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El cielo sobre la Esfinge
El cielo sobre la Esfinge
El cielo sobre la Esfinge
Libro electrónico179 páginas2 horas

El cielo sobre la Esfinge

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Información de este libro electrónico

Me llamo Anubalai. Siempre he sabido que no soy como las demás; dentro de mí hay algo poderoso y salvaje que no sé de dónde viene ni adónde me va a llevar. He nacido en Guiza, y desde mi ventana veo cómo va levantándose la gran Esfinge. En el mercado he conocido a un chico, Akeleon, él también es diferente, lo noto en cada poro de mi cuerpo. Fue un día increíble, pero nos tuvimos que separar sin saber cuándo volveríamos a vernos. Estoy convencida de que así será. Ahora contemplo mi casa y a mis padres por última vez, emprendo un camino desconocido para formarme como sacerdotisa de la diosa Ast. Sé que ese es mi destino, pero ¿cómo podré cumplirlo si he de renunciar al verdadero amor?
Anubalai se encuentra ante la mayor encrucijada de su vida, lo que desconoce es que su destino va mucho más allá de su persona, y que sus decisiones afectarán a todo el pueblo egipcio, a su cosmovisión y a sus dioses. Esta novela de amor, aventura y misterios siderales ambientada en el Egipto de los faraones te atrapará por la magia de su prosa y la recreación de un tiempo mítico.
El cielo sobre la Esfinge es la primera novela de A. Blanco; lectora apasionada y escritora vocacional.

IdiomaEspañol
EditorialA. Blanco
Fecha de lanzamiento26 nov 2020
ISBN9781005003685
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    El cielo sobre la Esfinge - A. Blanco

    1

    Amón Kara miró a su mujer intentando contener las lágrimas. Estaba emocionado y feliz, y le costaba disimularlo. Ella sostenía entre sus brazos a Anubalai, su primogénita. Era una cosita sorprendentemente pequeña y rosada, que había llegado al mundo con los ojos muy abiertos y lo miraba todo como si quisiera grabarlo a fuego en sus recuerdos. Es cierto que en ese momento le sorprendió un poco, pero en su vida no había visto suficientes bebés como para saber que esa mirada fija, que ya enfocaba la realidad a la perfección desde el mismo momento de su nacimiento, era algo extraordinario que anunciaba la verdadera naturaleza de Anubalai…, un signo temprano de todo lo que vendría después. En esos primeros instantes lo único que le importaba era que su esposa no había muerto en el parto, algo, por otra parte, tristemente común, y que su primera hija, a la que acunaba entre sus brazos envuelta en una fina tela de lino, estaba despierta y sana.

    Amón Kara pensó en el nombre que habían escogido para su hija. Bueno, para ser sinceros lo había escogido su esposa. Recordó lo especiales que fueron las nueve lunas que precedieron a ese momento. Llevaba casado con Palamalu bastante tiempo y hasta ahora ningún hijo había llegado a bendecir su unión. Al principio no se preocuparon, pero según iban pasando las lunas y los periodos y los años Palamalu cada vez estaba más triste y taciturna. Ella deseaba un hijo con todo su ser. No se lo dijo claramente, pero Amón Kara se enteró por terceras personas de que antes de concebir a la niña que ahora lo miraba fijamente, Palamalu había ido a ver a una maga, una curandera o algo parecido, que le había dado instrucciones precisas de lo que debía hacer para quedar encinta. Palamalu no le hizo partícipe de esos rituales de mujeres, pero lo cierto es que al poco tiempo quedó embarazada.

