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Dioses de las esferas: Trilogía de las esferas, #3
Dioses de las esferas: Trilogía de las esferas, #3
Dioses de las esferas: Trilogía de las esferas, #3
Libro electrónico441 páginas6 horas

Dioses de las esferas: Trilogía de las esferas, #3

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Información de este libro electrónico

Nadir se entrena con Azenobeth para desarrollar sus nuevas habilidades. En su camino descubrirá que la ruta hacia las esferas está llena de trampas, enemigos brutales y sorprendentes aliados. Al mismo tiempo, en la dimensión de los Fravashi se desata una lucha paralela que enfrentará a los dioses por el control del universo.

La «Trilogía de las esferas» llega a su fin con una batalla llena de escenarios sorprendentes, emotivos reencuentros y difíciles sacrificios, un conflicto que forzará a los protagonistas a afrontar su pasado y decidir la supervivencia de la humanidad.

Sobre “El juego de las esferas”:

«Un relato de factura clásica, con una narrativa ágil que combina la aventura con la filosofía y las ideas de la ciencia ficción “dura”»Sergi Albir, El País

«Mi intuición no me ha fallado. Esta continuación supera con creces a su predecesora y está llena de sorpresas»Universo Luminion

«Como un castillo de fuegos artificiales, termina estallando en una inigualable traca final»

«El color, la emoción, los sentimientos, los recuerdos, el miedo, la tristeza, la sorpresa constante, la acción trepidante, la tecnología, la física y el universo.... son solo parte del arco iris por el que nos lleva el autor. Este es un libro al que se quiere regresar tan pronto se deja»

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 sept 2017
ISBN9781548038168
Dioses de las esferas: Trilogía de las esferas, #3

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    Dioses de las esferas - Salvador Bayarri

    La factoría

    I

    –Ya está –anunció Azenobeth.

    La capitana apartó el inyector y contempló mi brazo como si hubiera concluido una obra maestra.

    –Me he mareado –confesé.

    –Te dije que no miraras la aguja.

    Cerré los ojos. Busqué un cambio en mi interior. Los nanobots no me iban a dar la inmortalidad ni borrarían mi memoria, pero sí debían transformarme.

    –No siento nada.

    –Necesitan tiempo para multiplicarse –explicó Azeni–. Tomarán posiciones en tus nervios, en las fibras musculares, en la superficie de los pulmones, en las paredes de los vasos sanguíneos, dentro de los glomérulos de tus riñones, por todos los rincones de tu cuerpo.

    La capitana introdujo la hipodérmica en la cubeta de esterilización. Desde la huida de la Tierra no había tenido ocasión de hablar a solas con ella. No sabía si estaba molesta conmigo por retener a la Doña en la nave, o simplemente concentrada para afrontar la batalla con los dioses.

    –¿Te ayudo? –me ofrecí.

    –Es mejor que vuelvas. Arkana estará nerviosa.

    La actitud de Azeni con su antigua enemiga seguía siendo la misma, a pesar de que la Doña ya no lo era. El odio feroz que alimentó durante décadas había desaparecido con sus recuerdos. Ya nunca podría rememorar cómo me había engañado para localizar a Azeni y robarle la inmortalidad.

    Arkana era ahora, física y mentalmente, una confusa muchacha de dieciséis años. No suponía una amenaza. Sin embargo, la capitana no había superado su desconfianza. Necesitaba tiempo para acostumbrarse.

    –Ayúdame, Azeni. Está hecha un lío. No quiero que se deprima.

    La capitana levantó sus ojos violeta, como si pidiera a los dioses que la ayudaran a soportar a sus dos polizones. Luego pareció relajarse.

    –Yo también perdí mis recuerdos cuando Gayoma me dio la inmortalidad. Aún guardo algunas historias de mi infancia, momentos que se van volviendo borrosos. Hay un episodio en particular que se me quedó grabado.

    Era la primera vez que hablaba de su infancia, de hecho, la primera que comentaba voluntariamente su pasado.

    –Debía ser muy pequeña –continuó, aplicando un apósito en mi hombro–. En la factoría no había muchos niños con quienes jugar, así que me empeñé en tener una mascota. Los comerciantes traían animales exóticos al planeta y yo quería una de las adorables criaturas peludas. Se la pedía una y otra vez a mi padre. Al fin, un día me sorprendió con una caja. Sería por mi cumpleaños.

    Me abroché la camisa. Un hormigueo me recorrió el brazo.

    –Podía oír sus ronroneos mimosos, pero mi padre no me dejaba acercarme a verla. Dijo que solo tendría el animal si lo convencía de que era capaz de cuidarlo. Tenía que comprender que no se trataba un juguete.

