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Amiga Mía
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Amiga Mía

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Información de este libro electrónico

Amiga mía, las historias y dramas de Catalina e Isabel, las protagonistas, dos mujeres valientes atormentadas por el abandono, la frustración y que tratan a lo largo de sus vidas de hacerle frente al destino de cada una.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN9789563381559
Amiga Mía

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    Amiga Mía - Teresa Calderón

    Amiga mía

    Autor: Teresa Calderón

    Diseño de portada: Juan Pablo Kameid

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, SantiagoChile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera edición: Marzo, 2018.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 134.400

    ISBN: 978-956-338-155-9

    eISBN: 978-956-338-367-6

    A Todas en general

    y a Mayú Moraga en particular.

    Las doce y media. Pasó el tiempo aprisa,

    desde las nueve, en que encendí la lámpara.

    (…)

    Las doce y media. ¡Cómo pasa el tiempo!

    Las doce y media. ¡Los años, cómo pasan!

    Cavafis

    De la libreta de apuntes

    Primer sueño

    Iba por una calle idéntica a la que caminaba, también en sueños, el profesor Borg en Fresas salvajes de Bergman. Soñaba el sueño del profesor Borg. Pero no era él, sino ella, quien andaba esas calles angostas y retorcidas, con letreros sin nombre, casas sin numeración y relojes sin manecillas.

    Era ella, con la edad del profesor Borg en toda la película, vestida de luto. Curvada sobre sus hombros, veía un rostro de anciana, implacable en la flaccidez de la piel, las combas cutáneas excesivas bajo los ojos. La sorprendió reconocerse por los ojos. No habían cambiado. Eran azules y surcados de venas rojas. Como no le gustaba identificarse con ese cuerpo, se acomodaba unas gafas de cristales verdes. Sin embargo, eso no cambiaba los colores del sueño, que tenían el aspecto de antiguas fotografías en sepia coloreadas en estudio. El sueño reproducía casi textualmente la escena de la película. La carroza de pompas fúnebres avanzaba a su lado. Como en el sueño del profesor Borg, la carroza perdía una rueda que rodaba calle abajo. También caía un féretro que se deslizaba junto a sus pies. La tapa abierta revelaba un interior vacío. Ella miraba esperando reencontrarse, pero solo veía otra clase de arrugas en la tela inmaculada, brillando bajo un chorro de luz cenital, que no pudo saber de dónde provenía.

    El tiempo que permaneció inclinada sobre la tela que forraba el ataúd, parecía un instante suspendido en lo eterno. El raso perdió su blancura y se fue metamorfoseando en la estepa reseca de la superficie: un zoom onírico a esas arrugas en las que terminaba, difusa, su cara, como en el manto sagrado de Cristo.

    Una mosca caminaba con lentitud sobre la tela. Se detenía entre los pliegues, vacilante, tratando en vano de alzar el vuelo.

    Café en el Tavelli

    —Es triste y mórbido a la vez. Y ese trasfondo surrealista lo hace confuso. ¿Lo soñaste tal cual? —quiso saber Isabel sosteniendo las hojas entre sus manos temblorosas—. En todo caso hay algo que no entiendo. Además, en tu afán de extrañeza dejas muchos espacios indeterminados, como si de manera deliberada le escatimaras datos al lector. Yo que te conozco, entiendo muy bien de qué estás hablando, pero de todas maneras algo no me convence. Igual, revísalo; demasiado surrealista y obsesivo con el evidente pánico a la vejez.

    —No exageres —quiso defenderse Catalina—. Sombras nada más. Sombras de un sueño. Antes de dormir estuve viendo Fresas salvajes y me conmovió ese viaje al filo de la muerte que realiza el profesor Borg, para recibir un reconocimiento que se le había negado durante toda la vida. Y lo escribí así, porque me pareció que daba para un cuento breve, medio onírico, pero autobiográfico a la vez. Siempre he identificado a mi padre con ese anciano profesor. Y a mí, con mi padre, con su destino. El lector, si se me ocurre publicarlo, decidirá.

