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Libro electrónico355 páginas6 horas

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Información de este libro electrónico

La búsqueda de la verdad de una mujer revela un oscuro secreto familiar enterrado hace mucho tiempo, en el pasado nazi de Praga.

PREMIOS: Seleccionado como uno de los mejores libros de ficción del galardón Pinnacle Book Achievement Award. Otoño de 2015.

«Imagine la Lista de Schindler escrita por Stephen King». ~ Nikki

Todas las familias esconden secretos, pero algunos son más oscuros, más profundos y más dolorosos que otros.

Vanesa Neuman es la hija de unos supervivientes del Holocausto. Su infancia, en la estrecha intimidad del sur de Tel Aviv, está ensombrecida por las tácitas experiencias de guerra de sus padres. El pasado es para ella como un libro cerrado... hasta la muerte de su padre, momento en que el libro se abre, literalmente. Vanesa debe desvelar a toda costa el misterio del diario que ha heredado —y del extraño símbolo que contiene—.

Con el telón de fondo de la ocupación nazi y el Museo Judío de Praga —«El museo de una raza extinta» de Adolf Eichmann—, Galerie es una vertiginosa novela histórica que sigue la tradición de La llave de Sara, de Tatiana De Rosnay. Desde el centro Yad VaShem para la investigación del Holocausto, en Jerusalén, hasta las callejas de Praga y el interior del antiguo «gueto paraíso» de Theresienstadt, el camino del conocimiento que recorrerá Vanesa le revelará un pasado familiar más oscuro de lo que nunca imaginó —un secreto que se ha mantenido con vida durante más de cinco décadas—.

IDEAL PARA CLUBS DE LECTURA: Se incluye una guía para clubs de lectura al final de la obra.

Evolved Publishing presenta una emocionante ficción histórica que examina cómo los horrores del Holocausto siguen presentes después de generaciones, y cómo incluso las más profundas heridas causadas por la traición pueden terminar curando.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2019
ISBN9781547565863
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Autor

Steven Greenberg

Briefly…. I am a professional writer, as well as a full-time cook, cleaner, chauffeur, and work-at-home single Dad for three amazing teenagers. Born in Texas and raised in Fort Wayne, Indiana, I emigrated to Israel only months before the first Gulf War, following graduation from Indiana University in 1990. In 1996, I was drafted into the Israel Defense Forces, where I served for 12 years as a Reserves Combat Medic. Since 2002, I’ve worked as an independent marketing writer, copywriter and consultant. More than You Asked for…. I am a writer by nature. It’s always been how I express myself best. I’ve been writing stories, letters, journals, songs, and poems since I could pick up a pencil, but it took me 20-odd years to figure out that I could get paid for it. Call me slow. After completing my BA at Indiana University - during the course of which I also studied at The Hebrew University of Jerusalem and Haifa University - I emigrated to Israel only months before the first Gulf War, in August 1990. In 1998, I was married to the wonderful woman who changed my life for the better in so many ways, and in 2001, only a month after the 9/11 attacks, my son was born, followed by my twin daughters in 2004. In late 2017, two weeks before my 50th birthday, my wife passed away after giving cancer one hell of a fight. Since 2002, I’ve run SDG Communications, a successful marketing consultancy serving clients in Israel and abroad.

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    Vista previa del libro

    Galerie - Steven Greenberg

    DEDICATORIA

    Para Segev, el mejor compañero de viaje, investigador, editor, asesor narrativo e hijo que ningún hombre podría desear.

    www.EvolvedPub.com

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    GALERIE

    Copyright © 2015 Steven Greenberg

    Copyright del diseño de cubierta © 2015 Mallory Rock

    Diseño interior realizado por D. Robert Pease

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    Editor adjunto: Michelle Barry

    Editor jefe: Lane Diamond

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    Traducido por Daniel Palacios Martínez

    ~~~

    Sobre la licencia del ebook:

    Queda prohibida la reproducción o transmisión, por cualquier medio, de cualquier parte de este libro, salvo que se otorgue autorización escrita para ello, excepto en el caso de citas breves usadas en críticas y análisis, o las excepciones reguladas por la ley vigente. Todos los derechos reservados.

    La licencia de este ebook se ha otorgado únicamente para su disfrute personal. Le agradecemos que no lo revenda o regale a terceras personas. Si desea compartir este ebook le rogamos que compre una copia adicional para cada usuario. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no ha sido adquirido para su uso exclusivo, rogamos que adquiera una copia en su proveedor de ebooks. Le agradecemos su respeto por el arduo trabajo invertido por el autor de esta obra.

