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El cofre del rey Juba
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Libro electrónico640 páginas10 horas

El cofre del rey Juba

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El cofre del rey Juba es una saga americana fascinante y sorprendente a nivel mundial que muestra el lado sucio y oscuro de la historia. Desde Juárez, la ciudad de las muertas, una inmigrante ilegal mexicana esquiva la balacera del despiadado cartel de los Zetas, se abre paso entre la tierra sofocante de un túnel de traficantes, sobrevive al ataque del ICE en las colonias infestadas de ratas de Nuevo México y a los abusos de su novio drogadicto y ladrón de autos en Amarillo para finalmente resurgir de las cenizas de la pobreza y convertirse en la CEO de una importante compañía estadounidense.

Pero no todo es lo que parece. En los recovecos oscuros de su mente existe un lugar secreto, un lugar horrible en el que los prisioneros de la desesperación abundan y donde los milagros imposibles ocurren. El costo de cada visita es astronómico e innegociable. El intercambio de vida por muerte se oculta en este mundo oculto misterioso.

En honor a James A. Michener, se trata de un relato de gran envergadura sobre el mestizaje de culturas y la innegable misión de escalar las montañas púrpura y las ciudades alabastrinas en la tierra de la libertad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2016
ISBN9781310120978
El cofre del rey Juba
Autor

Leander Jackie Grogan

Leander Jackie Grogan is a native of Houston, Texas, graduate of Texas Tech University and novelist for twenty plus years. His excellence in writing extends over a multiplicity of genres with seven novels having been distributed in eleven countries and five different languages. Both, Exorcism At Midnight and Black Church Blues have become bestsellers with worldwide distribution and popular choices for discussion on national talk shows. He has won numerous local and national awards in creative writing for radio, print and the web. Besides having authored a number of nonfiction articles in such national publications as the Houston Business Journal, AdWeek, Dallas Weekly, Jet and Business info Magazine, Grogan is author of a current business bestseller, What’s Wrong With Your Small Business Team; at one point in 2011, holding the #44 spot in the small business category on Amazon.com. Grogan also serves as a guest blogger for the national crime/suspense writer’s website, Murder by 4, Book Bloggers, has written and produced three local spiritual comedies, and some years ago, had a work of fiction published in Hustler Magazine. Grogan’s popularity continues to grow exponentially as a member of the new breed of storytellers unencumbered by the dictates of old world cookie-cutter characters and a narrow spotlight, perpetually shining on the rich side of town. His characters are bold and edgy and unpredictable, and invariably in conflict with traditional values. His writings go out of their way to explore spiritual unknowns and the deep crevices of the mind that harbor raw insight and truth. Grogan’s favorite writer, and most preponderant upon his current style, is the late Sidney Sheldon. Specific works such as Polar Shift by Clive Cussler, Dead Zone by Stephen King, Song of Solomon by Toni Morrison, Deep Cover by Michael Tolkin and The Rainmaker by John Grisham have also had a great influence on his commitment to rich, multi-layered characterization and intricately crafted plots.

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    Vista previa del libro

    El cofre del rey Juba - Leander Jackie Grogan

    Sobre el autor

    Leander Jackie Grogan nació en Houston, Texas, se graduó en la Universidad Tecnológica de Texas y escribe novelas desde hace más de veinte años. La excelencia de sus libros se extiende por múltiples géneros que conforman siete novelas, distribuidas en once países y traducidas a cinco idiomas diferentes. Tanto, Exorcism At Midnight Y Black Church Blues, se convirtieron en bestsellers a nivel mundial y objeto de discusión en muchos programas de televisión a nivel nacional. Ganó numerosos premios de escritura creativa para radio, así como también para páginas webs y libros a nivel local y nacional.

    Además de haber escrito muchos artículos no ficcionarios en publicaciones nacionales como el Houston Business Journal, AdWeek, Dallas Weekly, Jet y Business info Magazine, Grogan es el autor del actual bestseller en negocios "What’s Wrong With Your Small Business Team" (¿Qué ocurre con el equipo de tu empresa pequeña?), que en el 2011 ocupó el puesto 44 en la categoría de pequeñas empresas en Amazon.com. Grogan también trabaja como bloguero para el sitio de crímenes y suspenso, Murder by 4. Escribió y produjo tres comedias espirituales locales y, hace algunos años, publicó una obra de ficción en la revista Hustler.

    La popularidad de Grogan continúa creciendo exponencialmente como miembro de una nueva generación de escritores con personajes innovadores distintos a aquellos del viejo mundo con estrecha visión que brillaban perpetuamente en la seguridad. Sus personajes son, por el contrario, audaces, inquietos e impredecibles y luchan constantemente contra los valores tradicionales. Sus obras se desvían del camino para explorar las incógnitas espirituales y las fisuras profundas de la mente que albergan el conocimiento y la verdad.

    El escritor favorito de Grogan, y el más preponderante en su estilo actual, es Sidney Sheldon. Algunas obras específicas como Crisis polar de Clive Cussler, La zona muerta de Stephen King, La canción de Salomón de Toni Morrison, "Deep Cover" de Michael Tolkin y Legítima defensa de John Grisham también tuvieron gran influencia en su compromiso por proporcionar tramas intrincadas y personajes multifacéticos.

    http://www.groganbooks.com/allbooksEX.html

    Dedicatoria

    Le dedico este libro a mi devota esposa, Brenda, cuya tenacidad, fuerza y amor me han enseñado tanto; a mi hijo aventurero y a mi hija brillantemente inquisitiva, que me enorgullecen; a mi admirable yerno (mi segundo hijo); a mis fieles amigos, que me han apoyado a lo largo de los años y, por último, a mi hermoso nieto, que probablemente lo lea cuando yo ya haya muerto. Estudia el personaje de Lola con atención. Existe una sabiduría y una locura invaluables inmersas en las decisiones que toma durante su vida y que ningún libro puede realmente enseñar.

    .

