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Iberian Park: la respuesta zombi a la crisis
Iberian Park: la respuesta zombi a la crisis
Iberian Park: la respuesta zombi a la crisis
Libro electrónico758 páginas21 horas

Iberian Park: la respuesta zombi a la crisis

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¿Te gustan las novelas de zombis?
¿Estás hasta la entrepierna de la maldita crisis?
¿Sientes un retortijón en las tripas cada vez que ves un telediario?
Pues entonces esta novela te va a gustar, aunque no resolverá ninguno de tus problemas.
Esta novela no es sólo una historia de zombis, con su dosis bien equilibrada de persecuciones, dentelladas, angustia y vísceras. Los zombis de Iberian Park no son los monstruos al uso. No mueren con un simple tiro en la frente o una barra de hierro atravesándoles el cráneo. Son bastante más duros de pelar. Y algunos tienen características sorprendentes.
Es también una crítica, dura, mordaz y cínica, a la presente situación socioeconómica. Una patada en la boca a nuestros amados líderes, y los poderes que los manejan en la sombra, a la vez que un sutil análisis de nuestra realidad patria, desde los reality shows a las participaciones preferentes.
Durante la presente legislatura, los primeros casos de zombificación aparecen en Marbella y se extienden como un tsunami de muerte y horror por toda Andalucía y el Algarve. La pandemia zombi consigue detenerse, aunque a costa de muchos sacrificios y muchas vidas perdidas. El sur de ambos países se convierte en territorio infectado, perdido para siempre.
Antonio Galán, funcionario de tercera del nuevo «Ministerio Zombi», junto con un grupo de mercenarios a sueldo, lo arriesgará todo en una incursión desesperada en tierra de nadie. Mientras tanto, los líderes políticos del país no cesan en su inmisericorde avaricia y sus ansias de poder, lo que conducirá al planeta al irremediable y sorprendente final.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Nadie
Fecha de lanzamiento4 jun 2014
ISBN9781310297618
Iberian Park: la respuesta zombi a la crisis
Autor

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

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    Iberian Park - Juan Nadie

    —Te lo aseguro. No hay ninguna experiencia comparable a la de devorar a un ser humano —dijo la mujer, forzando un poco la voz para contrarrestar el zumbido de los rotores.

    —¿Estás segura? A mí todo esto me sigue pareciendo algo más bien peligroso, por no mencionar un pelín gore —replicó el hombre con cierta inseguridad.

    Ella era Catherine Malarde, directora gerente del Fondo Pecuniario Intercontinental, el, según muchos, infame FPI. La sonrisa dibujó arrugas en la comisura de sus ojos y un mechón de níveo cabello onduló sobre su frente. Él era Darryl Carradine, vicepresidente ejecutivo y director de finanzas de Goldmen Sachet Group, la multinacional americana de los grandes negocios y las inversiones ciclópeas.

    Darryl se removió en su asiento y se aflojó el apretado nudo de la corbata. Un par de gotitas de sudor brillaron en su frente

    —¡Vaya! No me esperaba que los de Goldmen Sachet fueseis tan melindrosos —dijo Catherine con risa forzada—. No te preocupes. Yo ya lo he hecho un par de veces. No corres riesgo alguno, te lo puedo garantizar. Créeme, será una experiencia que no olvidarás.

    —Si tú lo dices —contestó Darryl. Se encogió de hombros y miró al océano a través del cristal de la ventanilla.

    El helicóptero, un Eurocopter EC145 pintado de rojo y verde kaki, con el logo de la SECOP en los costados, había despegado apenas unos minutos antes del Aeropuerto Internacional de Madeira. A pesar de ser un modelo utilitario, con capacidad para ocho pasajeros, el helicóptero era confortable y limpio. Además del piloto y copiloto, sólo tres personas ocupaban su interior: Catherine Malarde, Darryl Carradine y Andreia Monteiro.

    Andreia, una lisboeta morena y de largas pestañas, representante local de Unbelievable Entertainments Inc., había sido el comité de bienvenida para los dos gerifaltes de las finanzas internacionales, y su guía particular desde su llegada a Madeira, el día anterior, en vuelo directo desde Bruselas. Colgada mediante un clip de la solapa, Andreia lucía una tarjeta plastificada con su foto, su nombre y el logotipo de la empresa para la que trabajaba.

    La misión de Andreia era conseguir que la visita de sus dos insignes clientes al archipiélago portugués fuese lo más placentera posible, para lo cual no escatimaba en luminosas sonrisas y diminutos aportes de información intrascendente. El traje falda que llevaba, de color verde oliva, le daba el pertinente aire elegante, servicial y ligeramente coqueto de encantadora azafata de congresos. La falda, justo por encima de la rodilla, la obligaba a sentarse con las piernas juntas e inclinadas hacia un lado, mientras que el botón de la blusa, estratégicamente desabrochado, permitía el delicado atisbo del nacimiento de sus senos. Como mandaba el reglamento interno de la empresa, no llevaba ropa interior, por si acaso resultaba necesario incrementar el grado de confort de alguno de sus clientes. Se alegró de que en este viaje sus invitados fuesen hombre y mujer. Cuando sólo había hombres, las cosas podían cambiar considerablemente. Las felaciones durante el trayecto en helicóptero se habían convertido en una parte no demasiado agradable de su rutina laboral. Al menos esperaba que Catherine Malarde no fuese de esas.

    Justo tras el despegue, en un inglés sin apenas acento, Andreia amenizó a sus clientes con una somera historia del Aeropuerto Internacional de Madeira, antes conocido como Aeropuerto de Funchal, y sobre las particularidades del corto vuelo. Como había ocurrido desde que los recibiera a su llegada, la pareja había ignorado a la azafata con elegante displicencia. Esa que sólo es posible observar en aquellas personas acostumbradas a un estatus de poder que las coloca automáticamente por encima de la mayoría de mortales que las rodean. Andreia se sintió aliviada. Parecía que esta vez no tendría que usar el enjuague bucal tras el vuelo.

    Apenas quince minutos después del despegue, el helicóptero llegó a su destino: la pequeña isla de Porto Santo, situada 43 km al noreste de la isla principal de Madeira. Andreia proporcionó a sus compañeros de viaje una sucinta explicación sobre la orografía de la isla, el accidentado y montañoso norte y la parte más plana del sur, lo que incluía su maravillosa playa de arena blanca de casi diez kilómetros de largo y que solía ser el principal atractivo turístico de la isla.

    Antes de la pandemia, claro.

    Las palabras de la empleada de Unbelievable Entertainments Inc. parecieron despertar el interés de los dos pasajeros, que miraron el paisaje insular a sus pies a través de la ventanilla. El sol de la mañana arrancaba destellos blancos de los ribetes de espuma que coronaban las olas.

    El piloto del Eurocopter inclinó el aparato ligeramente hacia la derecha y la aeronave enfiló con un suave zumbido la larga playa de arena.

    —¿Vive alguien en la isla? —preguntó Darryl Carradine, señalando hacia abajo con un dedo de exquisita manicura.

    —¡Oh, no! Por supuesto que no —replicó Andreia Monteiro con una de sus encantadoras sonrisas. El movimiento de su linda cabeza produjo ondas en su oscuro cabello, brillante y perfectamente acondicionado —. La población de Porto Santo era de unos cinco mil habitantes, que solía duplicarse o triplicarse durante temporada alta. Pero desde que estalló la epidemia y la isla fue declarada reserva zombi, ya nadie vive en ella.

    —¿Reserva zombi? —Darryl enarcó una ceja.

    —¡Oh, sí! La Asamblea de la República, con el beneplácito del Parlamento Europeo, declaró hace seis meses la isla de Porto Santo como reserva zombi, para la investigación científica y epidemiológica.