    ~~~

    Descargo de responsabilidad:

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y acontecimientos que aparecen en ella son producto de la imaginación del autor, o este los ha usado de modo ficcional.

    Índice

    Dedicatoria

    LIBRO 1

    Capítulo 1 Dulzura

    Capítulo 2 Bienvenida a Praga

    Capítulo 3 Una colegiala de Kladno

    Capítulo 4 Perseverancia

    Capítulo 5 Moe

    Capítulo 6 Sin alma

    Capítulo 7 Plan de contingencia

    Capítulo 8 Zvi

    Capítulo 9 Algo roto

    Capítulo 10 El Golem

    Capítulo 11 Confirmación

    Capítulo 12 Terezín

    Capítulo 13 La mentira

    Capítulo 14 Los barracones

    LIBRO 2

    Capítulo 15 Compuertas

    Capítulo 16 Respeto

    Capítulo 17 Silencio pegajoso

    Capítulo 18 Beneficioso para todos

    Capítulo 19 Resignación

    Capítulo 20 Arte

    Capítulo 21 El camino de baldosas amarillas

    Capítulo 22 Plan X

    Capítulo 23 La verdad

    Capítulo 24 Mutuo interés

    Capítulo 25 Traición

    Capítulo 26 Galerie

    Capítulo 27 No más preguntas

    Epílogo

    Guía_para_clubs_de_lectores

    Agradecimientos

    Apéndice

    Bibliografía

    Acerca_del_autor

    Mi_próxima_novela

    Otras_novelas_de_Evolved_Publishing

    PRÓLOGO

    Praga, 1943

    El chico estaba sudando a pesar del húmedo frío de noviembre que hacía en la habitación del sótano. Respiraba jadeante mientras se mecía. Tenía el rostro acurrucado entre unas rodillas enjutas que asomaban a través de unos pantalones raídos como dos tenues farolas en un callejón oscuro. Había formado un ovillo y sus delgadísimos brazos le abrazaban las piernas con tanta fuerza que las puntas de sus sucios dedos se habían vuelto blancas.

    Ya había visto más de lo que ningún niño de doce años debería presenciar, y mucho menos asimilar.

    Captó los detalles individuales de la escena, muchos de los cuales resultaban familiares por sí mismos: la mesa, la bombilla parpadeante que colgaba del techo como un cordón umbilical, las múltiples y afiladas herramientas de su padre.

    Era una visión familiar; pero cuando su padre se hizo a un lado dejando de bloquear el campo de visión del chico, fue cuando el conjunto se volvió incomprensiblemente mayor que la suma de sus partes. Ese fue el momento en que el corazón pareció salirse de su pecho descarnado, ordenándoles a aquellos pies cubiertos de cuero raído que corriesen; que corriesen inmediatamente.

    Y tuvo que correr. De vuelta a la despensa vacía del sótano cuyas paredes de piedra sudaban en verano y radiaban frío en invierno. Desde que el tiempo se había vuelto más frío, lluvioso y deprimente, pasaba más tiempo allí, en el sótano. Desde que ya no era posible jugar en el pequeño y deteriorado patio del exterior del edificio, había convertido su interior, prácticamente vacío, en un parque personal de juegos. El chico conocía de arriba abajo cada rincón del edificio de piedra caliza; desde rincones como su actual refugio subterráneo, hasta las habitaciones del ático cuyas buhardillas parecían erguirse de puntillas y desde las que se podía, ocasionalmente, vislumbrar viandantes en la estrecha calle empedrada de debajo.

    Entonces, se acercó a la principal tubería de aguas residuales, la cual proporcionaba un calor tenue que siempre resultaba reconfortante, mientras que no merodease por el origen. No debería haber estado cerca del taller de su padre en el subsótano, en lo equivalente a varios pisos por debajo de su actual refugio.

    «Nunca cruces esta puerta, ¿lo entiendes? Prométemelo». Su padre le había obligado a prometerlo en voz alta.

