Los Nazarenos: resumen en español moderno
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José Milla y Vidaurre, también conocido por su pseudónimo Salomé Gil, nació justo un año después de la independencia de Centroamérica, en 1822, y murió en 1882. Sin embargo, Los Nazarenos, al ser una novela histórica, se desarrolla doscientos años antes, durante el siglo XVII, en la ciudad que hoy conocemos como La Antigua Guatemala.
Esta novela relata la historia de una conjura contra el Gobierno colonial español, cuyos organizadores se hacen llamar Los Nazarenos; sin embargo, no se buscaba la independencia, sino un cambio en la administración colonial para favorecer a una de las dos familias nobles y ricas que se disputaban entre sí el poder local: los Padilla y los Carranza.
Este libro pertenece a la colección Síntesis, que consiste en resúmenes del canon literario adaptados para la mejor comprensión de los lectores del siglo XXI. Cada libro de la colección incluye una evaluación en línea para el lector y una evaluación de comprensión lectora descargable para el docente; dicha evaluación aborda las competencias interpretativa, argumentativa y propositiva.
María José Martínez Rendón
Docente auxiliar de inglés en la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC)
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Los Nazarenos - María José Martínez Rendón
Capítulo I
Donde el lector conoce a uno de los hombres más ricos de la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala
Aquellos lectores que conocen la villa de Esquipulas saben que es la antiquísima imagen de Cristo crucificado la que le ha dado tanta fama y atrae a millares de peregrinos. La imagen del Señor de Esquipulas fue construida en la Antigua Guatemala en 1595 por el célebre escultor portugués Quirio Cataño y el arzobispo Pardo de Figueroa le hizo construir un magnifico santuario que llama la atención del viajero que lo ve desde la cuesta que domina todo el valle.
El 14 de enero de 1655 por la tarde, dos caminantes bajaban dicha cuesta. Uno parecía un fino caballero de unos sesenta a sesenta y cinco años; el otro, que parecía más joven, era un hombre más sencillo que procuraba ser respetuoso con el primero, por lo que podría haber sido su criado o mayordomo.
El caballero se bajó de la mula que montaba y permaneció en silencio un breve rato hasta que, con mucha cólera, le dijo a su compañero:
—Gonzalo, tú que tienes los ojos sanos, fíjate si ves al condenado negro que debía ya habernos alcanzado y no aparece todavía. ¡Maldito sea él y toda su raza!
—Señor —contestó el otro—, no lo veo venir. Reflexione que hoy hemos hecho catorce leguas y para Macao no será fácil llegar al pueblo antes de las ocho de la noche.
Aquellas palabras, hechas en tono humilde, en vez de calmar al caballero aumentaron su impaciencia.
—¡Por vida de Barrabás! —dijo, dando una fuerte patada en el piso— ¡Quince horas para caminar catorce leguas con seis de las mejores mulas de las cuatrocientas que tengo, ¿te parece poco y te atreves a defender a ese canalla y borracho?! ¡Te prometo despellejarlo vivo al llegar a Esquipulas!
Después de aquello, Gonzalo consideró que era mejor callar, pues sus palabras tenían un efecto contrario al que se proponía.
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Capítulo II
El voto
Este señor, llamado don Juan de Palomeque y Vargas, a quien seguimos en el camino a Esquipulas, era uno de los principales vecinos de la ciudad de Guatemala y poseía, además de las cuatrocientas mulas, grandes cantidades de molinos de trigo y mucho ganado; así como ochenta esclavos y varias casas en la ciudad. Pertenecía a una familia respetable de origen español, pero había nacido en Guatemala. Tenía un carácter que, con el tiempo, se tornaba más violento e intratable.
Don Juan era soltero. Estaba acostumbrado a aislarse y, aunque sentía poco gusto por la vida en la ciudad, poco a poco empezó a frecuentarla y al final terminó por establecerse ahí. Iba a sus fincas muy poco porque su presencia ya no era necesaria. Gonzalo Méndez era hijo de un antiguo arrendante de una de las propiedades de la familia Palomeque y había llamado la atención de su amo por su inteligencia y facilidad con la que manejaba las cosas del campo. De ser un simple caporal fue elevado a administrador y hasta confidente del patrón. Era su brazo derecho y hacía lo que quería su señor.
