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Boca de lobo
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Boca de lobo
Libro electrónico116 páginas1 hora

Boca de lobo

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Dentro del Palacio de Bellas Artes el elenco se prepara para la representación de la ópera Las bodas de Fígaro. Se oye la obertura y tras bambalinas los artistas murmuran entre sí: in bocca al lupo. Poco antes de la tercera llamada, Damiana Guerra —cantante de ópera que interpreta a Susanna en la ópera de Mozart— recibe en camerino una súbita notic
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Boca de lobo
Autor

Martha B. Bátiz

Nació y creció en la Ciudad de México, pero vive en Canadá desde el 2003. Ha publicado su obra creativa en medios de México, Puerto Rico, República Dominicana, Perú, Estados Unidos, Irlanda y Canadá, y sus cuentos han sido premiados en diversos concursos literarios internacionales. Es autora de A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000), La primera taza de café (Ed. Ariadna, 2007) y De tránsito (Terranova Editores, 2014). Boca de lobo, novela corta premiada en el certamen internacional de novela Casa de Teatro en Santo Domingo, fue publicada en República Dominicana bajo el sello León Jimenes en 2007 y en México por el Instituto Mexiquense de Cultura en 2008. Apareció en inglés en 2009 bajo el título The Wolf’s Mouth, por Exile Editions en Canadá. Su ensayo “México visto desde Canadá, o de mi vecino chilango y otros asuntos relevantes” cierra la antología México visto desde lejos (Ed. Taurus, 2008). The Last Confession, cuento escrito enteramente en inglés, fue finalista del 2º Concurso de cuento Carter V. Cooper Exile-Vanderbilt, patrocinado por Gloria Vanderbilt. Martha es fundadora y profesora del taller de creación literaria en español que ofrece la Escuela de Educación Continua de la Universidad de Toronto, y también trabaja a tiempo parcial como profesora de español, traducción, literatura y estilística en la Universidad de York. Doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Toronto, su especialización académica es el teatro político del siglo XX, con una sub-especialización en comedia del Siglo de Oro español. En 2014, Martha participó en el festival De Colores de Alameda Theatre en Toronto, para el cual escribió su primera obra teatral. También fue distinguida por la revista Latinos Magazine y el periódico canadiense The Globe and Mail dentro de los diez mexicanos más exitosos en Canadá.

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    Boca de lobo - Martha B. Bátiz

    Canadá.

    PERSONAJES

    La familia Guerra

    DAMIANA GUERRA, cantante de ópera.

    TAMARA GUERRA, hermana.

    EDUARDO (LALITO) GUERRA, hermano.

    EUSEBIO GUERRA, padre.

    El elenco de Las bodas de Fígaro de Mozart

    DAMIANA GUERRA, Susanna.

    DIMITRI, Fígaro.

    ELENA, Cherubino.

    MICAELA, Condesa Rosina.

    GUIDO, director de orquesta.

    JUAN JOSÉ, director de escena.

    MARISITA, directora del coro, soprano retirada.

    RODRIGO, violinista.

    Otros

    MARILÚ, sobrina de Elena.

    FAUSTINA, asistente de Damiana.

    SAMANTHA, novia de Eduardo.

    CIUDAD DE MÉXICO.

    I.

    —Su atención por favor, primera llamada.

    Hay ocho focos en el marco del espejo, pero uno no sirve. Parpadea y me distrae. Todos tienen una ligera capa de polvo encima, que desde los primeros ensayos he querido limpiar, pero siempre se me olvida.

    Al fondo se oye ya el sonido de los músicos afinando sus instrumentos.

    El aviso continuó:

    —Maestros de la orquesta, por favor pasen al foso.