    Nunca había cruzado la pesada puerta de metal con aquel símbolo grabado en ella, que conducía a la brillante escalera que descendía en una abrupta espiral. Pero con doce años, y sin ninguna persona cerca, se sentía solo y aburrido; por no mencionar irremediablemente curioso. No le había llevado mucho tiempo encontrar los amplios conductos de ventilación que le permitieron moverse de manera subrepticia por todo el edificio, hasta el sótano donde se escondía e incluso hasta el enorme subsótano. Pero hoy la puerta del taller se había quedado abierta, apenas lo suficiente para que un ojo pequeño pudiese fisgar a través de la apertura, y resultaba irresistible...

    Su respiración se hizo más lenta y alzó con indecisión su cabeza morena y rizada. Abrió primero un ojo y después el otro, cerciorándose de la seguridad del entorno. La pequeña despensa de piedra estaba vacía y él estaba solo. Por el momento.

    También había estado solo durante los primeros meses. Su padre no había tenido tiempo para él, ocupado entre las largas horas que pasaba en el taller y los aparentemente interminables negocios que se traía con el hombre de aspecto regio y espalda erguida que venía varias veces al día, ataviado en una gabardina negra de lana, sombrero, guantes de cuero y un pin plateado en la solapa que mostraba el mismo extraño signo que la puerta. Su padre siempre mostraba respeto y gratitud al hombre y obligaba al chico a imitarle, porque si eran educados y trabajaban duro, el hombre les traería a su madre. Ella había quedado atrás, en Terezín, pero seguía a salvo.

    Los inicios de una sonrisa parecían florecer en los labios agrietados del chico. Dentro de poco, al menos, dejaría de estar solo. Llegaría más gente. Siempre lo hacían. Le gustaba conocerlos, conocer a esas personas nuevas. Eran amables, llenos de esperanza, contaban historias con divertidos acentos; algunos de los cuales, en ocasiones, no entendía. Vestían y olían de modo extraño. Se alzó tan alto como pudo, se sacudió el polvo de los pantalones y se dirigió hacia la puerta.

    Al salir de la habitación se dio la vuelta, miró atrás, y la luz de la curiosidad infantil comenzó a eclipsar su semblante oscuro. Se imaginó la habitación llena otra vez de voces, olores y esperanzas. «Sí». Pensó, mostrando ahora una auténtica sonrisa, «gente nueva hará de este lugar algo mucho mejor».

    LIBRO 1

    CAPÍTULO 1 – DULZURA

    Praga, diciembre de 1991

    Un desvencijado tranvía avanzaba serpenteante. Su techo de metal sin pintar desentonaba con los rojizos paneles laterales. Una pareja de focos penetraban la oscuridad del atardecer como los ojos de una serpiente al mismo tiempo que emergía de las profundidades del edificio, resonando al pasar al lado de Vanesa Neuman. Desde su banco a la sombra de las cuatro columnas de la iglesia de San Salvador, el chirrido de las ruedas del tranvía, mitigado por una capa de nieve crujiente, se desvanecía veloz a su paso. Sólo permanecía el olor acre a electricidad de los cables sobre-calentados, que parecía tratar de preservar su memoria.

    Antes incluso de partir de Tel Aviv me había dicho que Praga ya era en 1991 como una especie de recuerdo... y no precisamente un buen recuerdo. Nunca había visitado la ciudad y nunca había tenido la intención de hacerlo. Durante años había escuchado de boca de su padre todo lo que necesitaba saber sobre ella. Sabía lo que necesitaba saber y nunca había sentido la necesidad de averiguar más sobre aquella ciudad.

    Durante toda su vida había oído hablar de la belleza de Praga, de su misterio, de su rica historia, de su imponente arquitectura. Pero también de su insidiosa traición, de la lenta pero imparable espiral desde la discriminación y la persecución hasta los reinos de la miseria, el dolor y la muerte.

    «No gracias», había pensado. «No necesito ver este lugar».

    Sin embargo, allí estaba. ¡Y maldita sea! Su cita llegaba tarde. Tenía que encontrarse en el lugar convenido, puesto que sólo había una iglesia de San Salvador en Praga, en la calle Krizovnicka, justo en frente del emblemático puente de Carlos. Debían de encontrarse justo allí, a las cinco en punto, al abrigo de las inmensas columnas de la iglesia.

    Los ojos impávidos de las seis estatuas de mármol que se cernían sobre Vanesa, cubiertas por un abrigo de nieve virgen, la contemplaban con desdén. Ya eran las cinco y media y la oscuridad era casi absoluta. Aun así, Vanesa, al igual que las estatuas, seguía esperando.

