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Los Hermanos de la Calle Baker: Las Cartas de la Calle Baker, #2
Los Hermanos de la Calle Baker: Las Cartas de la Calle Baker, #2
Los Hermanos de la Calle Baker: Las Cartas de la Calle Baker, #2
Libro electrónico306 páginas7 horas

Los Hermanos de la Calle Baker: Las Cartas de la Calle Baker, #2

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Un abogado de Londres establece su sala en el 221B de la calle Baker, por lo que debe responder a las cartas que la gente escribe a Sherlock Holmes.

Reggie Heath ha establecido su nueva sala jurídica en la Londres moderna en el 221B de la calle Baker, la dirección donde Sherlock Holmes viviría si Sherlock Holmes fuese real.

Sherlock Holmes no es real, pero mucha gente cree que lo es, por lo que le escribe cartas. Aquellas cartas son enviadas al 221B de la calle Baker, y, debido a que Reggie Heath trabaja allí, se ve en la obligación de responder a estas; incluyendo a una de alguien llamado Moriarty.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento19 jun 2020
ISBN9781071538678
Los Hermanos de la Calle Baker: Las Cartas de la Calle Baker, #2

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    Los Hermanos de la Calle Baker - Michael Robertson

    LOS HERMANOS DE LA CALLE BAKER

    De Michael Robertson

    CAPÍTULO UNO

    Londres, otoño de 1997

    En Mayfair, una mujer joven se encontraba sentada en un jardín de estilo eduardiano mientras esperaba por su desayuno.

    Era una luminosa y bella mañana de septiembre; las rosas tenían mucha más fragancia que en días o semanas anteriores —más de la que alguien más podría ser capaz de comprender— y la joven tenía todas las razones para creer que el desayuno sería igual de memorable.

    La sirvienta le llevaría té y escones para comenzar. El té estaría caliente y cargado, y, cuando la leche se le añadiera, harían espirales como si fueran un dulce de vainilla y caramelo. Los escones estarían recién hechos, tibios y soltarían la cantidad de migajas apropiada al ser partidos en dos, y la mantequilla se derretiría en cada una de las mitades como lluvia en tierra suelta en un jardín.  

    El desayuno sería maravilloso —especialmente porque ya no le era necesario acompañarlo con sus medicamentos—.

    Nada de medicamentos significaba nada de náuseas.  Nada de medicamentos significaba nada de embotamiento mental. Nada de medicamentos significaba no perder el encontrar placer en las cosas mundanas de cada día.

    No tomar las malditas píldoras era lo correcto.

    La pregunta era por qué la sirvienta aún se molestaba en llevárselas.

    A varios pasos en el pabellón, la joven sirvienta —quien había migrado desde Rusia hacía unos pocos años y había acortado su nombre a Ilsa (porque había una tenista llamada de la misma manera y la gente podía pronunciarlo)— acomodaba un juego de porcelana en una bandeja de plata, con todos los elementos del desayuno que su empleadora esperaba, y lo preparaba para llevarlo al jardín trasero.

    Colocó también los medicamentos. Había una píldora triangular amarilla —esta, según le habían dicho cuando había sido contratada, era para la esquizofrenia—. Había una redonda y azul —para aliviar la depresión causada por la amarilla—; había una cuadrada y blanca para tratar las náuseas causadas por la azul, que, aparentemente, no tenía mucho efecto. Finalmente, había una rosada y pequeña, relacionada a los efectos de las otras tres de alguna manera complicada que nadie le había explicado adecuadamente.

    Las píldoras habían sido parte del régimen diario desde que Ilsa había sido contratada. Eso había sido un año atrás. Su empleadora había perdido a ambos padres en un accidente de automóvil en aquel tiempo, e Ilsa había sido traída para ayudarla.

    Había sido un desafío mantener el lugar ordenado, mas lo que más la preocupaba eran las píldoras. Habían  formado parte del régimen diario desde el principio, pero recientemente su empleadora había vuelto de unas vacaciones y, poco después, un nuevo doctor había aparecido y le había dicho que dejara de tomar todos los medicamentos.

