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Overlord: Sendero de las tinieblas
Overlord: Sendero de las tinieblas
Overlord: Sendero de las tinieblas
Libro electrónico274 páginas4 horas

Overlord: Sendero de las tinieblas

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El gran continente Green Leaf es el único que alberga vida hoy en día, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que elfos, enanos y otras especies naturalmente mágicas dominaban el planeta, un tiempo que vio su final cuando se desató la gran guerra mágica.
La mayoría de los continentes ya habían quedado reducidos a estériles tierras yermas cuando los grandes magos de antaño decidieron deshacerse de todos los artilugios mágicos para salvar lo poco que quedaba.
Fue así como la humanidad logró resurgir y formar grandes ciudades costeras, que se volvieron prósperas recurriendo a los conocimientos del pasado. Sin embargo, también algunas de las de-más razas sobrevivieron y ahora comparten esta tierra a pesar de haber perdido casi todo su poder.
El recuerdo de las glorias pasadas pervive entre los elfos, que a la fecha se siguen sintiendo seres superiores y pretenden adueñarse de todo sin importarles que para hacerlo deban exterminar a quienes no son como ellos. Para lograrlo se han dedicado desde hace siglos a rescatar toda suerte de libros, pergaminos y aparatos mágicos.
La terrible conspiración elfa, al igual que su soberbia, no tiene límites. Han decidido recurrir a fuerzas que ni siquiera ellos comprenden con tal de salirse con la suya, y el planeta se encuentra una vez más al borde de la destrucción.
Sólo un ser único y poderoso podría contenerlos a ellos y a las temibles entidades malignas que han invocado. Deberá ser capaz de redefinir el bien y el mal, y no ser humano ni elfo ni parecerse a nadie antes conocido; el Señor Oscuro, un overlord a cabalidad que lidere por igual a los enanos, a las aberrantes criaturas creadas por los elfos y a cualquiera en el planeta que conserve un ápice de sentido común.
El Overlord es la última esperanza.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 sept 2014
ISBN9781311980618
Overlord: Sendero de las tinieblas

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    Overlord - Isael Bolaños

    Introducción

    Este continente es el único que alberga vida…

    Más allá de sus múltiples islas, el continente Green Leaf mantiene las condiciones para que una raza tan débil como la humana se desenvuelva.

    En los principios fue difícil. Los humanos conocían la magia a través de otras criaturas, la mayoría de las cuales los veían más como una molestia que como alguien a quien educar: dependiendo de pobres inventos mecánicos que palidecían ante sus múltiples artilugios mágicos, sobreviviendo o esclavizados por quienes tenían el poder, al menos hasta que nacieron los magos. Nadie sabe cómo sucedió, hasta la fecha las personas ignoran si sus antepasados fueron parejas o esclavos sexuales de algunas de las razas privilegiadas; el caso es que, con el transcurrir de los siglos, la magia permeó en la sociedad humana.

    Normalmente esto no tendría ninguna importancia, sin embargo la mayoría de las razas mágicas notaron que sus habilidades iban menguando poco a poco; hechizos que normalmente arrancarían montañas se habían convertido en simples sustitutos de la dinamita. El caos amenazaba con cernirse si se rompía el endeble equilibrio entre las razas.

    Aún no se sabe si esos humanos eran especiales o simplemente se dio por casualidad, pero las ciudades que contaban con algún mago humano no perdieron el uso de su maquinaria. La existente en esos tiempos era alimentada por runas mágicas que almacenaban y usaban el poder de los hechiceros de todas las razas.

    Al extenderse el rumor, los centros poblacionales humanos se vieron inundados por todas las civilizaciones. Ya no eran más una raza menor, eran la salvación de la civilización en Green Leaf.

    Lo que pronto se conoció como el campo mágico no era otra cosa sino el alcance de la influencia de la magia de los hechiceros humanos. Su radio dependía de la potencia del emisor en cuestión. Los más poderosos establecieron a su alrededor ciudades enormes, de más de 200 kilómetros de radio, los aprendices y los sin talento apenas pueblos de 1 kilómetro a lo largo de los caminos que comunicaban las ciudades.

    Los antiguos archimagos de todas las demás razas se rebelaron. Acusaron a los hechiceros humanos de ser responsables de la pérdida de su poder. La batalla fue cruenta, una carnicería, por usar una mejor palabra. Los magos elfos, los enanos, incluso los elementales con habilidades disminuidas, eran enemigos formidables para unos seres que apenas estaban conscientes del poder que albergaban.