    Los viandantes iban y venían ocultos en lo más profundo de sus abrigos y bufandas. Las farolas titilaban del mismo modo que lo hacían los alegres adornos navideños que colgaban de sus postes, arrojando peligrosas sombras sobre la carretera por la que circulaban algunos Skodas.

    Vanesa trató de resguardarse más profundamente bajo la escasa protección que las columnas ofrecían. Se cernían amenazantes y pesadas sobre ella, sin que la cortina de adornos navideños que revestían la ciudad pudiese hacer nada para mitigar la amenaza. Apretó con fuerza el largo abrigo de lana alrededor de su pequeño cuerpo y se colocó el sombrero por debajo de las orejas, haciendo que sus rizos oscuros sobresaliesen en ángulos imposibles. Aun así, seguía tiritando. Pisoteaba el suelo con las botas sin mucho entusiasmo, en un vano intento por calentarse los pies.

    Nunca había conocido el frío de verdad. A lo largo de toda una vida bajo el sol de Tel Aviv, presente durante prácticamente todo el año, el frío, al menos un frío cortante como el del aire de Praga en pleno diciembre, era para ella un elemento desconocido. El frío de Tel Aviv apenas parecía acariciarte. El frío de los Altos del Golán, al que se había enfrentado durante el servicio militar, te golpeaba en el rostro y entumecía los lóbulos de las orejas y los dedos de los pies. El frío húmedo de Jerusalén podía calar hasta los huesos. Pero el frío de Praga te paralizaba y parecía devorarte, como haría una piraña con las puntas de unos dedos sumergidos en el agua.

    Me había contado que no había querido venir a esta tierra en la que sus antepasados habían vivido durante alrededor de 500 años; a esta tierra en la que el 85% de los judíos habían sido exterminados en lugares sobre los que había leído o escuchado en susurros pronunciados en checo, cuando su padre conversaba con amigos o clientes en la tienda.

    «¡Claro que me acuerdo de Luba!», exclamaba su padre o alguno de sus amigos cuando descubrían que compartían algún antiguo conocido. El entusiasmo era seguido, inevitablemente, de un guiño de mutuo entendimiento, de un gesto en su dirección, de unas miradas que se escondían cuando cualquiera de ellos pronunciaba ciertas palabras, generalmente: «Auschwitz», pero en ocasiones «Maly Trostenets», «Sobibor», «Izbice», o simplemente, «los transportes».

    No había venido a Praga porque hubiese querido hacerlo, sino porque necesitaba hacerlo. Una necesidad que la había llevado a estar esperando en aquel rincón helado para encontrarse con un hombre al que solo conocía por medio de su tío Tomas. Un hombre cuya voz grave y autoritaria sólo había escuchado brevemente a través de una estridente conferencia internacional. Necesitaba comprender el regalo que su padre le había hecho en su lecho de muerte para poder rellenar los tremendos vacíos que representaban la vida de este durante la guerra. Necesitaba saber más sobre el hombre que la había criado tras la muerte de su madre, un hombre cuyo rostro no creció alumbrado por el ostentoso sol de Tel Aviv, sino por la luz tenue, gris y bohemia que en aquel momento iluminaba el rostro de Vanesa.

    Suspiró. Su contacto principal en Praga la había dejado plantada, abandonándola como la única actriz en una escena en la que la imagen de una calle se desvanece lentamente.

    «Un tranvía avanza despacio», narraba para sí misma en un intento de aliviar el aburrimiento y olvidarse del frío. «Una destartalada farola parpadea. Los turistas avanzan rezagados por el puente de Carlos, seguidos de cerca por artistas que arrastran sus mercancías en carros ingeniosamente diseñados. Otro tranvía, a este le chirrían las ruedas. Entran en escena más coches. Entran en escena viandantes. Aparece un chico montando en bicicleta, resbalando en la nieve dispersa. Cada vez hay menos viandantes. Finalmente, desvaneciéndose con una lentitud agonizante, el escenario se oscurece por completo, y la calle queda desierta. Cae el telón».

    A las seis y cuarto desistió y emprendió el camino de vuelta. Medio kilómetro hasta llegar a su hotel, cercano a la Plaza de la Ciudad Vieja. A mitad de camino, bajando por la calle Platnerska, ya podía ver los desiguales capiteles gemelos de la catedral de San Nicolás asomándose por encima de los edificios y de los árboles desnudos. Sus pasos, que crujían ocasionalmente cuando pisaban las zonas donde se acumulaba la nieve, habían comenzado a resonar en la calle desierta.