    Parecía extraño abandonar la medicación tan abruptamente. Además, Ilsa no conocía bien las reglas de su nuevo país, no quería meterse en problemas. Por eso, seguía poniendo las píldoras en la bandeja todas las mañanas, a pesar de que volvieran siempre intactas.

    Ilsa  llevó el desayuno al jardín. Por instrucción reciente de su empleadora, también llevaba una copia del Daily Sun.

    Dejó la bandeja en la mesa, la joven para la que Ilsa trabajaba sonrió ligeramente y asintió, y luego, como se había vuelto costumbre, Ilsa se paró junto a la mesa y comenzó a leer los encabezados en voz alta.

    Esto se había vuelto un ritual, y ella se enorgullecía de haberse vuelto bastante buena en ello.

    El primer ministro pide una moratoria para los que se saltan la cola —leyó Ilsa.

    —No —dijo su empleadora.

    El príncipe Harry tiene hijo con Chica Marciana menor de edad.

    —No.

    Criminal risueño apuñala hombre frente a esposa embarazada.

    —No. ¿Qué más hay en la pagina dos?

    —Publicidades.

    —¿Y en la página tres?

    —Una mujer en ropa interior —con nada encima—. ¿Leo el epígrafe? —Ilsa rió ligeramente, comenzaba a entender la tendencia de los ingleses a los malos chistes, y estaba ansiosa de demostrar ese nuevo conocimiento.

    —No, Ilsa, no necesito saber sobre la siguiente chica de la página tres. Ve a la página cuatro.

    —Hay dos encabezados en la página cuatro. El primero es: ¿Son los Taxistas el Terror de los Turistas?. —Era un artículo acerca de estadounidenses de luna de miel asesinados en el West End (supuestamente, a manos de un conductor de un taxi).  Ilsa leyó el encabezado con la inflexión correcta, haciéndolo sonar tan alarmante como el escritor claramente había pretendido que lo fuera.

    —Um. —dijo la empleadora de Ilsa y comenzó a untar mantequilla en un escón.

    —Y el segundo es sobre un abogado en la calle Baker que niega ser Sherlock Holmes —continuó la sirvienta.

    Su empleadora cesó abruptamente lo que estaba haciendo. Por un momento, hubo silencio.

    —Déjame ver.

    Eran tan solo tres párrafos cortos; ni siquiera era una primicia, sino un seguimiento. Se trataba de un tal Reggie Heath, un jurista londinense de treinta y cinco años, y las extrañas circunstancias de un viaje a Los Ángeles que había realizado un tiempo atrás. Ilsa vio mientras su empleadora miraba con fijeza al pasaje, buscando atentamente, como si hubiera más en aquella página que solo palabras, hasta que un gesto le indicó que volviera dentro a ocuparse de otras tareas.

    Ilsa entró a la casa y comenzó a ordenar la antesala.

    Esta parte de ser una mucama causaba más problemas de lo que debería. Su empleadora había estado continuamente descubriendo muebles y cosas parecidas de la mansión e insistía en llevarlas a la casa. El nuevo doctor, intentando ser de ayuda, incluso había llevado algunas de las cajas por su cuenta, a pesar de que, seguramente, tenía cosas más importantes que hacer. Lámparas, pinturas, libros de recuerdos y otros objetos pequeños eran llevados a la casa de Mayfair por un tiempo; algunos permanecían, y otros eran llevados nuevamente para ser guardados. Algunos de ellos parecían molestar a su heredera.

    Era difícil lidiar con tanta acumulación. Una caja en particular le había tomado semanas para desempacar. Ilsa había visto a su empleadora sacar una antigua máquina de escribir portátil, una que no era como ninguna que Ilsa hubiera visto antes, construida de una manera que dejaba las piezas de su interior expuestas en ángulos filosos y mecánicos. Hubo más objetos después de ese —viejas carpetas de manila; envoltorios repletos de recortes de periódicos o recetas u otras cosas que estaban sujetas con bandas de goma; eran documentos varios, los cuales la dueña de casa solía llevarse al estudio para estudiar en privado.