    Para protegerse, los humanos construyeron torres en el centro de cada ciudad, pero no se engañaban, sabían que sus días estaban contados; nunca aprenderían lo suficiente para vencer a razas con milenios de experiencia. Fue entonces cuando la civilización se unió.

    Los humanos comunes vieron amenazada su nueva forma de vida. El resto de las razas, acostumbradas a un estatus de vida basado en aparatos alimentados por las fuerzas mágicas, eligieron volverse contra sus mandos antes de volver a depender de las burdas herramientas de su pasado.

    Al ver que su gente no los apoyaba, los altos jefes de la magia suspendieron el ataque. Furiosos, dijeron a los suyos que no eran merecedores de ellos, y en un acto de orgullo herido y rabia lanzaron al centro del continente todos los objetos mágicos, todos los escritos con hechizos antes poderosos pero ahora inútiles, y así consumieron casi por completo el poco poder que conservaban con tal de ponerle fin a esta guerra.

    Ninguno de los moradores de esas ciudades se habría atrevido a adentrarse en el continente ni siquiera cuando los magos todavía eran poderosos, pues el sitio elegido era una cuenca más grande que todas las ciudades costeras juntas. Los primeros 500 kilómetros eran bosque, de ahí seguían planicies yermas y después cordilleras traicioneras; esto hablando sólo de los peligros del terreno, pues si además se consideraba la gran cantidad de salvajes bestias y criaturas mágicas que lo habitaban, sería un suicidio intentar entrar o salir.

    Por otro lado, los magos humanos no volvieron a salir de sus torres; algunos temiendo posibles venganzas de las razas otrora poderosas, pero la mayoría para evitar ser atrapados y esclavizados por su propia raza en un arranque de hambre de poder.

    La población creció próspera. Todas las ciudades daban al mar y había batallas entre ellas, pero a falta de magia que pudiera auxiliarlas en los conflictos fuera de sus límites, los daños que se causaban eran mínimos. La población no podía usar más magia que la contenida en los artefactos que habían sobrevivido a la guerra y en los pocos inventos inofensivos de los magos humanos, así que volvieron nuevamente los ojos a la industria desarrollada por los seres despreciados.

    Perfeccionada por los enanos, la insulsa maquinaria a vapor de los humanos evolucionó de forma asombrosa; la navegación, los vuelos y el transporte en general se agilizaron, y la civilización que había estado al borde de la extinción volvió a crecer.

    - o -

    Libro 1 - El arribo

    Capítulo 1

    Me encuentro en la playa, muy cerca del puerto principal de la blanca ciudad Martillo de Tormenta; no llegué al puerto, no vengo con los pasajeros de los buques, ¡yo no dependo de algo tan burdo como el vapor! Soy, quizá, el único hechicero libre en estos tiempos.

    No siempre fue así. Vengo huyendo de la gente que me educó y preparó para su conveniencia y venganza, y busco en estas tierras una solución que ellos crearon y dejaron abandonada al perder su poder; sólo ésta me devolverá la paz.

    Aunque estoy a un kilómetro de distancia puedo ver con claridad los muros de piedra de la torre del hechicero, él es un capablanca, lo que significa que sus hechizos y artefactos tienen propósitos curativos y de protección. Desde fuera la ciudad luce radiante y mística bajo el domo tornasolado que brinda fresca sombra a sus habitantes.

    Me interno por los caminos secundarios con el propósito de llegar lo antes posible a los linderos del bosque, cerca de la barrera de exclusión. Mientras dejo atrás la ciudad me siento impresionado por la gran cantidad de columnas de humo negro que salen de sus fábricas, herrerías y armerías. Los trenes no cesan de arribar y partir. Martillo de Tormenta es una de las ciudades más grandes de la nueva era, populosa, industrializada, mágica y poderosa. La más grande desde que mis maestros dejaron este continente.

    Mis ropas pueden hacerme pasar por uno de tantos aventureros en busca de tesoros, su diseño se basa en las que le robamos a uno de los pocos mercenarios que llegaron a la isla en busca de fortuna. Los archimagos elfos la elaboraron con pieles de elefantes de guerra enanos traídos del viejo mundo, éste que ahora piso, y resistirá sin problema las flechas e incluso los arpones y las espadas no encantadas. En mi espalda, sostenida por una cadena, cuelga una de las últimas espadas con báculo, que parece claymore en miniatura. Mi camisa es de lino blanco y contrasta con lo negro de mi capa y mi armadura; mis botas son de piel de dragón. Los pergaminos con los hechizos que he robado están ocultos en la capa y sólo yo puedo encontrar sus bolsillos.

