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Más allá de Némesis
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Libro electrónico545 páginas7 horas

Más allá de Némesis

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En Némesis Aguilera y Redal nos mostraban la destrucción de la Tierra a manos de las inquietantes y siniestras inteligencias que habitaban en la Nube de Oort, en los confines del sistema solar. ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo sobrevivió la humanidad? ¿De qué forma evolucionó y qué nuevas sociedades creó?

Averígualo en esta sorprendente antología coordinada por Juan Miguel Aguilera de la mano de trece excelentes autores que te llevan por un viaje increíble por todo el sistema solar en una lucha que no puede tener final: la supervivencia de la humanidad, en todas sus formas, contra cualquier adversidad.

ADVERSUS TECHGNOSTICAS HAERESES, José Manuel Uría
EL HONOR DEL SAMURAI, María Zaragoza
OMEGA, Sergio R. Alarte
ÉREBO, Carmen Moreno
CALIPSO, Sofía Rhei
EL BOSQUE DE HIELO, Juan Miguel Aguilera
NO ESTAMOS SOLOS, Eduardo Vaquerizo
EL CENTRO MUERTO, León Arsenal
WALHALLA, Pedro Pablo G. May
HYBRIS, Rafael Marín
NOX PERPETUA, Javier Negrete
NÉMESIS DEL TIEMPO, J. Javier Arnau
OS DISPARO, Rodolfo Martínez

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento11 jun 2013
ISBN9788494127434
Más allá de Némesis
Autor

Juan Miguel Aguilera

Valencia, 1959 Diseñador industrial, publicó su primer relato en la revista Nueva Dimensión, «Sangrando correctamente», escrito en colaboración con Javier Redal. Frutos de esa colaboración serían también sus primeras novelas: Mundos en el abismo, Hijos de la Eternidad y El refugio. Con el tiempo, su obra se ha ido orientando hacia la fantasía histórica, un giro iniciado con La locura de Dios, a la que seguirían Rhyla y El sueño de la razón. En los últimos años, buena parte de su obra ha sido publicada directamente en Francia. Con La Red de Indra se adentra en el terreno del tecno-thriller. Como ilustrador fue durante muchos años (en colaboración con Paco Roca) responsable de las cubiertas de Nova, la colección de ciencia ficción de Ediciones B. En solitario ha realizado un buen número de cubiertas para Gigamesh y otros editores. Hombre inquieto, también se ha movido dentro del mundo del cómic, tanto en colaboración con Paco Roca como con Rafael Fontériz.

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    Más allá de Némesis - Juan Miguel Aguilera

    Lo que sigue es uno de los pocos fragmentos que se conservan del Adversus techgnosticas haereses del padre Ignacio Minamoto, s.j. El libro completo no sobrevivió al anatema que sobre él lanzó el Papa Iacobus I.

    Poco se sabe de su autor. Los escasos registros que se conservan nos lo señalan como descendiente, por línea paterna, de una de las más antiguas familias japonesas. Sintió la vocación sacerdotal a edad muy temprana e ingresó en el seminario a los catorce años. Tenía dieciocho en el momento del Gran Desastre, recién llegado a Marte.

    De su carrera sacerdotal, apenas se sabe nada reseñable: parece haber transcurrido plácidamente, sin grandes sobresaltos y sin que el padre Minamoto destacase en ningún aspecto ni llamase la atención de nadie, ya fuera para bien o para mal.

    Publica la que es su obra capital a una edad muy avanzada y, unos meses después, es enviado a la frontera con un grupo de misioneros. La nave en la que viajaba, el Loyola III, no llegó nunca a su destino, lo que ha dado lugar a diversas especulaciones sobre lo que pudo haber pasado. Si bien lo más probable es algún tipo de accidente, el hecho de que, ya por entonces, su libro estuviera despertando una fuerte polémica en el seno de la renacida Iglesia, hizo que las teorías conspiranoicas acerca de su desaparición surgieran casi enseguida y fueran creídas por muchos.

    Un año más tarde, una resolución papal considera herética su obra, la declara anatema y la añade al Index librorum prohibitorum et expurgatorum. La mayoría de las copias (ya sean físicas o digitales) son destruidas y, durante mucho tiempo, se la considera totalmente desaparecida.

    Sin embargo, algunos fragmentos (se calcula que poco más de un quince por ciento del total) consiguen sobrevivir y llegan hasta nosotros a través de menciones y citas.

    El que sigue es el más largo de los fragmentos y toca un tema sin duda candente para la entonces delicada situación de la Iglesia. Aunque nada de lo que dice en él es herético, es cierto que ocasiones se acerca demasiado al abismo, por más que retroceda siempre en el último momento. Y no es menos cierto que algunas de las ideas que expone chocan frontalmente con la política papal del momento.

