75 y desarrollo precoz de la teoría de la mente. La teoría de la mente era una expresión utilizada en las ciencias cognoscitivas. Expresaba la capacidad del individuo de atribuir pensamientos e intenciones distintas a las propias a otras personas. Era el momento del desarrollo en el que el niño aprendía a mentir. Era más bien la activación de una capacidad congénita de todo ser humano, cuyo desarrollo dependía de la estimulación ambiental, de los factores culturales y, por supuesto, de la carga genética. En los niños normales, esta capacidad de cognición se desarrollaba a los 3-4 años, pero los niños tipo A, sobre todos los triple A, solían presentarla a los 2-3 años. Aquí se trataba de una cuestión genética, era obvio, pues todos los niños, incluidos los grupos control de tipo D, recibían la misma estimulación bajo la cúpula verde.

    Después bajó a la sección de la escuela. Allí estaban los niños, en régimen de internado, recibiendo educación de sus profesores adultos y correteando por los jardines. Como tenía por costumbre, se sentó en uno de los bancos, a la sombra de dos enormes palmeras, y observó a los pequeños. Ella les daba alguna clase de vez en cuando, así que un par de niños la reconocieron y la saludaron al pasar:

    —¡Hola, profe Eli!

    Ella respondió al saludo con cariño y con una sonrisa.

    Todavía eran muy pequeños, pensó. Pero el potencial que ofrecían era enorme.

    Los niños sapiens mayores tenían unos diez años. Los más pequeños eran todavía unos bebés que gateaban. Casi todos eran tipo A o B, aunque por supuesto también tenían unos cuantos de tipo D que actuaban más o menos como grupo control. Los niños neandertales mayores apenas tenían seis años, pues crecían a ritmo normal. Los habían clonado sin las modificaciones que aceleraban el crecimiento, como hicieron en los laboratorios de Vaduz.

    Aún quedaba mucho por hacer, pero la educación tenía que empezar desde el vientre materno. O incluso antes, con la educación de los padres.

    Aunque esto último resultaba imposible en las presentes circunstancias.

    La mayoría de los niños bajo la cúpula verde no tenían padres. Eran el producto de la fecundación in vitro y la selección genética de los laboratorios de la Tyrell-Tagaca Corporation. La selección había sido cuidadosa en extremo, sobre todo en el caso de los neandertales, pues la población disponible era en verdad pequeña. De esa manera se evitaban los problemas de la deriva génica, es decir, la pérdida aleatoria de los alelos menos frecuentes y la fijación casi al 100% de los más frecuentes. En resumidas cuentas, la disminución de la diversidad genética de la población. De momento, no podía ser de otro modo. Los niños nunca salían de la cúpula verde. No todavía. En un futuro, podrían extender las metodologías y principios educativos a toda la población de Ciudad Cúpula, incluso a todo el planeta. Pero antes tenían que sentar y confirmar las bases de sus métodos pedagógicos.

    La metodología educativa empleada por Elisa Marconi y su equipo se basaba en buena medida en la psicología conductista y la ingeniería social. La psicología conductista era una corriente científica de la psicología que había tenido sus más y sus menos a lo largo de su historia. Desde los míticos experimentos de Paulov al conductismo psicológico de A.W. Staats, pasando por el desgaje de la llama psicología cognitiva, el conductismo había demostrado su utilidad. Sobre todo, en los últimos decenios del pasado siglo, gracias al desarrollo de técnicas y trabajos aplicados dentro de lo que se dio en llamar ingeniería del comportamiento, es decir, la aplicación práctica de conocimientos científicos para el control de conductas humanas.

    Con aquellos elementos del conductismo que consideraron más válidos, incluyendo las críticas de figuras importantes como el lingüista Noam Chomsky, el grupo de Elisa habían trabajado durante años en aplicar el método científico a la educación y el desarrollo psicológico y social de los niños bajo la cúpula verde.

    Niños de dos especies distintas.

    Dos especies inteligentes.

    Algo que nunca antes había ocurrido en la historia del planeta.

    No sin cierto toque anecdótico, muchas de las ideas bajo la cúpula verde fueron inspiradas por dos novelas que en su día fueron clasificadas de ciencia ficción. Aunque la intención de sus autores, seguidores del conductismo, fue la de ejemplificar sus ideas y principios en una historia con personajes. Por un lado, estaba la novela utópica Walden Dos, de B.F. Skinner, y en menor medida en la novela Walden Tres, de Rubén Ardila, escrita como continuación o ampliación de la anterior.

    En ambas novelas se practicaba la ingeniería del comportamiento en niños pequeños, con lo que se fomentaba las relaciones de cooperación y la supresión de los sentimientos de competitividad. Los niños de Ciudad Cúpula, en un futuro próximo, no serían criados por los padres, sino por la comunidad en general, mediante el internado de los niños en centros comunales donde estarían atendidos las veinticuatro horas por personal especializado. Aunque sus padres podrían visitarlos y dar una vuelta con ellos fuera del centro cada vez que quisieran. Desaparecería así el amor familiar, los lazos de sangre que tan proclives son a causar tragedias, y sería sustituido por el amor de y hacia la comunidad.

