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Ni en 1000 Años
Ni en 1000 Años
Ni en 1000 Años
Libro electrónico111 páginas6 horas

Ni en 1000 Años

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Novela de ciencia ficción, Ni en 1000 años convierte la obsesión de un hombre, (el hombre que no podía morir) en una búsqueda contra el tiempo de su extraviado amor. En el futuro la humanidad agoniza, el planeta se ve amenazado por un enorme asteroide, y en medio de una población diezmada y maligna un hombre pretende rescatar de las garras de la muerte a su mujer fallecida tiempo atrás. Ha pasado por penurias, por tormentos y torturas para lograr la inmortalidad, pero ahora un séquito sanguinario de inmortales lo buscan para torturarlo y gozar del sadismo con su cuerpo. ¿Volverá a la vida aquel amor de otro tiempo?
Más información del autor: www.sjarre.com.ar

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2012
ISBN9781301045846
Ni en 1000 Años
Autor

Sebastián Jarré, Sr

SEBASTIAN JARRE (Buenos Aires, Capital Federal, Argentina, 4 de septiembre de 1976). Estudió Electrónica, en el República Francesa, participó en las segundas olimpiadas de electrónica y telecomunicaciones ganando menciones diversas, estudió Licenciatura en Matemáticas en la Universidad de Buenos Aires y trabajó durante años en los oficios más diversos que puedan imaginarse: ilusionista, FX, diseñador de prestidigitaciones, periodista, y desde hace años como Scrum Master y QA/QC Leader . Vivió en España durante años, luego en Venezuela y en Estados Unidos donde trabajó como ilusionista, desarrollador de páginas web, escritor part time e investigador.Podéis encontrar más libros en su web: https://www.cosmogono.comCortometrajes: bewarenight.com

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    Ni en 1000 Años - Sebastián Jarré, Sr

    NI EN 1000 AÑOS

    Sebastián Jarré

    Smashwords Edition

    © 2012 Sebastián Jarré

    Prohibida su reproducción total o parcial sin citar al autor.

    Imagen de portada: artista fallecido Zdzislaw Beksinski

    Para más información sobre al autor de estos relatos consulte:

    http://www.sjarre.com.ar

    ANATOMIA DE UN PACTO

    I.

    La mejor forma de esconderse es a la vista de todos, pensó el forastero mientras sostenía por encima de su cabeza, entre sus dedos índice y pulgar, la minúscula ampolla repleta de sangre.

    La habitación estaba pésimamente iluminada, como cualquier hotel que se precie en aquel barrio podrido de aquella ciudad sin nombre. Hacía el suficiente calor para que una pileta de sudor quedara en el pecho del forastero, recostado en la cama, mirando exóticamente aquella exigua ampolla de sangre en la escasa luz.

    Estaba desnudo de la cintura para arriba, vestía unos raídos pantalones con el olor mezclado del sudor humano y la mierda de un trasero poco aseado en varias semanas. La piel la tenía carcomida por una sarna asquerosa que se le había pegado en alguna ciudad que ya no recordaba.

    El forastero tenía uno de esos rostros cruzado de múltiples arrugas, como si fuera un pergamino. Sus ojos revelaban tranquilidad, pero también, de un momento a otro, un odio infinito capaz de atravesar muros.

    Sin dejar de mirar la ampolla de sangre, el forastero se sentó en el borde de la cama, apoyó sus pies descalzos en el suelo caliente y miró luego en derredor: la visión deplorable del entorno cumplió su cometido; se sintió deprimido. Guardó el frasco en el bolsillo de su bolso de cuero, y se puso de pie.

    Las paredes estaban cubiertas de ampollas por la mala pintura y la humedad. El calor era sofocante, y todo conspiraba para crearle esas emociones físicas que confluyen en sentimientos pesimistas. Además, ya había agotado su dinero y casi todas las formas imaginadas para encontrarse con aquella persona que tanto buscaba.

    El rumor que inicialmente lo jalonara a aquella rancia habitación parecía no tener otro origen que la fantasía desmedida de su entrevistada. Pero aun así – lo sabía muy dentro suyo – era la única posibilidad: era aferrarse a ello o dejarse morir de depresión, de peligrosa melancolía: los sentimientos que se encuentran cuando lo que amamos se extingue.

    Se puso una camisa grasienta, repleta de manchas de sudor viejo, y salió a la calle. Era de noche. Una noche como carbón. Sin estrellas, sin otra cosa que edificios ténébres, salpicados por charcos de luz que ocasionales bombillas dejaban al descubierto.

    Avanzó sabiendo que el único lugar que le quedaba por verificar, luego de haber recorrido medio mundo, era esa ciudad: allí lo habían arrastrado los rumores y sus personales observaciones.

    Sentía que, tras 15 años de haber peinado el orbe entero buscando por los más variopintos lugares – desde cavernas aceitosas hasta glaciares inhóspitos en parajes fuera de mapa, desde templos y monasterios con olor a incienso hasta sótanos llenos de cagadas de ratas - la providencia le debía un favor por el esfuerzo sufrido: una mera fantasía que le obligaba a no cejar en su empeño.