    En busca de la libertad

    Si puedes sobrevivir al calor sofocante y a la culebras, al despiadado cártel de Los Zetas y a las patrullas del ICE en Estados Unidos, a los patriotas desquiciados que merodean la frontera con pistolas y bates de béisbol y a los campos de violación a las afueras de San Diego, donde cuelgas las pantaletas en los árboles, entonces estás lista para sumergirte en la oscuridad de las cuevas derruidas de los traficantes de drogas. Arrástrate hacia la luz de la libertad, inocente jovencita. Arrástrate a Estados Unidos.

    .

    Capítulo 1

    El cofre del rey Juba

    por

    Leander Jackie Grogan

    Lola tenía que enfrentar la realidad. La gran máquina amarilla estaba fuera de control. Al igual que su famoso tío boxeador de Guadalajara, Jesús "Hitman" Becerra, el brazo mecánico de la retroexcavadora Caterpillar se había convertido en una guadaña salvaje, al golpear y gruñir, mientras dejaba sus violentos rastros por donde pasaba.

    Un pequeño pedazo de la cuchara dentada de dos toneladas convirtió un transformador nuevo en una peligrosa masa de chispas y metal quemado. Otro movimiento violento hizo caer las majestuosas columnas blancas del edificio, la entrada en forma de bóveda y los ladrillos exteriores. Finalmente, el gigante golpeó contra un poste de luz de aluminio cercano, lo que inició una lluvia de vidrios rotos sobre la carretilla, los baldes y el sombrero de Emilio. El paisajista regordete y aterrorizado y tres empleados más abandonaron sus actividades en los canteros de geranios recién plantados para correr por sus vidas.

    El letrero azul frente a la construcción decía lo siguiente: PRÓXIMAMENTE CENTRO DE RESIDENCIA ASISTIDA DE COLONIAL HEIGHTS.

    Las segundas dos líneas se habían convertido repentinamente en una absurda mentira:

    OTRO PROYECTO DE CONSTRUCCIÓN SORPRENDENTE DE LOS HERMANOS ALLEN

    Lola no entró en pánico. En definitiva, ¿qué tan peligroso podría ser un objeto de dos toneladas con una cuchara con dientes de metal moviéndose descontroladamente en el viento? Durante sus caóticos veintiséis años en dos países, cinco ciudades y cuatro estados, había logrado escapar del despiadado cartel de Los Zetas en Juárez, había eludido a los oficiales de inmigración en Arizona, había comido de los tachos de basura de los hoteles de San Diego, había convivido con ratas y cucarachas en las condenadas colonias de Nuevo México y había soportado los constantes golpes de un novio abusivo, drogadicto y ladrón de autos en Amarillo. La vida le había enseñado que los débiles no llegan lejos. Y su hermana, que vivía en México, había sido una de esas personas. Y ahora estaba muerta.

    Para ella, las máquinas explosivas y las paredes de ladrillo derruidas eran una llamada de atención que activaban su mente: un código encriptado que desataba sus pensamientos metódicos robóticos, hipnóticos, analíticos y auto inducidos. Con un simple movimiento, bloqueó el brazo de la retroexcavadora, la apagó y saltó de la máquina sucia como una vaquera que desmonta un toro furioso. Se alejó un poco de la construcción y sacó su celular. El teléfono de Pequeño Johnny era el primero de la lista.

    —Papá, no quería decírtelo, pero lo arruiné todo esta vez —le confesó con su marcado acento mexicano—. ¿Puedes venir por mí?

    Ya conocía la respuesta. Pequeño Johnny siempre estaba a sus órdenes. Siempre… a menos que estuviera en Chicago, trabajando para la mafia o entregando un cargamento de metanfetamina a los distribuidores del sur.

    Si todo salía bien, llegaría en 30 minutos, lo suficiente como para que Lola tomara su lonchera, sus botas y su chaleco naranja fluorescente del casillero. Estos objetos serían su pago por once meses de dolor y sufrimiento y por esperar recibir una paga por su trabajo, que de pronto se había ido al infierno.

    Una estampida de constructores sorprendidos se reunió frente al edificio a observar la escena. Hablaban con un dejo de pánico, como si intentaran explicar a los jefes ausentes qué había sucedido y demostrar que no era su culpa. Intentarían explicarlo. Pero Lola era quien conocía la verdadera historia.

    Por supuesto, no la contaría, ni siquiera una pequeña parte. Para cuando los hermanos Allen regresaran de concretar sus negocios de usura en el puerto deportivo, Lola ya estaría muy lejos.

    Gringos bastardos, manipuladores y codiciosos.

    Todo comenzó cuando los mellizos tejanos de tez morena y cabello rubio cargaron a todos los empleados mexicanos y a un hombre blanco quebrado llamado Bonachón en dos camionetas diésel y los trasladaron al puerto deportivo del lago Lou Yaeger para cobrar sus cheques. Aunque les hicieron creer que el viaje era una cortesía para los empleados, no era más que una artimaña para asegurarse de que los frijoleros con carencias financieras pagaran los préstamos con altos intereses que los hermanos habían dado durante la semana.

    Antes de irse, uno de los hermanos, Morris Cocodrilo Allen, conocido por sus botas de piel de cocodrilo, había hecho un comentario desagradable acerca del busto de Lola.

    —Pequeñas tazas de té —las llamó.

    A excepción de Bonachón, quien nunca se rio de ella, el resto de los inmigrantes se reían a carcajadas y adulaban a los mellizos en busca de su aprobación. Sin embargo, esta vez, era más del abuso que podía esperar por ser la única empelada mujer. Esta vez era personal.

    En las últimas semanas, Cocodrilo le había pedido dos veces que se encontraran después del trabajo para tomar unos tragos. Y esas dos veces lo había rechazado. Ahora era su turno de repartir un poco de rechazo tejano: como si ella fuera un novillo rebelde más de la lista al que debieran marcar.

    Gringo bastardo, mujeriego, inmaduro y estúpido.