    El mensaje de Azenobeth era obvio. Arkana era mi mascota y yo era el único responsable.

    –¿Te quedaste con el animal?

    –Pues claro. Estaba indefensa ante los encantos de ese bicho.

    –¿Y lo cuidaste bien?

    –Murió unos días después. No recuerdo por qué. Nuestro hogar era bastante inhóspito. El caso es que nunca volví a tener una mascota. Aprendí la diferencia entre desear algo y comprometerse con ello.

    –Pero si no te hubieras dejado llevar por el deseo tampoco habrías aprendido –repliqué, molesto.

    Me dirigí a la salida del laboratorio, dispuesto a marcharme.

    –Espera, Nadir.

    Me volví hacia ella. Estaba celosa. ¿Quién era Azeni para enseñarme nada sobre el amor y del deseo?

    –No me refería a Arkana –dijo, compungida.

    ¿A qué jugaba? Sus finos labios se tensaron.

    –No es fácil tomar decisiones de vida o muerte, sobre todo cuando hay una relación emocional por en medio.

    Así que me había equivocado. Yo era la mascota. La capitana tenía miedo de que su débil animalillo se perdiera.

    –No te preocupes –respondí, ufano–. Te dije que te acompañaría. Deseo más que nada destruir las esferas y terminar con los dioses.

    –Nuestra probabilidad de supervivencia es pequeña. Tendremos que tomar decisiones difíciles.

    ¿Se refería ahora a Arkana? Aunque me costara admitirlo, tenía razón. En algún momento tendría que dejar marchar a la joven Doña si quería evitar su muerte.

    –Me preocuparé cuando llegue el momento –repliqué–. Ahora debes entrenarme para mejorar esa probabilidad de supervivencia.

    Mi seguridad era puro teatro. Sabía que, por muy rápido que pudiera luchar, sería vulnerable a las fuerzas conjuradas por los Fravashi. Tenían a los ejércitos humanos y alienígenas a su servicio. Enfrentarse a ellos era, en la práctica, un suicidio. Pero necesitaba sentirme invencible. Tenía la llave de la Insignia y los dioses estaban encerrados en sus Zarayan. No eran indestructibles.

    Sin ganas de discutir más con Azenobeth, me marché del laboratorio y recorrí la Amatista en busca de Arkana. Estaba impaciente por comprobar si se encontraba bien, pero las palabras de Azeni seguían resonando por los corredores vacíos. A veces me daba la impresión de que se preocupaba por mí como si fuera su hijo. En otras ocasiones pensaba que su único deseo era que me centrara en la misión. De una forma u otra, siempre regresaba a la misma pregunta: ¿por qué Gayoma me había escogido a mí? ¿De verdad podía ayudarles a derrotar a los dioses?

    Ojalá hubiera podido consultarlo con mi padre. Durante el corto tiempo que habíamos compartido en la Tierra, rodeados de antiguos libros, me sentí muy cerca de él. Había recuperado su imagen, confundida con la del viejo Birker, el profesor y bibliotecario suplantado por mi padre para regresar a Vikatee. El ceñudo bibliotecario había instigado mi curiosidad, dejándome pistas sobre mi padre y su máquina voladora. Pero lo había vuelto a perder en la Vieja Tierra, cuando se sacrificó para que siguiera adelante con mi absurda aventura.

    Si era sincero conmigo mismo, encontrarlo era más importante para mí que la destrucción de los dioses. Siempre lo había sido. El odio que profesaba a los Fravashi se alimentaba de la muerte y la ausencia de aquellos que los dioses me habían arrebatado. Si me devolvían a mi padre y me concedían una vida normal a su lado, por mí podían seguir con sus guerras y conspiraciones hasta el fin de los tiempos.

    Sin embargo, la probabilidad de recuperar a Gawhan era ínfima. Tras descifrar el enigma de la Insignia y extraer la llave de su interior, la prioridad de la misión era encontrar las esferas y aniquilarlas, a ellas y a sus habitantes, los humanos que se habían proclamado dioses.

    Arkana estaba en el puente, sentada en una de las terminales. Se giró al oír mis pasos, haciendo volar su melena rosada. Las sombras de sus ojos, marrones y duros como frutos secos, hablaban de una noche intranquila. ¿Cómo hubiera podido abandonarla a su suerte, teniendo la oportunidad de conocerla de nuevo, sin los obstáculos que nos separaban?

    –¿Problemas? –pregunté al ver que golpeaba el proyector.

    –No tengo acceso al sistema de navegación, ni a las comunicaciones, ni al diario de a bordo. ¿Estoy secuestrada?