    Probablemente el texto que reproducimos sobrevivió precisamente por su carácter relativamente inofensivo desde un punto de vista teológico… y recalcamos con fuerza lo de «relativamente». Es de suponer que el resto del libro tenía un punto de vista más beligerante y hostil hacia la política oficial del papado en aquellos momentos. Así lo confirman al menos las menciones en Severus (AVMSP-00324/214) y las alusiones entre líneas en Del Busto, Juan (AVMSP-10341/100).

    Los descubrimientos sobre la historia de la vida en el Sistema Solar han planteado serios dilemas a la humanidad, referentes a su futuro como sociedad y como especie. Como contrapartida, los avances tecnológicos asociados con estos funestos acontecimientos han hecho prosperar las disciplinas y filosofías cuyo principal objetivo es la modificación de la naturaleza humana con el objetivo de la expansión de la vida terrestre a través del espacio. La teoría no ha tardado en devenir en práctica y a los retos filosóficos y teológicos hay que sumar las dudas que se plantean sobre cuál puede ser nuestro futuro y hacia dónde nos lleva el camino emprendido. Aunque la mayoría de los que proponen estos radicales cambios en la naturaleza del ser humano no han mostrado ni el más mínimo interés por conciliar sus actos con el hecho religioso, es cierto que algunos de ellos han intentando encontrar una vía para la comprensión y el entendimiento, o al menos la denominan como tal. Vía que afirma y pretende fundamentarse en las obras de algunos teólogos del siglo XX.

    A tenor de lo sucedido, no pretendo resolver los dilemas que plantean los hechos por todos conocidos para los hombres y mujeres de fe, pero sí (con la modestia y el rigor que una obra como ésta requiere) aclarar una serie de cuestiones de enorme importancia para la teología y la ciencia que, hasta ahora, pocos parecen haberse molestado en abordar. En realidad, se ha pasado por ellas de puntillas, de un modo temeroso y como mirando hacia otro lado, como lo haría uno con un pariente pobre o deforme cuya visión no puede evitar pero cuya existencia preferiría obviar.

    Si bien esa cobardía (no puede ser definida de otro modo) es algo muy humano, no es una característica que, como pastores del rebaño de Dios, podamos permitirnos. A los hechos hay que mirarlos a la cara, por desagradables que resulten y las preguntas tienen que obtener una respuesta clara y precisa, por molestas que puedan ser.

    Por tanto, considero que en primer lugar, es necesario, casi me atrevería a decir que imperioso, realizar una refutación clara y sin ambigüedades morales de ciertas doctrinas groseras que son fruto de una escandalosa y ciertamente lamentable falta de profundidad teológica y científica. Dado que los padres de la Iglesia, más capacitados que yo, no parecen interesados en tal empresa, cae sobre mis hombros (sin duda indignos y quién sabe si no lo bastante fuertes) emprender tan necesaria tarea.

    En segundo lugar, es igualmente necesario mostrar cómo —en contra de lo asegurado por algunos— la obra del gran científico evolucionista y sacerdote jesuita Pierre Teihlard de Chardin no justifica las filosofías de la pantropía[1], sino todo lo contrario. Pues, entre tales doctrinas que se pretenden mostrar como novedosas y acordes con los tiempos, se esconde lo que no es sino un viejo enemigo doctrinal del auténtico cristianismo, a quien ya se enfrentó San Ireneo en su Adversus haereses hace dos mil años, y que se muestra ante nosotros con un nuevo ropaje. Tal ropaje es quizá capaz de soportar el frío y vacío del espacio, pero el cuerpo que hay bajo él no resiste ni por un segundo la crítica fundamentada no ya en términos puramente teológicos, sino incluso en los estrictamente científicos

    Permitidme que antes de comenzar mi análisis, realice algunas aclaraciones, no por obvias menos importantes. Trataré de hacerlas con modestia, sin dejarme dominar por la soberbia de considerar que porque uno comprende con claridad tales cuestiones, éstas resulten para todos igual de evidentes. Pues no debemos olvidar que hay mentes menos audaces que pueden caer con facilidad víctimas de la confusión y que es nuestro deber como pastores, abrir sus ojos a la comprensión de lo que les rodea y mostrarles el camino correcto.

    En primer lugar, recordemos que los pantrópicos, en base a una serie de acontecimientos concretos que son de sobra conocidos, han optado por renegar de la fe, afirmando que el descubrimiento de que la vida en la Tierra tiene un origen extraterrestre conlleva necesariamente la falsedad de todo lo que nos ha mostrado nuestro señor Jesucristo. A primera vista, puede parecer difícil rebatir un argumento que conecta conceptos y hechos que se mueven a tan distintos niveles, y no es tarea baladí discernir cuál es la cadena de razonamiento mediante la cual la metáfora sobre el origen del hombre y del pecado en el mundo está relacionada con el hecho de que el ADN se generase por la mezcla de moléculas en el seno de un caldo primordial en un cuerpo planetario o un planeta distinto al nuestro.