    Desde su nacimiento, los niños eran criados en grupo. Durante el primer año de vida, se les mantenía sin ropa ni sábanas, en un ambiente con temperatura y humedad controladas. De esa forma no se obstaculizaba el libre ejercicio de los bebés. De uno a tres años, los infantes vivían en salas de juego pequeñas, con muebles en miniatura y baños. Aunque la mayor parte del tiempo los niños se mezclaban unos con otros sin limitaciones, había actividades en las que se les agrupaba según su grado de desarrollo. De esta manera se trataba de reducir lo máximo posible los problemas de envidia y celos, a la vez que se favorecían los comportamientos cooperativos, aunque sin dejar de estimular una cierta competitividad personal. Se les enseñaba que las cosas no se resuelven atacando a otros, que la ayuda recíproca podía ser mucho más fructífera. Era un difícil equilibrio que a menudo costaba alcanzar, pues cada niño, cada mente sentiente, era un universo en sí misma.

    Para estos niños, la escuela, tanto los adultos que los educaban y cuidaban como los otros niños, eran su familia.

    Al vivir en comunidad desde que nacen, los niños desarrollaban mucho más sus capacidades empáticas de comunicación y colaboración. Esto era especialmente importante en los mentálicos, tanto en los tipo A como tipo B. La idea, en general, seguía uno de los apotegmas de Ulises Tyrell: «hay que respetar al individuo, concederle la oportunidad de que alcance la felicidad y se desarrolle como ser humano, pero que nunca pierda su conciencia de ser parte de un grupo».

    Elisa estaba totalmente de acuerdo con esa idea.

    Las escuelas bajo la cúpula verde eran amplias, con altos techos y llenas de jardines. Tenían acuarios, terrarios, huertos y zonas para practicar el deporte. Incluso cuadras con algunos animales domésticos. Parecían más una granja que una escuela. Los niños eran todavía pequeños, pero conforme iban creciendo se les daba la responsabilidad de tareas a realizar en la escuela, usando siempre el refuerzo positivo de las actitudes ventajosas mediante la obtención de recompensas. Las clases enfatizaban los conocimientos formales, pero también el desarrollo personal y la integración de los individuos, con muchas actividades al aire libre. Se daba mucha importancia a la autoeducación. Más que enseñarles cosas a los niños, se procuraba enseñarles a aprender y buscar información por sí mismos. También se fomentaba el aprendizaje horizontal, de manera que los niños se enseñaban unos a otros. De esa forma, los mayores «adoptaban» en cierta medida a los más pequeños y los orientaban en el funcionamiento de la escuela. Cada niño imitaba a uno de edad superior, aprendiendo motivaciones y normas, sin prácticamente recibir ayuda de los adultos. De esa forma también se resolvían muchos de los problemas disciplinarios, pues eran los propios niños los que se autocondicionaban para un mejor funcionamiento del grupo. Ellos mismos se encargaban de mantener la disciplina y de castigar a los díscolos. Nunca con castigos físicos, sino por lo general mediante la eliminación de alguna prebenda o recompensa. Conforme iban creciendo, se les facilitaba el acceso a diversas fuentes de información, según la curiosidad y los intereses del niño, de sus potencialidades y sus talentos. Poco a poco, se les iba implicando en la toma de decisiones y en el mantenimiento de la escuela. Así aprendían que el comportamiento no existe en el vacío. Que la toma de decisiones tiene efectos y resultados que llevan a alguna parte. Que todo comportamiento tiene consecuencias.

    Aunque se les separaba según su nivel de desarrollo en algunas sesiones de trabajo, la mayor parte del tiempo los niños estaban todos juntos, sin separar por edad, curso, sexo o especie. Sapiens de cabeza redondeada y neandertales de barbilla huidiza correteaban juntos, se desollaban las rodillas juntos, lloraban juntos, y compartían golosinas juntos.

    La educación era esencial. Elisa era consciente de ellos. Todos en el proyecto eran conscientes de ello. El futuro de la humanidad, de ambas humanidades, pasaba necesariamente por una educación adecuada. No por el proselitismo, la manipulación ni el lavado del cerebro, sino por enseñar a los jóvenes a que aprendan porque quieren, porque sienten interés por el conocimiento, y vacunarlos contra la demagogia y la tiranía que los convertiría en marionetas de un sistema social y económico que sólo funcionaba para el interés de unos pocos.

    Potenciar el pensamiento crítico.

    En este aspecto, y en muchos otros, los sistemas pedagógicos de la cúpula verde seguían algunas de las ideas desarrolladas por la Escuela de Summerhill, fundada a principios del siglo pasado por el progresista educador escocés Alexander Sutherland Neill. La Escuela de Summerhill fue pionera en el movimiento de las Escuelas Libres y se centraba en la educación primaria y secundaria de sus alumnos. Sus principios educativos chocaban con los de las escuelas tradicionales, pero supo mantenerse hasta bien entrado el siglo

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