    Al principio su esposa se había comportado con excesivo cuidado ya que tenía mucho miedo de perder el fruto de su vientre que tanto había tardado en llegar. Pero él se daba cuenta de que ella estaba llevando su embarazo de forma diferente a otras mujeres. Enseguida, cuando se le pasó el temor, Palamalu adquirió una fuerza descomunal, nunca parecía estar cansada y trabajaba el doble que antes de estar embarazada. «Por favor, no hagas sobreesfuerzos, no puede ser bueno para el bebé», recordó que le decía. Pero Palamalu le explicó que el bebé, no sabía de que manera, parecía pedirle ir al límite de sus fuerzas, esforzarse y acabar extenuada físicamente, que solo así se sentía bien, igual que otras mujeres tenían antojos de comer solo determinados alimentos. Amón Kara confió en ella a pesar de la extrañeza que le producía su comportamiento y rezó a los dioses para que todo saliera bien. Luego llegaron los sueños. En ellos, Palamalu veía a un bebé en el altar de una diosa, su cara estaba difuminada y no podía distinguirlo bien, y tampoco sabía de qué diosa se trataba. En el sueño, Palamalu no sabía por qué ese bebé estaba allí. Ella intuía que era su hijo o su hija, y le producía mucha angustia verlo solo en la fría estancia, así que lloraba e imploraba para que lo sacasen de allí, pero la cámara estaba vacía y sus gritos se estrellaban contra los muros de piedra sin recibir respuesta. Entonces, Palamalu intentaba sacarlo ella misma, pero sentía sus pies pegados al suelo y no podía levantarlos.

    Siempre despertaba de esas pesadillas empapada en sudor y gritando. Su esposo intentaba consolarla, pero ella se quedaba con mal cuerpo y asustada, y le costaba mucho volver a conciliar el sueño. En otras ocasiones, sin embargo, tenía sueños increíblemente plácidos. En ellos veía al recién nacido de espaldas, y este iba creciendo muy rápido hasta convertirse, ante sus ojos, en un adulto, pero seguía sin saber si era una hembra o un varón, aunque tenía una larga melena morena.

    Un día Palamalu se despertó y la primera palabra que dijo fue «Anubalai». Amón Kara le preguntó qué era ese nombre y ella, tocándose el vientre, le contestó que iba a ser el nombre del bebé. Esa noche Palamalu por fin había visto en sus sueños que estaba encinta de una niña, y ella misma le había susurrado cuál era su nombre. Esta última parte se la reservó para sí y no la compartió con su marido. Le parecía demasiado extraño.

    Amón Kara era un comerciante próspero al que la vida había sonreído, y Anubalai llegó a colmar esa felicidad. Palamalu estaba tranquila a pesar del cansancio extremo que le había supuesto el trabajo de alumbramiento, y arrullaba a la recién nacida con una suave y rítmica melodía. De pronto el bebé, que solo tenía unas horas de vida, agarró el dedo de su madre, y con una fuerza descomunal para lo pequeña que era, señaló con él a un punto en el lejano cielo. En ese momento, cuando el alba aún no había despuntado, una estrella se iluminó intensamente justo en el punto que Anubalai había señalado. Palamalu no quiso decirle nada a su esposo para no preocuparle, pero en ese momento tuvo la certeza de que Anubalai no era una niña corriente, y un temor desconocido atravesó su pecho impulsándola a abrazar a su hija. Quizá los extraños sueños que había tenido durante el embarazo querían decirle algo que ella fue incapaz de interpretar correctamente, algo sobre la verdadera naturaleza de Anubalai. El calor del cuerpo de la pequeña la reconfortó y alejó de su mente esos desasosegantes pensamientos. «Oh, Anubalai querida» musitó con voz trémula.

    Amanecía en Guiza. Esa mañana el sol se demoró en salir explayándose en su majestuosidad. Sus rayos surgieron como un potente chorro de luz en el horizonte e iluminaron el cielo con un resplandor inusitado. Fue un amanecer increíble que sería recordado durante mucho tiempo por su despliegue de colores nunca antes vistos. Por la tarde de aquel mismo día, sin embargo, se levantó una potente tormenta de arena precedida por unos vientos racheados que parecían provenir de ningún sitio y de todos a la vez, y que convirtieron la tarde de mercado en un sinfín de toldos volando y de comerciantes preocupados por el género perdido. Fue un día extraño y para la familia de Anubalai muy feliz.