    Ilsa miró por la ventana y vio que su empleadora ya había acabado con el Daily Sun. La rutina del desayuno había terminado, e Ilsa volvió a salir al jardín.

    Los medicamentos, una vez más, estaban intactos. Ilsa deseó que no fuera así.

    —Es como intentar encontrar un gato gris entre la bruma — dijo su empleadora, doblando el Daily Sun mientras la sirvienta tomaba la bandeja de desayuno—. Pero creo que comienzo a recordar.

    Ilsa no quería saber qué estaba recordando. Se llevó la bandeja al pabellón.

    CAPÍTULO DOS

    Tres días más tarde

    —Nada es tan fiel como un ganso macho —había dicho Laura Rankin alguna vez—. Si alguna vez pierde a su compañera, si ella muere o pierde el rumbo volviendo a casa desde Ibiza luego de unas vacaciones, el macho no toma una nueva, sino que se mantiene soltero por el resto de su vida, pasando lo que queda de su triste existencia con cerveza y dados y cualquier otra cosa que los gansos hagan con su tiempo libre.

    No había pasado mucho desde que lo había dicho. Reggie lo había recordado durante los meses siguientes; había sido una advertencia, solo que él no lo había sabido en aquel momento.

    La lluvia caía tanto vertical como diagonalmente mientras él viraba con su XJS hacia el sur desde Regent’s Park hacia la calle Baker. Era una lluvia furiosa y que estaba fuera de lugar en la estación, y se ajustaba a su estado mental perfectamente.

    Como resultado de su reciente y accidental aventura en Los Ángeles, Reggie había perdido la mayor parte de su fortuna personal, todos los clientes de su sala de derecho y (al menos, se decía a sí mismo que los eventos de Los Ángeles habían sido la razón) el afecto de la mujer a la que realmente amaba.

    Quería recuperarlo todo. En especial, aquello último. Cuando lo pensaba, todo lo demás era solo un medio para ese fin.

    Sin embargo, mientras conducía por el puente aquella mañana, había oído un rumor. Su nueva secretaria, sin temer el ser la mensajera de malas noticias, lo había llamado a su teléfono celular para advertirle, y esa llamada lo había tomado por sorpresa —parcialmente debido a que no sabía que ella supiera tanto sobre su vida personal.

    Pero aquellos días, aparentemente, todos lo hacían.

    No quería mirar y ver lo que todos los demás ya parecían haber visto, mas sabía que debía hacerlo. Aparcó el Jag y, con su paraguas comenzando ya a romperse debido al vendaval y la lluvia, se acercó al puesto de periódicos frente a la entrada de la Casa Dorset —hogar de la sede central de la sociedad del Banco Nacional Dorset, y también de la sala de derecho de la calle Baker de Reggie Heath.

    —¿El Financial Times? —preguntó el vendedor, ofreciéndole su compra usual.

    El Financial Times tenía encabezados sobre el primer ministro en una conferencia económica en Bruselas, la inflación, y una proposición para llevar los avances tecnológicos de los sistemas de navegación satelitales a los taxis de Londres. Nada de eso estaba en la mente de Reggie.

    —No — dijo—, el Daily Sun.

    —Es la segunda vez en la semana, Heath. ¿Está desarrollando un interés por la basura?

    —No. Aparentemente, la basura ha desarrollado interés en mí.

    Reggie entró al edificio y cruzó el recibidor rápidamente, intentando no dejar ver que llevaba el Daily Sun bajo el brazo sin que pareciera tampoco que lo estaba escondiendo.

    El elevador estaba vacío. Eso era afortunado. Reggie entró y oprimió velozmente el botón de su planta.

