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Ragnarök, la novena transición (Parte I)
Ragnarök, la novena transición (Parte I)
Ragnarök, la novena transición (Parte I)
Libro electrónico371 páginas5 horas

Ragnarök, la novena transición (Parte I)

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Desde que la primera molécula replicante se arrastró sobre el fango, la selección natural ha sido el relojero ciego que ha conducido a los organismos portadores de ADN a través de las extinciones y las radiaciones evolutivas.
¿Nos encontramos en la encrucijada de otro de esos grandes cambios?
¿Se trata de una nueva extinción masiva o de una nueva explosión?
El ansiado apocalipsis por fin llegó, ya no hay dios en el mundo y las religiones son un recuerdo del pasado. Aunque el cataclismo que estuvo a punto de acabar con la humanidad fue de índole metafísica y casi mística.
El sistema monetario lucha con denuedo por perdurar, la civilización global aún se balancea al borde del abismo, el nuevo mapamundi está dividido en tres grandes bloques de poder, conglomerados geopolíticos que no son más que títeres en manos de poderosas transnacionales.
Un nuevo tipo de seres humanos, de dos especies distintas, ha surgido en la sombra.
Pero han sido conducidos por el odio de sus congéneres al límite de la extinción.
La única salida parece ser dar el gran salto a un mundo de redes, olvidar los viejos axiomas y dar paso a la novena transición. La genética surge como la clave para conseguirlo.
En el año 2043, Duncan y Earwyne se fugan del último campo de concentración de la historia. En pos de un destino mejor en el convulso Ragnarök en el que se hallan inmersos.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Nadie
Fecha de lanzamiento17 nov 2016
ISBN9781370467327
Ragnarök, la novena transición (Parte I)
Autor

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

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    Ragnarök, la novena transición (Parte I) - Juan Nadie

    Línea Temporal Histórica

    1983 → 2043 d.C. (48 AD → 12 DD)

    1983 → Invención de la técnica de la Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR).

    1990 → Inicio del Proyecto Genoma Humano (PGH).

    2001 → Fundación de la empresa de biotecnología Tyrell-Tagaca Incorporated, en Delaware, EE.UU.

    2006 → Inicio del Proyecto Genoma Neandertal.

    2008 → Comienzo de la Gran Recesión a nivel mundial.

    2019 → Descubrimiento de neandertales congelados en Finlandia.

    2019 → Última reunión pública del G-20 en Reykjavík, Islandia.

    2020 → Fundación en secreto del Panel Internacional Para la Clonación de Neandertales (IPNC).

    2021 → Navidades Negras.

    2022 → Instauración generalizada del toque de queda.

    2022 → Aparecen las primeras empresas de suicidio.

    2024 → Se hace público el IPNC y los «primeros hermanos».

    2025 → Comienzo de las investigaciones sobre mecánica cuántica y enfermedades neuronales en el MIT.

    2026 → Publicación del histórico artículo sobre las variaciones cuánticas neuronales (VCN).

    2026 → Se desata la polémica sobre los portadores de almas.

    2027 → Fin del análisis de la población mundial con el lector VCN.

    2028 → La Tyrell-Tagaca Corporation (T&T Corp.) lanza al mercado el lector VCN portátil.

    2028 → La compañía Brotherhood Genetics Inc. anuncia el uso de neandertales jóvenes como mano de obra cualificada.

    2029 → La T&T Corp. lanza al mercado el lector VCN móvil.

    2029 → Se legaliza la pena de muerte en la mayoría de países.

    2030 → Abolición en la UE de la sanidad y la educación públicas.

    2031 → Comienzo del «Año de la Reflexión».

    2032 → Un artefacto nuclear arrasa Jerusalén.

    2032 → Comienza el Desastre.

    2032 → Fuga de los neandertales de Vaduz.

    2032 → Disolución del IPNC.

    2032 → Comienza la construcción de Ciudad Cúpula.

    2032 → La UE y el espacio Shengen se disuelven. Estados Unidos realiza el llamamiento de todas sus tropas internacionales. Todos los países cierran sus fronteras.

    2033 → La T&T Corp. reinicia en secreto el proyecto neandertal en Ciudad Cúpula.

    2033 → La mayoría de países declara el estado de excepción e impone la ley marcial dentro de sus fronteras.