    Cualquiera que no sacara la vista de una pistola de clavos o de un tarro de brea o de algún pesticida químico, que muchas empresas utilizan en la construcción a pesar de que la ley los prohíba, podía notar que estas observaciones de mal gusto no eran más que una venganza amarga. Aunque no era como esas mujeres del club nudista que visitaban a los hermanos Allen en su remolque durante dos o tres horas del almuerzo a la semana, podría serlo. Los hombres se deslumbraban con sus curvas y sus ojos oscuros. Su complexión morena, enmarcada por un cabello castaño oscuro largo, era un rompecabezas intrigante para muchos, que intentaban descubrir su verdadero origen. ¿Era mexicana, india o pakistaní? Todos querían saberlo.

    Nacida en Juárez, de origen mexicano, hablaba español pero sorprendentemente sabía inglés a la perfección, gracias al programa de inglés Lady of Guadalupe que daba su tía Conchita en San Elizario. Haciendo a un lado su capacidad de hablar inglés, había algo diferente en ella, algo que la hacía sobresalir entre sus hermanos y hermanas.

    Tenía doce años cuando su mamá finalmente le dijo: —Tu padre real es un hombre negro. Lo conocí cuando tu papá José estaba en prisión.

    El padre estadounidense de Lola era Pequeño Johnny, un joven estafador ostentoso de Chicago que intentaba hacerse conocido. Había cruzado la frontera junto a un prófugo latino hacia los peligrosos terrenos de Juárez, donde conoció a Ruby, una vendedora callejera de flores joven y hermosa fuera del Hotel Radisson Casa Grande.

    Este amorío de dos semanas no buscaba fortalecer las relaciones internacionales entre razas. Ningún comité multicultural controlaba sus corazones palpitantes. Mientras Johnny y Ruby bailaban bajo la luz de la luna en una fiesta en un barco en Río Grande y cabalgaban a lo largo de los hermosos Cañones de Tarahumara y regresaban a su habitación de hotel para disfrutar de otra noche bebiendo Margaritas, jamás imaginaron que modificarían la historia, dándole un nuevo nombre a sus roles universales. Era sólo un amorío, una aventura inesperada que había surgido gracias al ridículo intento de Johnny de leer un cartel en español, lo que había generado una sonrisa en el rostro de Ruby. Así fue como Lola vino al mundo.

    Nueve meses después, Ruby le envió fotos de la niña recién nacida, Lola, al departamento que Johnny tenía en Chicago. Por supuesto, nunca las vio. Peaches Vastine, una peluquera obsesivamente celosa que se había mudado con él poco tiempo atrás, las recibió y se deshizo de ellas en la chimenea.

    Como Johnny jamás respondió, Ruby lo interpretó como un mensaje de que él no quería saber nada de ese bebé. Como Ruby dejó de llamar y de pedirle a su hermana, Conchita, que le escribiera, Johnny lo interpretó como una señal de que el marido de Ruby había salido de prisión, y así fue como todo se acabó.

    Pasaron veintiséis años hasta que la verdadera historia salió al a luz. Sin esperarlo, Lola fue quien… lo reveló.

    Cuando llegó a Estados Unidos, comenzó a buscar a su padre. Una llamada perdida y una vieja tarjeta de Navidad la habían llevado hasta Litchfield, Illinois, una tranquila ciudad en las afueras de Springfield.

    Incluso en Litchfield, le resultó imposible localizar a Johnny.

    Una noche, fuera de un pequeño restaurante donde trabajaba como mesera de medio tiempo, él la encontró.

    —Me enteré de que estuviste en el BIG EASY preguntando por mí. A menos que estuvieras haciendo un censo, espero que tengas una buena respuesta para eso.

    Su respuesta fue simple… pero devastadora: —Soy tu hija perdida.

    Conociendo muy bien la clase de vida que llevaba su padre, Lola insistió en realizarse un estudio de ADN, un mecanismo para que él pudiera asegurarse de que era su hija. Pero al ver su inconfundible familiaridad en su rostro redondo y en sus ojos oscuros, Johnny supo que se trataba de su hija. Cuando supo que su exnovio drogadicto la había seguido desde Amarillo, Johnny la llevó a su departamento de inmediato. Unas semanas después, las llamadas amenazantes terminaron y su exnovio… desapareció.

    Lola estaba segura de que Johnny también podría hacer desaparecer a Cocodrilo Allen. Pero no valía la pena. Tras su desastrosa carrera de diez minutos como operadora de una retroexcavadora Caterpillar, no quería saber más nada de los hermanos Allen, ni del acoso permanente, ni de las tareas degradantes, ni de los comentarios condescendientes. Pronto, Johnny vendría para rescatarla del infierno que había soportado por los últimos once agonizantes meses.

    Pero todavía tenía una cosa pendiente por hacer.

    Capítulo 2

    Antes de huir de Juárez, la madre de Lola le había enseñado algunas reglas acerca de la vida. En la noche, cuando los cárteles de drogas irrumpían y se iniciaba una batalla balística en la cuadra, ella y sus dos hermanas debían esconderse bajo las tablas del piso, cerrar los ojos y rezar tres Ave María para que los santos las protegieran. Aunque su hermano era mucho menor, recibió órdenes estrictas de interponerse en el camino entre las balas y sus hermanas, en caso de que alguna atravesara la pared. Los domingos, cuando cenaban en la casa de la tía Conchita, siempre llegaban media hora tarde. Durante la cena, debían mantener sus manos a los costados del cuerpo y dejar algo de comida en el plato en señal de agradecimiento. Cuando hacían las compras, las muchachas no podían saludar a otras jóvenes con un apretón de manos sino que debían darle una palmada afectiva en el hombro o en el antebrazo.

    Su madre les había enseñado otra regla que no podían romper. Si un extraño les hacía un favor, debían agradecérselo con un pequeño presente, quizás unas flores o una tarjeta. Al menos, debían darle su bendición con la señal de la cruz.