    En aquel periodo la ciudad de Guiza vivía una época de esplendor y desarrollo. El Nilo proveía a sus habitantes de alimento, bañaba sus campos de cultivo con el fértil limo negro que aparecía después de la crecida del río y permitía la navegación y los intercambios comerciales con otras zonas de Egipto. El faraón Kefrén, baluarte de la iv dinastía, simbolizaba la magnificencia del Imperio, y por ello ultimaba las fastuosas obras arquitectónicas que le sobrevivirían por toda la eternidad. De todas ellas, la más impresionante y costosa de levantar estaba siendo la Gran Esfinge de Guiza, que se alzaba imponente con sus garras de león y de la que se estaba terminando de tallar la cabeza. Hacían falta miles de brazos para finalizar su construcción y en ella trabajaban tanto esclavos traídos de todo Egipto, como campesinos y hombres libres provenientes de familias pobres que necesitaban un empleo a cambio de alojamiento, comida y un pequeño sustento.

    El día del nacimiento de Anubalai nació también un niño en otra parte de la ciudad; a él no le esperaban brazos amorosos ni suaves telas de lino. Su madre había estado trabajando en el campo hasta bien entrada la tarde del día anterior y los dolores de parto le llegaron segando el cereal. Estaba sola. Dio a luz en el suelo de adobe del único cuarto de su casa, y a los pocos minutos de nacer Akeleom se levantó, cortó el cordón umbilical con un cuchillo romo que tenía a mano y dejó al bebé en el suelo, desnudo y llorando desconsolado. Akeleom solo era una boca más que alimentar, la novena, no había sido un bebé buscado ni deseado y, desde que nació, se tuvo que acostumbrar a una vida de pobreza y privaciones, aunque por lo menos tuvo la suerte de que le pusieran un nombre.

    —¡Anubalai, cuántas veces te he dicho que no pintes las paredes!

    Anubalai la miró con expresión interrogante. Oía a su madre, entendía sus palabras, pero no asimilaba el porqué de las mismas.

    —Yo no he hecho nada, mamá. Solo estaba aquí sentada pensando en mis cosas.

    —¿Ah, sí? ¿Y entonces eso qué es? —Palamalu le señaló la pared encalada.

    La niña sostenía en la mano un trozo de madera quemado y en la pared se extendían una profusión de símbolos y extraños dibujos indescifrables. No eran jeroglíficos, y aunque lo hubieran sido, ¿cómo podía una niña de cuatro años que no sabía leer ni escribir hacer esos misteriosos dibujos en el muro? Anubalai miró a su madre con esa mirada profunda y misteriosa que tenía la capacidad de atravesarla y dirigirse, más allá de ella, a algún punto perdido en el horizonte. Después se miró la mano, un poco asustada; la madera seguía allí. Ahogó un grito y la tiró al suelo.

    —No he sido yo, lo juro, no he sido yo —sollozó mientras salía corriendo.

    Después de ese episodio, Anubalai pasó varios días muy sería, pensaba sobre sí misma, en las cosas que la hacían especial, y recordó toda su vida, punto por punto. Era algo que había podido hacer desde siempre sin ningún esfuerzo, y le parecía algo normal. Fue corriendo adonde su madre estaba cocinando y le preguntó:

    —Mamá, ¿tú te acuerdas de cuando eras pequeña?

    A Palamalu no le sorprendió la pregunta:

    —Pues no sé, me acuerdo de algunas cosas y de otras no. Pero mis primeros recuerdos son de cuando era más mayor que tú, con siete años o así. Antes de eso no recuerdo nada.

    Anubalai se quedó muy asombrada con la respuesta de su madre y en ese momento pensó en sus propios recuerdos. Vio, de forma muy clara las manos de su madre tirando de ella hacia fuera, sintió el tacto del lino sobre su piel, se oyó llorar de hambre y por el choque de sus pulmones con la primera bocanada de aire. De pronto supo que aquel era el momento de su nacimiento, y que se acordaba de él con todo detalle, como si lo estuviese experimentando en ese mismo momento.