    La amnesia apenas había disminuido su orgullo.

    –No eres nuestra prisionera. Tendremos que programar la IA para que te reconozca.

    Me abstuve de comentar que Azenobeth nunca lo permitiría.

    –Necesito saber qué me ha pasado, dónde estamos. –Se frotó la frente y me atrapó de nuevo con la mirada–. Debo contactar con mi familia. Estarán preocupados.

    –Ya te he dicho lo que sucedió. Sufrimos un ataque en la Vieja Tierra y la contusión ha borrado tus recuerdos.

    –¿Borrado?

    –Me refiero a que… por el momento no eres capaz de recordar algunas cosas.

    –¿Y a dónde se dirige esta nave tan rara? –preguntó con angustia.

    Me senté junto a ella y cogí su mano.

    –Azenobeth nos lleva a un lugar seguro, lejos de la zona de guerra. Llegaremos pronto.

    –¿Tenemos que volver a esa bola hueca? Me da escalofríos.

    –Con la burbuja podemos viajar con rapidez, sin recurrir a la hibernación. Créeme, es mejor que congelarse. La confusión que sientes ahora no es nada comparada con la resaca después del sueño helado –exageré.

    Arkana titubeó, preguntándose, sin duda, si yo le mentía o se había vuelto paranoica. La comprendía. Yo me sentía así cada vez que me descubría envuelto en las conspiraciones de Ahura, Angra y Gayoma, como un títere que no ve los hilos que lo sujetan.

    ¿Cómo apaciguar su angustia? Hubiera podido mostrarle grabaciones de la Amatista en órbita lunar y la batalla con las naves de la Alianza. Pero eso solo traería más preguntas. Arkana querría saber qué más había sucedido. Si accedía a todas las grabaciones, vería los enfrentamientos con Azenobeth, la pelea con Tomlin por la poción rejuvenecedora y el instante en que ella misma la había tomado.

    Arkana soltó mi mano con brusquedad.

    –Sé que me ocultáis algo grave. Bethi actúa como si no me conociera de nada y tú, en cambio… No te recuerdo, pero pareces mi mejor amigo.

    –Soy tu amigo.

    ¿Qué habría hecho en su lugar, si mis recuerdos se hubieran evaporado, si mi compañera de universidad me ignorara y un desconocido me acosara? Desde luego, no me habría sentido tranquilo.

    Arkana no era mi mascota, pero debía cuidarla. ¿Por qué no lo había pensado antes? Ella sí tenía un animal de compañía.

    Kyobi seguía prisionera en un cajón. En la Tierra, la pequeña robot había servido a su ama tomando el control de la Amatista mientras bajábamos al planeta. Sin embargo, la Doña ya no recordaba nada y su mascota no debía suponer un peligro.

    Las largas pestañas de Arkana parpadearon al ver la bola que ella misma había hecho construir años atrás. Aventuré que, a pesar de su amnesia, quizás quedaba una huella de las emociones que las dos habían compartido.

    Tomó la cápsula entre las manos, como una delicada joya.

    –¿Qué es? –preguntó–. ¿Me pertenecía?

    –Era uno de tus objetos favoritos.

    Rozando las palmas de Arkana, giré los hemisferios de la cápsula. Ella se estremeció de expectación, pero al ver los miembros plegados en el interior, se retiró con un temor reflejo.

    –No te asustes, es inofensiva. Despierta, Kyobi.

    La muñeca saltó fuera de la cápsula y se plantó en mi hombro, observándonos con su ojo panorámico.

    –Conoces a Arkana, ¿verdad?

    –¡Bee-bleep! –confirmó la robot con alegría.

    –¿Has visto qué graciosa?

    –Una maravilla –reconoció la Doña, extendiendo un dedo para tocarla.

    –Lo entiende todo, aunque no habla nuestro lenguaje.

    «Por fortuna», pensé. La robot hubiera podido revelarle demasiados secretos.

    –Ven aquí, bonita –dijo la Doña con timidez. En esos instantes, sus ojos volvieron a ser los de una niña.

    Kyobi saltó sobre el brazo de Arkana y caminó como una bailarina hacia su rostro, emitiendo cautos pitidos mientras la examinaba. Me pregunté si era capaz de notar alguna diferencia en su ama.

    Kyobi saltaba de un lado a otro del puente, como una diminuta acróbata, cuando Azenobeth entró. La capitana nunca había apreciado a la muñeca, pero en esta ocasión no dijo nada. Después de recorrer la sala de control con una mirada inexpresiva, se sentó en el terminal central. Arkana se quedó mirándola con seriedad.