    Bonachón era esa clase de extraño que merecía ese tipo de agradecimiento ya que había sido el único compañero de trabajo que la había tratado con respeto y que había intervenido por ella. Le dejaría una nota y quizás algunas flores del cantero de geranios blancos y amapolas azules que Emilio había plantado recientemente. De ese modo, cuando disminuyera el alboroto causado por su naturaleza destructiva, él la recordaría con aprecio. Esa sería su última obligación: una carta de agradecimiento y de despedida, escondida entre los mamelucos azules en su casillero.

    Se escondió en la parte trasera del edificio, alejada de la horda de obreros furiosos, cruzó la línea de los camiones de basura y las mezcladoras, se dirigió hacia los pestilentes baños químicos que rodeaban los casilleros y se detuvo en el camino de piedras para observar el angosto arroyo que se encontraba más abajo.

    El arroyo de cristal

    Lo llamaban así por sus aguas prístinas y por el reflejo destellante de los rayos del sol. En el pasado, los residentes ancianos de Colonial Hights caminaban a lo largo de la orilla, admirando los robles somnolientos y los oscuros nenúfares verdes. La paz y la tranquilidad los rodeaba de pensamientos de descanso eterno, un descanso que los escondería eternamente de las miserias de la vida y ocultaría su vejez en los confines de un lugar sagrado de la naturaleza.

    A la distancia, se deleitaban con unos montículos de tierra y dragas que se extendían a lo largo del suelo oscuro y fructífero. Especulaban sobre esas angostas fosas y ofrecían sus propias teorías de su origen misterioso. Y a medida que la espesa maleza recubría el paisaje, esas fosas comenzaban a pasar desapercibidas.

    Pero Lola jamás se olvidaría de ellas ya que representaban su lugar sagrado de entrenamiento, el lugar que había dado origen a un deseo de una vida mejor, que ahora estaba varios metros bajo tierra. Habían sido la razón para tolerar otro día de abusos y desprecio y permanentes acusaciones de incompetencia. Ahora no eran más que un cementerio de recuerdos y de lo que pudo haber sido y no fue.

    Permaneció allí, con emociones encontradas, recordando cómo había empezado todo.

    Dos meses antes, una mañana lluviosa y helada, Lola se encontraba sentada en la orilla del arroyo, llorando desconsolada. Su ropa estaba mojada y sucia. Su cabello, lleno de lodo.

    Bonachón se acercó a ella y se sentó en un banco de madera y le dijo: —Es hora de almorzar, Lola. ¿Por qué no lo estás haciendo?

    Sin decir una palabra, le entregó su lonchera. Al abrirla, encontró un puñado de insectos colorados caminando entre la comida.

    Una vez más, había sido víctima de las eternas bromas de sus compañeros. Alguien había entrado en su casillero y había metido hormigas coloradas sobre sus tamales.

    Bonachón se acercó al arroyo, arrojó los tamales y sumergió la lonchera en el agua cristalina. Cuando se la regresó, el metal brillaba reluciente.

    —Aquí lo tienes, como nuevo— le dijo y colocó su emparedado de queso en la lonchera y la dejó sobre el banco a su lado.

    Lola se negó con vehemencia: —Ya no lo tolero. ¡Renuncio! ¡Renuncio hoy mismo!

    —No puedes dejar que te venzan, no por una simple broma.

    —¿Crees que es sólo por el almuerzo? —dijo mientras apuntaba a su chaleco naranja, que había puesto a secar sobre una roca cercana—. Mira mi ropa. Mira mi cara… mi cabello.

    Sonrió con gentileza y dijo: —Tengo que admitirlo. Creo que en este momento no te daría mi voto como reina de belleza. Pero recuerda Lola: Eres el guardavía… mejor dicho, la guardavía. Trabajar en la intemperie con esta clase de clima tiene sus consecuencias.

    —No me importa el clima. Hacer que los camiones entren es mi trabajo. Pero ¿es mi trabajo estar parada allí mientras me tiran lodo y agua cada vez que pasan cerca?

    Hizo un ademán con la cabeza y agregó: —Cuánto lo siento, Lola.

    —Me gritan. Me ponen apodos. ¿Por qué me odian tanto?

    La contempló unos instantes mientras reprimía sus pensamientos con compasión.

    —Te lo diré, pero primero tienes que dejar de llorar. Nunca dejes que el enemigo sepa que te derrotó.

    Lola tardó unos minutos en recobrar la compostura.

    Entonces Bonachón le explicó todo: —Te odian porque eres mujer y ganas el mismo salario que un hombre.

    —¿Crees que no merezco ganar USD 7,50 por hora?

    —Creo que mereces más, con todo lo que soportas. Pero estos hombres son el sostén de sus familias y tú no eres un hombre. No tienes una familia que alimentar. Por eso creen que no mereces ganar lo mismo.

    —¿Entonces una mujer no tiene derecho a salir adelante? ¿Debería quedarse en casa, tener hijos y esperar a que el hombre traiga los USD 7,50 para ellos?

    —Algo así —le confirmó.

    —Son unos idiotas, Bonachón. Todos ellos son unos idiotas.

    Bonachón asintió: —Sí, tienes razón.

    —No me importa lo que piensen. Quiero salir adelante. ¿Puedes decirme cómo?

    Bonachón, un hombre mayor que vestía uniformes harapientos y que lucía un cabello rojizo enmarañado y una barba incipiente, no era como el resto de los empleados. Era blanco, pero era muy distinto a esos gringos egocéntricos que estaban a cargo del lugar. Aunque era evidente que era pobre y que necesitaba una ducha, nunca actuaba como una persona de bajos recursos, no como los inmigrantes sin clase que hacían todo lo que les pedían. Tenía un perfil bajo y sólo se dedicaba a hacer su trabajo. Al ser el único operador de retroexcavadora matriculado, nadie lo hacía mejor que él.

    En ese día lluvioso junto al arroyo, con un brillo travieso en la mirada, Bonachón le hizo una promesa: —Si quieres aprender, te enseñaré un truco valioso.

    Así fue como Lola terminó apretando botones y jalando palancas dentro de esa gran máquina amarilla.