    Tiempo después me contó que, al contrario de lo que sucede en las películas, nunca llegó a escuchar el sonido de otros pasos. Nunca llegó a vislumbrar la sombra de una figura acechándola, nunca llegó a ver un coche en el que una figura con un gorro oscuro la observaba furtiva mientras avanzaba hacia ella. Sencillamente, estaba caminando y un segundo después la empujaban hacía un callejón.

    Dos hombres la inmovilizaron, ambos calvos y embutidos en unas botas altas, negras y de estilo militar. Uno apestaba a ajo, el otro hedía a alcohol, probablemente vodka. Una vez fuera de la calle, Ajo la agarró por detrás y le sujetó los brazos a la espalda. Podía sentir su aliento fétido en el cuello. Vodka le tapó la boca con una mano fría. Ambos ignoraron su admirable pero inútil intento por resistirse. La empujaron a las profundidades del callejón y desde allí, a través de un portal bajo, hacia el interior de lo que parecía un cuarto de basuras, a juzgar por el hedor fétido. Una puerta de rejillas metálicas se cerró eliminando abruptamente cualquier resquicio de los sonidos de la ciudad que pudiesen oírse por encima de la lucha de Vanesa.

    Vanesa no había llorado el día que su padre le había dicho que su madre había muerto. Sola, por la noche, en la esterilidad verdusca del centro médico de Sourasky en Tel Aviv. Tampoco había llorado durante el funeral, ni durante la Shiva; el periodo tradicional de siete días dedicado al luto. Me contó que nunca había sido una «chica emocional» porque siempre había sabido, y con frecuencia le habían recordado, que fuesen cuales fuesen sus preocupaciones presentes, no eran nada en comparación con lo que sus padres habían vivido. ¿Qué derecho tenía ella, una chica a la que nunca le había faltado algo que llevarse a la boca o ropa con la que vestirse, de quejarse a dos supervivientes del Holocausto... acerca de nada? ¿Quién era ella para quejarse por un juguete perdido, por golpearse un dedo, por un insulto, incluso por una única muerte, cuando todas las memorias de su infancia estaban repletas a partes iguales de almas vivas y de los fantasmas del pasado de sus padres?

    «Por eso, desde una edad muy temprana, me enfrenté en una batalla épica contra las lágrimas». Me contó. Había ganado ella, pero fue sólo una victoria pírrica. Las lágrimas, una vez derrotadas, se resistían a volver, incluso cuando se las necesitaba.

    Sólo su tío Tomas había logrado rescatar unas pocas gotas del pozo seco de lágrimas de Vanesa cuando esta tenía doce años. Su tío Tomas, con su abrigo de lana que por aquel entonces tenía siempre un vago olor como a carroña y con aquel número negro azulado y casi imperceptible grabado en su antebrazo. Un número que hacía tiempo que ella había grabado en su memoria: A-25379.

    Los rígidos modales germanos de su tío eran, según ella, nada más que un exoesqueleto congelado que el sol del mediterráneo no había logrado derretir aún. Su padre parecía alternar entre el desprecio y una admiración reticente hacía el tío Tomas, a quien siempre mantenía a cierta distancia, pero nunca demasiada.

    A pesar del estatus familiar que le daba ser el pariente vivo más cercano, en realidad, el tío Tomas no era realmente un pariente, sino más bien un socio comercial del abuelo de Vanesa, copropietario de la pequeña tienda en la calle Nahalat Binyamin en el sur del barrio obrero de Florentine en Tel Aviv.

    Las lágrimas tampoco habían querido volver cuando cuatro años más tarde murió su abuelo Jakob. Lo habían encontrado desplomado sobre su banco de trabajo en el lóbrego cuarto trasero de la tienda. La luz de una bombilla solitaria se reflejaba en el acero inoxidable de la espátula que aún agarraba con una mano y su frente reposaba con suavidad sobre la otra.

    Se volvía a demostrar que sólo el rígido confort que había encontrado en la aquiescencia del tío Tomás podía hacerla llorar. Era como si este hubiese guardado la llave secreta de las puertas de su dolor. Afortunadamente, siempre había sido caritativo en sus deberes como guardián.