    Prestó poca atención al título en primera plana —Pareja americana asesinada en taxi, algo sobre turistas desafortunados en el West End— y abrió el periódico para ver las páginas más internas. Inmediatamente vio el encabezado sobre el cual su secretaria le había advertido.

    ¿Diversión con Pecas en Phuket? decía el título.

    —Maldita sea —dijo Reggie en voz alta, tan ensimismado que ni siquiera había notado que el elevador había permanecido quieto y que las puertas habían vuelto a abrirse.

    Una mujer atractiva de cabello oscuro que debería estar en sus treinta —una oficial de préstamos de Dorset, probablemente— subió al elevador y se paró junto a Reggie.

    —¿Está atorado en la página tres?

    Reggie se recompuso. Opuesta a la página dos que había estado leyendo, estaba la foto nudista que siempre ocupaba toda la página tres.

    —Mis disculpas — dijo y cerró el periódico. Intentar explicar hubiera sido peor. Mucho peor.

    —Ah, no se preocupe por mí —dijo ella, al tiempo que el elevador alcanzaba la planta de Reggie—. Espero que sea respingada.

    Reggie le dio una mirada mientras salía, una mirada demasiado dura para un comentario tan inocuo. La mujer se encogió de hombros.

    —Sensible —dijo, aún dentro del rango auditivo de Reggie mientras él se alejaba por el corredor.

    Reggie se dirigió al escritorio de su secretaria, que también era el de la secretaria de la asistente de la sala. Era el mismo escritorio; había contratado solo a una persona, una mujer de cincuenta y tantos llamada Lois, para desempeñar ambos roles. Había sido principalmente una decisión financiera, pero combinar ambos puestos haría menos probable que la secretaria quisiera partirle la cabeza a la asistente. Una vez había sido suficiente. No quería más asesinatos en salas.

    Lois rodó —casi literalmente— para alejarse de su escritorio cuando lo vio acercarse. Tenía la figura general de una bola de boliche y el entusiasmo de una al estrellarse contra los pinos a alta velocidad. Con suerte, esperaba Reggie, los abogados llevarían nuevos escritos legales, solo para entretenerse viéndola reaccionar a ellos.

    Sin embargo, de momento, no le apetecía hablar. Además, los papeles que tenía en mano no era algo que parecía que quisiera ver.

    —¿Un nuevo escrito? —preguntó sin dejar de caminar.

    —No —ella trinó—. Cartas para-

    —Póngalas donde le indiqué antes —respondió el, más cortante de lo que hubiera sido en un mejor día.

    Reggie entró al santuario que era su oficina. Cerró la puerta y desdobló el Daily Sun en su escritorio. Siguió el adelanto del encabezado de la página dos, pasando por una publicidad de Tesco y otra, más pequeña e inteligentemente autocrítica, de Marmite hasta llegar a las páginas de atrás. Allí estaba:

    ¿Atándolo o desatándolo? decía el epígrafe. Allí estaba Laura Rankin —en una playa en Phuket con las manos de un tipo (un notorio magnate de medios anónimo, según el texto) que parecía estar anudando o deshaciendo el nudo del sostén de su bikini y haciendo más contacto del que era mecánicamente necesario.

    El descaro era increíble. Lord Buxton realmente había publicado una fotografía de Lord Buxton intentando toquetear a Laura en el propio periódico de Lord Buxton.

    Maldita sea. Eso no estaba bien.

    Reggie leyó todo el artículo y vio que el notorio magnate de medios anónimo supuestamente volaría en su notorio jet privado a su notoria sede central de medios en Londres el mismo día en el que la fotografía había sido tomada, una vez que su aparente misión de acomodar el sostén de la bikini de Laura había sido llevada a cabo. El Daily Sun se preguntaba ¿La dama lo seguirá pronto?.

    La dama volverá a Londres, pensó Reggie, pero no por seguir al maldito magnate.