    —En realidad fue una decisión conjunta de los gobiernos español y portugués —intervino Catherine—. La Eurocámara simplemente se limitó a ratificar la decisión. Aunque oficialmente la isla sigue siendo territorio de la República Portuguesa.

    —Ya veo. Por una vez los políticos europeos actuasteis con rapidez y decisión.

    Catherine Malarde respondió con una sonrisa de significado indescifrable. Darryl Carradine se volvió hacia Andreia.

    —Entonces… ¿esos que se ven andando junto a la playa…? —preguntó.

    —Son zombis, sí.

    —Pero no hay habitantes.

    —No, claro —Andreia sacudió su preciosa cabecita con una aún más preciosa mueca de perplejidad.

    —¿Los zombis no se consideran habitantes?

    La sonrisa en el perfectamente maquillado rostro de Andreia fue algo más insegura de lo habitual.

    —¡Oh, no! Según la decisión provisional del Concilio Europeo y de la Junta de la Unión Europea, así como el Protocolo III, cuya adición está sometida a la Convención de Ginebra, los zombis se consideran no-ciudadanos no-muertos con derechos civiles muy restringidos. Aunque la propuesta está pendiente de ratificación por…

    —¿No-ciudadanos? —preguntó Darryl, torciendo la boca en una nota de cinismo.

    —A fin de cuentas, están muertos, ¿no te parece? —dijo Catherine.

    —Sí. Ahora están muertos. Pero antes fueron personas, ¿no? Ciudadanos votantes y contribuyentes con todos sus derechos. ¿No le parece, señorita… Monteiro? —Darryl tuvo que mirar la tarjeta plastificada en la solapa de la chica. Tardó un poco más de lo que aconsejaban las buenas costumbres, pues sus ojos tendían a distraerse con el cercano escote.

    Andreia tragó en seco y volvió a iluminar el interior del helicóptero con una de sus sonrisas.

    —Los zombis no son… personas, señor Carradine —dijo con algo de vacilación.

    Andreia nunca se había encontrado con un zombi cara a cara. Cuando la epidemia estalló en el sur, ella se hallaba confortable y segura en Lisboa. Las medidas de contención del paralelo 38º habían impedido que la pandemia se extendiera hasta la capital. Pero había visto las películas y había recibido el entrenamiento básico. Esas horrendas criaturas no podían ser personas. Eran pesadillas infernales cuyo único propósito era el devorar a cualquier ser vivo. No. Esas cosas no podían ser calificadas como ciudadanos. Aunque alguna vez lo hubiesen sido.

    —No, claro que no. No se les puede llamar personas, ¿verdad? —dijo Darryl Carradine con un encogimiento de hombros — Y dígame, señorita Montesco. Si no hay habitantes en la isla, ¿qué tipo de estudios epidemiológicos realiza aquí su gobierno?

    —Me temo, señor Carradine, que en eso no puedo serle de gran ayuda. Se trata de información restringida que va más allá de mis funciones como empleada de Unbelievable Entertainments —replicó Andreia con otra de sus sonrisas, que se estaban volviendo más tensas por momentos.

    Darryl Carradine asintió con cierta condescendencia.

    Durante unos minutos, el silencio flotó en el interior de la aeronave.

    El Eurocopter EC145, pintado de rojo y verde kaki, aterrizó en la parte alta y plana del islote de Cima, una roca alargada y escabrosa separada por apenas quinientos metros de mar del extremo sudoriental de la isla Porto Santo.

    El helipuerto era apenas una plataforma de hormigón reforzado con una gran H pintada encima. A pocos metros del mismo, casi al borde del acantilado, se encontraban unas pequeñas construcciones blancas, con tejado a dos aguas, entre las que destacaba la torrecilla coronada de rojo del faro del islote. El edificio del faro estaba rodeado de una valla de tela metálica con varias líneas de alambre de espino en su parte superior.

    Ligeramente agachados, Catherine Malarde, Darryl Carradine y Andreia Monteiro bajaron del aparato. Andreia no condujo a sus clientes hacia el faro, sino hacia unas estructuras anejas, de obvia construcción mucho más moderna y reciente. Era un edificio chato y cuadrado, de color gris, fabricado mediante paneles de cemento y acero, con el logotipo de la SECOP como única nota identificativa y de color en su fachada.

    —¿Nos esperará el helicóptero? —preguntó Darryl a Catherine.

    —Sí. No te preocupes. No se irá sin nosotros —respondió la jefa del Fondo Monedero Internacional.

    Darryl escuchó con alivio como el zumbido del rotor disminuía de intensidad. El piloto debía estar apagando el motor.

    La azafata tecleó el código de entrada y acercó la tarjeta de su solapa para que el lector pudiera certificar la validez del chip RFID incrustado. La puerta se abrió con suavidad hacia el interior y Andreia los invitó a entrar.

    A través de un pasillo enmoquetado, Andreia condujo a sus clientes hasta una confortable sala de espera, decorada con pinturas postmodernistas y grandes macetas de plantas oscuras, fabricadas en el mejor plástico que la moderna tecnología petroquímica podía dar a luz. A un lado, una mesita ponía a la disposición de los invitados una limitada variedad de bebidas no alcohólicas y delicados canapés. Al otro lado, tres grandes sofás de piel invitaban al disfrute de sus mullidos asientos. El suave murmullo de los aparatos de aire acondicionado mantenía las estancias a una agradable temperatura de veintitrés grados centígrados.

    —Siéntense, por favor —dijo Andreia—. ¿Desean tomar algo?

    Ambos se sentaron, pero declinaron la invitación al refrigerio.

    —¿Cómo es que su compañía tiene instalaciones en esta roca pelada en mitad del océano? —preguntó Darryl Carradine.

    —¡Oh! Por motivos de seguridad, por supuesto. Es lo más cerca que podemos estar de la isla Porto Santo sin estar en ella —replicó Andreia Monteiro con una sonrisa.

    —¿Aquí no hay peligro?

    —¡Oh, no! Desde luego que no. El islote de Cima es demasiado escarpado para que los zombis puedan escalarlo, y todos los senderos desde la orilla han sido bloqueados. El complejo tiene paredes reforzadas y está dotado de los mejores medios en vigilancia electrónica, incluyendo monitorización por satélite. Además, los zombis no saben nadar.

    —Aún así, podrían caer al mar y ser arrastrados hasta el islote por la corriente.

    —Aunque eso ocurriese, señor Carradine, no hay forma de que los zombis llegasen hasta nuestras instalaciones. Por otra parte, en el hipotético caso de una improbable situación de emergencia, seríamos evacuados de inmediato. No se preocupe, está usted tan seguro como en el salón de su casa.

    —¿Y si alguien se acerca a la isla?

    —Desembarcar en la isla Porto Santo, o en cualquiera de sus islotes, está prohibido por las leyes comunitarias. Las patrulleras de los cascos azules de la ONU navegan alrededor de la isla constantemente. Tienen orden disparar y abatir a cualquier embarcación que se acerque a menos de doce millas náuticas. Además, están los tiburones —esta vez, la sonrisa de Andreia fue genuina.

    —¿Tiburones? —la sorpresa en la cara de Darryl fue también genuina.

    —¡Oh, sí! Tiburones. Como usted sabrá, señor Carradine, la coordinación motora de los zombis no es demasiado precisa. De vez en cuando alguno cae al agua, lo que ha atraído a muchos tiburones a la zona, sobre todo marrajos y azules, aunque también se ha visto algún que otro tiburón blanco, ya sabe, el de la película. Imagino que para ellos los zombis son una presa fácil y suculenta. Los escualos suponen una protección extra y disuaden a los curiosos.