    Un rayo de sol oblicuo rebotaba sobre el cristal de la mesa del Tavelli de Providencia, resaltando la espuma que rebasaba los cortados recién servidos por el mozo: ¿Cómo está, señora Isabel? Tanto tiempo que no la veía, señorita Catalina; en medio de una conversación que le trajo a Catalina reminiscencias de esos tiempos, cuando ambas asistían bajo un cielo nublado y aires de tormenta, a los talleres literarios de la Universidad Católica, su remoto claustro materno.

    El aroma del café la volvió a este nuevo siglo en donde los de su generación habían dejado de ser promesas, para encarar la verdad del fracaso o el inestable éxito. A los reconocimientos negados o tardíos. A la espera de un viaje que la enfrentara con toda su procesión de fantasmas. Como al profesor Borg.

    Cafeína, por fin. El bendito elíxir matinal contra cualquier asomo de depresión o angustia: la ambrosía pura, el mismísimo maná en el desierto urbano.

    —Siguiendo con tu cuento o sueño o relato autobiográfico, llámalo como quieras, a mí no me termina de convencer, pero pide otras opiniones, tal como se hace con las enfermedades y uno puede salvarse de doctores, escalpelo en ristre. Igual —suspiró Isabel— me pongo en el caso de tu protagonista y se me paran los pelos. Bueno, por tu papá, lo digo. Él es el cuerpo ausente del profesor Borg en tu sueño, ¿no? Sería otra interpretación. Y por mí: imagínate que a Ignacio se le ocurriera suicidarse, así como así. Pero él no piensa en esas cosas. Afortunadamente, no suele pensar mucho.

    —No te podía fallar. Siempre tan dura con él —comentó Catalina, mientras revolvía el cortado y apartaba la espuma de los bordes—, mal que mal el hombre es astrónomo y...

    —Más le valiera ser astrólogo, para que vea lo que tiene al alcance de su propia nariz. Y, a propósito —interrumpió de pronto, como si algo muy importante hubiese arribado a la tarde calurosa y tranquila—, quedamos de juntarnos a almorzar. Esta tarde aprovecharemos de ir al cine. Algo livianito, nada de Bergman ni viajes existenciales. Ignacio parte mañana a un simposio. Tres semanas...

    Isabel terminó murmurando frases ininteligibles, mientras se paraba y alisaba su falda con una mano, a la vez que con la otra recogía sus cosas desparramadas sobre la mesa.

    Catalina contempló a su amiga y quiso adivinar en qué momento se había producido la metamorfosis, en qué recodo de la vida Isabel se había transformado en una especie de escarabajo temeroso de la realidad, herida en el costado por una manzana podrida, esclavizada en una cotidianidad que controlaban otros —marido, hijas— y, sin embargo, ella consideraba la perfección del libre albedrío.

    —Chichi, pon las cosas en su debido lugar —murmuró Catalina, fastidiada por la forma de vida que estaba llevando su amiga o por la crítica literaria muy matinal y a mansalva. Mamá grande. Perfecta casada. Puro tino y eficacia. ¿Qué les ha dado a todos ahora por la eficacia, la eficiencia, como el summum de los valores?

    Isabel, ensimismada, distante de la conversación que aún permanecía en el aire, luchaba por sacar algunos billetes de la cartera, mientras sostenía entre los dientes una lima de cartón usada. Como se le cayeron algunas cosas, volvió a tomar asiento, para así ordenarse un poco, explicó con vistas a sí misma.

    —Es extraño —dijo Catalina—. ¿Cómo has podido rayar tu cancha de esa manera y no salirte de los límites; salirte de madre, digo? Antes, el exceso. Ahora, el orden. Y yo, que me siento en la vida como esas concursantes que tienen ante sí dos botones, uno verde y uno rojo o dos respuestas, no sé, esas tonterías y siempre escojo la alternativa equivocada. Tal vez envidie un poco tu forma de vida.

    —No, Cata, mi vida no tiene nada de envidiable, eso lo sabes. Es una forma de existencia necesaria —enfatizó Isabel, mientras perdía la mirada en la borra del café casi consumido—. Yo también me siento, a veces, como tú: una concursante en el, llamémoslo con la frase cliché, juego de la vida o Reality Show, como dicen los gringos. ¿Qué pensarán los que contemplan nuestras decisiones, Catalina?

    ¿Quiénes serán nuestros espectadores?