    Si sus padres habían sido como libros cerrados, su abuelo había sido una biblioteca inaccesible para Vanesa. Un área restringida y acordonada con una malla de acero pintada de alegres colores; superficialmente decorada, pero sombría en esencia. Vanesa no había conocido nunca a una persona más callada, a pesar de que siempre sonreía cuando ella atravesaba la tienda en dirección a casa después del colegio; pues el domicilio familiar estaba justo en el piso de arriba. Su abuelo levantaba la vista de lo que fuese que estuviese raspando, amoldando o recortando, con una sonrisa distraída, como si hubiese olvidado algo y la llegada de Vanesa le hubiese refrescado la memoria. Un brevísimo momento de satisfacción. Entonces bajaba de nuevo la cabeza y sin mediar palabra volvía al trabajo, dejándola explorar libremente la tienda en busca del caramelo que él escondía en un lugar diferente cada día.

    «Así es como aprendí a buscar más allá del silencio y encontrar la dulzura, tanto en la tienda como en la vida». Me dijo una vez.

    Pero no había dulzura alguna que encontrar en lo que Vodka y Ajo hicieron a Vanesa en aquel oscuro cuarto de basuras de Praga, del mismo modo que no había habido ninguna dulzura en la inoportuna muerte de su padre a la edad de 60 años, apenas seis meses antes.

    No hubo dulzura, pero tampoco hubo lágrimas.

    CAPÍTULO 2 – BIENVENIDA  A PRAGA

    Praga, diciembre de 1991

    Arrojaron a Vanesa contra el frío suelo de cemento. Ella retrocedió deslizándose por la capa congelada de desperdicios hasta que la parte trasera de su cabeza golpeó contra un mugriento muro de ladrillos. El funesto golpe hizo que le rechinaran los dientes.

    Se recuperó despacio, acompañada de un silencio amenazante. Los ojos se adaptaron a la semioscuridad, captando hilos de luz que se colaban por la oxidada puerta de rejilla metálica.

    Las dos imponentes siluetas se alzaban sobre ella. Había suficiente luz para que Vanesa pudiese distinguir una esvástica tatuada en el cuello de uno de ellos cuando este se giró. Ninguno trató de ocultar su rostro. Ambos la observaban como impresionados por su éxito hasta ese momento, pero dubitativos sobre cómo proceder. Finalmente, Ajo tomó la iniciativa hablando en un checo nada acentuado.

    «Bien, zorra, señorita...». Se miró la palma de la mano como si estuviese leyendo algo escrito en ella, pero finalmente decidió no pronunciarlo. Miró de soslayo a Vodka en busca de apoyo, se giró de nuevo hacia Vanesa, sonrió mostrando unas muelas enfermizas y adoptó un tono oratorio casi formal.

    «Eh... bienvenida a Praga, la joya de Bohemia. Como parte del paquete de bienvenida a nuestra ciudad, reservado a las zorras entrometidas como tú, nos gustaría aclararte algunas normas y costumbres locales. La primera regla es que pasarse de curiosa puede tocarle los huevos a algunas personas...». Escupió en dirección a Vanesa y se giró de nuevo hacía Vodka en busca de apoyo.

    Vodka asintió perspicaz, retorciéndose las manos en un gesto de expectación manifiesta.

    Vanesa se apretó aún más contra el húmedo muro de piedra, el cual proporcionaba un tenue consuelo, por el simple hecho de que no era alto, musculoso y no se abalanzaba sobre ella con una esvástica tatuada.

    Ajo comenzó a desabrocharse el cinturón mirando a Vodka con una expresión de lasciva satisfacción. Todo resquicio de desafío en el rostro de Vanesa fue sustituido por una expresión de miedo evidente, lo cual satisfizo a Ajo y le animó a continuar. «... y tocarle los huevos a la gente en Praga ha demostrado históricamente tener desagradables consecuencias, como ya deberías saber».

    «Prosim». Gritó Vanesa en checo. «Por favor...».

    Mientras los dos hombres se cernían sobre Vanesa, los últimos resquicios de luz abandonaban la fétida habitación como una última y solemne exhalación.

