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Libro electrónico153 páginas2 horas

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Dijo una vez un sabio que sólo hay dos cosas seguras en esta vida: la muerte y la burocracia. Pero... ¿y si la burocracia no acaba cuando te mueres? ¿Si en el más allá aún tienes que lidiar con el insondable papeleo, con la impertérrita jerarquía, con el estúltico peregrinaje de ventanilla en ventanilla, atendido por apáticos funcionarios celestiales, perdido en una búsqueda sin fin ni objetivo?
Gabriel, cuya aventura comienza justo después de su muerte, despertará en la otra vida para descubrir un horror como nunca había imaginado. Y es que el paraíso es muy distinto a como lo venden en los libros sagrados de cualquier religión.
En vida, Gabriel nunca fue un aventurero, ni un gran emprendedor. Incluso su condición de pequeño empresario unipersonal fue más un accidente que otra cosa. Pero en el más allá, ante la imposible situación a la que se enfrenta, no le queda más remedio que hacer una cosa: intentar escapar del paraíso.
Una novela fantástica que, sin embargo, no puede clasificarse en el género de la fantasía, ni en el de la ciencia-ficción. Tampoco es una novela filosófica, ni un libro de autoayuda; y mucho menos encajaría dentro del ámbito de la novela romántica. Una hazaña épica que los libreros tendrán dudas sobre en qué estante colocarla. Pero que un jurado de un certamen literario al que se presentó, y no ganó, la encomió por ser una novela que crea un mundo propio, por su sutil ironía, estructura redonda y estilo fluido.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Nadie
Fecha de lanzamiento18 abr 2014
ISBN9781310856327
Tras el último destello
Autor

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

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    Tras el último destello - Juan Nadie

    Capítulo I

    Un comienzo y un final

    A pesar de lo que dice la popular leyenda urbana, Gabriel Guzmán no vio pasar su vida entera ante sus ojos justo un segundo antes de morir. En el postrero instante de su existencia, cuando giró la cabeza y vio la ambulancia fuera de control que se abalanzaba sobre él y lo aplastó contra la acera, la mente de Gabriel se llenó por completo con un único pensamiento: ¡La jodimos!

    El cómo y el cuándo de los eventos que acabaron por converger en los últimos momentos de la vida de Gabriel fueron, como ocurre casi siempre en los momentos decisivos de la Historia, una simple y aleatoria acumulación de causas y efectos entremezclados al azar. Habrá quien opine, sin embargo, que el destino ya había marcado, incluso mucho antes de que Gabriel naciera, que él se encontraría allí, justo en ese lugar y a esa hora en concreto, para alcanzar su final predestinado.

    La opinión de Gabriel al respecto nunca llegó a formularse. No tuvo tiempo.

    Gabriel Guzmán celebraba su treinta y ocho cumpleaños el día en que murió. Como cualquier otro día, se lo pasó casi en su totalidad en la pequeña librería y papelería en la que había trabajado durante los últimos quince años.

    Entró a trabajar en la librería como dependiente cuando apenas había acabado de pasar la adolescencia, no mucho tiempo después de finalizar sus accidentados estudios universitarios en los que obtuvo una mediocre diplomatura en ciencias de la educación. Al cabo de un tiempo, empezó a tontear con la hija del dueño, una morena vivaracha de largas pestañas que acabó por atrapar el no demasiado templado en lides amorosas corazón de Gabriel. Después de unos meses de salir con ella, con el habitual reguero de cenas, conciertos, cines y fatigosos ejercicios en el asiento de atrás de su utilitario de segunda mano, vino la formalización de la relación, con la presentación a los padres incluida. Por último, una cosa siempre lleva a la otra, los dos acabaron de pie en el altar delante del cura párroco que los casó. Y claro, cuando su suegro pasó a mejor vida, Gabriel se convirtió en el flamante gerente, coordinador, dependiente, administrador, contable y único empleado de «Librería Papelería la Estilográfica», situada en la calle del Pez número catorce, en el añejo y un tanto desconchado barrio del centro de la ciudad de X.