    2033 → Las redes informáticas mundiales, el transporte público y el comercio internacional se colapsan y cesan.

    2034 → Las asociaciones y organismos internacionales desaparecen.

    2035 → Fin del Desastre.

    2035 → Comienza la construcción de la Reserva.

    2036 → Se establece el Año de la Reflexión (2031) como año cero de la nueva cronología mundial.

    2036 → Finaliza la construcción de la Reserva. Empiezan a llegar los primeros portadores de almas.

    2037 → De forma oficiosa, el mundo se divide en tres grandes áreas geopolíticas: Commonwealth, Unión Occidentalista y Coalición Euroasiática.

    2037 → Primer atentado de los traducianistas en Rouan, Francia.

    2037 → Duncan Salazar es contratado para la seguridad de la Reserva.

    2038 → Sofía de Borbón y Ortiz es nombrada presidenta de la Tercera República Española.

    2041 → Ataque masivo de los traducianistas a la Reserva.

    2041 → Duncan es nombrado jefe de seguridad de la Reserva.

    2043 → Earwyne Wallis es atrapada en Gales.

    Capítulo 1

    Los vehículos de transporte eran grandes, pesados y negros. Las furgonetas constituían la cabeza y la cola del convoy. Contaban con carrocerías blindadas, protección extra contra minas antipersonales y cargas explosivas, planchas de acero balístico y dispositivos contra ataques químicos y bacteriológicos. No tenían ventanas ni en las puertas, ni en los laterales ni en la parte trasera. Tan sólo el cristal del parabrisas, que era tintado y a prueba de balas. Entre las furgonetas marchaba un camión de cuatro ejes que arrastraba un enorme y cuadrado tráiler, de color oscuro y sin ninguna apertura visible.

    El polvo de la pista de tierra por la que circulaban no conseguía ocultar del todo el único distintivo que los vehículos llevaban grabado en sus puertas delanteras: las letras T cruzadas en forma de aspa dentro de una doble hélice circular de ADN.

    El logotipo de la Tyrell-Tagaca Corporation.

    Los tres vehículos tenían tracción independiente en cada uno de sus ejes, lo que permitía que circulasen sin problemas por el camino, lleno de pequeñas piedras y baches, que serpenteaba entre las encinas y las grandes bolas de granito pardo que asomaban de cuando en cuando entre el verdoso y frío suelo del invierno. El terreno por el que circulaban desde poco antes del amanecer había sido no mucho tiempo atrás una extensa dehesa, de suaves colinas, pueblos blancos y gentes taciturnas. Desde el Desastre, ya nadie vivía en esas tierras ásperas y pedregosas, ni se preocupaba por criar a los otrora afamados cerdos de pelo negruzco. La dehesa se iba transformando poco a poco en el bosque primigenio que antaño fue. De vez en cuando, unas matas de lentisco, arbustos de retama y pequeños grupos de chaparros se interponían en el camino del convoy. Eran arrollados sin que la velocidad de las grandes ruedas con clavos metálicos disminuyese un ápice.

    El cielo plomizo de finales de diciembre empezaba a teñirse con los colores del atardecer; naranjas y rosados comenzaban a brillar en el suroeste cuando los vehículos llegaron a su destino. Redujeron la velocidad conforme se acercaban al muro. A pocos metros del gran portón metálico, se detuvieron por completo sin romper la formación.

    El muro tenía unos cinco metros de alto, formado por grandes bloques de hormigón, de color gris oscuro, manchados por chorreaduras oxidadas. Se extendía varios kilómetros a ambos lados del portón y su progresiva curvatura indicaba que podía tener una forma más o menos circular. Aparecía coronado por una intrincada malla de cables electrificados y alambre de espino que se curvaban hacia adentro, hacia el espacio contenido por el muro. Cada pocos metros, entre la maraña de la alambrada, se erguían extrañas flores metálicas, con cañones paralelos en cada una que miraban hacia un lado y otro del muro, girando con suavidad bien engrasada y un ligero zumbido. Ametralladoras automáticas de 30 mm y calibre 0.50, cada una de sus balas capaz de reducir a un zorro a pulpa de tripas y huesos. Entre las ametralladoras, cámaras de televisión de circuito cerrado cabeceaban en giros de doscientos cuarenta grados, atentas a todo lo que ocurría más allá de los límites de la ominosa barrera.