    —Me deja usted mucho más tranquilo, señorita… Monteiro.

    —Vamos, Darryl, no seas tan melindroso —dijo Catherine Malarde—. Aquí no corremos riesgo alguno. Si incluso Su Eminencia el cardenal Botone estuvo aquí. Y la experiencia te va a encantar, te lo aseguro.

    —¿El camarlengo hizo una excursión a Porto Santo? —dijo Darryl con expresivo gesto de sorpresa.

    —Desde luego. Y la mitad de la curia vaticana también. Se han convertido en grandes fans de Unbelievable Entertainments. Por lo visto, les resulta una especie de experiencia mística o algo así.

    —¡Hay que joderse! —replicó Darryl encogiéndose de hombros.

    Catherine se inclinó sobre Darryl y bajó la voz.

    —Incluso me han dicho que algunos de los jefes han estado aquí —dijo.

    La expresión de asombro en el vicepresidente de Goldmen Sachet se mezcló con un cierto conato de miedo.

    —¿Lo sabes con seguridad?

    —Sobre los jefes nada se sabe con seguridad, no creo que tenga que aclararte nada sobre ese punto, ¿verdad? Pero mis fuentes son fiables —replicó Catherine.

    Darryl sacudió la cabeza y durante unos instantes pareció perdido en sus propios pensamientos.

    Andreia Monteiro se levantó del sofá, se alisó la falda y obsequió a sus clientes con otra de sus magníficas sonrisas.

    —Bien. Creo que mi labor ha terminado por el momento. En unos instantes estará con ustedes el doctor García-Espínola. Les volveré a ver en el viaje de vuelta a Madeira.

    —Un momento, señorita.

    —Sí, señor Carradine.

    —¿Quién se encarga de todo esto?

    —¿A qué se refiere?

    —¿Quién organiza todo lo que hay aquí —dijo Darryl con un amplio gesto de la mano—, este edificio, la reserva zombi y todo lo demás? ¿Quién es el responsable de su organización y mantenimiento?

    —¡Oh, claro! —otra sonrisa—. Las instalaciones y el equipo que se usará para su excursión a la isla pertenecen a Unbelievable Entertainments Inc., desde luego. Pero la gestión de la reserva zombi está bajo la jurisdicción de la SECOP, por supuesto.

    —¿La SECOP? ¿Cómo se deletrea eso?

    —S – E – C – O – P.

    —Eso es lo que hay escrito en la fachada de este edificio y en las puertas del helicóptero, ¿verdad? ¿Y qué demonios es la SECOP?

    —Se trata de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas, por sus siglas en español y portugués —intervino Catherine.

    —La SECOP es un organismo gubernamental de cooperación conjunta entre España y Portugal —explicó Andreia—. Se encarga de cualquier asunto relacionado con los zombis y las zonas infectadas en ambos países.

    —El Ministerio Zombi, así es como lo llaman —dijo Catherine con una risotada.

    —¡Jesús! Qué sentido del humor más macabro —replicó Darryl.

    —Los portugueses y los españoles han sido durante siglos naciones atrasadas y atrapadas en su propia miseria histórica —dijo Catherine—. Siempre por detrás del resto de países europeos. Eso le ha hecho desarrollar un sentido del humor cínico y mordaz, que a menudo se convierte en casi su única estrategia de defensa.

    El hecho de que una ciudadana portuguesa estuviese presente durante el comentario no pareció incomodar en lo más mínimo a la directora del FPI.

    Andreia replicó con una sonrisa tensa como la cuerda de una ballesta. Deseó patearle la boca a su insigne clienta, o al menos decirle a la cara lo que pensaba de ella y de la mayoría de los clientes que utilizaban los servicios de su compañía. No lo hizo, desde luego. Lo que hizo fue sonreír, despedirse con exagerada amabilidad y abandonar la habitación.

    Apenas diez segundos más tarde, la puerta volvió a abrirse.

    Escenario.1

    Antonio Galán Díaz caminaba con aire de perdida melancolía por la Ronda de Isasa, el paseo junto al río que los cordobeses solían llamar simplemente la Ribera. No había tráfico a esa hora, como no lo había a ninguna otra hora del día. Al menos no en los últimos ocho meses. No desde que Córdoba se convirtió en un enorme y tétrico cementerio, lleno de humo, ruinas y manchas sanguinolentas en las fachadas.

    Llegó hasta la Puerta del Puente, un arco triunfal de estilo renacentista con dobles columnas dóricas a cada lado. Fue construida en el siglo XVI, con la idea de dotar a la ciudad de una puerta digna en una de las entradas que recibía más trasiego de personas y mercancías. Se edificó en el mismo enclave en el que antaño se abrían las puertas musulmanas de la ciudad, la entrada por el sur a la afamada urbe de los Omeyas. El mismo lugar donde varios siglos antes se abría las puertas romanas de Córdoba, que en aquella época unían la ciudad con el Puente Romano y la Vía Augusta, la calzada romana más larga de la Hispania de los césares.

    Aquella puerta había sido la entrada a Córdoba durante varios siglos, varias culturas y un sinnúmero de páginas en los libros de historia. Ahora era una puerta que no conducía a ninguna parte.

    Frente a la Puerta del Puente se abría el Puente Romano, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Como su nombre indicaba, el Puente Romano fue construido a principios del siglo I d.C., durante la dominación romana en Córdoba, en tiempos del emperador Augusto. Durante más de veinte centurias, hasta mediados del siglo XX, sus dieciséis arcos de piedra fueron la única manera que tuvieron los cordobeses de salir o entrar de la ciudad por el sur, cruzando el Guadalquivir. A lo largo de su historia, el puente había sufrido numerosas restauraciones y remodelaciones. La más extensa y discutida de las cuales se inauguró en enero del 2008. No les duró demasiado a los cordobeses. Lástima de los euros y la energía gastados en la polémica.

    Hasta hacía poco más de medio año, el Puente Romano establecía el límite río arriba de uno de los parajes más singulares de Andalucía: la pequeña reserva natural de los Sotos de la Albolafia, un tramo de la ribera del Guadalquivir, con pequeños afloramientos, barras de arena e islotes que, por la importancia ecológica de la avifauna que en ellos anidaba, fue declarado monumento natural.

    Ahora no había garcillas, ni calamones, ni moritos, ni el raro ibis de color oscuro, que incubasen los huevos entre los carrizos, las espigadas eneas, los amarillos lirios y las flores rosas de las adelfas.

    Ya no había águilas pescadoras surcando el aire entre la ribera y los bancales.

    Los pocos animales que no huyeron de la diminuta reserva fueron devorados por los monstruos.

    Antonio se detuvo un momento en su caminar y paseó una mirada lánguida por los islotes que había más allá de los restos del Puente Romano. Pudo ver las ruinas de lo que fueron los famosos molinos, incluido el renombrado Molino de la Albolafia, que perturbó el sueño de Isabel la Católica y alcanzó la inmortalidad al formar parte del logotipo de la ciudad.

    Las aguas del río no se veían muy limpias. Nunca lo habían estado, pero parecían haber mejorado algo con respecto a los últimos meses. Sólo de vez en cuando se veía algún cadáver flotando corriente abajo. A veces, uno de esos cadáveres se quedaba atascado en la ribera, se levantaba y echaba a andar. Entonces tenían que intervenir los francotiradores y las brigadas de limpieza del ejército.

    Los pájaros se habían ido, pensó Antonio, pero la vegetación seguía donde siempre, indiferente al espanto que se había desatado a su alrededor. Incluso parecía más lozana, más densa de lo que Antonio la recordaba de aquella visita turística que hizo a Córdoba hacia ya algunos años. Como si ahora que no había nada que las perturbase, las plantas hubiesen decidido crecer más intensas, más salvajes. Incluso desafiantes.