    Por supuesto, su mujer era la dueña legal del pequeño negocio, que para eso era la heredera jurídica, natural y universal del finado. Sin embargo, ella no mostró demasiado interés en el fascinante mundo de la creación literaria y los útiles de escritura. La sufrida cónyuge no había puesto los pies en el establecimiento desde la muerte de su padre.

    La esposa de Gabriel se dedicaba, fundamentalmente, a sus labores, ocupación que consistía, sobre todo en los últimos tiempos, en recriminar a su marido por la gris monotonía de su existencia matrimonial. El librero solía responder a su mujer, aunque rara vez con gran ahínco, que en vez de quejarse, debiera sentirse agradecida, pues en los tiempos inciertos en que vivimos, aburrimiento es sinónimo de estabilidad, y su antónimo sólo se expresa mediante el estrés, los agobios y las apreturas. Gabriel insistía en que debían considerarse afortunados, pues en el mundo de hoy día, aventura siempre equivale a miseria. A fin de cuentas, de todos es sabido que la rutina y el aburrimiento siempre traen consigo la tranquilidad de espíritu. La mujer solía responder con un bufido de fastidio a las argumentaciones de su esposo, al que castigaba de vez en cuando durante varios días de forzada abstinencia sexual.

    Como era el día de su cumpleaños, Gabriel decidió, rompiendo así la rutina de siempre, y puesto que no había entrado un solo cliente en toda la tarde —en los últimos tiempos no había demasiados, cualquiera diría que la gente se había olvidado de leer—, cerrar la tienda y marcharse a casa una hora antes de lo habitual.

    Al salir, apagó la última luz encendida del establecimiento y se disponía a cerrar la puerta del mismo cuando por la acera cruzó el dueño del estanco de la esquina. El hombre caminaba despacio, un poco encorvado y mirando al suelo.

    —Buenas tardes, Paco —saludó Gabriel.

    El hombre levantó la mirada y contempló a Gabriel durante un instante con cara de desconcierto, los ojos perdidos en algún remoto lugar, aparentemente incapaz de reconocer a su empresario vecino. Después hizo un desvaído saludo con la mano.

    —Buenas tardes —respondió y reanudó su cansino andar calle abajo.

    Pobre diablo, se dijo Gabriel para sus adentros mientras sacudía la cabeza con condescendencia. Desde que su mujer lo abandonó, este tipo no levanta cabeza. No creo que el estanco vaya a durar mucho.

    Le dio las usuales tres vueltas de llave a la cerradura de la puerta y bajó la cancela metálica que salvaguardaba del vandalismo los tesoros de conocimiento acumulados en la pequeña librería. No es que hubiese objetos de gran valor en ella, ni tampoco grandes sumas de dinero en metálico. Pero el pillaje de comercios por puro entretenimiento de adolescentes frustrados y desocupados no era del todo desconocido en el barrio. Ya la fachada de la librería lucía el ubicuo y urbano adorno de grafitis, medio desvaídos por el sol y tiznados por la polución, que se amontonaban unos sobre otros, pues Gabriel hacía mucho tiempo que había dejado de intentar borrarlos.

    Pensó en pasarse por el supermercado y comprar una botella de vino de precio moderado para la cena. Quizás pudiese disfrutar de una agradable comida en compañía de su mujer, después de todo. Hacía mucho tiempo que no disfrutaban de un rato agradable a solas, en esa camaradería de años que se supone es uno de los pilares del matrimonio. Se sintió animado al pensar que, si todo iba bien, podían acabar la velada disfrutando del viejo mete-saca marital. Hizo nota mental de comprar también una caja de preservativos.

    Había andado un par de pasos sobre la acera, cuando oyó el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto. Apenas le dio tiempo de volver la cabeza y ver los destellos anaranjados de la ambulancia que, con la sirena a todo trapo, acababa de doblar la esquina de la calle del Pez a una velocidad excesiva. El vehículo arroyó a Gabriel y se estrelló con un ruido de cristales rotos en el escaparate del humilde pero honesto establecimiento.