    Algún osado ha llegado afirmar —si bien de forma bastante más obscena— que la Santa Madre Iglesia conocía el origen de la vida en la Tierra y el peligro que corría por culpa de la intervención extraterrestre desde los tiempos medievales a través de un manuscrito secreto de erudito Ramón Llul al que sólo la Jerarquía Vaticana tenía acceso. El malintencionado corolario de esa ridícula teoría es que la Iglesia ocultó estos hechos durante siglos al rebaño y que, por tanto, éste no estaba preparado para hacer frente a la amenaza cuando ésta se materializó. Poco puede decirse de tal difamación, más allá de que es absurda. Añadamos, sin embargo, que cuando quien esto afirmó fue requerido para mostrar las pruebas, ah, curiosa y convenientemente éstas fueron destruidas durante los grandes desastres que ha sufrido nuestra pecadora especie.

    Respecto a aquellos que han convertido a Stephen Hawking en su nuevo profeta, no estaría mal recordarles que él mismo se preguntaba (antes de ser víctima de los efectos del aumento de entropía en sus neuronas que todos sufrimos con la edad) qué es lo que «insufla fuego a las ecuaciones de la Física». En fin, poco más puede decirse al respecto.

    Más inquietantes son las opiniones de algunos padres dominicos. Tan inquietantes y, en realidad, tan cercanas al absurdo que uno estaría tentado a pensar que les ha sentado mal el enrarecido aire de Marte y la vida en baja gravedad en algún monástico asteroide. Estos desviados hermanos afirman ahora que nuestro origen extraterrestre, la posterior evolución hacia el interior del sistema solar y, sobre todo, la destrucción de la Tierra… todo ello es, dicen, o bien obra de Dios o de Satán.

    Y en realidad esa ambigua premisa no es más que el primer paso en camino que no lleva otro sitio más que a la oscuridad y la confusión. El siguiente, afirman, es que nuestro creador, fuera uno o el otro, decidió exterminar al género humano y para ello uso de esos seres que medran en la oscuridad y el glaciar frío del hielo dopado con materia orgánica y que, coherentemente con la premisa inicial, no son sino los ángeles o demonios ejecutores de la obra.

    Como vemos, hay un claro componente de indecisión y ambigüedad que amenaza con volver irrelevante todo el edificio teológico que nuestros hermanos pretenden construir. Afirmar que todo cuando nos ha pasado es obra de Dios o del Diablo es como decir que un objeto o está frío o está caliente, o que ahora mismo es de día o de noche. Dejemos por un momento a un lado las implicaciones heréticas de la idea, y la bofetada en el rostro mismo del libro albedrío que implica cualquiera de las dos opciones (sobre lo que nos explayaremos en breve) y digamos simplemente que la premisa inicial es tan ambigua que la información que aporta es cercana a cero… o peor aún.

    Lo cual no ha tardado en provocar un cisma entre los seguidores de tan descabellada… no la llamaremos hipótesis, pues eso la dotaría de una respetabilidad de la que no es merecedora. El cisma, decimos, no ha tardado en producirse, con la virulencia habitual de ciertas mentes que, enquistadas y enrocadas en una idea absurda, no paran de denunciar lo absurdo de la idea del vecino.

    Sería deseable, ciertamente, que se pusieran de acuerdo en la cuestión, pues resulta evidente que no es lo mismo atribuir las causas al Señor del Bien, o al Señor del Mal. En cualquier caso, no hace falta una mente privilegiada para darse cuenta de la pobre visión de la creación tienen estos descarriados padres.

    Pues no puede estar más claro que la obra de estos seres, dotados de raciocinio como nosotros, no viene motivada más que por el ejercicio de su libre albedrío, optando así, consciente y deliberadamente por renunciar a Cristo (de quién necesariamente conocían la llegada, pues no es de recibo suponer que si han seguido el devenir de cientos o miles de millones de años de historia de la vida en los «planetas calientes» no hayan tenido noticia del mayor acontecimiento de la historia del Cosmos), como sin duda han hecho tantos hombres a lo largo de la historia.