    Con la esperanza de aspirar a nuevos negocios, cada miércoles, los hermanos Allen viajaban a la Cámara de Comercio de Springfield para participar de un almuerzo de negocios. Con ambos jefes fuera de vista, Lola y Bonachón planificaron su propio almuerzo secreto, una sesión intensa de una hora alejados de la colina. El paisaje tupido impedía que fueran vistos, por lo que la loma cubierta de hierbas adyacente al arroyo se había convertido en el lugar perfecto para practicar. Para que Lola pudiera poner en acción aquello que había aprendido, sus compañeros antagonistas ignorantes tendrían que abandonar su ritual de empujones frente a los carritos de comida, hacer a un lado esas picantes fajitas y tacos de pollo y perderse sus juegos de cartas y sus historias exageradas de cantina de las que disfrutaban luego de cada comida.

    Un sacrilegio de ese tipo era impensado y simplemente no sucedería, no por el bien de investigar el gruñido de un motor diésel y a algún tonto que estuviera trabajando durante la hora del almuerzo. El secreto de Lola estaba a salvo… con Bonachón, con el arroyo de cristal y con la pequeña azulada.

    La pequeña azulada.

    Ese era el nombre con el que Bonachón llamaba a la pequeña retroexcavadora Komatsu azul y blanca turbo de más de trece mil kilogramos con cuatro cilindros y ocho caballos de fuerza. Comparada con la gran retroexcavadora Caterpillar 5130 amarilla, que pesaba más de ciento ochenta mil kilogramos, la pequeña azulada era un bebé.

    Y por ocho gloriosos miércoles fue el bebé de Lola. Acariciaba las palancas, el acelerador y los pedales durante el día, mientras aprendía a usarla leyendo un complicado manual de uso en inglés por las noches. En sus sueños, Bonachón le daba instrucciones con precisión militar con su voz ronca. ¡Baja el estabilizador! ¡Baja la palanca! ¡Brazo arriba! ¡Mantenla a esa altura!

    El séptimo miércoles había logrado cavar una fosa con precisión, con las dimensiones perfectas, la inclinación perfecta y en la cantidad de tiempo perfecta. Bonachón la recompensó con un abrazo almizcleño y con un bocadillo del carrito de comidas. Aunque todos podían verla a lo lejos, ninguno de estos débiles trabajadores conocía la verdadera razón de su celebración. Eso fue lo que hizo que su triunfo fuera incluso más satisfactorio.

    Y ahora, parada en la cima de la colina, observando el arroyo, vislumbró la fosa perfecta a la distancia. Se trataba de un hermoso rectángulo negro, como una caja de regalos destapada. Le contaría su historia a Johnny y les enviaría una carta a su madre y a su tía Conchita, en México. Sin embargo, como no podrían ver su magnífico logro, jamás entenderían.

    Fue entonces cuando se dio cuenta de que sí podían verlo. Y quizás así le entenderían.

    Sacó su celular nuevamente, encendió la increíble cámara de dieciséis megapíxeles y bajó la colina.

    Unos minutos más tarde, estaba parada sobre la fosa. Tenía una medida perfecta de diez metros de largo por cinco de ancho, pero era mucho más profunda de lo que recordaba. Contemplando la oscuridad, aquel abismo sepulcral le traía recuerdos dolorosos, pensamientos terribles que había intentado borrar de su mente. De pronto comenzó a sentirse mal y debió retroceder.

    No es ese lugar de muerte. Sólo es una fosa perfecta, pensó.

    El tiempo se acababa; debía continuar.

    Había sacado algunas fotos de la fosa antes de descubrirlo… los restos de un objeto cuadrado y brillante que asomaba entre el barro.

    Su curiosidad innata la obligó a avanzar. Si quería investigar más, debía zambullirse en aquel profundo agujero de paredes irregulares y resbaladizas, que hacía que salir de él fuera implausible. Por supuesto, había víboras allí. Había escuchado a los hombres hablar. Todas las fosas cercanas al arroyo funcionaban como refugios acuáticos para cientos de criaturas que se arrastraban en una orgía de apareamiento. Y no les gustaba que las molestaran.

    Lola estaba al tanto de los peligros que suponía trabajar en la construcción. En una construcción de Atlanta, un primo lejano había estado trabajando debajo de una casa, cuando colapsó y lo aplastó como un panqueque. Unas semanas antes, en Hillsboro, otro empleado latino había sido atropellado por una topadora. Por USD 7,50 la hora, no valía la pena correr esos riesgos.

    Fue entonces cuando divisó la escalera del carpintero reposando contra una pequeña choza de utilería.

    La escalera debería haber estado guardada con el resto de las herramientas. Pero allí estaba a simple vista, a unos pocos metros, accesible para cualquiera que pudiera necesitarla.

    ¿Sería una señal divina?

    El cura siempre decía que Dios trabajaba de maneras misteriosas.

    Con tanta carnicería en frente del edificio, de seguro los hermanos Allen se quedarían con su pago semanal. Quizás, aquello que había encontrado en su fosa perfecta compensaría todos los pagos que no recibiría en el futuro.

    Se agotaba el tiempo. Los hermanos Allen pronto regresarían del puerto deportivo. Y entonces el infierno se desataría.

    Subió corriendo por la colina y atravesó el camino de grava. Se apoderó de la delgada escalera de aluminio y regresó a la fosa.

    El descenso hacia la oscuridad fue horripilante. Su alma se inundó de una sensación de náuseas, incluso peores que las que acababa de sentir. Cerró los ojos hasta que ambos pies estaban firmemente sujetos al suelo y esperó los colmillos afilados de cientos de criaturas mortales que se enroscaban en sus botas de cuero.

    Nada. Sólo el silencio abrumador y las paredes oscuras a su alrededor.

    Comenzó a arar el lodo. Sus dedos temblaban y su corazón latía con fuerza. Lentamente, desenterró un viejo arcón Birchwood de vinilo negro con una cerradura de cobre oxidada en la tapa. Abrió de un golpe la cerradura corroída y echó un vistazo al interior.