    Aun con mi apariencia, cuerpo y habilidades de aventurero, no puedo ir a la oficina de misiones y recompensas; la mayoría debe pasar por ahí si quiere entrar en la zona de exclusión de cara al bosque negro. Es la única zona de acceso moderadamente segura, pero está dentro de los límites del mago y su campo rápidamente se encontraría con el mío. No quiero que un capablanca sepa que estoy aquí, sus aprendices avisarían a la población; todos quieren forzosamente tener un mago en sus pueblos. Afortunadamente una de las primeras cosas que aprendí fue a contraer mi campo mágico, así no desperdicio mi maná mientras avanzo.

    Pero no es la única razón por la que evito esta ciudad. Atrás, activado en los límites de mi zona mágica, un cajón fúnebre me sigue. Dentro de él viaja lo que fue mi amor. Me acompaña en la búsqueda de aquello que pueda terminar con su sufrimiento.

    Desde el mirador el continente se me antoja angustiante; hay que descender un par de cientos de metros antes de llegar a las zonas de exclusión. Las fuerzas armadas de la aldea patrullan ese camino con mucha frecuencia, previniendo así las incursiones que de cuando en cuando intentan las criaturas más poderosas.

    Viajo por el camino general, al menos hasta llegar a los arrabales, unos cincuenta a cien metros debajo de la ciudad. Las rutas son transitables a pesar de ir siempre en descenso. No hay avenidas de losas blancas ni mucho menos, pero sí un par de líneas de piedra labrada para prevenir resbalones y permitir el tránsito.

    Mientras bajo no puedo evitar sentir cierta aprensión. La caja que me acompaña está protegida tanto de ataques exteriores como de aquéllos que provengan de su interior, sin embargo algunos de los habitantes del país podrían lograr ver a mi amada, los de algunas razas originalmente mágicas, y la sola idea de que alguien grite de horror ante su imagen cuando tan bella fue me hace sentir mayor urgencia de encontrar ese objeto escondido por mis antiguos maestros, perdido en el centro del continente. Daré con él, eso es seguro, ¡aunque tenga que pasar a través de todos los guerreros y demonios del infierno!

    Capítulo 2

    Al fin he llegado a la aldea de los abandonados. Son gente que tuvo la mala fortuna de no contar con un mago entre sus nacidos; eso y la falta de recursos los obligó a vivir en pequeñas casas horribles que se apilan una con la otra en un intento vano de buscar la protección que la frágil madera podrida no puede dar. Cada dos o tres semanas una familia prueba suerte construyendo más cerca del bosque oscuro.

    Aunque a esta distancia aún está presente el campo de contención del mago, éste es muy débil y no resulta suficiente para alimentar la maquinaria más avanzada del pasado o del presente, si acaso tuvieran el dinero o la suerte para contar con alguna. Pequeñas luces mortecinas alumbran los mostradores de los centenares de bares, cabarets y cantinas. Se trata de utensilios que ni los magos novatos se molestarían en hacer, sólo tienen dos runas, una con la palabra almacenar escrita en sus bases, y otra con liberar grabada en sus resistencias de metal. Son fabricadas por los niños antes de entrar al edificio donde serán entrenados. Este principio lo están tratando de imitar los enanos, pero aún no han logrado algo que pueda arder con igual intensidad sin consumirse. La gente rica de estos arrabales las usa como símbolo de poder entre la miseria que los rodea.

    Estamos fuera de los alcances de las leyes, incluso el mago más poderoso no tiene manera de saber que estoy aquí. La gente no se me acerca, y no es por ningún hechizo emocional, simplemente saben que con las armas que tienen poco podrían hacer antes de perder la vida. Nada hace que aprecien sus vidas tanto como saberse mortales.

    Los dejo en paz. Mi intención es entrar por esta zona al bosque. Los magos me han dado paso a pesar de ignorarlo… pero los aldeanos lo saben. Casi todas sus armas tienen un poco de la madera del bosque, no mucha porque es escasa y la mayoría no se atreve a entrar en ellos por miedo al campo de contención, a los enemigos o a los soldados que de cuando en cuando patrullan las fronteras; también es probable que sea por miedo a la oscuridad que ronda entre los troncos oscurecidos por la inmundicia de la ciudad.