    Wisconsin, 1981

    Cuando la conocí, Vanesa Neuman tenía más preguntas que respuestas y un evidente deseo de formularlas. En una ocasión bromeé comparando su insaciable curiosidad con una suerte de pozo intelectual sin fondo que se tragaba cualquier cosa que se arrojase dentro. Vivía aquella vida llena de preguntas como en una especie de monólogo interior en el que una cuestión daba inevitablemente lugar a otra. Un tema como el desconchón de la pintura podía derivar fácilmente en la alegoría de la caverna, desviarse a la vida interior de los mosquitos, saltar al precio del comedor de esa misma tarde y terminar divagando sobre la cetrería en Mongolia.

    Con el paso de los años la ratio de preguntas y respuestas se fue invirtiendo lentamente. A través de fanáticos, tecnócratas, taxistas y algún que otro loco diagnosticado, Vanesa obtuvo demasiadas respuestas. Consiguieron ir acabando con sus preguntas, como si aquel almacén intelectual tuviese finalmente un volumen finito. Y Vanesa fue alejándose cada vez más de mí.

    Sin embargo, el contacto con algunas personas que se cruzan en tu vida nunca desaparece por completo. En el verano de 1981, más de una década antes de que escuchase por primera vez la palabra «Galerie», Vanesa se convirtió en una de esas personas.

    Yo era un estudiante universitario excesivamente serio. Trabajaba como monitor de chicos de instituto en un campamento enclavado en un bosque, a unas dos horas de Chicago.

    El amplio terreno del campamento abarcaba hasta el borde de una zona todavía boscosa que el área urbana había comenzado a ocupar sin ser invitada. El borde opuesto se extendía por una zona del bosque densa e impenetrable, en cuyas entrañas ni siquiera los campistas más osados se atrevían a adentrase. Al este, la propiedad envolvía un lago de arena artificial y fondo lodoso, el cual albergaba una lancha motora y un pequeño catamarán, además de una pequeña flotilla de canoas y botes a pedales, famosos por proporcionar una mera ilusión de movimiento.

    Dona, la directora costera, reinaba sobre el lago. Su palabra, reforzada por un agudo silbato con el poder de taladrar tímpanos, era la ley. Una ley tan absoluta, según se rumoreaba con descaro, como la de su ingente predecesor, de quien se decía que en una ocasión había aplastado a un gatito extraviado que cometió el lamentable error vital de recostarse en la silla del socorrista.

    Vanesa representaba el prototipo de dieciseisañera. Era una campista del grupo de más edad en el que yo ejercía como monitor en una de las casetas. Medía 1,62 metros calzada en sus All-Stars. Era bajita y algo rolliza si se la comparaba con las aspirantes a Madonna de su caseta. Pero podías sentir el fuego de su mirada, lo sentías en el modo en que sus ojos se clavaban en los tuyos sin una sombra de duda, sin un ápice de timidez, interrogándote como un fiscal de distrito para emitir acto seguido su juicio implacable, como uno de esos jueces que condenaban a la horca a cuatreros en el salvaje oeste. Cuando discutía, Vanesa se sacudía los rizos oscuros a la altura de los hombros y se inclinaba sobre su interlocutor, con aquella figura de pechos pequeños, de un modo que parecía que no sólo su mente, sino todo su cuerpo tratase de imponer su punto de vista.

    Caí prendado al instante y aún lo estoy hoy en día; no tanto por aquello en lo que se ha convertido, como por lo que ella sigue siendo para mí, es decir, aquella dieciseisañera.

    Mis campistas de rostros marcados por el acné, híper-hormonados e inexpertos (al fin y al cabo, estábamos en los 80) vivían durante un mes, lo que duraba cada temporada de camping, en aquellas desvencijadas casetas de madera conmigo y otro monitor. Las casetas, que eran definidas por los folletos del campamento como «rústicas», poseían unos paneles de ventanas bastante efectivos a la hora de mantener a los mosquitos dentro de las casetas. Tenían agujeros en las tablas de madera del suelo lo bastante amplios como para que cupiesen por ellos cualquier tipo de araña o de alimaña, y unas puertas cuyos poderosos muelles industriales golpeaban con tanta fuerza cuando se cerraban como para poner el colofón a la Obertura de 1812 de Chaikovski.

    Teniendo en cuenta que no eran más que unos adolescentes, los muchachos se interesaban por poco más que el deporte y las chicas. Por ello, me sentía arrastrado a pasar mi tiempo libre flirteando con las campistas. Estaban fuera de los límites románticos y yo cumplía con las normas de decoro del campamento. ¿Pero qué chico normal de diecinueve años no disfrutaría de la admiración aduladora, por muy casta que esta fuese, de

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