    –¿Bloop? –nos llamó Kyobi, al ver que no prestábamos atención a sus monerías.

    Las luces de la sala se atenuaron y la inmensa pantalla panorámica mostró el cielo que nos rodeaba.

    –Vamos a ver dónde estamos –dijo Azenobeth, como si el asunto no tuviera mayor importancia.

    Me adelanté hacia la pantalla. La sensación de flotar entre las estrellas era abrumadora. Mi mente me llevó de regreso a la Samotracia y volví a ver las tropas Mukjasar entrando por el estrecho pasillo, la explosión de la granada arrojándome al vacío, las luces distantes de las corbetas mientras giraba sin control… Todo comenzó a darme vueltas.

    –¡Mira! –Arkana me devolvió a la realidad.

    Un pequeño círculo se recortaba contra las tinieblas. Resultaba difícil juzgar su tamaño real, pero el tono verde y las bandas nubosas indicaban que se trataba de un planeta o de una enorme luna. Otro mundo que añadir a mi lista.

    –Se llama Dandel. –nos informó Azeni–. Ahí estaremos seguros.

    –¿Está habitado? –preguntó Arkana.

    La Doña no conocía los peligros a los que nos enfrentábamos. Ignoraba que vastos ejércitos y agentes clandestinos nos perseguían. No sabía que estas fuerzas ominosas harían cualquier cosa para que no llegáramos hasta las esferas. Pero yo sí era consciente de las amenazas. Dudaba que Azenobeth nos hubiera traído a un planeta habitado.

    La capitana lo confirmó.

    –Dandel estuvo poblado hasta hace un par de siglos –respondió, sin apartar su vista del astro–. No creo que haya sido colonizado desde entonces.

    Estábamos condenados a un camino en solitario. Había fantaseado con la idea de que el imperio comercial de Arkana pudiera sernos útil, pero esa noción era absurda. En el espacio había transcurrido demasiado tiempo, décadas enteras desde que Rutko perdiera la pista de la Doña en la Tierra. Los pocos que podían reconocerla estaban muertos o la habrían dado por desaparecida. Incluso si convencíamos a Arkana para que colaborara con nosotros, ¿cómo iba a retomar el control de su Corporación? No era más que una jovenzuela sin conocimientos empresariales. Alguien ocuparía ahora su lugar en el Palacio Xandu.

    Me sentí fatal. La había metido en un callejón sin salida, exiliándola a un futuro sin su identidad. Si la hubiera dejado ir con Rutko después del rejuvenecimiento, al menos podría haber vivido entre los suyos. Su odio hacia nosotros se hubiera multiplicado por infinito, pero para entonces estaríamos muy lejos. Ahora no había marcha atrás. La única forma de expiar mi culpa era velar por ella, pero ¿cómo iba a darle otra vida mientras me enfrentaba a todos los demonios del universo?

    Enfrascado en mi dilema, presté poca atención a las explicaciones de Azenobeth. Era obvio que había estado antes en el planeta, visitándolo en alguno de sus viajes. Se trataba de un mundo acuático que albergaba una rica variedad de especies. Por lo visto, sus colonos humanos sobrevivieron un tiempo exportando alimentos, pero la competencia de las granjas espaciales y la falta de suelo había causado el abandono de la colonia.

    Arkana no estaba entusiasmada. Desde luego no parecía un lugar muy entretenido.

    –¿Por qué hemos venido aquí? –protestó–. No hay nadie que pueda ayudarnos.

    –Hasta que no sepamos quiénes nos persiguen, es mejor pasar desapercibidos –respondió Azenobeth.

    –En un lugar habitado también podríamos pasar desapercibidos –insistió Arkana–, mezclándonos entre la gente.

    –Demasiados ojos y oídos –refutó Azeni.

    –Estaremos más tranquilos aquí. Quizás así puedas recuperar tus recuerdos –sugerí a Arkana.

    Me arrepentí inmediatamente de la mentira, pero en ese momento prefería darle esperanzas.

    –En cuanto lleguemos a un puerto seguro, podrás ir donde quieras –añadió la capitana.

    Era obvio que Azeni estaba deseando perderla de vista.

    Arkana no se conformó con nuestras explicaciones. Más tarde, en la cocina, volvió a interrogarnos.

    –Tengo vagos recuerdos de Bethi en la Universidad. Estuve allí con los dos, ¿no? –Nos miró confusa–. Entonces, ¿cómo llegamos hasta la Vieja Tierra? ¿De dónde sacasteis la Amatista?

    Azenobeth no estaba de humor, así que me encargué de improvisar una historia.

    –Teníamos una misión de investigación. Formábamos parte de una célula de inteligencia –comenté con un toque de misterio.