    Al salir de este marasmo de pueblo que llaman Cabeza de Goblin veo muy serio la cabeza del pobre infeliz que adorna la salida; sus labios deformes en una mueca eterna de terror dejan al descubierto los dientes afilados pero inofensivos de un cuerpo que no creció más de metro y medio.

    Más allá de las fronteras se encuentran los pescadores. Si la gente de la aldea es pobre, no tiene comparación con los miserables sin familia, los huérfanos y los deformes que hay ahí. A través de mi campo contenido puedo sentir la mugre, la polución que abunda entre estos miserables. Al llegar a la siguiente pendiente puedo ver el porqué de que se vean tan sucios; de sendos tubos salen expulsados a intervalos regulares litros y litros de los desechos que vierte Martillo Sangriento.

    Los pueblitos de los lindes son los vertederos de las grandes ciudades. Por la naturaleza mágica de sus bosques se consideró seguro desechar en ellos toda la basura. Hubo inconformes, hubo quienes protestaron, pero sólo fueron quejas de sobremesa; su confort les impedía reconocer los excesos que realmente se daban a sus espaldas; lejos, muy lejos de ellos, cientos de metros abajo, salpicando terrenos infértiles para la siembra por causa de la magia, contaminados hasta la médula por la sociedad que al no encontrarles mejor uso hizo como si no los viera.

    Las manitas de los mocosos se embadurnan de esta sustancia negra y alquitranada. Ninguno sonríe, la mayoría nunca ha tenido motivos para hacerlo. He descendido la pendiente y por fin puedo ver las raíces de tan enormes árboles. Ignoro si tienen nombres mágicos, a mis maestros no pareció importarles y por lo visto a los habitantes tampoco. La gente que viene a pescar en esta charca inmunda son los más miserables, como lo sospechaba. Algunos presentan principios de mutaciones menores; los cabezas calvas levantan ojos acuosos de distintos colores, sólo un instante, después siguen tratando de atrapar algo. La mayoría sólo emplea las manos, que en algunos casos son escamosas; otros son verdes, algunos tienen membranas de pez y todos están en la miseria más absoluta, esperando contra toda probabilidad que alguien de arriba lance por el drenaje algo de valor; algún artículo mágico, una prenda de buena calidad, dinero. Lo que veo a me preocupa, la degradación de estas personas está demasiado avanzada como para haberse dado en las pocas décadas que llevan mis maestros de haber abandonado el continente. Tendré que tocar esta basura si quiero respuestas.

    Conforme me acerco algunos de ellos me lanzan miradas aprensivas. Supongo que creen que con mis botas podré entrar hasta el centro del estanque, no como ellos, que están en las orillas o en los múltiples riachuelos. La piel les arde, pero no les importa; un buen pedazo de plomo o quizás de un cubierto les permitiría dormir en algún establo, incluso les alcanzaría para algo de vino y un poco de pan rancio. De cerca puedo notar que el agua, aparte de negra, oleosa y espesa, tiene algo más. Agacharme rodeado de tanto niño-hombre-miserable no es buena idea, ni siquiera por llevar armadura me salvaría de ser atacado en un intento de arrebatarme algo. Extiendo un poco mi campo sobre la infecta superficie y… ¡recibo una respuesta!

    Es muy débil, apenas un atisbo de petición de energía mágica. Aquí dentro, en el fondo de toda esta basura, debe haber un par de objetos mágicos. Al sentir un campo tratan de absorber su poder en el intento de seguir funcionando en la forma en la que fueron creados. Elijo el más cercano, es algo que está por lo menos a dos metros de profundidad, no es muy grande, apenas un cuadrado de 30 centímetros. Como no debo inyectarle mi fuerza porque podría explotar por exceso de energía, empleo un pedazo de lámina que está bajo él. En cada extremo de ésta grabo la palabra levita. Mi energía alimenta las runas haciendo que el objeto se eleve gradualmente. La mayoría de los pescadores de chatarra se aleja. Una cosa es tratar de robarle a un mercenario y otra muy distinta meterse con un mago guerrero salido de un relato fantástico.