    El muro, y lo que dentro de él estaba encerrado, se erguía en una pequeña llanura, rodeada por suaves colinas, que se estrechaba hacia el noroeste hasta acabar en unos pedregales por los que corría, en tiempo de lluvias, un pequeño arroyo. Entre el muro y la línea de los árboles se extendían unos ochocientos metros de tierra seca y libre de vegetación, piedras y obstáculo alguno. Los tocones muertos y las cicatrices de las excavadoras, ya casi cubiertas por un pasto ralo y amarillento, evidenciaban que el terreno había sido limpiado a conciencia.

    Dos paredes paralelas sobresalían perpendiculares al muro, de la misma altura y también coronadas por alambres y ametralladoras, aunque en este caso los cañones apuntaban todos hacia adentro. Las paredes terminaban en sendas torres circulares sobre las que se movían, en pequeñas grúas articuladas, cámaras de circuito interno de televisión, con sensores de movimiento y protegidas por gruesas planchas de metacrilato transparente a prueba de balas. Las cámaras apuntaban directamente a los vehículos que se acercaban. Entre las dos torres, se erguía un nuevo muro, formando así una especie de barbacana fortificada. Un espacio cuadrangular de treinta metros de largo por quince de ancho. Su aspecto evidenciaba una construcción posterior al muro. En la parte frontal de la barbacana había un gran portón metálico, de diez centímetros de grueso y redondos remaches que empezaban a oxidarse.

    Los vehículos se detuvieron frente al portón de la barbacana. Tras unos segundos de silencio, un chasquido electrónico cruzó el aire y el portón empezó a deslizarse hacia los lados con un quejumbroso gemido. Las ametralladoras del muro giraron e inclinaron sus cañones en dirección a los vehículos, en un movimiento que además de mecánico, tuvo mucho de saludo y advertencia.

    Cuando el espacio era el suficiente para permitir el paso del pesado camión, el portón cesó en su movimiento.

    Los tres vehículos aceleraron sus motores y entraron en la barbacana. Las cámaras en las torretas de las esquinas los siguieron en silencio.

    El interior estaba completamente desprovisto de construcción alguna. Era sólo un espacio aciago y vacío, limitado por las torres, los muros de hormigón y la alambrada. El suelo era de cemento, y se inclinaba ligeramente hacia los muros, dónde una serie de rejillas de hormigón armado evacuaban el agua de lluvia.

    Los tres vehículos se detuvieron en el centro de la barbacana y esperaron a que el portón de entrada volviese a cerrarse con un chasquido que dejó una nota lúgubre en el aire. Después, el portón en la pared del muro circular, empezó a abrirse. Por la abertura se podían distinguir varias líneas de verjas metálicas, alambradas electrificadas y, tras ellas, una explanada con edificios de diversos colores, no demasiado altos, y alguna que otra torreta de vigilancia.

    Por la parte interna del portón, un grupo de soldados dispuestos en filas, con uniformes grises de combate, y pertrechados con armaduras ligeras y cascos de color negro, apuntaban con enormes fusiles de asalto el hueco abierto en el portón.

    Primero entró la furgoneta a la cabeza del convoy. Se detuvo a pocos metros de los soldados, que no dejaron de apuntarles con sus armas en todo momento. Las puertas delanteras se abrieron y el conductor y el copiloto se bajaron despacio y con las manos en alto. Iban vestidos con uniformes de combate, con un patrón de manchas en negro y gris, de forma similar a los soldados que los encañonaban.

    —¡Quietos! —ordenó uno de los soldados, un tipo delgado y enjuto, de estatura media y voz agria que parecía estar al mando, aunque en su uniforme no lucía distintivo alguno de rango.

    El tipo bajó el fusil, que se quedó colgado de la bandolera, y sacó un artilugio con forma de caja cuadrada, con un visor en un extremo, que portaba sujeto al cinturón por un pequeño mango. Enarboló el artilugio y se acercó al conductor de la furgoneta, que permanecía en posición de descanso junto al vehículo, los pies ligeramente separados y las manos levantadas a la altura de las sienes.

    —¡Coño, Melquíades! No seas plasta. Esto no es necesario —dijo el conductor.

    —Ya sabes cuales son las normas, Manuel —replicó el soldado al mando en un tono que evidenciaba su limitada paciencia.

    —Tanto amor al reglamento no puede ser sano, Melquíades.