    Reggie tomó su portátil y se dirigió a la puerta. Si el Daily Sun había acertado al itinerario, Buxton debería estar de vuelta trabajando en el Docklands en ese mismo momento. Reggie podía llegar en veinte minutos y ayudarle a sacudirse el jet lag.

    Entonces, el teléfono sonó. Era la línea interna. El jurista atendió antes de alcanzar la puerta.

    —¿Qué quiere? — Hubo un silencio nervioso del otro lado de la línea mientras la nueva secretaria se recomponía—. Lo siento. ¿Qué sucede, Lois?

    —Un Sr. Rafferty quiere verle.

    —¿Rafferty?

    —Dice ser del sistema interno de arrendamiento de Casa Dorset.

    —Ah. ¿Cuándo fue esto?

    —Lo siento mucho. Fue hace cinco minutos, en el séptimo piso. Usted parecía tan preocupado que no quise interrumpir.

    —Está bien. Fue mi culpa.

    Ahora tenía que decidir.

    Era lidiar con el emisario del comité de arrendamiento.

    O ir al Docklands para confrontar a Buxton.

    Discutir detalles con un hombre en lentes de marco de alambre.

    O darle una paliza al tipo que estaba robándose a Laura, con una justificación que cualquier corte entendería.

    La elección era sencilla.

    Reggie salió de su oficina, fue hasta el final del corredor y oprimió el botón de abajo del elevador. Rafferty y el contrato podían esperar; Lord Buxton y su innecesario contacto en público con los senos de Laura no podían.

    El elevador llegó desde la planta baja, y la puerta se abrió.

    —¡Heath! ¡Ahí está!

    Era Rafferty —un hombre pequeño con una tendencia hacia los trajes grises y caros, y lo que Reggie sospechaba que era un poco de complejo de Napoleón que era resultado en parte, sin duda, de su posición de poder en el concejo de arrendamiento. Tenía algunos documentos en una mano y un sándwich ore empacado en la otra.

    —Pensé que quizá se olvidaría —habló Rafferty con un tono alegre—. ¿Está bien, Heath? Se ve algo rosado.

    —¿Esto no podría esperar hasta la tarde? —preguntó Reggie.

    —Oh, no —dijo Rafferty con calma y una sonrisa confiada—. Tengo su contrato justo aquí. Había comenzado a revisarlo y pensé que debería bajar a buscar algo de comer primero. Ensalada de huevo y pepino. Están buenos, creo que han cambiado la recarga. Ahora que tengo el contrato, no vendría mal que suba conmigo, ¿no cree?

    Eso era ominoso. Rafferty tenía el contrato allí mismo, en su mano, y su pulgar se apretaba tanto contra una sección en particular que probablemente dejaría una marca permanente.

    —Confío en que no tomará mucho tiempo — concedió Reggie, permaneciendo en el elevador. Subieron hasta la planta superior.

    Realmente no había mucho en la planta superior. Solo pisos de madera y ventanas relucientes, por lo que parecía que la empresa aún no había podido hacer buen uso del lugar.

    La oficina de Rafferty estaba al fondo y era pequeña. Un cubículo escondido, con solo un pequeño escritorio y dos sillas de madera. Era extrañamente espartana y remota.

    —Es una historia interesante —habló Rafferty mientras Reggie se sentaba. Parecía estar refiriéndose a la copia del Daily Sun que el jurista tenía bajo el brazo.

    —Difícilmente es relevante a mi contrato, ¿verdad? — Asumía que el otro se refería al asunto de Laura en Phuket, y no hizo ningún esfuerzo para esconder su molestia. Volvió a doblar el periódico a la mitad de su tamaño actual y lo guardó en el bolsillo de su abrigo.

    —No el de hoy, me refiero al de hace tres días. Aunque quizá no lo vio; échele un vistazo.

    Rafferty tomó una copia de tres días del Daily Sun del cajón de su escritorio y se lo dio a Reggie, abierto en la sección de la que hablaba.

    Reggie miró.

    El título decía El apacible jurista de la calle Baker.