    Arkana rebuscó en los rescoldos de su memoria.

    –Yo estudiaba bioquímica.

    –Terminaste la carrera y luego nos captaron a los tres.

    –Olvidas a nuestro malogrado compañero, Tomlin Rudenlo –añadió Azeni, uniéndose a la fiesta.

    –Cierto. Tomlin.

    –¿Qué le sucedió? –Arkana saltó, como si el nombre significara algo para ella.

    –Nos metimos en una cámara subterránea –expliqué–, un refugio donde se preservaban libros y artefactos antiguos, del origen de la humanidad. Tomlin tenía que buscar información entre ellos.

    –Nunca nos dijo lo que había encontrado –interrumpió Azenobeth, saboteándome.

    –Era alto secreto –confirmé irritado–. El caso es que el refugio estaba medio derrumbado y cuando nos atacaron…

    –¿Quiénes?

    Arkana recogió del suelo a Kyobi, que se había acercado a escucharnos.

    –Un ejército de hrtar –respondí–. Alguien debió avisarles, probablemente un infiltrado. Las fuerzas de la Alianza que debían protegernos también dispararon contra nosotros. Fue una emboscada a traición. Por eso no podemos confiar en nadie.

    La Doña frunció sus finas cejas.

    –¿Y qué me sucedió?

    –Hubo un derrumbe al escapar del subterráneo. Unos cascotes cayeron sobre tu cabeza. Estuviste dos días inconsciente en la Amatista.

    Azenobeth lanzó otra pulla.

    –También pudo ser un arma neurónica. Afectan al cerebro.

    ¿Qué le pasaba? La reñí con la mirada.

    –Si hubiera sido un ataque neurónico, también nosotros hubiéramos perdido la memoria. No te preocupes, te pondrás bien –puse mi mano sobre la de Arkana.

    La Doña pareció relajarse. Al menos ahora tenía una explicación, por incompleta que fuera. En algunos aspectos, incluso, se asemejaba a la realidad.

    –¿Bilip-blob?

    Kyobi quería atención y Arkana se puso a jugar con sus patitas.

    Respirando más tranquilo, llevé a Azenobeth a un lado. Estuve tentado de regañarla, pero no quería aumentar las sospechas de Arkana. Busqué otro tema de conversación.

    –¿Vamos a descender a Dandel?

    –Estaremos más protegidos.

    –Pero no tenemos lanzadera.

    La Amatista no podía cruzar la atmósfera a alta velocidad, y mucho menos aterrizar. Tampoco disponía de vehículos auxiliares. ¿Cómo pensaba Azeni bajar a Dandel? A diferencia de la Tierra, no había contrabandistas que nos llevaran dentro de contenedores oxidados.

    –No necesitamos un vehículo –respondió la capitana. Luego se giró hacia la pantalla, como si buscara algo en la negrura.

    II

    Al día siguiente me desperté con un apetito voraz. Lo sacié con un abundante desayuno mientras Arkana seguía durmiendo en su habitación, arrullada por los tintineos de Kyobi. Como no tenía nada mejor que hacer, me dirigí al puente. Azenobeth me había enseñado a mostrar los datos de los sensores en la pantalla. La imagen real estaba bien, pero quería añadir sobre ella la información táctica. Tenía que haber algo ahí fuera: naves, bases secretas o asentamientos nómadas, algo que nos permitiera descender al planeta.

    La capitana se me había adelantado. Por un breve instante atisbé líneas de color y figuras geométricas dispersas por la pantalla. Al momento siguiente solo quedaba el firmamento con una versión ampliada de Dandel. Azeni había escondido la información táctica al verme llegar.

    –¿Sientes ya alguna diferencia? –me saludó.

    –¿Cómo? –respondí, todavía somnoliento.

    –Ahí dentro. –Señaló mi pecho.

    –Ah. Solo noto un hambre tremenda.

    –Tu cuerpo se está preparando. Los nanobots consumen mucha energía.

    El semicírculo verdoso de Dandel ocupaba ya la cuarta parte de la pantalla. ¿Qué nos esperaba en ese mundo supuestamente deshabitado? No hallé ningún rasgo de civilización en la superficie. Salvo la zona polar cubierta por una mancha blanca, el resto estaba agitado por remolinos verdes, como una crema de verduras. Después de ver la Tierra gris y quebrada por la guerra, daba gusto llegar a un mundo vibrante de vida.

    Entre las capas de nubes y los vórtices de las corrientes marinas asomaban unos diminutos puntos de color pardo.

    –Islas –los identifiqué.

    –Y mira el borde –señaló Azeni.