    Para su sorpresa, había un adorable cofre aún más pequeño de unos cuarenta centímetros de profundidad. Tres varillas de plata atravesaban la tapa y otras dos, la parte delantera.

    A diferencia del arcón, el pequeño cofre era mucho más ornamental: Las esquinas estaban labradas en relieve, había animales, ríos torrentosos y árboles robustos dibujados a mano. Entre las dos cerraduras de plata, dentro de un círculo con inscripciones romanas y hebreas, dos reyes egipcios se lucían con carisma en sus tronos. Una máscara africana alargada e inquietante se erguía sobre su reino miniatura, como si tuviera el poder o el dominio sobre los reyes.

    A pesar de que los pequeños candados de hierro le impedían abrir el cofre, el hecho de que estuviera cerrado le garantizaba que era valioso. Cargó el cofre bajo su brazo y subió la escalera. Una visita al casillero para dejar su nota de despedida, y pronto estaría muy lejos.

    Capítulo 3

    Las aves emprendieron su vuelo aterrorizadas. Una familia de castores se escondió en su madriguera bajo el agua. El suelo debajo del estacionamiento tembló, como si mil timbales hicieran estremecer su porosa piel de asfalto.

    Pequeño Johnny estaba en su casa.

    Cuando Lola dio vuelta en la esquina del edificio, acercándose hacia la puerta principal, el vehículo de escapatoria de Johnny la invitaba a una carrera que haría hervir su corazón a fuego lento. Solo un puñado de empleados de la empresa se interponía entre ella y su glorioso escape de la cámara de tortura de los hermanos Allen.

    Lola siempre disfrutaba de ver a sus cohortes atónitos inundados por la envidia de verla subirse al vehículo de Johnny. Cada vez que veían el Cadillac Deville azul modelo 1999 en el estacionamiento con sus ruedas cromadas destellantes y unos enorme parlantes Bose que esparcían ondas sonoras por el aire, todos sabían que el padre de Lola había llegado. Sus enormes hombros y su cabeza rapada parecían un juego antinómico de su nombre, y su pendiente de diamante y un Rolex brillante en su muñeca cumplían con lo que aquellos obreros mentecatos imaginaban.

    No tenían idea de que la escena de aquella fulana mexicana arrogante de veintiséis años entrando en el auto de aquel hombre de color de cuarenta y nueve años no se trataba sólo de un padre que recogía a su hija, sino que escondía una trama más elaborada.

    Lola y su padre querían mudarse de su apartamento atestado del norte de Litchfield a un lugar más espacioso, quizás una casa de un solo piso a la que podrían considerar un hogar. Johnny tenía suficiente dinero para el adelanto. Pero sus ingresos se estaban escabullendo de sus manos. Para que pudieran recibir un préstamo de una empresa financiera, era necesario que tuvieran un empleo en blanco por un mínimo de un año para que el prestamista tuviera una garantía sobre ese préstamo. No importaba que el ingreso fuera de US$7,50 la hora. Con un gran adelanto y un subsidio del gobierno para que las personas de origen hispánico se mudaran de apartamentos rentados a casas, el prestamista estaba conforme y no necesitaba seguir indagando.

    Ese era el motivo principal por el cual Lola había comenzado a trabajar en la construcción. Los hermanos Allen necesitaban al menos una mujer para cumplir con los requisitos estatales y nacionales de igualdad de oportunidades laborales para ambos sexos. Lola y su padre necesitaban al menos un año de ingresos en blanco para satisfacer los requisitos que le imponía la empresa financiera. Y ahora, a sólo un mes de lograr ese requisito, habiendo creado un caos en la construcción del Colonial Heights y con un telegrama de despido en el horizonte, Lola y su padre tendrían que buscar otra salida.

    Cuando Lola se acercó al Deville de Johnny, la puerta del remolque de los hermanos Allen se abrió con un estrépito. El jefe, Miguel, un hombre mexicano de rasgos duros, bajó corriendo por la rampa de madera.

    —¡Oye! ¡Oye! Espera un segundo —gritó—. ¿Dónde crees que vas con ese quipo?

    Lola llevaba sus botas de goma, su chaleco, su lonchera y su cofre firmemente en sus brazos. Le respondió: —No es equipo. Son mis cosas. Me pertenecen.

    —¿Quién dice eso? —le preguntó.

    —Pagué por ellas —insistió Lola—. Lo pagaron con parte de mi cheque.

    Miguel conocía muy bien las políticas. Los empleados debían pagar sus propios equipos. Sin embargo, persistió: —Quizás lo hiciste o quizás no. El punto es que no te puedes llevar nada de este lugar a menos que Cocodrilo lo autorice.

    Johnny apagó el motor y salió lentamente, un cojeo sutil como resultado de una herida de bala en una de sus piernas. Rodeó el auto y se detuvo entre Lola y Miguel.

    —¿Algún problema? —dijo.

    —Verá. Intenta robarse bienes de la empresa —declaró Miguel.

    Lola negó con la cabeza y agregó: —No estoy robando nada, papá. Son mis cosas. Usaron el dinero de mi cheque para pagarlas.

    —¿Eso es cierto? —preguntó Johnny con frialdad.

    —Eso no importa —se defendió Miguel—. Es de la empresa hasta que el jefe lo autorice.

    Johnny dio un paso al frente hacia Miguel y le dijo: —Entonces tengo otra pregunta acerca de los bienes de la empresa. Cuando te hunda mis mocasines Stacy Adams en el trasero, ¿seguirán siendo míos o pasarán a ser de tu propiedad?

    Fue entonces cuando Miguel comenzó a retractarse: —Yo… yo… no quiero problemas, amigo.

    —Debiste haber pensado en eso antes de llamarla mentirosa o ladrona.

    Lola lo sujetó del brazo.

    —No, papá. Debemos irnos.

    —Alguien tiene que enseñarle a esta gente a respetar.

    Lola no podía estar más de acuerdo. Pero cuando vio las camionetas de los hermanos Allen acercándose por la carretera, comenzó a pensar que la lección debía quedar pendiente para otro día.