    En cuanto el agua me deja ver la pieza, siento cómo la furia me embarga. Es una placa de madera mágica con el tallado de una mujer con pocas prendas. Con asco imprimo un poco de magia en esta pieza. Al principio nada sucede, después, con un chirrido espantoso, la música comienza. Quizás sea música pero suena horrible. Una mezcla de percusiones con algunas cuerdas da forma a una canción de burdel mientras la mujer en el cuadro comienza a desprenderse de sus escasas vestimentas. Sus movimientos son torpes y la ilustración mal hecha. Sin duda ha sido concebido por la mente de algún estudiante de mago que ha salido de su torre en más de una ocasión para conocer placeres más allá de la magia.

    Esta porquería no sirve para más. No tiene valor utilitario ni armamentístico. Sólo es una pieza obscena que algún iniciado talló para su recreación. La arrojo a mis espaldas y parto. El ataúd me sigue en cuanto activo las runas de movimiento y levitación grabadas a lo largo de su cuerpo negro. No he avanzado dos pasos cuando empiezo a escuchar gruñidos. Probablemente el objeto cayó en tierra y no en el lago. Ahora puedo escuchar más claramente; discuten, pelean por un insulso pedazo de madera que para ellos es una fortuna, para los demás sólo un desperdicio. Sigo el camino del riachuelo más grande y justo al doblar la esquina escucho el primer grito de dolor de una pelea carente de sentido.

    Capítulo 3

    Las sombras cubren mis pasos. He viajado siguiendo el arroyuelo que sale de esa laguna infecta de putrefacción y magia. En el líquido destellan algunos reflejos entre la oscuridad que proyectan los árboles. Ya no hay seguidores, no existen humanos asentados tan dentro del bosque. Si lo que me contaron mis maestros es cierto, su última magia en esta región atiborró los territorios prohibidos de objetos mágicos; sin embargo no espero encontrar miles de ellos conforme avanzo. Son dos razonamientos los que me preparan para no decepcionarme:

    El primero, que desde que partieron, y aún no me han dicho hace cuándo fue, miles de aventureros de todas partes de los alrededores se han internado para saquear los tesoros de estos bosques. La gente de ciudad paga mucho por cualquier artilugio que aún funcione, e incluso por los descompuestos, con la esperanza vana de que alguien los traiga de nuevo a la vida.

    El segundo, que las ciudades, por muy grandes que sean, no suman ni un quinto del territorio salvaje. Aun cuando fueran decenas de miles de objetos mágicos, el hechizo mandó más al centro a aquellos que podían almacenar mayor poder, así que en estos primeros kilómetros no debe haber más que baratijas que la gente no logró retener y no me sirven.

    Conforme me interno descubro que las mutaciones no sólo afectaron a esos miserables seres que vi en la entrada. Cada tronco, el pasto, incluso uno que otro animal típico de estos lugares, presenta algún cambio, aunque la mayoría de estas variaciones se limita a un color diferente, pelajes escasos o inexistentes. Los robles con tonalidades de palmeras macilentas me dicen que el viaje será deprimente.

    A los tres kilómetros de haberme internado localizo uno de los pocos campamentos de soldados que patrullan estas zonas, la mayoría pertenecientes a alguno de los órdenes religiosos, tan vigorosos dentro del esquema de la ciudad; sus tatuajes, sus vivencias, sus marcas de combates antiguos y sus ojos reflejan las muertes del pasado y de sus cerebros. Están aquí por un premio que para cualquier otro sería un castigo: como han sido licenciados del ejército por diversos motivos, desde violencia excesiva en tiempos de paz hasta homicidios, vienen a la batalla final, al enfrentamiento contra la naturaleza, protegiendo de ataques invisibles o poco probables a la gente que gustosa paga para tenerlos lejos de sus civilizadas calles.

    Aquí terminaron, demasiado violentos y afectados por las guerras como para vivir en ciudades o arrabales. Sobrados de experiencia como para tenerlos presos —sin contar los riesgos de una revuelta—, son la fuente de protección humana contra los riesgos de este bosque para los aventureros más novatos, los borrachos, y las personas de los arrabales que de cuando en cuando vienen por aquí, además de las prostitutas que ellos pagan gustosos.

    Cualquier otro consideraría esto el infierno por los ataques de animales salvajes y la soledad, pero para ellos es su mundo, su pesadilla constante y consciente, su alucinación despierta. Jamás volverán de la batalla, son pagados para seguir en ella.

    He pasado tres días espiando sus patrones de vigilancia. Son 30 soldados apostados cada 2 kilómetros, cada uno con un saco de dormir,

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