    Observé el terminador, el límite curvado de la cara visible. ¿Qué había allí? Busqué alguna estructura suspendidas en la franja lechosa, quizás una ciudad flotante como Vikatee. Encontré un fino trazo, una línea que cruzaba la atmósfera. No se trataba de un defecto de la proyección. Estaba allí fuera, titilando con el reflejo del sol.

    –¡Un ascensor!

    –Premio para el caballero –confirmó Azenobeth.

    Tras mi accidentado examen de cadete, había descrito a Tomlin las maravillas del Palacio Xandu, incluyendo la misteriosa columna que lo sustentaba. El técnico me había explicado que no se trataba del largo brazo de los dioses, como afirmaba la propaganda oficial, sino de un ascensor conectado a un contrapeso situado en órbita. La corporación Darrensin lo utilizaba para comerciar fuera del control de las autoridades.

    Ese era nuestro transporte a la superficie.

    –Dudo que los antiguos vagones funcionen –aclaró Azeni–, pero el cable y la terminal deben seguir intactos.

    Miré alrededor para comprobar que estábamos solos. Azenobeth me mostró la imagen de una de las cámaras que cubrían el interior de la Amatista. Arkana seguía durmiendo.

    –¿Por qué vamos a descender al planeta? –susurré–. ¿Es necesario para repostar?

    –No. Los colectores han ido recogiendo agua y minerales de sobra por el espacio. Bajamos a Dandel para poder entrenarte.

    –¿No es posible hacerlo aquí?

    –Descubrirás que no es tan fácil. Podrías causar daños a la nave y todos moriríamos.

    ¿Tendría tanta fuerza como para perforar el casco de la Amatista? Parecía imposible, pero no tenía otra opción que aceptar la palabra de Azeni.

    –¿Y Arkana? También puedes entrenarla a ella.

    La mirada de Azenobeth dejó clara su opinión.

    –Lo mejor sería encerrarla en la burbuja –propuso–. Nos daría tiempo para bajar al planeta sin que ella se enterara.

    ¿Lo decía en serio? No me parecía muy justo con la Doña.

    –Sabe que pensamos ir a Dandel –objeté–. Si la encerramos, ¿cómo vamos a convencerla de que no está secuestrada?

    Azenobeth se encogió de hombros. Probé otro argumento.

    –Si nos retrasamos, Arkana saldría de la burbuja. No querrás que se quede sola en la Amatista, ¿verdad?

    –No hay problema. Pensaba dejarla en el globo hasta nuestro regreso.

    –¡Azenobeth! ¿Y si no volvemos? –imaginé con horror–. Vamos, le vendrá bien respirar aire fresco.

    –No sé si será muy fresco –Azeni alzó una ceja, malévola–. En fin, tendrás que seguir inventando historias para contarle.

    –Habrá algo que ella pueda hacer en el planeta.

    Sin embargo, me temía que la nueva versión de la Doña era tan malcriada como la original. No había sido fácil lidiar con ella en la Vieja Tierra. Me pregunté cómo respondería al encontrarse en otro planeta desierto.

    Aunque había viajado mucho tiempo por el espacio, nunca me acostumbraba a ciertas sensaciones. Una era la impresión de la distancia inmensurable que separaba los mundos, alejados como motas de polvo en una cueva. Incluso a la velocidad de vértigo de la Amatista, tardamos varias horas en alcanzar la base orbital donde terminaba el ascensor.

    Otra sensación que siempre me sorprendía era la pérdida de peso al detenerse la propulsión. Tomlin me explicó que había una razón profunda por la cual la aceleración producía el mismo efecto que la gravedad. En el espacio, si la velocidad permanece constante, se experimenta la ingravidez. Tuve que soportar otra vez las náuseas y la desorientación que la acompañaban.

    La tercera experiencia recurrente del viaje espacial era la contemplación de enormes estructuras flotantes. El ascensor ya no era un fino hilo, sino un cilindro de cables entrelazados que se extendía, por un lado, hasta la lejana superficie del planeta y por el otro llegaba a la inmensa terminal en forma de peonza achatada. Desde el tronco se extendían los brazos de atraque vacíos. Encima, como pétalos en el cáliz de una flor, se abrían los paneles solares. Pero no había energía en la terminal. No se veían faros de aproximación, luces de posición o cualquier otro signo de vida.

    En su asiento, Arkana soportó los giros de la Amatista, sujetando entre sus manos la esfera de Kyobi. En cuanto Azenobeth confirmó el acoplamiento, ambos soltamos los cinturones y flotamos por el puente.

    Tomé la mano de Arkana para seguir a la capitana, pero la Doña no necesitaba mi ayuda. Se adelantó dando una patada contra el vano del corredor y pude admirar sus formas realzadas por el ajustado traje.