    2

    El día amaneció radiante. Anubalai se puso su falda y la acompañó de un fino velo que solo le cubría la cabeza, los hombros y parte del torso. Normalmente esta prenda solo la usaban las mujeres en aquellas ocasiones en las que no querían que se les viesen los senos. Anubalai aún era una niña así que no la necesitaba, pero ese día quería ponerse algo especial porque intuía que no iba a ser un día ordinario. Se contempló en el único espejo que había en la casa. Se tocó la piel de la cara, tostada por el sol, se acarició los brazos, delgados pero fuertes, y dio un pequeño salto impulsándose con las piernas, que en los últimos años parecían haberse estirado como por arte de magia. Se sentía a gusto con su estilizado y moreno cuerpo, y eso se notaba en sus movimientos y en su forma de desenvolverse, pero, por otro lado, parecía no preocuparle en exceso, como si su cuerpo fuera un traje que se pudiera quitar y poner a voluntad y que, en realidad, no tenía demasiada importancia.

    Anubalai estaba nerviosa, aunque no quisiera admitirlo. En un rato su madre la iba a llevar al mercado, y es que, a pesar de sus «rarezas», de esa forma de estar en el mundo que tanto sorprendía a los que la conocían e incluso a veces a ella misma, Anubalai solo era una niña de diez años con muchísima curiosidad y pocas ocasiones para escapar de la rutina. Un poco antes de salir, los lotos del estanque del jardín empezaron a agitarse y se levantó una calima pegajosa que anunciaba una tormenta de arena en el horizonte.

    —Quizá deberíamos quedarnos en casa, no quiero que nos pille la tormenta, y el ambiente ya está empezando a cargarse —dijo Palamalu con un ligero tono de preocupación en la voz.

    —La tormenta va a ir hacia otro lado, no va a venir aquí, madre, podemos salir sin problemas.

    Aunque al principio le parecía absurdo, Palamalu había aprendido a hacer caso de las predicciones meteorológicas de su hija ya que, por algún motivo, ella siempre acertaba.

    Akeleom estaba cargando el pesado fardo que su patrón le señalaba. Hacía varios periodos que trabajaba para él, desde que su familia le «cedió» para que le «ayudara». Akeleom no era, técnicamente, un esclavo, pero se daba cuenta de que sus condiciones de vida no se diferenciaban mucho de las de aquellos. Dormía en una habitación con una estrecha ventana que, aunque no tenía barrotes, era tan pequeña que le hubiera sido imposible escapar por ella. Comía dos veces al día una miserable ración que siempre lo dejaba con hambre y trabajaba sin descanso por un jornal ridículo. De todas formas, no se quejaba, su vida antes de trabajar para el patrón no había sido mucho mejor, con unos padres que no le querían y lo trataban a palos, y teniéndose que pelear por los restos de comida con sus nueve hermanos. Aquí por lo menos nadie le disputaba lo poco que le tocaba. Sin embargo, había que reconocer que la fisionomía de Akeleom no era la más adecuada para el duro trabajo físico que tenía que desempeñar, y sus brazos parecían quebrarse cuando tenía que acarrear piedras o enormes fardos de mercancías a pleno sol.

    Lo que más le gustaba era trabajar en la Esfinge. Era una construcción majestuosa que le infundía muchísimo respeto, amor, y también algo de miedo. Desde que Akeleom podía recordar la Esfinge había estado allí, como si perteneciera a Guiza, a esa arena fina y ardiente sobre la que pisaban sus pies, y no fuera un monumento construido durante decenas de años por hombres y niños como él. Pero él sabía que así era. Su patrón se lo había contado, a él y al resto de chicos que algunos días iban a trabajar allí para ayudar a terminarla. Sabía, por él, que la forma de construirla había sido diferente a cómo

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