    —¿Quieres salir en la próxima recogida?

    El conductor refunfuñó, pero no articuló palabra alguna.

    Melquíades acercó la caja a la cara del conductor, que miró con los ojos bien abiertos a través del visor. Leyó en la pantalla del escáner la correcta identificación del hombre. Sonrió y asintió con un ligero movimiento de cabeza, pero no dijo nada. Se acercó al copiloto y repitió la operación, aparentemente con los mismos resultados satisfactorios. El resto de soldados, sin embargo, no dejaron de apuntar a la furgoneta y sus ocupantes.

    —¡Abrid la puerta! —volvió a ordenar el soldado al mando.

    Uno de los hombres bajó el fusil y se acercó al costado de la furgoneta. Abrió la puerta corredera con un seco tirón y se alejó varios pasos hacia atrás.

    De la furgoneta se bajaron seis soldados más, con uniformes grises y armaduras negras. Llevaban los fusiles de asalto bajados y el visor del casco echado hacia atrás. Se dispusieron en una línea al lado del vehículo y esperaron a que Melquíades certificase la identidad de cada uno de ellos mediante el escáner ocular.

    Finalizada la identificación, otro de los soldados se introdujo en la furgoneta y barrió el interior con un instrumento parecido a un detector de metales. Después se bajó y pasó el instrumento por los bajos del vehículo.

    —Está limpio, Melquíades —informó—. Ni explosivos ni transmisores.

    —Bien. Podéis pasar —dijo Melquíades dirigiéndose a los recién llegados en la furgoneta.

    El ambiente se relajó sensiblemente. Los ocupantes de la furgoneta saludaron a sus compañeros y se intercambiaron breves frases de camaradería, amistosas palmadas en el hombro y alguna sonrisa que otra. Una verja metálica se corrió a un lado. Los soldados volvieron a montar en la furgoneta, que traspasó la verja y se adentró en la explanada, hacia unos edificios bajos de techo curvo con el aspecto de grandes hangares.

    Después le tocó el turno a la furgoneta en la cola del convoy, que rodeó al camión y entró por el portón del muro circular. El proceso de identificación se repitió casi al milímetro. La furgoneta y sus ocupantes pudieron franquear la entrada sin problemas. Ya sólo quedaba el camión, que permaneció quieto y aislado en medio del espacio vació del interior de la barbacana.

    El pelotón de soldados volvió a apuntar con sus armas, pero la manera en que empuñaban los fusiles denotaba una mayor relajación. La tensión inicial tras la llegada de los vehículos casi se había evaporado en el frío aire de la mañana invernal.

    Melquíades hizo una seña con la mano hacia el camión. Con un chasquido, la cabina del vehículo se soltó del tráiler y avanzó hasta atravesar el portón. De la cabina bajaron tres hombres, que fueron sometidos a similar proceso de identificación ocular. El soldado con el detector barrió el interior y el exterior de vehículo, para después confirmarle a Melquíades la ausencia de elementos extraños o peligrosos.

    —¡Cerrad el portón! —gritó Melquíades.

    Entre gruñidos y chasquidos metálicos, el gran portón volvió a deslizarse sobre sus raíles hasta cerrarse por completo. El tráiler oscuro quedó abandonado y en silencio en el interior de la barbacana.

    Melquíades se dirigió al conductor del camión.

    —¿Qué tal ha ido la cosa, Carlos? —preguntó.

    El interpelado se encogió de hombros y escupió al suelo. Se sacó un arrugado paquete de cigarrillos del bolsillo de la pechera y ofreció a su superior. Melquíades negó con la cabeza.

    —Sin problemas. La misma mierda de siempre —dijo Carlos mientras encendía el cigarrillo.

    —¿Cuántos habéis traído?

    —Diecisiete. Seis adultos y el resto niños. Tres de ellos casi bebés.

    —¿En qué condiciones?

    —Las usuales. Deshidratados, hambrientos, sucios y bastante acojonados. Aunque probablemente sobrevivan. Excepto quizás uno de los adultos, que parece estar bastante jodido.

    —¿Los recogisteis a todos en Sevilla?

    —Sí. Nos los entregaron en los almacenes del puerto. Los habían traído en barco.

    —¿Quiénes eran?