    Las mesas cercanas permanecían atestadas de personas ante sus cafés, pasteles o sándwiches. Conversaban como si el mundo terminara ahí. No eran precisamente espectadores de vidas ajenas, ni siquiera interesados, solo transeúntes grises o con los colores dictados por el folleto de moda de la temporada, que pasaban y pasaban, igual que ese río de Manrique, tan viejo y lejano como las clases de los días universitarios.

    La multitud y las palabras de Catalina, trajeron un vago recuerdo: Isabel y sus días en el campo, la terapia recetada por la propia familia, lejos del mundanal ruido y del alcohol, que finamente la había relegado a la soledad desesperada que trae la botella. Pero fingió alejar el recuerdo, como si espantara la mosca de la tela, que forraba el ataúd del sueño de Catalina.

    Tal vez por la crítica literaria que le había espetado su amiga durante esa mañana, que se iba haciendo cada vez más evocativa en esta nueva existencia de Isabel con marido, cine que no te haga pensar e hijas, tuvo una fugaz visión de sus días de estudiantes.

    Es cierto que la universidad había sido fundamental en sus vidas, especialmente el taller literario con Roque y Alfonso, sus maestros, quienes hacían lo imposible por ponerles ideas en la cabeza a las huestes de alumnos, que llegaban en plena dictadura buscando un poco de futuro, apostando al azar al caballo que ganaría el Derby.

    Mientras para Isabel constituían un acertijo lúdico, para Catalina eran esenciales, eran las preguntas. ¿Tenía alguna utilidad la literatura en esos días grises? ¿Tenía que tener utilidad la literatura fuere cuando fuese? ¿Y ahora, en democracia? ¿Por qué escribe usted? ¿Por qué persevera usted en este oficio sin solvencia? ¿Para qué el poeta en tiempos de penurias?

    La respuesta, siempre evasiva, hizo que Isabel nunca más en la vida se volviera a formular «las preguntas del millón». Tenía otras interrogantes. Sin embargo, Catalina había insistido en ellas, como rascándose una vieja herida que renace cuando menos se espera. Cómo no, considerando que continuaba dedicándose «al oficio vergonzante», como llamaba Enrique Lihn a la poesía. Y lo hacía extensivo a toda escritura que trazaran sus manos, cartas de amor y odio incluidas. Aparecía en los talleres literarios que ahora impartía, en los libros que leía, donde Isabel buscaba otras cosas: respuestas a sus dilemas existenciales, a la cotidianidad de los escritores o el destino de los protagonistas y las oscilaciones de la trama.

    Recordaba, particularmente una respuesta. Venía del hombre que más había amado y decía siempre Catalina, más amaría: su padre. Martín Sánchez era de esos profesores de derecho que nunca habrían podido dejar su primera pasión, la literatura, y se acercaba de vez en cuando a los talleres de Roque y Alfonso. La presencia de Martín animaba aún más a los amigos, hasta el punto de terminar conversando entre ellos frente a un auditorio boquiabierto ante tanta cita literaria. Era un despliegue de erudición apabullante, tan natural como si se tratara de un entusiasta diálogo de parroquianos, comentando la actual temporada de fútbol y comparándola con ligas de tiempos mejores. A veces, se sumaban uno o más alumnos a las conversaciones y el aire ateniense se sobreponía a la Esparta de entonces, para prolongarse en el infaltable bar de la esquina.

    En la oportunidad referida, Alfonso había deslizado un comentario al pasar, sin mucho énfasis, sobre los últimos escritos de Catalina. Había hablado de la necesidad de distanciamiento, de no dejar que el escritor terminara inmiscuyéndose con toda su carga yoísta y sus consecuencias en los personajes, «dejar hablar a las voces», había dicho, «pero olvidando que alguna vez las escucharon como voces que vienen de otra parte, porque sabemos —y recalcó ‘sabemos’— que no son más que nuestra propia voz disgregada».

    Entonces fue cuando habló Martín, su padre. Era la primera vez que le hablaba directamente a algún alumno del taller. Casi siempre, cuando quería responder alguna pregunta o hacer algún alcance, se dirigía a los maestros, como él llamaba a Roque y Alfonso. Pero en esa oportunidad le habló a Catalina. Ella sintió que se la tragaba la silla, las baldosas del piso de la sala y la tierra entera, porque Martín, su padre, le

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