    Johnny la ayudó a subir sus cosas al auto.

    —¿Qué es toda esta basura? —le preguntó— ¿Una liquidación?

    —Luego te explico, papá. Debemos irnos. ¡Apresúrate!

    ******************************

    Cuando ya estaban a unos kilómetros de distancia, le preguntó con disgusto: —¿Entonces destrozaste esa retroexcavadora Caterpillar para demostrarle que tenías talento?

    —No la destrocé. Tiré el poste de luz y la pared. Y sí, necesitan saber que puedo hacer más que llenar cubetas de agua y dirigir los camiones en la carretera.

    —¿Crees que no lo saben?

    Se detuvo: —No entiendo.

    —Será mejor que empieces a entender si quieres sobrevivir de este lado de la frontera —le advirtió—. Pero olvídate de eso por ahora. Tengo otros asuntos que requieren de toda mi atención.

    Johnny rodeó la esquina con su Deville azul y se dirigió a un restaurante BIG EASY, el figón donde se habían encontrado por primera vez. Se detuvo abruptamente en el carril de comida para llevar y gritó en el micrófono: —Dame una hamburguesa triple con cebollas y papas fritas picantes. Tengo hambre y estoy enojado. Pero luego resolveré lo de mi enojo.

    Una voz grave sonó en el micrófono: —¿Eres tú Johnny? Necesito saberlo, así te cobro el doble.

    —Bumpy, maldito tramposo de Nueva Orleans. No hagas nada y quizás te deje vivir otro día.

    —Perfecto. Iba a agregarte una bebida gratis para bajar las papas picantes, pero con esa actitud, y hablándome así…

    Johnny se retractó: —Sabes que te quiero, hermano. Eres mi hombre de confianza.

    —Mucho mejor. Quizás si le enseñaras a tus Chicago Bears a lamérsela a mis Saints como acabas de hacerlo conmigo, los dejaríamos ganar algunos juegos.

    —¡Vaya! Ya empezaste. Déjame decirte algo de tus tramposos Saints.

    Se oyó como Bumpy retorcía ruidosamente una bolsa de papel en el micrófono para tapar la respuesta de Johnny.

    —No lo escucho, señor. ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarlo, señor? Hable más fuerte que no lo escucho.

    Johnny miró a Lola.

    —¿Quieres que este imbécil te prepare una hamburguesa?

    –No. Y tú tampoco deberías. Es malo para la presión.

    En un intento por dejar de escucharla, Johnny comenzó a cantar una antigua canción de los esclavos: Nadie sabe lo que viví, nadie más que Jesús….

    Bumpy pronto se dio cuenta de que el ruido incesante de la bolsa no acompañaba la serenata discordante de Johnny.

    —No sé si estás cantando o vomitando. De todos modos, no es bueno para el negocio. Acerca tu mano a la ventanilla con USD 9,55 así sales de aquí de una vez por todas.

    Unos minutos después, mientras esquivaba al tráfico, Johnny engullía la grasosa hamburguesa.

    —Como te decía, estos hombres blancos no están locos. Contratan empleados mexicanos porque cuando se refiere a la construcción, son los más trabajadores. Aceptan estos trabajos suicidas de sol a sol por poco o nada de dinero. Y si les enseñan algo que vale la pena, saben que lo aprenderán rápido y que lo harán bien.

    —Esos idiotas no me enseñaron nada. Bonachón me enseñó, no ellos.

    —Eso es porque no quisiste. Vives conmigo hace dos años y tampoco aprendiste nada.

    —Aprendí mucho de ti, papá. Me ayudas a estudiar para mi examen de conocimiento general. Me mandas a las clases en la universidad pública. Me enseñas las veredas…

    —¡Las calles! Te enseño las calles —la corrigió.

    —Sí. Las calles —se corrigió—. Pero ahora, ¿qué me estás enseñando?

    —Sobre la vida, hija, y sobre tu objetivo.

    Johnny se metió un puñado de papas en la boca y tomó un sorbo de su bebida. Luego le contó la historia de su hermano mayor, ArchiV.

    —Hace algunos años, no recuerdo si en el 69’ o en el 70’, el gobierno estaba presionando a estas empresas para contratar negros. Le pusieron un nombre bonito: Acción afirmativa. En otras palabras, asumimos que pusimos a los negros contra la pared por mucho tiempo. Ahora vamos a tomar alguna medida.

    Lola frunció el ceño: —¿Qué quieres decir con la pared?

    —Nos mantuvieron fuera del sistema. Pagaban salarios miserables. Se aseguraron de que no pudiéramos progresar. Nos dejaron sin salida.

    —Eso es lo que ellos me hicieron—gimoteó.

    —Préstame atención. Esta historia no es sobre ti, al menos por ahora.

    —Perfecto. Voy a escuchar tu historia.

    Johnny continuó: —Después de salir del estado de Grambling, ArchiV consiguió trabajo en una empresa petrolera de Dallas. Tenía una oficina vidriada y secretaria; era un buen cambio. ¿Sabes lo que estaba haciendo?

    —¿Qué? —preguntó Lola.

    —Un carajo. Lo tenían en esa oficina para que lo vieran, pero no lo escucharan. Un empleado negro simbólico, en caso de que fueran los empleados del gobierno. ¿Ese era su objetivo? ¿Aparentar?

    —Yo no quiero eso —protestó Lola.

    —Él tampoco. Quería participar, escribir informes, hablar en las reuniones sobre cómo ayudar a que la empresa mejorara, hacer presentaciones en PowerPoint para demostrar sus conocimientos frente al resto de los empleados.

    —¿Y qué le pasó?

    —Lo tiraron a la basura. Consiguieron otro negro, uno cobarde sin aspiraciones con una mejor actitud, alguien que entendiera su propósito en la vida.

    —A la mierda con ese trabajo. No quiero eso para mí. Quiero tener un nuevo propósito en la vida.