    Llegamos junto a la esclusa de aire. Pocos días antes, Tomlin le había arrebatado allí a Arkana el vial de la inmortalidad. El técnico se inyectó la mitad del preparado, pensando que se convertiría en otro elegido de los dioses. Si hubiera sabido que iba a perder todos sus conocimientos científicos, no lo habría intentado.

    Azenobeth activó la esclusa.

    –Salgamos de una vez –dijo Arkana.

    Estaba tan impaciente como yo por entrar en la terminal.

    Recorrimos en penumbra los pasillos desiertos. En lugar de usar las linternas, Azenobeth había preferido encender la iluminación de emergencia de la base con la energía de la Amatista. Acostumbrado a la elegancia de nuestra nave, el aspecto industrial del complejo no resultaba acogedor. Aunque era imposible oler nada con el casco puesto, imaginé el aire estancado, lleno de aroma a lubricante industrial, maquinaria oxidada y comida rancia. Las instalaciones no parecían dañadas, pero estaban cubiertas por una pátina de polvo que se dispersaba al mínimo roce. Por todos los rincones flotaban desperdicios a la deriva.

    Atravesamos sucesivos anillos concéntricos, cruzando bodegas de carga, salas de embarque, alojamientos y almacenes llenos de contenedores vacíos. Por fin, llegamos al muelle circular que rodeaba el pozo del ascensor. Sobre plataformas a varias alturas, los brazos robóticos habían extraído los vagones de carga que subían por el ascensor, colocando sus contenedores en rieles magnéticos. Ahora las grúas estaban inmóviles, como esqueletos de animales momificados por el frío del espacio.

    –Esto es un poco tétrico –comentó Arkana–, pero vale una fortuna en chatarra. Me pregunto por qué no lo desmantelaron.

    La Doña conservaba su visión de negocio.

    –No existían otras colonias cercanas –explicó Azenobeth–. Era demasiado caro transportar el material.

    –Lo dices como si hubieras estado aquí –bromeé.

    De hecho, Azenobeth se movía con soltura por la base, atravesando sin vacilaciones el laberinto de pasadizos.

    –Voy a comprobar la central solar –dijo, antes de desaparecer por un tubo que ascendía desde la zona de carga.

    ¿Era Azeni capaz de recordar en detalle todos los lugares que había visitado durante su vida? Su memoria debía haber sido ampliada por los nanobots. Si no, ¿cómo conocía el protocolo de acceso y la conexión al circuito de emergencia de la terminal?

    –¿No iremos a bajar con eso, verdad? –me preguntó Arkana.

    La Doña observaba un vagón de carga encajado en el tubo del ascensor como el tapón de una botella. Lo examiné. Sus paneles frontales, desgajados, habían flotado hasta los mamparos laterales del muelle. Lo cierto es que no ofrecía mucha confianza como transporte.

    Un resplandor me deslumbró. Azenobeth había regresado.

    –Tenemos electricidad –dijo–. Esa es la buena noticia.

    –La mala es que nos hemos quedado ciegos –protestó Arkana.

    –La mala –corrigió Azeni– es que nada más funciona: las computadoras, las grúas, las balizas, los vagones… Ha pasado demasiado tiempo.

    –¿Entonces, cómo bajamos?

    Sabía que la capitana no se iba a rendir tan fácilmente.

    –Tenemos los exorobots –respondió.

    Había visto los arácnidos mecánicos ocultos en la bodega de la Amatista. Se ocupaban del mantenimiento exterior y las operaciones de carga y descarga de la nave. No estaban pensados para deslizarse miles de kilómetros por un tubo.

    –Es una locura –opiné–. Tardaríamos días en bajar. Se quedarían sin baterías.

    Arkana me miró con temor. No quería asustarla, pero tampoco exponerla a una muerte segura. El plan de Azenobeth no tenía sentido. ¿Por qué no podía entrenarme aquí mismo en la terminal?

    –El descenso será rápido –sonrió Azenobeth, siempre confiada–. No gastaremos mucha energía. Abajo podremos generar combustible separando el hidrógeno y el oxígeno del agua por electrolisis y así regresar con los propulsores.

    La capitana hablaba como si hubiera repetido otras veces la misma insensatez. Con ella nunca se sabía.

    A Ormuth le irritaba la lentitud del universo sintiente. Los agentes y sacerdotes le informaban con puntualidad a través de sus puskorus. Los mensajes taquiónicos viajaban de forma instantánea, pero las piezas del Juego: las naves, los ejércitos, las flotas y las comunicaciones de los humanos, nunca superaban la velocidad de la luz. Exasperante.