    —Cazadores de recompensas. Albano-kosovares, ucranianos o polacos, o alguna mierda de esas. Tenían un inglés tan cerrado que apenas se entendía una mierda de lo que hablaban —dijo Carlos y volvió a escupir sobre el polvo de la explanada.

    —Esas nacionalidades ya no significan nada. Ahora todos somos ciudadanos de la Unión Occidentalista.

    —Más bien ciudadanos de T&T-landia. ¡Menuda mierda!

    —Ese tipo de comentarios no te ayudarán mucho.

    —¡Coño, Melquíades! No jodas —Carlos escupió al suelo—. Los países pueden haberse ido a la mierda con el Desastre. Pero la gente sigue ahí.

    —En eso tienes razón, Carlos. El mundo sigue lleno de hijos de puta.

    —Desde luego. ¡Ah! Estaba también un chino que no abrió la boca en todo el rato, pero que no perdía detalle.

    —¿Un hombre de la Sunrise International?

    Carlos se encogió de hombros.

    —Ni puñetera idea —dijo—. Yo no le pregunté y él no se presentó.

    Melquíades dejó escapar un bufido.

    —¿Algún problema con los cazarrecompensas?

    —No. Aunque no me hubiese importado volarle la cabeza a alguno de esos capullos. Son todos una puta escoria, como buitres.

    —Sólo hacen su trabajo.

    —Sí. Y gracias a ellos nosotros tenemos el nuestro. Pero eso no hace que me gusten más. No son mejores que esos pobres desgraciados a los que cazan.

    —Son sólo portadores.

    —Las niñas están aterrorizadas. Esos jodidos polacos han debido violarlas por todos los agujeros mientras nos esperaban.

    —Los portadores no pueden estar fuera de la Reserva, ya lo sabes. Es la ley. Nos pagan para que se cumpla —dijo Melquíades en un tono que carecía de todo humor o ironía. Las facciones de su rostro se endurecieron.

    —Joder, Melquíades. Son niños.

    —Son portadores.

    Carlos se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro de resignación.

    —Bueno —dijo—. En todo caso, la transacción fue rápida. Con ellos iba un oficial de la Tyrell. Parecía un tipo competente, aunque tenía ciertas dificultades en mantener a los polacos a raya.

    —¿Nombre?

    —Johanssen o Johansson o algo así. Está en los papeles.

    —¿Y la ciudad?

    —El mismo montón de ruinas. Sin cambios. Aunque esta vez hemos visto menos ratas. Deben estar quedándose sin cadáveres que comer. Aunque después de ocho años, no deben quedar ni los huesos —rio Carlos—. Las carreteras están cada vez peor. Antes de llegar al puerto tuvimos que pararnos a quitar escombros para hacerle paso al camión. Por suerte, antes de entrar en Sevilla nos pasamos a recoger una excavadora en uno de los antiguos polígonos industriales. Nos vino muy bien.

    Melquíades asintió con seriedad.

    —Sería mucho mejor utilizar helicópteros —dijo Carlos.

    —El transporte aéreo está restringido, ya lo sabes. Además, no siempre encontraríamos donde aterrizar.

    Carlos emitió un suspiro de resignación, con aire de historia vieja, ya sabida y repetida. Tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la aplastó con la punta de la bota.

    —Lo que pasa es que esos cabrones de Ciudad Cúpula no quieren arriesgar sus preciosas aeronaves. No sea que no puedan irse de putas a la Riviera francesa cada vez que les pique la polla —dijo sin disimular su desprecio.

    —Los jefes son los jefes, Carlos.

    —Lo sé, Melquíades, lo sé. Por mí pueden hacer lo que les salga de los cojones. Mientras me paguen con generosidad, seguiré siendo su fiel empleado —una amplia sonrisa se dibujó en el semblante de Carlos, dejando a la vista unos dientes grandes y blancos.

    —¿Algún problema con las bandas?

    —No. Esta vez tuvimos suerte. Nadie se atrevió a atacarnos. Aunque detectamos varias veces a un grupo que nos siguió durante un trecho. O quizá fuesen grupos distintos, no sé. Fuesen quienes mierda fuesen, el caso es que al final se largaron sin intentar nada.

    —¿Llevaban vehículos?

    Carlos asintió.

    —Coches y motos —dijo—. Algunos iban a caballo.

    Melquíades soltó un gruñido.