    Aunque ya debería haberme acostumbrado, estas advertencias me toman tan desprevenida que brinco del susto. Nunca me doy cuenta de lo tarde que es. Elena, Dimitri y algunos músicos se habían ido hacía un rato no muy largo, y ninguno de ellos parecía apurado. He estado vocalizando desde que cerré la puerta. Cada nota ha crecido exacta, vibrando con armonía, pero ni siquiera esa seguridad ha ayudado a que me dejen de temblar las rodillas. Tengo empapadas las palmas de las manos, y siento como si una rata perseguida me girara en las entrañas. Tal vez no sea bueno escribirlo con tanta franqueza, se puede malinterpretar, pero decidí no tacharlo, en cambio, agregué: Resulta extraño articular esto, ponerlo por escrito. Nadie me había solicitado que respondiera a una entrevista antes de un estreno, minutos antes de un estreno. Acepté por tratarse de la sobrina consentida de Elena. También porque el cuestionario lo podía ir llenando a mi propio ritmo. Y porque quise ponerle palabras al miedo. Evidentemente, no fue buena idea. Se me resbala la pluma. Perdóname, Marilú: no me puedo concentrar.

    Fue lo último que escribí aquella tarde en el camerino. En realidad, para ese momento, ya había respondido a todas las preguntas que requerían algo estructurado, estándar y hasta optimista.

    Me obligué a parecer fuerte ante todos mientras caminaba hacia el escenario y abría un extremo del telón de terciopelo para observar la sala vacía. Ante mis ojos se alzaron tres pisos de palcos y una butaquería de pronto tan inmensa y roja que me pareció estar de pie frente a un hocico listo para engullirme. Qué estoy haciendo aquí, pensé. Siempre bullen así los nervios. La barbilla temblorosa anunció lágrimas, pero apreté los puños y no me permití flaquear. Pasara lo que pasara, no iba a quebrarme en ese instante, frente a Rodrigo. Sabía que me estaba mirando desde atrás de una pared de la escenografía, porque yo también lo había visto al pasar. Mucho menos podía darme el lujo de estropear el maquillaje a pocos minutos del inicio de la función. El público estaba por entrar. Fue entonces que Dimitri, Elena y los otros me alcanzaron, para admirar juntos aquel espacio callado que en breve estaría aleteando vida. Muy alegres me encaminaron de regreso al camerino. Rodrigo me lanzó una mirada que no pude esquivar a tiempo. Estaba casi irreconocible, ¿insignificante? Sí, tal vez. Empequeñecido sin duda. Me dio tristeza, pero fingí indiferencia y cerré tras de mí y mi escolta la puerta que lucía un papelito pegado con cinta adhesiva, con mi nombre escrito en mayúsculas. DAMIANA GUERRA. Cuando lo vi por primera vez tuve la sensación de que era el nombre de alguien más, no el mío. Es una sensación extraña, ¿sabes? Años esperando que el éxito, la expectación sucedieran y, cuando al fin parecen estar ahí, todo se convierte en un nuevo principio.

    Era la primera vez que no iba a compartir camerino con nadie. No lo dije públicamente, pero el personaje de Susanna fue el primero en concederme esa privacía que ni Adina en El elixir de amor me había brindado. Tal soledad protagónica fue un alivio desde mi llegada. Coloqué en orden mis cosas tal como me gusta. Pude desempacar hasta el último de los frasquitos que traía en el neceser, y depositarlos por el tocador y la orilla del lavabo de acuerdo a su tamaño y contenido (doce en el tocador, acomodados en equilibrio con los ocho focos, y cuatro en el baño: cuando me pongo nerviosa siempre me da por contar todo); alisté mis vestuarios en el orden indicado, dediqué un buen rato a leer y pensar las respuestas al cuestionario que me dio Marilú —tan ilusionada estaba con mi participación en su proyecto escolar que hasta me dio un cuaderno para responder—, y todo iba bien hasta que los recuerdos me empezaron a inundar. Decidí hacer las preguntas a un lado y maquillarme. Es parte de la magia: exagerar los rasgos, prestarle la piel al personaje y crearle un rostro propio. Esconderse bajo la cara de alguien más hace todo más fácil. Al menos eso pensaba yo antes de la llegada de Tamara.