Los malintencionados atribuían la influencia que ejercía Gonzalo sobre don Juan a diferentes causas. Unos decían que tenía a su amo envuelto en negocios graves; otros pensaban que Gonzalo era el hijo bastardo de don Juan; y, por último, algunos creían que el astuto administrador tenía pacto con el diablo y que, a fuerza de brujería, había logrado dominar al amo. No se sabría decir cuál de esas teorías era la verdadera, pero lo cierto es que don Juan de Palomeque y Gonzalo Méndez eran uña y carne.
Palomeque había comenzado a perder la vista al punto de sufrir una grave oftalmia. Los grandes curanderos y adivinos de la ciudad habían ensayado toda clase de medicinas y brebajes que no habían logrado curarlo, por lo que decidió hacerle una visita al Señor de Esquipulas para pedirle por su recuperación. Don Juan consideraba el asunto un simple negocio mezquino entre el Señor de Esquipulas y él, así que llevaba consigo una cadena de oro de tres varas de largo.
Al estar a unos pasos de la iglesia, Palomeque se arrodilló y comenzó a andar con actitud devota.
—Señor de Esquipulas —decía el caballero—, tú no has de ser como aquellos malditos médicos de la ciudad. De ti solo espero la conservación de mi vista… Gonzalo, ¿no viene ese perro caribe todavía?
El administrador movió la cabeza en señal de negación y Palomeque arremetió con ira maldiciendo y amenazando con desollar al hombre al mismo tiempo que le rogaba a Jesucristo que le devolviera la vista y quedara bueno y sano.
—Es mucha la falta que me hace la vista, ¿qué será de mis intereses si la pierdo…? ¿No aparece, Gonzalo, con todos los diablos? ¡Maldito negro…!
Así siguió caminando de rodillas entre los peregrinos que iban con un espíritu humilde y diferente al del mal caballero. Finalmente llegó frente a la imagen en donde hizo una oración y depositó la cadena al pie del crucifijo. En ese momento desapareció el velo opaco que cubría sus ojos. Estaba curado, pero conservaba la peor ceguera: la del alma.
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Capítulo III
La cadena
Palomeque salió de la iglesia lleno de felicidad y se dirigió a la casa que le habían preparado: la mejor del pueblo. Estaba sin muebles porque todo venía con el equipaje que transportaba Macao, por lo que don Juan debió permanecer de pie todo el tiempo. Y aunque estaba lleno de gozo, no perdonó las cuatro horas más que el esclavo tardó en llegar hasta el lugar y, al escucharlo, se lanzó a la calle a recibirlo a gritos.
—¡Negro condenado! —dijo don Juan— ¿Por qué vienes hasta ahora?
El hombre, abatido de cansancio e incorporándose, le explicó que tres de las bestias se habían cansado y andaban más despacio. Don Juan estaba tan molesto que tomó al esclavo del cuello, lo tiró al piso y lo molió a golpes. Luego, tomó el látigo y lo azotó por quince minutos.
Después de que el amo desahogara su cólera, mandó a otros cuatro criados a que amarraran al esclavo a un árbol para que pasara allí la noche y terminara su castigo al siguiente día. Más tarde, don Juan fue a cenar, conversó un rato con Gonzalo y se fue a dormir.
Mientras todos dormían, Macao, que seguía atado al árbol, esperaba a que todos estuvieran profundamente dormidos para tratar de soltarse. Después de casi una hora logró soltar una de sus manos y buscó un chaye para cortar el cordel que sujetaba la otra. Una vez libre, se puso de pie y se dirigió al rancho en donde dormían los criados. Llegó sin ser descubierto, tomó una escopeta, salió de la casa y se adentró en un bosque en donde se sentó a esperar con la escopeta sobre las piernas.
Al día siguiente, los criados de Palomeque se dieron cuenta desde muy temprano de que el esclavo se había fugado y de que hacía falta una escopeta. Más tarde, cuando don Juan despertó y se enteró de la situación, insistió en que Macao debía estar cerca, pues el miedo lo había hecho huir y se había llevado la escopeta para cazar algunos venados. Mandó a llamar al alcalde, a quien encargó que lo buscara, pues estaba seguro de que no estaría lejos.