    —Por falta de abono no será, desde luego —murmuró en voz baja al silencio de la mañana—. Si los pájaros vuelven, tendrán un montón de sitio en el que hacer nidos.

    Llegó al pretil del Puente Romano pero no se adentró en este. No hubiese servido de nada. Aquel camino ya no conducía a ninguna parte.

    A pocos metros de la entrada del puente, una valla lo bloqueaba por completo, adornada por una cinta plástica a franjas rojas y blancas y un gran letrero que avisaba que el paso estaba prohibido.

    Menuda tontería, pensó Antonio. El paso no estaba prohibido, era simplemente imposible. Varios de los arcos del puente habían desaparecido, destrozados por las cargas explosivas, vanos intentos de salvación durante el caos. Río arriba, el Puente de Miraflores, y río abajo, el Puente de San Rafael, estaban igualmente derruidos. Los seis puentes de Córdoba que cruzaban el Guadalquivir fueron volados en pedazos por el ejército en una desesperada tentativa de proteger lo que quedaba de la ciudad y sus ciudadanos de la horda de monstruos que les perseguían sin cesar.

    Cuando la pandemia alcanzó la ciudad, los enfermos fueron llevados a los hospitales. Conducidos allí en ambulancias, en coches de familiares y amigos, incluso en taxis y en autobuses del transporte urbano. Para volver a salir por su propio pie, convertidos en no-muertos hambrientos.

    Como en tantos lugares de Andalucía, los hospitales y centros de salud se convirtieron en los focos centrales de dispersión de la pandemia. En Córdoba, los centros hospitalarios estaban en la parte norte del río. Cuando resultó evidente que la ciudad no podía ser salvada de los zombis, los cordobeses que aún quedaban con vida, junto con los restos de las fuerzas del orden y el batallón del Ejército de Tierra que inútilmente trató de frenar la avalancha, buscaron refugio al otro lado del río. Marcharon a la zona de la ciudad circunnavegada por los meandros del Guadalquivir a la que los cordobeses llamaban el Sector Sur. Volaron todos los puentes tras de sí, intentando que también quedara atrás la pesadilla que los acuciaba.

    No sirvió de mucho.

    O bien llevaron la infección con ellos, o los zombis les alcanzaron desde los pueblos situados más allá del río. Nadie sabía lo que había pasado en realidad, pero ahora el Sector Sur era un inmenso cementerio de ruinas que habían estado humeando durante semanas.

    De vez en cuando, aún se podían oír los chasquidos de los disparos de los francotiradores cuando localizaban a uno de los monstruos deambulando entre las calles destrozadas. O cuando intentaban cruzar el puente de la A-4, la Autovía de Andalucía, el único que se había reconstruido con la idea de facilitar el paso al área infectada, al sur del paralelo 38º. Cuando los francotiradores localizaban a un zombi, los acribillaban sin cesar hasta conseguir abatir a la criatura, que quedaba en el suelo retorciéndose como un epiléptico borracho. Después, si el riesgo estaba por debajo de los límites tolerables, intervenía una de las brigadas de limpieza. Con cuidado de no ser arañados ni mordidos, desmembraban a la bestia, la dividían en trozos que luego amontonaban, regaban con gasolina y prendían fuego, para abandonar la zona con toda la rapidez posible.

    Antonio contempló el Puente Romano con tristeza, pero también con un diminuto fragmento de esperanza. Parecía el costillar roto de algún monstruo antediluviano. Toda esa historia aniquilada de un plumazo por la más imposible de las pesadillas.

    Al otro extremo del puente, orgullosa y magnífica, aún se alzaba la Torre de la Calahorra, que por una pura serendipia, había escapado casi indemne a los estragos de la hecatombe.

    Ha tenido más suerte que el puente, pensó Antonio Galán. Aunque quizás pronto reconstruyan el puente. O quizás no, tal y como estaban las cosas. El gobierno había nombrado una comisión de expertos y asesores para estudiar la posible reconstrucción del Puente Romano de Córdoba, que, junto con la Puerta del Puente y la Torre de la Calahorra, fue declarado Conjunto Histórico-Artístico en 1931. La polémica estaba servida y había sido convenientemente aireada en las tertulias televisivas. La mitad de los asesores consideraba que el puente debía dejarse como estaba, destrozado y roto, como recordatorio a las generaciones venideras de la tragedia allí ocurrida. La otra mitad era de la opinión que la restauración completa del puente era una cuestión de máxima prioridad, pues se convertiría en un clamoroso símbolo de que España, como país miembro de la Unión Europea, y Andalucía, como comunidad autónoma con estatus de nacionalidad histórica, habían sobrevivido al apocalipsis zombi. El Puente Romano sería la divisa cordobesa-andaluza-española de la reconstrucción.

    Andalucía y España quizás hayan sobrevivido a los zombis, pensó Antonio, pero si sobreviviría a la estulticia de sus gobernantes era algo que todavía estaba por demostrar.

    Antonio se dio la vuelta y se alejó del río, para adentrarse en la parte vieja de la ciudad, la llamada Judería. Pasó junto al Triunfo de San Rafael, con la estatua del arcángel sobre una columna, y caminó por la trasera de la Mezquita para rodearla por su pared este.

    Sumido en sus propios pensamientos, no se percató del grupo de gente hasta que oyó el murmullo de sus voces. Levantó la mirada y enarcó las cejas en un inequívoco gesto de asombro.

    —¡Joder! ¿Ya hay turistas japoneses en la Mezquita? No han tardado mucho.

    La imagen era tan normal, tan estereotipada, tan rutinaria y repetitiva antes de la pandemia, que resultaba extraño que algo así ocurriese en una ciudad devastada y sitiada por los muertos vivientes.

    Tras esa primera impresión, sin embargo, la normalidad se desvanecía con rapidez. Aparte del grupo turístico, las calles estaban vacías. Los restaurantes, tabernas y tiendas de recuerdos horteras estaban todos cerrados. Algunos con tablones claveteados sobre las puertas. Apostados arriba y debajo de la calle ocupada por el grupo de turistas había varios soldados. Intentaban pasar más o menos desapercibidos, aunque sin demasiado éxito. Echaban miradas alternativas sin cesar al grupo y a las calles adyacentes. Antonio supuso que en algunas de las terrazas de los edificios colindantes habría francotiradores y vigías apostados. Incluso quizás algún tipo de dispositivo de rastreo aéreo a distancia. Alzó la vista hacia los tejados, pero no pudo ver a nadie. O eran profesionales, o ese día tocaba ahorrar en el presupuesto. Aunque en el caso de los japoneses, la segunda opción casi se podía descartar. Los gastos de vigilancia y protección seguro que se los cobraban de sobra en el precio del viaje.

    El grupo de orientales, cargados con cámaras digitales de última generación, se arremolinaba alrededor de un guía occidental que, en un inglés con fuerte acento, les explicaba la vida y milagros de uno de los más fastuosos e importantes monumentos de todo el planeta. Declarada patrimonio cultural de la humanidad, la Mezquita-Catedral de Córdoba era todo un prodigio arquitectónico, cultural e histórico, y el punto central y clave de toda la industria turística de la ciudad. O al menos lo había sido antes del desastre. Mirando las caras felices y satisfechas de los japoneses, parecía que no tardaría en volver a serlo.

    Sin embargo, los turistas del país del sol naciente parecían estar menos interesados en las propiedades arquitectónicas de la Puerta de Santa Catalina, la entrada oriental al Patio de los Naranjos, que en las manchas de sangre reseca que ensuciaban las amarillas piedras de la muralla.