    En todos los países, sobre todo en las tierras de nadie fuera del control del gobierno y de las fuerzas paramilitares de la transnacional de turno, existían bandas de desarrapados de toda índole. Se organizaban en pequeños grupos, fuertemente armados, dedicados al pillaje y el saqueo. Su único objetivo, su única ocupación era robar, matar y violar. Formaban una nueva especie de vagabundos, de perros rabiosos, todavía sin nombre ni conciencia de grupo. Por lo general eran gente que lo había perdido todo en el Desastre. Vivían vidas miserables en los bosques y las montañas, alejados de las ciudades reconstruidas y los núcleos de población, a los que de vez en cuando atacaban. Eran rechazados y temidos por el resto de supervivientes.

    —¿Cómo fue? —preguntó Melquíades.

    —Poco después de pasar Écija, vimos un vehículo detrás de nosotros. Una furgoneta con aspecto de haber salido de un desguace. Nos siguió durante unos cuantos de kilómetros. O al menos eso parecía. Luego la perdimos de vista y no volvió a aparecer. Aunque detectamos movimiento a lo lejos. Pudimos ver con los prismáticos las motos y los caballos, pero ninguno se acercó.

    —¿Nada más?

    Carlos negó con energía.

    —Debieron pensárselo mejor y dieron media vuelta —replicó.

    —Está bien —dijo Melquíades—. Volved a los barracones. Os habéis ganado un descanso. Mañana a primera hora quiero un informe completo en mi terminal del centro de mando.

    —Lo que tú digas, jefe.

    Carlos y los otros soldados volvieron a subir a la cabina del camión. Atravesaron la verja y marcharon hacia los hangares. Melquíades contempló como se alejaban con el ceño fruncido.

    —¡Todo el mundo a sus puestos! —gritó Melquíades al pelotón de solados—. Tenemos que hacernos cargo de esos portadores.

    Capítulo 2

    Casi veinte minutos después de cerrarse, el portón interior de la barbacana volvió a abrirse. Aunque esta vez sólo unos pocos centímetros. Justo el espacio para que una persona pudiese pasar a través de la abertura. El pelotón de soldados volvió a alinearse frene a la ranura del portón, los fusiles levantados y listos para disparar.

    El tráiler seguía oscuro y silencioso en medio del patio de la barbacana. Las cámaras de las torretas lo apuntaban sin descanso. Las ametralladoras automáticas lo encañonaban con un suave ronroneo mecánico. Una quietud pesada y densa flotaba como una nube de mal augurio entre los altos muros de la construcción. La tensión entre los soldados volvió a subir varios grados. Los dedos volvieron a engarfiarse son ansia sobre los gatillos de las armas.

    Melquíades paseó la mirada por sus hombres. La mayoría de ellos asintieron en silencio. Se llevó la mano al hombro izquierdo y accionó el comunicador de onda corta que tenía enganchado en la hombrera.

    —¿Preparados? —preguntó en voz baja.

    —Todo listo, Melquíades —le respondió una voz desde el centro de mando de las fuerzas de seguridad, situado en un edificio en el interior de los muros.

    —¿Cámaras?

    —Todas en funcionamiento. Visión clara y buen enfoque. Preparados —respondió la misma voz.

    —Gracias —susurró Melquíades—. ¡Vamos allá! —gritó en voz alta para que lo oyesen los soldados que le rodeaban.

    Accionó un mando a distancia y las puertas traseras del tráiler se abrieron con un sonido de aire enjaulado que por fin logra la libertad. Las cámaras no pudieron detectarlo, pero del interior de la gran caja negra salió una vaharada caliente y apestosa. Portaba un olor denso y acre. Olor a humanidad, a cuerpos sin lavar arracimados durante demasiado tiempo; a sudor, orines y heces; a aire apenas renovado por las pequeñas rejillas de ventilación en el techo del tráiler. Olor a enfermedad y a miedo. El olor de los prisioneros, el olor de los cautivos. El mismo olor que siempre desprendían aquellos a los que se les privaba de su libre albedrío desde que la humanidad era humanidad.

    Las puertas se abrieron con un zumbido electrónico hasta chocar contra los costados del tráiler con un vibrante gong metálico. La caja del camión parecía ahora una especie de cueva ominosa y cuadrangular, una extraña serpiente con las fauces calientes y abiertas, a la espera de vomitar el contenido de sus entrañas. En el interior, las cámaras de vigilancia sólo podían adivinar oscuridad y sombras.