    Una vez caracterizada y con el humidificador encendido para que el aire reseco y sucio no lastimara mi garganta, saqué mi termo y bebí té con miel en silencio. Disfrutando cada sorbo, observando la fotografía con atención. Aunque siempre la he llevado conmigo, rara vez la atoro en el marco de los espejos de los camerinos de los teatros donde canto. Las fotos en los camerinos me traen malos recuerdos. Además, quien las ve hace preguntas y me siento incómoda, de modo que hacía mucho tiempo que no me sentaba a contemplarla. Los años habían mordido los colores. Estaba maltratada, pensé en comprar un portarretratos para protegerla, pero sólo me acordaba de eso cuando volvía a encontrarla en la bolsita lateral del neceser. Esa noche me desconcertó redescubrirla, y comparar la opacidad de la imagen impresa en papel con la brillantez fija en mi memoria: los pantalones acampanados y rojísimos de Tamara, la camisa amarilla de papá, mamá tan de blanco que lastimaba los ojos, Eduardo disfrazado de policía, y yo en aquel vestido que me puse cuantas veces pude, hasta que no cupe más en él. Ahí estaban nuestras caras, nuestra ropa, pero esos no éramos nosotros. Antes de esa tarde nunca había visto a papá sonreír así, con tanta placidez. Después, tampoco. No se dijo en voz alta jamás, pero aquel fue el último rato feliz de nuestra infancia. Tamara, Eduardo y yo pronto perdimos esa luz, ese brillo muy adentro de los ojos que en la foto se percibe a pesar de todo. Mamá estaba radiante, pero no pude recordar su risa mientras arrancaba una flor con los dedos de los pies para dársela a papá. Ella disfrutaba andar descalza y podía agarrar cualquier objeto ligero con los pies y elevarlo a donde quisiera. A papá eso le hacía gracia. Como por instinto, intenté mover por separado mis dedos ocultos en las botas de Susanna. Ya sabía que no iba a poder.

    Se suponía que Faustina era quien debía poner mis cosas en orden, porque no me fío de las encargadas de vestuario. Como quise sentirme dueña del camerino, le pedí dejarme sola desde que entramos al teatro. Quería vestir lentamente mi personaje. «Estar tranquila», le dije. Pero habíamos llegado con tanta anticipación que estuve lista mucho antes de lo previsto y me arrepentí. Ya no quería seguir pensando en las preguntas tan personales que había encontrado a lo largo del cuestionario —los adolescentes son así, curiosos, y Marilú siempre lo había sido más que ningún otro niño que hubiera conocido—. Ya no quería ver por más tiempo la fotografía atorada cerca del tercer foco. Por eso decidí salir a dar una vuelta y asomarme tras el telón. Los asientos vacíos se ven tan diferentes en los ensayos. Es como si no existieran, sobre todo si uno ya conoce el espacio, pero después… En realidad sólo buscaba a alguien que me detuviera para no escapar. Para darme valor. Afortunadamente Dimitri y Elena me hicieron compañía.

    Cuando los músicos empezaron a afinar sus instrumentos, y los alientos, las cuerdas, las maderas, las escalas y las voces de los demás cantantes se empalmaron con las mías a través de las bocinas y las paredes —pelonas y de un blanco percudido desolador, ¿por qué los camerinos son tan feos?—, quise creer que a pesar de que no hubiera más rostros que el mío frente a todos los espejos que miraba, que a pesar de todo, era feliz. Fue inútil. Amo cantar, pero odio todo antes de salir al escenario. Eso sí lo escribí en alguna parte del cuaderno. Además, me resultaba difícil concentrarme con el ruido de los coches ahogando el Eje Central. La ventana en Bellas Artes me ofrecía una vista privilegiada hacia la fachada del antiguo edificio de Correos, pero entre ambos palacios se había atascado un río de automóviles y autobuses histéricos que no iban hacia ninguna parte. La calle se convirtió en metáfora del país, y me hizo enojar. Una cortina ralita y sucia que me recordó las de mi viejo colegio no sirvió de nada para protegerme del caos. Me sentí comprimida entre el desastre vial y los ruidos provenientes del pasillo. ¿Cómo voy a entrar en personaje así?

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