    A pesar de lo ocurrido en Córdoba, la Mezquita no había salido demasiado mal parada. La ciudad había sido devastada por la pandemia zombi, y el número de incendios y voladuras habían arruinado más de un tercio de sus edificios, pero en general los monumentos históricos habían sido ignorados por el desastre.

    Era lógico.

    Los lugares destruidos habían sido aquellos en los que la gente vivía o había tratado de refugiarse. Apartamentos, bloques de pisos, casas unifamiliares, centros comerciales, supermercado y tiendas de comestibles. Allí donde podían tener un mínimo de pertrechos y víveres para resistir el asedio. De las catedrales, iglesias, museos y centros culturales nadie se había preocupado. Cuando te persigue una marabunta de muertos vivientes con ganas de hincarte el diente, lo último en lo que piensas es en irte al museo a ver pinturas. Y a los zombis, el arte y la cultura les suele interesar bastante poco. Prefieren la carne fresca.

    La Mezquita, por tanto, no sufrió demasiado. Tan sólo un incendio menor se declaró en el Patio de los Naranjos, junto a la Puerta de las Palmas, la entrada principal al interior del edificio. Aunque eso no quitaba que los restos de la matanza fuesen claramente visibles en las paredes exteriores de la gran construcción.

    Las brigadas de limpieza se habían llevado los cadáveres y habían raspado los trozos más grandes de cuerpos y vísceras pegados a las piedras. Pero las manchas rojizas, ya oscurecidas y algo desvaídas por el sol, seguían allí. Otro comité de expertos y asesores, por supuesto, debatía sobre la mejor forma de limpiar las paredes de la Mezquita. Como era de esperar, había quienes defendían que lo mejor era dejarlas tal y como estaban, para que todos pudieran ver hasta qué nivel en la pared llegó la sangre. A los japoneses no parecía importarle demasiado el asunto. Se limitaban a llenar megabyte tras megabyte en las tarjetas de memoria de sus cámaras con las fotografías de los restos del desastre.

    Sea lo que sea y pase lo que pase, se dijo Antonio, siempre hay un turista dispuesto a pagar para verlo. Y en cuestiones de turismo, España era una superpotencia. Si los japoneses estaban dispuestos a gastarse los yenes en meter las narices en una zona infectada por los zombis, el gobierno y las agencias de viajes no tenían ningún inconveniente. De eso se podía estar tan seguro como de encontrar hemorroides en el cuarto oscuro de un bar gay.

    Se encontraban a finales de febrero, pero el día estaba soleado y la mañana resultaba agradable para pasear. Antonio decidió seguir caminando por el casco viejo y atravesar la Judería, ascender por la calle Céspedes y Ángel de Saavedra hasta llegar a la Plaza de las Tendillas. Además, no le quedaba otro remedio. No había transportes públicos, ni autobuses ni taxis. Llamar a la sede central de la SECOP en Córdoba para que lo recogiese un jeep militar supondría tener que dar algunas explicaciones. Eso era lo último que deseaba hacer dadas las circunstancias. Por otra parte, era domingo, día libre, y había salido para calmar los nervios y poner en orden sus pensamientos. Así que el paseo le vendría bien. Confiaba en llegar al hotel a tiempo para el almuerzo, pues allí era el único sitio donde le servirían comida. La miríada de restaurantes y tabernas que otrora florecieran en la parte vieja de la ciudad estaban cerrados, por supuesto. O habían sido saqueados, reventados e incendiados. Claro que con la pinza de nervios que le agarrotaba la boca del estómago, el apetito parecía una quimera inalcanzable.

    Torcía la esquina de la calle Céspedes cuando el móvil sonó en el bolsillo de su chaquetón. Lo sacó y vio que el nombre de Mónica aparecía en la pantalla. Durante unos segundos, el aparatito siguió cantando su musiquilla idiota mientas Antonio dudaba en contestar a la llamada. Al final apretó el botón verde.

    —¡Hola, Mariposa! —dijo.

    —No me llames mariposa, mi nick es Black Batterfly.

    —Pero eso significa mariposa negra, ¿no? Aunque ya sabes que yo de inglés no ando muy bien.

    —Pero los nombres propios no se traducen, ceporro. Además, mejor que no uses mi nick cuando hablemos por teléfono. No sea que haya alguien escuchando.

    —Lo que tú digas, mi querida y osada piratesa de la red.

    Antonio escuchó un resoplido de fastidio.

    —Esto no es ninguna broma, Antonio —dijo Mónica con la voz algo crispada.

    Dejó escapar un suspiro.

    —Lo sé, Mónica. Lo sé muy bien.

    —¿Estás en Puertollano?

    —No. Este fin de semana no he ido a casa. Tenía que preparar las cosas para el viaje. Ya sabes.

    —¿Dónde estás ahora?

    —Dando un paseo por la Mezquita.

    —Vaya. Qué bien. Aunque imagino que no será como antes.

    —No te creas, si no te fijas mucho, no hay demasiada diferencia. Y aunque parezca mentira, ya hay turistas otra vez echando fotos.

    —¡Joder! ¿Turistas?

    —Como te digo. Me he cruzado con una manada de japoneses.

    —Imagino que tratan de volver a la normalidad lo antes posible.

    —Al menos esa es la imagen que quieren vender.

    —Por supuesto. ¿Tienes el Inmarsat?

    —Sí. Me llegó sin problemas, no te preocupes.

    Mónica se refería al IsatPhone Pro, un teléfono vía satélite fabricado por la compañía inglesa Inmarsat, que ofrecía cobertura global en servicios de telefonía móvil, buzón de voz, SMS, correo electrónico y localización mediante GPS. Una monada tecnológica bastante cara que su amiga y protectora desde hacía unos meses se había agenciado con una rapidez y eficacia sorprendentes. Ventajas de ser una hacker, se dijo Antonio.

    —Que no se te olvide cargarlo a tope. Ni las baterías de repuesto. Ni el recambio para la antena —insistió Mónica.

    —Que sí, que sí. Ya lo sé.

    —Y me llamas todos los días, ¿vale? Pase lo que pase tú me llamas. Y si te ves en problemas me llamas también.

    —Si me meto en problemas, ¿tú que vas a poder hacer desde Madrid? —dijo él con cierta irritación en la voz.

    —¡Antonio, por Dios! Prométeme que me llamarás pase lo que pase. ¿De acuerdo? ¿Me prometes que me llamarás?

    —Que sí, mujer, que sí.

    —¡Prométemelo! —la ansiedad vibraba en su voz.

    —Está bien, Mónica. Prometo que te llamaré siempre que pueda.

    Un silencio tenso e incómodo salió del teléfono móvil. Antonio estuvo a punto de cortar la llamada. Pero entonces ella volvió a hablar. Su voz sonaba acuosa y Antonio se la imaginó a punto de llorar.

    —Es una locura, Antonio. Una jodida locura. No vayas, por favor.

    Antonio apretó los dientes.

    —Sabes que tengo que ir.

    —¡No! No tienes por qué ir. Vas porque eres un cabezota. Deberías dejárselo a los soldados. Para eso está el ejército.

    —Vamos, Mónica. Tú sabes tan bien como yo que si yo no voy, no irá nadie. Fuiste tú la que descubriste que lo de las UME era una pantomima.

    Las UME, las Unidades Militares de Emergencia, eran las brigadas del ejército que, según el gobierno proclamaba a los cuatro vientos a través de los medios de comunicación, se encargaban de limpiar toda Andalucía de la infección zombi. En su trabajo en la SECOP, Antonio pudo apreciar que las UME enviadas al sur del paralelo 38º eran muchas menos de lo que cabría pensar. Las actividades de hacker de Mónica, que logró romper el cifrado RSA de protección que utilizaban los servidores de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas, descubrieron que las UME eran prácticamente inexistentes. El gobierno no parecía tener mucha intención de limpiar la zona infectada.