    «Las Zarayan se mueven con infinita calma hacia la mayor batalla de la historia», pensó. «Y nosotros somos sus prisioneros».

    Qué ironía. Durante siglos, los dioses habían pugnado por atrapar esas bolas de materia condensada sin recordar que habitaban sus circuitos. Gracias al Guardián de la Memoria, los Fundadores habían recuperado el terrible conocimiento. Eran seres fantasmales, parásitos del mundo físico, incapaces de ver el exterior y seguir el movimiento de su insignificante hogar. Dependían de sus marionetas sintientes para que los transportaran.

    Ormuth todavía no se había repuesto del encuentro con esos recuerdos borrados hace siglos. La verdad, escondida durante tanto tiempo, le atormentaba y le fascinaba. Había sido humano. Había vivido en la Tierra la decadencia de su civilización, odiando la ignorancia y la ceguera que lo rodeaba. Como vendedor de juegos virtuales, había visto el futuro, la forma de escapar a la corrupción y crear un universo libre de inmundicia. Así lo habían hecho, llevando sus consciencias dentro de los satélites INCOG, transformándolos en Dominios entrelazados por la antigua red de comunicaciones.

    «Pero aún somos parte de un universo que despreciamos», reconoció. «Estamos hechos de la misma materia. Debemos controlarla, ser los señores del mundo sintiente. No tenemos otra opción, por el bien de nuestra raza. El Juego ya no es solo un juego». Sonrió por la trivialidad de su agudeza.

    Comparados con los efímeros habitantes del exterior, seguían siendo dioses. Habían superado las limitaciones físicas: eran capaces de construir mundos a voluntad, de expandir sus mentes, dividir sus consciencias y, por supuesto, vivir por toda la eternidad. Nadie podía negar que se habían convertido en seres superiores.

    La inmensa mayoría de los Fravashi seguía creyendo en su divinidad. Pensaban que el único universo real era el suyo, que los sintientes vivían en una simulación creada para su entretenimiento, para darles una oportunidad de alcanzar fama y fortuna. Qué estúpidos. El Juego no dependía de la suerte de los apostadores ni del instinto de los brókeres, sino de las intervenciones de los agentes y las facciones que los controlaban.

    Habían calculado qué ocurriría si los ciudadanos de las esferas averiguaban la verdad y reclamaban sus memorias al Guardián. Sería una catástrofe. El sistema operativo se sobrecargaría con los nuevos datos. Tendrían que imponer restricciones, limitar los recursos y la velocidad de la simulación. El descontento se extendería y la rebelión sería inevitable.

    ¿Era ese el plan de la renegada Mithra? ¿Quería destapar la verdad en el momento propicio para colapsar su civilización? Siempre había sido ingeniosa, pero sus tentáculos informáticos no llegaban hasta el Guardián. Sin embargo, no debían confiarse. La diosa rebelde ya les había arrebatado la victoria en Salindra. Esta vez pretendía la destrucción total de la civilización Fravashi.

    ¿Dónde se escondía la traidora? La expulsaron de los once Dominios más cercanos tras el ataque a Vikatee, pero se había ocultado con habilidad en las dos esferas restantes. La separación física de las Zarayan reducía el flujo de información de unas a otras y hacía más difícil hallarla, pero su tiempo acabaría pronto. Las esferas se acercaban entre sí.

    Las ramas periféricas de su consciencia le advirtieron de la señal de Pari. Ella sabía atraer su atención con delicadeza, sacándole del trance sin perturbar sus pensamientos.

    El mensaje le avisaba de que debía acudir junto a ella al lugar de reunión. La zona neutral había sido creada de común acuerdo entre los Fundadores para responder a la conspiración rebelde.

    Pari ya estaba instalada en el espacio que les correspondía, rápida y eficiente. Ormuth abrió un canal privado para asimilar los últimos datos.

    Sacamos los tres robots de la bodega de la Amatista. Los aracnoides podían realizar tareas mecánicas sin un piloto humano, pero también era posible controlarlos manualmente si uno sabía cómo hacerlo. Azeni les ordenó apartar el vagón que obstruía la entrada al ascensor. Una vez tuvimos vía libre, Arkana y yo nos metimos en el vientre de los exorobots y dejamos que nos llevaran en su interior, como fetos dentro de una madre mecánica.

    Después de la excitación inicial del salto, la monotonía se impuso poco a poco. El tubo nunca cambiaba de aspecto. Las sacudidas ocasionales, cuando los robots frenaban o rozaban las paredes, no fueron suficientes para evitar que dormitara. Por otra parte,

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