    Durante largos minutos no hubo ningún movimiento.

    Durante largos minutos, nada se movió.

    —¿Cámaras? —volvió a preguntar Melquíades al centro de mando.

    —Nada de nada. Permanecen quietos en el interior —respondió la anónima voz.

    —Activad el sistema de megafonía.

    —Hecho, Melquíades. Adelante.

    «Salgan del camión despacio y con las manos en alto», tronó la voz de Melquíades a través de los altavoces de la barbacana. «Lleven a los niños pequeños que no puedan caminar por sí mismos en un brazo y levanten la otra mano. Sitúense en fila india junto a la apertura del portón. Tres pasos de distancia entre cada individuo. Después irán entrando uno a uno según se les vaya indicando».

    Dejó escapar unos segundos. Luego repitió el mensaje en inglés.

    Los minutos transcurrieron.

    Nadie salió del camión.

    Melquíades repitió las instrucciones. Con la misma ausencia de resultados.

    —¿Cámaras? —volvió a preguntar.

    —Nada de nada, Melquíades. No se aprecia ningún movimiento. Vas a tener que sacarlos de ahí.

    El interpelado dejó escapar una maldición por lo bajo.

    Por cuarta vez, el sistema de megafonía volvió a lanzar su mensaje al aire de la barbacana. Las cámaras y las ametralladoras zumbaron inquietas.

    Melquíades arrugó el entrecejo. Su rostro cetrino y de rasgos angulosos pareció oscurecerse un poco más de lo habitual. ¿Qué demonios hacen esos desgraciados? se preguntó. ¿Por qué no salen? En las entregas anteriores, los portadores podían tardar un poco en asomar fuera del tráiler. Pero siempre acababan saliendo. Primero uno, que miraba como un animalillo asustado a todos lados, el terror y la confusión dibujados en un rostro marcado por la suciedad y el cansancio. Luego salía otro. Al final salían todos, con pasos vacilantes, hacia el portón, para colorarse según las instrucciones que se les ordenaban. Dóciles y abatidos. Alguno quizá se mostrase un poco altanero y rebelde. Nada que no se pudiese solucionar con un buen culatazo del fusil.

    Entonces… ¿por qué no salían?

    Melquíades ordenó a sus hombres que esperasen y mantuviesen las armas apuntando. Volvió a consultar con el centro de mando, con los mismos frustrantes resultados.

    Los minutos pasaban, pero no había movimiento entre las fauces abiertas del tráiler.

    La razón por la que las personas que formaban el cargamento del camión no salían al exterior era el miedo.

    Pero no el miedo a lo que pudieran encontrar fuera.

    Sino el miedo a lo que había dentro, con ellos.

    Eran diecisiete en total. Tres de los adultos, dos mujeres y un hombre, se arracimaban en un rincón del fondo del tráiler junto con los niños, cuyas edades oscilaban entre apenas doce meses y trece años. Las chicas mayores y una de las mujeres abrazaban con fuerza a los tres niños más pequeños, casi unos bebés. Los infantes yacían lánguidos y quietos entre los brazos de sus protectoras, los ojos cerrados y la respiración débil, aunque estable. El resto no estaba en mejor estado. Sus rostros aparecían demacrados y sucios, el cansancio y el hambre se reflejaba en sus rostros. Las ropas estaban manchadas y desgarradas en muchos sitios. Las lágrimas habían abierto surcos en la porquería que tiznaba sus mejillas, sobre todo en los niños. En el rincón opuesto, había un charco de orines y heces que atufaban el aire con un hedor cáustico y punzante, aunque ninguno de ellos parecía ser ya capaz de percibirlo.

    Todos se debatían entre la angustia causada por la premura a que los instigaba las palabras que les llegaban por el sistema de megafonía, la acuciante necesidad de salir de allí cuanto antes, y aquello que les bloqueaba la salida del hediondo cajón del tráiler.

    Todos miraban en silencio y con miedo a los otros prisioneros.

    Eran tres hombres, con aspecto de jóvenes, quizás rondando la treintena, aunque la suciedad de sus rostros impedía realizar una apreciación adecuada. Estaban separados del resto del grupo, a poca distancia de la abierta puerta del tráiler.

    Durante el agónico encierro en

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