    Descubrir el porqué puso a ambos, sobre todo a Mónica, al borde de la catástrofe. Una catástrofe sumamente dolorosa.

    —No las encontrarás —dijo ella tras otra incómoda pausa mientras se sorbía los mocos.

    —Tengo que intentarlo —replicó él con voz de acero templado.

    —Lo más probable es que estén…

    Un retortijón de dolor atenazó la garganta de Antonio.

    —¿Crees que no lo sé, Mónica? ¿Crees que no me doy cuenta? —casi gritó.

    —Sí, Antonio. Lo hemos hablado infinidad de veces. Pero aún así…

    —Tengo que ir, Mónica. Lo sabes. Quizás estén vivas. De vez en cuando recibimos informes de gente que ha logrado resistir. Quizás Carmen y la niña estén entre ellos. Tengo que averiguarlo.

    —Lo sé, Antonio. Lo sé. Pero por Dios, ten muchísimo cuidado.

    —Lo tendré, no te preocupes.

    —Ayer hablé con tu madre.

    Esta vez fue un latigazo de furia. Antonio murmuró una maldición por lo bajo. Aquello era un golpe bajo y ella lo sabía.

    —Mónica, por favor…

    —Estaba hecha polvo. Se me echó a llorar por el teléfono, la pobre.

    —No tenía que haberle contado nada a mis padres. Ni a ti tampoco.

    —Sin mí no lo hubieses conseguido y lo sabes. Y lo de tus padres es lo más normal del mundo. Ya han perdido a su hija y a su nieta. No quieren perder a nadie más.

    —Por eso precisamente tengo que ir, Mónica.

    Ella ahogó un sollozo.

    —¿Cuándo sales?

    —Mañana por la mañana, a primera hora.

    —¿Ya has conocido a esos malditos mercenarios?

    —No los conoceré hasta que nos encontremos en el punto de partida. Ni siquiera se supone que deba conocer sus nombres. Y no son mercenarios, son soldados del ejército español. De infantería, creo.

    —Soldados que en sus ratos libres se dedican a meter a locos como tú en una zona llena de zombis. Debería estar prohibido.

    —Bueno, en principio no es que sea legal, aunque tampoco ilegal. Ya sabes que la SECOP organiza cosas así bajo cuerda como una fuente extra de financiación.

    —Fuente de financiación, ¡ja! Es realmente asqueroso.

    —Ya lo dice el refrán. Cuando la política y el dinero se juntan, nacen engendros.

    —Un refrán de lo más adecuado.

    Antonio dejó escapar una risa forzada.

    —Ojalá pudiese ir contigo —dijo Mónica.

    Por un momento, Antonio se imaginó al rollizo cuerpo de Mónica enfundado en ropas militares de campaña cabalgando a lomos de un todoterreno. Una chica que apenas abandonaba la silla frente a la pantalla de su ordenador, en una incursión semiclandestina surcando pueblos y ciudades arrasados por la pandemia zombi. Eso sí que sería algo digno de verse.

    —Me sirves más estando dónde estás, Mónica.

    —Todo esto es una puta mierda, Antonio.

    —Una bien grande, desde luego. Pero no nos queda más remedio que tratar de sortearla.

    —¡Joder! —otro sorber de mocos—. Me cago en todo.

    —Yo también. Bueno, Mónica, te dejo. Voy a ver si consigo algo de comer. Gracias por llamar.

    —¿Cómo no te iba a llamar, tonto? Ten cuidado, ¿eh? Muchísimo cuidado.

    —Lo tendré. No te preocupes.

    —No cambiarás de idea, ¿verdad?

    Mónica no pudo verlo, pero el rostro de Antonio adquirió un aspecto sombrío.

    —No —dijo.

    —Llámame, ¿vale? Cada día, pase lo que pase. ¿De acuerdo?

    —Te llamaré, te llamaré.

    La voz de Mónica pareció trastabillar un poco.

    —Antonio…

    —Dime.

    —Yo… Yo te… Te echaré mucho de menos, Antonio.

    —Yo también te… echaré de menos, Mariposa.

    Apretó el botón rojo del móvil.

    La conversación con Mónica, mientras paseaba por las desiertas calles de la Judería, dejó a Antonio con un sabor amargo en el fondo de la boca. La tensión en el estómago había subido unas cuantas vueltas de tuerca.

    Caminó calle arriba y llegó a la plaza de las Tendillas. En el centro aún se alzaba la estatua ecuestre del Gran Capitán, el gran héroe cordobés, asombrosamente intacta tras la matanza, y ya limpia de los restos de vísceras que la tiñeron de rojo. Allí se encontró con el primer puesto de control. Aunque el hecho de ser un humano vivo, de respirar y no tratar de devorar a sus semejantes, garantizaba su presencia en la zona segura de la ciudad, no tuvo más remedio que enseñar a los soldados su tarjeta de identificación plastificada.

    El ejército había instalado multitud de puntos de control dentro del perímetro, principalmente en la zona de la estación del AVE y la parte junto al río. Se mantenía un exhaustivo control del personal civil y militar que circulaba dentro de los escasos kilómetros cuadrados de la Córdoba liberada. Antonio conocía de vista a uno de los soldados.

    —Buenos día, señor Galán —dijo el militar tras devolverle su tarjeta de identificación.

    —Buenos días, cabo. ¿Qué tal la guardia?

    —Sin problemas. Además hace un día estupendo, ¿no cree?

    —Sí. Sí que lo hace.

    —¿De dónde viene, señor Galán?

    —He estado dando un paseo por la Mezquita.

    —¿Recordando viejos tiempos?

    —Algo así.

    —¿Sabe que ya tenemos otra vez turistas en Córdoba?

    —Acabo de cruzarme con un grupo de japoneses echando fotos.

    —Es increíble. No sé qué interés puede tener la gente en venir a una ciudad arrasada por los zombis. Y les cobran una pasta por el viaje. Los hay estúpidos.

    —Hay gente para todo —replicó Antonio con un encogimiento de hombros—. Además, los turistas significan divisas.

    —Desde luego. Si de algo ha servido esta mierda de los zombis es para sacarnos de la crisis económica.

    No lo sabes tú bien, pensó Antonio. Pero se guardó de hacer semejante comentario en voz alta. Los militares solían ser amistosos y se suponían que estaban allí para protegerle. Pero no acababa de fiarse de ellos. Lo cual no dejaba de ser una incongruencia, si se tenía en cuenta que su vida dependería en los próximos días de un grupo de militares, de moral dudosa y acostumbrados a prácticas no demasiado limpias, a los que no había visto jamás.

    La vida da muchas vueltas, pensó, la mayor parte de las veces… a peor.

    Se despidió de los soldados. Salió de la plaza por la calle Cruz Conde hasta llegar a la Ronda de los Tejares, donde torció a la derecha camino de los jardines de Colón.

    Tras la retirada total y el lanzamiento de las bombas termobáricas a lo largo del paralelo 38º, Córdoba había sido la primera ciudad liberada. Al menos así lo clamaban los medios de comunicación con toda la fanfarria que el gobierno había conseguido pagar. Una magníficamente orquestada campaña de propaganda. En clamor de tambores y trompetas, a los políticos se les llenaba la boca de palabras grandilocuentes ante las cámaras y los micrófonos. Hablaban de la gran victoria obtenida por la democracia, la civilización, el gobierno, las diversas formaciones políticas y, sobre todo, la flamante y recién creada Secretaría de Estado para el Control de Plagas. Las energéticas diatribas lanzadas por la jefa suprema de la SECOP se habían convertido en un inquilino habitual en la mayoría de telediarios.