Esa mañana, Palomeque decidió descansar en Esquipulas y salir por la tarde de vuelta a Guatemala. Después de la comida recibió noticias del alcalde, quien no había logrado localizar al fugitivo, así que, vomitando injurias y amenazando al hombre con terribles castigos si no encontraba en cuatro días al esclavo, montó en una mula y partió hacia Guatemala.
Ya de camino, don Juan conversaba con Gonzalo acerca del milagro que se le había concedido, cuando llegaron a una zona estrecha y de mucha vegetación en donde estaba oculto Macao, al acecho y listo para tomar venganza.
—¡¿Gracias al Señor de Esquipulas por el milagro?! —exclamó don Juan, con una carcajada irónica— ¡Gracias más bien a mi cadena de oro, querrás decir!
Horrorizado, Gonzalo no pronunció una sola palabra ante tal blasfemia, mientras don Juan metió la mano en su bolsillo y la retiró despavorido, sacando la cadena de oro que el día anterior había puesto a los pies de la imagen de Jesucristo. De pronto, sus ojos fueron cubiertos por una intensa oscuridad y gritó:
—¡Estoy completamente ciego! —y cayó de la mula en brazos de Gonzalo.
En ese momento se escuchó un arma de fuego y una bala pasó rosando su cabeza sin herirlo. La caída había salvado a don Juan. Gonzalo llamó a los criados para que los ayudaran, mientras observaba la cadena enrollada entre los dedos del amo y murmuró con una sonrisa irónica:
—El señor de Esquipulas ha deshecho el trato.
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Capítulo IV
La conversación del presidente
Habían pasado dos meses desde aquel acontecimiento y todos en el país hablaban del asunto con asombro, pero con cautela, dada la importancia social de Palomeque. Mientras tanto, don Juan atribuía su ceguera al fuerte sol durante su viaje a Esquipulas y, más que aprovechar el momento para arrepentirse, se mostró cada vez más dominado por las malas actitudes de su alma.
Pero hablando de otros personajes de la historia, una de las últimas noches de marzo de ese año, un Domingo de Pascua de Resurrección, se había organizado una reunión en el palacio de la Real Audiencia o del presidente y capitán general. La sala principal estaba muy finamente adornada para la ocasión. Dos caballeros conversaban en el salón, eran don Fernando de Altamirano y Velasco, conde de Santiago de Calimaya, capitán general del Reino de Guatemala y presidente de su Real Audiencia, y su hijo don Enrique, adelantado de Filipinas.
—¿Y vendrán todos esta noche? —preguntaba el conde al adelantado, con aire inquieto.
—Pienso que sí, señor —respondió don Enrique.
—Bien, Enrique —dijo el presidente.
De pronto empezaron a llegar los primeros personajes. A las nueve de la noche estaban reunidos todos los caballeros notables y de alto rango que había en Guatemala. Estaban en las diferentes salas destinadas al juego y, entre ellos, doña Elvira de Lagasti, esposa del adelantado de Filipinas, una mujer muy hermosa que sobresalía entre todos. Sus padres la habían casado con el hijo mayor del conde de Santiago de Calimaya, quien tenía unos cuarenta años y era viudo y a quien la joven apenas conocía. Tuvo que obedecer y entregó su mano a aquel hombre por el que sintió una gran repugnancia desde el primer momento. Pronto, el adelantado se había convencido de que nunca podría conquistar el amor de su esposa y se había entregado a la política y al juego, mientras a Elvira le roía el alma el aburrimiento y el fastidio que sentía desde su llegada a Guatemala en 1654, en donde incluso llegó a enfermar, pues permanecía encerrada. Fue hasta principios de 1655 cuando la bella señora cambió repentinamente. Empezó a relacionarse con las familias notables y recobró su alegría y encanto. Nadie entendió el cambio en ella; era un misterio para su esposo y para su suegro.
Esa noche, doña Elvira estaba inquieta y distraída, aunque procuraba mantener la conversación con señoras y caballeros, entre ellos uno que no separaba sus ojos de la bella dama: el hijo de su marido, don García de Altamirano, quien se encontraba rodeado de sus íntimos amigos.
A eso de las