    A veces uno piensa que va a encontrarlos en lugares remotos e inaccesibles, luego de trepar cumbres nevadas o de adentrarse en peligrosas grutas, pensaba el forastero mientras caminaba despacio observando muy bien su entorno : no había un alma en la calle. Pero yo sé muy bien que los de su clase buscan el contacto con el mundo y sus placeres, y que cuando estos placeres de la carne se extinguen quedan aquellos que el peligro encierra: la efusión de adrenalina en el sadismo. Y esta ciudad los contiene: todos los peligros. No hay lugar más peligroso que éste y aquí debe de estar entonces. Porque acá vive la muerte.

    Desde ventanas mal iluminadas le pareció ver gente observándolo caminar en la noche, devorado y vomitado por las agonizantes lámparas de las esquinas.

    A los lejos, un rumor empezó a crecer y se convirtió en un grito y en un llanto a la vez; lo alertó. Pasó por un callejón y divisó a un costado sombras moviéndose nerviosamente.

    Apenas sus pupilas se acostumbraron a aquellas tinieblas observó dos mujeres en cuclillas siendo sodomizadas por un grupo de hombres desnudos de la cintura para abajo: no apreció los brutales detalles, pero sí la bestialidad de las formas sacudiéndose en la oscuridad. Cuando un grito lo reclamó para que se uniera a la exhibición se alejó del callejón con la imagen de unas pantorrillas demasiado marcadas por el esfuerzo.

    De todas las construcciones - que había observado desde hacía semanas en que estaba en aquella ciudad - había un raído edificio, abandonado a su suerte, donde su fachada era la que inspiraba más desolación de todas.

    Pero no era una desolación nada más, sino un asco: cierta repulsión que se encontraba más allá del dictamen de la razón. Ver ese edificio le causaba pesar: y ese pesar era lo que hacía especial al edificio. Como si su disposición en el vacío de la ciudad ocasionara una violación a la naturaleza.

    Allí dirigió sus pasos, convencido de que hallaría al hombre que buscaba.

    Algo, no sabría decirlo con certidumbre, le indicaba que aquel día, por sobre todos los días, las cosas iban a cambiar. No sabía si era porque por primera vez el dolor en el trasero – consecuencia de una fístula anal, producto de la pésima alimentación - se había disipado, o porque el cielo era mucho más oscuro del que tuviera memoria. El aire de la ciudad, la atmósfera sobrecargada, parecían hablarle de la posibilidad de eventos increíbles a punto de gestarse.

    Gente así puede existir, ¿por qué no? . No se trata de que sean brujos o magos, simplemente accedieron a elementos profundos de la naturaleza, se decía mientras juntaba valor para ascender escalón por escalón en el edificio.

    Dentro flotaba un hedor terrible a descomposición: observó restos fecales adheridos en las paredes y el aroma ácido de la sangre y el semen combinados.

    Al llegar al rellano del tercer piso estuvo convencido de que estaba vacío aquel antro. Descendía, insultándose a sí mismo por creer en tantas necedades, por caer tan bajo en su desesperación, cuando sintió a sus espaldas que había alguien observándolo.

    Se volteó deprisa y lo observó. Apoyado en el marco de la puerta de una habitación en ruinas, había un hombre en sombras, apenas definido por la oscilante luz de una bombilla que segundos antes había estado apagada.

    Lo miró pero no dijo nada. Había algo amenazador en su presencia: lo primero que pensó fue que era un asesino, que lo destriparía ahí mismo y que le arrancaría sus órganos para venderlos en el mercado negro, tal y como acostumbraban a hacer en aquella ciudad sin leyes y sin nombre. Nada se lo hubiera impedido: ni siquiera él que, a estas alturas, prácticamente había abandonado su búsqueda.

    Qué quieres, dijo el hombre en sombras.

    Busco al que no puede morir, respondió el forastero e instintivamente tocó por encima de su bolso de cuero el frasco con sangre.

    Eso buscan todos, no morir. Pero morimos. ¿Verdad?.

    En su voz había un deprecio evidente. Lo vio avanzar un poco, lo suficiente para que la luz de la bombilla, dentro de la habitación, le dibujara el rostro: barba hirsuta, ojos oblicuos de japonés, la frente despejada pese al cabello largo y pastoso.

    Vete de aquí imbécil, le dijo, y le dio la espalda. Luego añadió: aquí no tienes nada que buscar: sólo tu muerte.

    Pero había algo en el tono de la amenaza, en su voz gutural, algo de invitación. Cómo si aquel hombre en sombras estuviera seduciéndolo a la vez que quería alejarlo; como si, en efecto, fuera quien buscaba (o al menos pudiera proveerle lo que buscaba).

    Sin embargo el forastero decidió irse. Se dio la vuelta y se alejó unos tramos de aquel pasillo en penumbras. Entonces oyó a sus espaldas la inconfundible voz de aquel hombre en sombras: ¿te vas sin más? ¿Qué clase de cobarde va por el mundo preguntando la idiotez que acabas de preguntar y se marcha a la primera amenaza? .

    Sólo uno muy desesperado, dijo el forastero y se volteó. Uno que ya no cree

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