    El bombardeo del paralelo 38º había aislado Andalucía y el Algarbe del resto de la península Ibérica, y había conseguido detener el avance de la pandemia zombi. Al menos eso era lo que clamaban los medios y aseguraban los dirigentes de ambos países. Los pueblos y ciudades que tuvieron la mala suerte de estar emplazados a esa latitud o en sus proximidades, simplemente desaparecieron del mapa.

    Inmediatamente después, y con una capacidad de organización logística nunca vista en los organismos oficiales, se empezó la construcción del muro.

    El muro iba a ser la obra más gigantesca jamás emprendida por la humanidad. Una ciclópea pared de hormigón y acero que cerraría por completo el sur de la península para contener la infección tras sus límites. Sería la nueva frontera. Una barrera de casi 650 km en línea recta que iría desde Sines, en la costa atlántica, hasta Torrevieja en el Mediterráneo. Una colosal línea trazada que sería perfectamente visible desde la Luna, o al menos eso clamaban sus diseñadores. Una proeza realizada mano con mano por los pueblos español y portugués, carpetovetónico y lusitano, unidos y reforzados frente a la calamidad compartida, demostrando así a las naciones del mundo que la genialidad y el espíritu ibérico estaban muy lejos de haber fenecido.

    La construcción del muro avanzaba de forma frenética.

    Cada semana se celebraba en los noticieros y periódicos el nuevo número de kilómetros completados. El ejército, tanto el español como el portugués, patrullaban sin cesar la frontera del paralelo 38º. A los que se sumaban efectivos de la Guardia Civil, la Guarda Nacional Republicana, los cascos azules y varias divisiones de los ejércitos francés, alemán e inglés. Una ingente maniobra militar que algunos países, sobre todo los extracomunitarios, contemplaban con desasosegado recelo.

    Córdoba se encontraba 13 km al sur del paralelo 38º. Era la primera capital de provincia al otro lado de la frontera. Gracias a su eficiente departamento de publicidad, con la inestimable colaboración de los medios, siempre controlados, agradecidos y bien alimentados, la SECOP vendió la liberación de Córdoba como el inicio de la Gran Gesta Ibérica. Córdoba sería la primera ciudad liberada. Después la seguirían el resto de ciudades y pueblos de Andalucía.

    Iba a ser la nueva Reconquista. Los pueblos ibéricos están una vez más unidos, avanzando sin prisa pero sin pausa hacia el sur, hasta expulsar y acabar con el último de los enemigos de esta moderna invasión.

    La comparación histórica con la Reconquista provocó ciertos resquemores y agrios comentarios en algunos círculos intelectuales, y provocó las protestas de las comunidades musulmanas en España y Portugal. También hubo voces airadas y ofendidas que se elevaron desde los partidos nacionalistas de ciertas comunidades autónomas, pues consideraban que la propaganda gubernamental atentaba contra sus ideologías regionales y contra su identidad histórico-cultural-política. Pero las críticas no pudieron acallar el clamor pan-patriótico que la lucha contra los zombis había encendido en el corazón de todos los ciudadanos de bien.

    Pues no sería una reconquista por motivos religiosos o políticos. No sería una repetición más de las ansias de poder de unos cuantos que mandaban a sus súbditos a la guerra, sin importarles el número de brazos, piernas y vidas que esos desdichados súbditos perdiesen en la empresa. ¡No, esta vez no! Esta vez sería una lucha por la vida, la libertad y la humanidad. Una guerra, de victoria final incuestionable, contra la enfermedad, el desastre y la destrucción que la pandemia zombi había vertido sobre las dos grandes naciones, un poco venidas a menos en estos tiempos de crisis. Crisis económica, financiera, nebulosa e inaprensible.

    Una bandera que portugueses y españoles enarbolarían con orgullo en nombre de todos los pueblos de la Tierra.

    Y los pueblos de la Tierra aplaudían ante el coraje carpetovetónico-lusitano. O al menos así lo hacían los periódicos europeos y los organismos oficiales de la Unión. «We are all Iberian», rezaban las pintadas en las estaciones del Tube londinense. «Nous sommes tous ibériques», decían los grafitis en los suburbios de París. «Wir sind alle Iberischen», se podía leer en los restos del Muro de Berlín. Un no demasiado preciso remedo de las frases inventadas por el genial Saramago en La balsa de piedra. Aunque los primeros que se dedicaron a extender las pintadas no debieron leer con demasiada atención la obra del Nobel luso, pues las palabras originales de Saramago decían «nosotros somos ibéricos también», en vez del «todos somos ibéricos». Pero la intención es lo que cuenta, y las autoridades europeas aplaudieron con entusiasmo la iniciativa popular. La frase se hizo famosa y apareció en muros de colegios, fachadas de edificios oficiales, descampados y vagones abandonados en estaciones de tren. Apareció en italiano, rumano, holandés, sueco, danés, finlandés, romanche y toda la pléyade de lenguas comunitarias. La bandera azul de las doce estrellas vibró de orgullo y apoyo a sus desafortunados hermanos del sur.

    Ni una sola pintada apareció en los países fuera de la Unión Europea.

    Algunos arguyeron que la primera ciudad a limpiar debía ser Murcia. Pero la metrópolis murciana caía justo bajo el paralelo 38º. Las bombas termobáricas la habían reducido a un erial de polvo y cascotes. En Córdoba, la mayoría de las edificaciones aún seguía en pie, a pesar de las explosiones y los incendios. La decisión fue inapelable. Córdoba sería la primera ciudad limpia de la infamia.

    La verdad no era tan estupenda como clamaban los políticos y sus medios.

    Desde su emplazamiento a lo largo del paralelo 38º, el muro describía una estrecha y alargada cuña hacia el suroeste, a lo largo de la línea del ferrocarril de alta velocidad. El AVE era la única forma de entrar o salir de forma más o menos segura de la ciudad. Las vías del tren estaban rodeadas en todo su trayecto al sur del paralelo por altos muros y alambradas, y eran patrulladas incesantemente por efectivos del Ejército de Tierra. Dentro de la ciudad, la zona segura de Córdoba consistía en un área al norte del Guadalquivir en forma de polígono irregular. El perímetro seguro estaba limitado por el Vial y la estación del AVE al norte y noroeste, el Paseo de la Victoria y el hospital de la Cruz Roja al oeste, la zona de la Mezquita y la Judería al sur, y los Jardines de Colón y la Plaza de las Tendillas en el este. Los edificios se habían derruido mediante demoliciones controladas. Grandes muros levantados a toda prisa taponaban bocacalles y avenidas. Parapetos y barricadas, sobre los que montaban guardia nidos de ametralladoras, se distribuían por los puntos esenciales del perímetro. Puentes improvisados unían ahora las azoteas de los edificios a muchos metros por encima del nivel de los monstruos. Se había creado una ciudad fortificada dentro de la ciudad. Una zona limpia y segura donde sólo podían entrar el personal civil y técnico autorizado y las unidades militares allí destinadas. Y los turistas, claro. Aunque todavía en pequeño número y sólo aquellos dispuestos a pagar los desorbitantes precios por un pase temporal.

    El resto de Córdoba era zona de guerra, tierra de nadie, área devastada. Los zombis seguían deambulando por allí a sus anchas, y no cesaban en acercarse a los límites fortificados del perímetro, atraídos por el olor de sus ansiadas presas al otro lado. Los francotiradores y las brigadas de limpieza hacían constantes incursiones en la Córdoba ocupada. Pero la cacareada por los políticos liberación de la ciudad aún tardaría muchos meses en ser real y completa. Podía tardar incluso años.