    Lo había visto antes. La historia era un recuento, mayormente erróneo sin llegar a ser difamatorio, del infortunado viaje de Reggie a Los Ángeles de tres semanas atrás, y las cartas a Sherlock Holmes —las que seguían llegando a la sala de Reggie en la calle Baker— que lo habían iniciado todo.

    —Estas son noticias viejas. No me hace nada feliz, pero ahí lo tiene.

    El Daily Sun, de hecho, había publicado más de una de esas historias. Había considerado llamar al reportero para quejarse, pero su sentido común le había dicho que quejarse con un escritor de tabloides era como tentar a un chimpancé.

    —Tendrá que perdonarme, estoy poniéndome al día con la lectura. Apenas ayer vi la historia.

    Rafferty miró a Reggie con expectación.

    Reggie miró a Rafferty con expectación.

    —¿Y?

    —Bueno, por supuesto —habló Rafferty—. Tiene cierta pequeña relevancia a su contrato, ¿no cree?

    —Creo que tendrá que explicarlo más que eso.

    —Absolutamente. Lo tengo aquí mismo, déjeme ver... sí, justo aquí. Artículo 3d, párrafo 2a del apéndice G. ¿Le gustaría leerlo?

    Reggie ya sabía que lo decía el párrafo 2a. Los eventos recientes que involucraban a Nigel en Los Ángeles le habían hecho ser dolorosamente consciente de ello, y Reggie había estado evitando aquella conversación con Rafferty desde su regreso a Londres.

    Lo mejor que podía hacer en aquel momento era fingir ignorancia. Tomó el documento.

    —Obligaciones Adicionales del Arrendatario —leyó en voz alta.

    —Ese es usted —añadió Rafferty, con ánimos de ayudar.

    Reggie le dio la mirada que aquel comentario tan útil se merecía, y el otro se acomodó un poco más en su asiento. Reggie leyó la cláusula, sin darle a Rafferty la satisfacción de oírle hacerlo en voz alta.

    El arrendatario es consciente y reconoce que Casa Dorset ocupa la porción del 200 de la calle Baker, la cual ha sido históricamente considerada como la residencia del personaje ficticio conocido como Sherlock Holmes, que la correspondencia dirigida a dicho personaje ficticio es entregada a la segunda planta sobre el suelo de Casa Dorset, y que, como el ocupante primario de dicha planta, el arrendatario tendrá la obligación de responder diariamente a esta correspondencia con el modelo de carta adjunto a este codicilo con el nombre de ‘Prueba A’. Bajo ninguna circunstancia el arrendatario responderá a dicha correspondencia de manera distinta a enviar dicho modelo de carta.

    Si el arrendatario firmante violara las disposiciones mencionadas o no ejecutara sus obligaciones según lo descrito, el contrato de verá interrumpido, el pago completo por el arrendamiento no cumplido se exigirá inmediatamente, y el arrendatario deberá evacuar las premisas inmediatamente.

    —Las consecuencias parecen algo extremas —dijo Reggie una vez hubo acabado de leerlo.

    —¿Cuál? —inquirió el otro inocentemente—. ¿La interrupción del contrato, el pago inmediato de-?

    —Todo, maldita sea.

    —Bueno, pero usted lo firmó, ¿no es así? Hay un problema aparte. Las cartas actuales.

    —Le prometo que no estoy pronto a volver a volar a los Estados Unidos o a algún otro lugar en respuesta a alguna de las malditas cartas. De hecho-

    —De hecho, no ha respondido a ninguna desde su retorno. ¿Era eso lo que iba a decir, Sr. Heath?

    —Bueno... sí.

    —Nos parece inaceptable.

    —¿Nos?

    Rafferty se aclaró la garganta y dudó por primera vez desde el comienzo de la conversación.

    —Al comité.

    —Creí que solo usted estaba a cargo del arrendamiento interno. ¿Hay un comité entero que se encarga del arrendamiento?

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