    Johnny sonrió levemente y dijo: —Sí. Sé que podrás hacerlo, ahora que destruiste esa maldita construcción.

    —Perdón por haber arruinado el plan para comprar la casa.

    —No te preocupes por eso. Vamos a buscar una solución.

    —Quizás pueda conseguir otro trabajo mejor ahora que tengo habilidades nuevas.

    —¿Habilidades nuevas? —dijo Johnny mientras se metía a la boca el último trozo de hamburguesa.

    —Sí. No te conté, pero estuve practicando —le dijo y sacó su celular para mostrarle la fosa perfecta que había cavado. Luego agregó: —Bonachón me dijo que podía ganar mucho dinero haciendo esto. Así podremos conseguir nuestra casa.

    Miró la foto con aprobación y luego comenzó a reír: —Buen trabajo, hija. Pero por lo que me contaste, tu futuro va en una sola dirección.

    —¿Cuál, papá?

    —La destrucción.

    —Eso no es gracioso, papá —respondió Lola haciendo fuerza para no reírse. Pero comenzó a imaginarse la cara de pánico de los hermanos Allen y no pudo evitar soltar una carcajada que le duró hasta el final del recorrido.

    Capítulo 4

    Ten Diez minutos después, habían entrado en el estacionamiento del edificio donde vivía Johnny. Tomó su celular Samsung Android del apoyabrazos del medio y llamó a la compañía de seguridad; discó una contraseña muy elaborada y comenzó a mirar un video ininterrumpido del apartamento.

    Miró a Lola y le preguntó: —¿Dejaste la puerta de tu closet abierta esta mañana?

    Lola pensó unos instantes: —Quizás. Salí apurada.

    —Hija, te lo dije una y mil veces.

    —Lo sé, lo sé. Cierra todas las puertas antes de salir.

    —¿Por qué no lo haces entonces si lo sabes? —la regañó.

    —Perdón, papá. Voy a tener más cuidado la próxima vez.

    Johnny se tomó unos minutos más para asegurarse de que no hubiera nada dudoso ni que nada estuviera fuera de lugar. El más mínimo cambio le llamaría la atención.

    Finalmente, detuvo el video, presionó algunos códigos más y se activó una pantalla verde con cuadrados rojos. Cada uno de ellos mostraba fotos de una determinada área del apartamento o de sus alrededores: el estacionamiento, la escalera, la entrada y el parque. Cada imagen indicaba la hora del día a la que un intruso (llamaba así a cualquier persona, incluso al resto de quienes vivían allí) invadía su espacio.

    Era su ritual de todos los días, que debía respetar cada vez que salía. Las cámaras de seguridad estratégicamente colocadas le permitían saber todos y cada uno de los movimientos sospechosos que ocurrían alrededor del pequeño complejo. Para Johnny, sospechoso tenía un solo significado: alguien enviado por la mafia.

    A lo largo de los años, Johnny había hecho muchos trabajos para la mafia de Chicago. Aunque no era un sicario, había matado en varias oportunidades. Uno de los hombres que había asesinado era Pequeño Vinnie Albóndiga DiVarco, un miembro conocido de la operación de la librería para adultos de la mafia. Una equivocación sobre unas patentes falsificadas terminó en un tiroteo entre ambos. Johnny salió herido, pero Vinnie murió. En las calles se escuchaba que el jefe de Vinnie, Joey el Payaso, le había jurado venganza a Johnny, una triste promesa que lo mantenía alerta y viviendo en la oscuridad.

    Johnny no les daba la posibilidad, y por ese motivo, continuaba con vida. Si un hombre quería continuar con vida con una máquina asesina en camino, necesitaba encontrar una máquina aún más veloz que le diera ventaja. Y la tecnología era esa máquina más veloz. La ventaja de las cámaras, los relés y el control remoto con wifi lo mantenían con vida.

    Luego de examinar imágenes del cartero, el conserje, la repartidora de pizzas, el conductor de FedEx y de otros intrusos familiares realizando sus actividades diarias habituales, apagó la pantalla.

    —Todo en orden —le aseguró a Lola mientras atravesaban el portón. Estacionaron debajo de la cochera techada de aluminio e iniciaron su camino por el estrecho sendero de madera.

    El apartamento de Johnny del segundo piso era una caja de zapatos de dos ambientes atestada de objetos con paredes grises y piso marrones de linóleo. La iluminación era escasa y los muebles parecían sacados de ventas de garaje y restos de las subastas de bienes embargados. A pesar de que Lola había colgado algunas fotos de toreros mexicanos en las paredes, el lugar parecía distante, como si jamás se hubiera convertido en un verdadero hogar.

    Johnny jamás tuvo la intención de que lo fuera. Le había comentado a un líder de la mafia de Southside sobre su altercado con Vinnie, con la esperanza de poder regresar a Chicago con un decreto oficial de amnistía. Pero en el oscuro mundo de Costra Nostra, uno jamás sabía si el perdón era real o un lento camino a una bala en la nuca.

    Johnny decidió que debía esperar hasta que Joey el Payaso muriera o terminara en la cárcel. Luego, en el momento exacto, volvería a las calles.

    A salvo en el apartamento, Lola se sirvió un gran vaso de jugo de naranja y se dirigió a su cuarto.

    —No lo olvides. Mañana tienes cita con el médico. No más excusas.

    —Sí, sí. Lo sé —gruñó Johnny mientras se dejaba caer sobre su silla de cuero frente a la televisión. Esperó a que se fuera de la habitación y se sirvió una medida de Johnny Walker Red.

    *******************************

    Temprano en la mañana, Lola se retorcía intentando despertarse de un sueño abrumador. Los hermanos Allen la llevaban a un bosque debajo de una colina empinada y la empujaban de la camioneta. Mientras caminaba entre la arboleda para regresar a la civilización, podía observar que dos leones feroces la acechaban. Luchaba para cruzar una pared de concreto para alejarse de su alcance, pero siempre resbalaba. Bonachón, que estaba parado sobre ese muro, intentaba ayudarla a escalar con un tronco, sin

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