    Antonio dormía, comía, trabajaba, respiraba y vivía en un área confinada sabiendo que a pocos metros de allí un número indeterminado de seres deambulaban con el único propósito de devorarlo. Ante su propio asombro, era capaz de no perder la cordura en el absurdo de semejante atrocidad. El ser humano tiene una increíble capacidad de adaptarse a cualquier situación, acabó por concluir. El más aberrante y apocalíptico de los escenarios acaba por convertirse en la habitual rutina con tal que dure lo suficiente.

    Aun así, Antonio recordó su entrenamiento en el centro de la SECOP en Tres Cantos. No pudo evitar que un escalofrío le sacudiese la médula espinal mientras caminaba por las calles de la Córdoba libre.

    Dos controles militares más tarde, por fin llegó a la Plaza de Colón.

    Frente a los jardines se alzaba el antiguo Palacio de la Merced, un magnífico exponente del barroco cordobés del siglo XVIII. El Palacio de la Merced fue, hasta el ataque zombi, la sede de la diputación provincial de Córdoba. Su exuberante fachada, con las placas recortadas y superpuestas y los perfiles pintados que rodean las ventanas, imitando mármoles y jaspes taraceados, fueron considerablemente dañados durante los tumultos. El interior no salió mejor librado. Su patio principal, atrio porticado de lo que otrora fue un convento, estaba profusamente decorado con mármoles y pinturas, siguiendo los gustos de la estética barroca. Su imponente escalera, que arrancaba de la crujía meridional del patio, fue realizada en mármoles de diversos colores, embutidos y taraceados. Incluso el patio de servicios, también porticado aunque más austero y encalado de blanco. Todo quedó roto, torcido, manchado, sucio. Ultrajado por las manchas de sangre y vísceras que se extendían por paredes y suelos como una infección de moho en la carne corrompida.

    Pero alguna comisión de turno, algún consejero o asesor iluminado dentro de la SECOP decidió que el Palacio de la Merced también tenía que ser un símbolo de la liberación cordobesa y la reconquista de Andalucía.

    Las obras de restauración comenzaron hacía unos meses. Todo el edificio, tanto por fuera como por dentro, tenía un aspecto que recordaba a una mezcla desquiciante entre laberinto y telaraña, hecha por andamios, escaleras de manos, traviesas, cuerdas, motones de ladrillos, sacos de yeso e incontables botes de pintura. A pesar de su precaria funcionalidad, el Palacio era la sede central de la SECOP en Córdoba y centro de mando de las unidades militares destacadas en la ciudad.

    Como era fin de semana, los andamios estaban silenciosos y vacíos. El continuo martillear y el sordo rumor de los trabajos de construcción se habían ido a disfrutar de su descanso dominical.

    Antonio saludó a los guardas de la entrada, que apenas respondieron con una leve inclinación de cabeza. Cruzó el patio a medio restaurar, subió por las escaleras y se encaminó a su despacho, compartido con otros tres funcionarios de la Secretaría, y se sentó frente al ordenador. Comprobó que no tenía ningún e-mail de importancia y que sus arreglos para el viaje al día siguiente no habían disparado ninguna alarma. Al menos de momento.

    Dio un rápido repaso a su escritorio y pasó lista mentalmente y por enésima vez a todos los preparativos y pertrechos para el viaje. Una vez más confirmó que todo estaba listo y preparado.

    El sonido del móvil hizo que diese un respingo en el sillón giratorio con ruedecitas en la base. Pero no era su móvil habitual. Sino el otro. El que le había proporcionado Mónica como parte de la cubierta necesaria para su nueva identidad falsa. Una identidad ficticia que le permitiría ir donde un simple funcionario de la SECOP tenía prohibido el paso, al menos sin contar con la interminable retahíla de permisos pertinentes.

    Miró la pantalla. Era un número oculto. Tocó el icono de la pantalla y se llevó el móvil a la oreja.

    —¿Señor Galán? —dijo una voz desconocida.

    —Soy yo.

    —¿Lo tiene todo listo?

    —Sí… Creo que sí.

    —Mañana a las siete en punto en Ronda de los Tejares, frente al Bulevar.

    —De acuerdo.

    —Su contacto es el cabo primero Ferrezuelo.

    —Ferrezuelo, muy bien.

    La voz al otro lado cortó la llamada.

    Antonio se guardó el teléfono en el bolsillo, no sin dejar de percatarse que la mano le temblaba un poco. Dejó escapar un largo suspiro.

    Bien, ya no hay vuelta atrás. Se dijo.

    Palco.1

    La primera vez que Antonio Galán vio un zombi, casi se lo hace en los pantalones. Como todo el mundo, los había visto en la tele, en los apocalípticos noticieros a medio censurar que llenaron todas las cadenas durante los días de la pandemia. Y por supuesto en internet, donde la censura era bastante menos eficiente y los videos de youzombi.com permitían apreciar con todo detalle los sucesos más sangrientos y atroces.

    Pero como funcionario de Grupo D de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas, destinado por petición propia al sur del paralelo 38º, ver a un zombi real de cerca, cara a cara, separado de él por una simple verja metálica, era parte de su entrenamiento básico.

    Durante el memorable encuentro, tuvo que apretar los esfínteres con fuerza para que nada húmedo, viscoso y caliente se enroscase entre sus piernas. Lo consiguió. Pero vomitó hasta casi el desvanecimiento apenas a dos metros de la verja, lo que pareció incrementar aún más el frenesí hambriento de la criatura. Tras la violenta vomitona, el estómago le estuvo doliendo durante dos días. El sabor a bilis en el fondo de su garganta nunca se acabó de desvanecer. Su instructor miró toda la escena con una sonrisa de suficiencia y sin mover un solo músculo, con quizás la excepción de un pequeño movimiento hacia arriba de su ceja izquierda, y el paso que dio hacia atrás para que sus zapatos no quedasen salpicados por gotitas amarillo-verdosas de vómito.

    Fue en Madrid. En el centro de investigación y entrenamiento que tenía la SECOP cerca de Tres Cantos.

    Allí le enseñaron todo lo que tenía que saber sobre los zombis. O lo que el gobierno consideraba que era todo lo que él debía saber.

    —Un zombi no duerme, no se cansa, no tiene miedo, no se estresa y no sufre de jaquecas —decía Federico López de Aguirre—. Un zombi no se toma vacaciones, ni fines de semana, ni tiene convenios, ni atiende a las normas del puto sindicato. ¡Joder! Ni siquiera respira. Un zombi sólo hace una cosa: comerte si no corres lo suficiente.

    Federico López de Aguirre era el instructor que, durante un periodo intensivo de semana y media, se encargaría del adiestramiento de Antonio Galán y otros seis funcionarios de la SECOP de nueva incorporación. Durante esos diez días, López de Aguirre vistió siempre un impoluto traje de tres piezas, con camisas de seda de un blanco resplandeciente, corbatas a rayas de colores chillones y zapatos italianos negros de piel, tan resplandecientes que podían usarse de espejo. A pesar de su disfraz de cliché de alto ejecutivo, sus ademanes y crudo lenguaje evidenciaban su origen militar. Según los rumores que corrían entre los alumnos del centro de adiestramiento de Tres Cantos, Federico López de Aguirre era, o había sido, sargento de la Guardia Civil en algún lugar de Andalucía cuando estalló la pandemia. El lugar exacto donde el sargento había ejercido sus beneméritas funciones variaba de una versión a otra de la historia. Pero todas coincidían en una cosa. López de Aguirre era uno de los pocos miembros de las fuerzas del orden que había logrado salir

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