    El último destello de la mente de Gabriel no fue demasiado brillante, hay que admitirlo, pero en su defensa cabría decir que no tuvo demasiado tiempo para preparar un bonito discurso de despedida.

    Las investigaciones policiales ulteriores determinaron que no hubo negligencia por parte del joven conductor de la ambulancia, que dio negativo en los test de alcoholemia y sustancias estupefacientes; ni tampoco por parte de Gabriel. Se trató de una jugarreta del destino, como bien expresó uno de los policías que acudieron al lugar de los hechos, si bien se guardó mucho de usar dicha expresión en su informe oficial. La ambulancia iba a gran velocidad en cumplimiento de su deber, a saber, trasladar al hospital a un sedentario y grotescamente obeso empleado de banca que había sufrido un infarto en el sillón de su sala de estar mientras visionaba el último partido de la liga profesional de fútbol, un encuentro decisivo y de la máxima rivalidad.

    Tanto el conductor del vehículo como el empleado de banca sobrevivieron al accidente sin el más mínimo rasguño, mientras que el enfermero que acompañaba al paciente en el interior del vehículo sólo sufrió ligeras contusiones de pronóstico leve. Por desgracia, la ambulancia y la librería sufrieron daños físicos considerables. Gabriel murió en el acto. Su cadáver fue incinerado por consejo del gerente de la funeraria que se hizo cargo de los arreglos del sepelio, pues el cuerpo de Gabriel había quedado deteriorado más allá de las capacidades de reparación de los embalsamadores de la empresa.

    Gabriel fue enterrado en el enorme, higiénico y ultramoderno cementerio de la ciudad de X. Durante el trayecto, el flamante y negro coche funerario, a pesar de su reducida velocidad, se perdió al menos en dos ocasiones en el laberinto perfectamente señalizado de callecitas y lápidas de la gigantesca necrópolis, donde los cipreses y las cruces de mármol jugaban al tú la llevas entre los gorjeos de los gorriones. Como resultado, la partida del sepelio acabó dando vueltas por algo más de cuarenta y cinco minutos, para desespero de los asistentes a la ceremonia, que empezaban a preguntarse si el conductor del vehículo tenía la más remota idea de adonde dirigirse. Por suerte, justo cuando la paciencia empezaba a brillar en números rojos, la abierta tumba que sería el receptáculo último de la pequeña urna color bronce con las cenizas de Gabriel apareció a la vista.

    La esposa de Gabriel se mantuvo durante toda la ceremonia con cara compungida y triste, luciendo un elaborado y caro peinado y un hermoso vestido negro, comprado para la ocasión, como mandan los cánones y las normas de decencia y buenas costumbres. Incluso derramó algunas lágrimas, aceptó condolida el pésame de vecinos, familiares y amigos, y agradeció su asistencia con dramática sinceridad.

    Sin embargo, la tragedia y el luto no tuvieron una vida muy larga en el domicilio de Gabriel Guzmán. Lo cual no tiene nada de reprochable, desde luego. De nada sirve tratar de medrar en un sentimiento que hace ya mucho tiempo había agotado las baterías.

    Es cierto que la mujer llegó a sentir una punzada de honda tristeza cuando le comunicaron la muerte de su esposo, incluso creyó percibir un conato de dolor y aflicción. Por un momento, recordó con agridulce nostalgia el tiempo en el que conoció a Gabriel y sus primeros años de novios. Los viajes juntos, las escapadas a la playa, las románticas madrugadas cogidos de la mano, medio ebrios por el alcohol y diversas substancias psicotrópicas, que consumían de vez en cuando entre risas nerviosas y culpables. Rememoró la búsqueda incesante y casi obsesiva de lugares lo bastante discretos y privados para dar rienda suelta a las sudadas e incómodas sesiones de amor y sexo, que a ella siempre la dejaban con un poso de ansiedad y frustración. Aventuras ingenuas de una juventud mediocre que ya empezaba a escapársele entre los dedos como la arena de la clepsidra.

    Pero el

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