    Va más allá de la blasfemia pensar tan siquiera que nuestro misericordioso creador optase por exterminar a la raza humana, siendo víctimas por igual puros e impíos, honestos y mentirosos y quebrantando así el pacto hecho con los descendientes de Noé tras el Diluvio y negando por completo el Juicio anunciado por Cristo. Tales pensamientos son comparables a la actitud de aquellos ignaros que veían cuernos y rabos debajo de cada piedra en los lejanos y ya superados tiempos de oscuridad y superstición. Lo que parece fuera de toda duda es la intervención del Príncipe de las Mentiras, quien parece haber ejercido algún peligroso influjo sobre las mentes de nuestros estimados hermanos dominicos, nublando su juicio y oscureciendo su pensamiento. No sería la primera vez, y ruego a Nuestro Señor que los lleve de nuevo al ámbito de la razón.

    Pero el objeto de nuestra atención (por más que no podamos dejarlo pasar sin mencionarlo) no es ni el desvarío teológico de nuestros pobres hermanos, ni los argumentos materialistas de los que creen que el origen extraterrestre de la vida invalida la existencia de Dios.

    En realidad, es justamente entre estos dos extremos de pensamiento donde se encuentra el objeto de nuestro interés.

    Como ya hemos comentado más arriba, nos referimos al intento de compaginar tanto la historia de la evolución de la vida en el Sistema Solar con el pensamiento religioso (cristiano, pero también de otros credos) y además tratar de encontrar en ello el pilar filosófico y ético que justifique los actuales proyectos de «mejora genética» de la especie humana. Como respaldo a sus ideas, a menudo son citados diversos autores del siglo XX y señalados como antecesores del pensamiento actual, entre ellos el ya mencionado padre jesuita Pierre Teihlard de Chardin, gran teólogo y mejor científico, cuya obra no fue bien entendida en su tiempo, aunque ha sido reivindicada por muchos pensadores cristianos posteriores.

    La clave de esa peligrosa (y para nada nueva) ideología se encuentra en las ideas de Teihlard sobre la evolución de la vida, muy sutiles y avanzadas para su tiempo. Según estos neoprofetas del transhumanismo pantrópico, la concepción de Teihlard sobre un creador que se encarna para dar lugar al universo y que se dispersa en la materia, es compatible con el hecho de que una única criatura sembrase de vida los mundos interiores del Sistema Solar, dispersándose también ella a su vez. Así, el proceso de convergencia de las formas vivas en una biosfera estelar sería equivalente al proceso de evolución descrito por Teihlard, cuya culminación sería la creación de una esfera noética o de pensamiento, una noosfera de la cual todas las criaturas con psiquismo formarían parte, como resultado último de la evolución de la vida en el cosmos. Ésta no sería única, ya que va implícita en esta concepción la expansión interestelar de la vida y la creación de una noosfera en cada sistema estelar, siendo quizá el último objetivo la creación de una noosfera galáctica.

    Pero esto no es más que una interpretación muy grosera del pensamiento de Teihlard, por no decir —que lo diremos— que se trata una tergiversación interesada y maliciosa.

    En primer lugar, para Teihlard, la evolución de la vida se circunscribe únicamente a la Tierra. Cierto que podemos afirmar ahora que esa concepción es resultado de ser un hombre de su tiempo y que este ámbito puede extenderse a todo el Sistema Solar sin pervertir las ideas teihlardianas.

    Pero cualquier que conozca la obra de Teihlard es consciente de que, para él, la evolución de la vida no implica una expansión física, en el espacio.

    Hay, tal como lo detalla, tres fases del proceso de evolución de la vida: la formación de la Tierra, origen de la geosfera; el origen y desarrollo de la vida, y por lo tanto de la biosfera; y finalmente la aparición de una nueva dimensión de los seres vivos, la del espíritu, asociada con el origen y desarrollo del ser humano y que da lugar a la noosfera. Se trata pues de un proceso que implica las fases de materia, vida y espíritu, y que tiene un objetivo, es decir, se establece una finalidad o teleología en el proceso evolutivo.

    El que este proceso tenga unas coordenadas espacio-temporales muy concretas es importante a la hora de analizar el objeto de la evolución de la vida, pues para Teihlard la dirección no es hacia afuera, sino hacia adentro, hacia el interior del alma humana. De hecho el objetivo de la evolución no es el desarrollo de la noosfera, que no deja de ser más que un medio para alcanzar un fin. Este fin no es otro que alcanzar un estado en la que toda la vida sea uno con el creador, el Omega.

    Esa comunión, cierto es, tiene lugar en el plano físico, o al menos, no sólo en él únicamente. Por otro lado, el creador no sería Dios mismo, sino Cristo, en su encarnación cósmica, de modo que podría afirmarse, en unos términos comprensibles para las mentes menos versadas en el pensamiento teológico, que el fin último de la vida es ser uno con el Cristo Cósmico.

    Pero, tengamos en cuenta que esa unión puramente física, no es otra cosa que un puente, un eco, un reflejo de la verdadera unión que se daría a un nivel puramente espiritual. Al igual que la noosfera, el plano físico que la contiene no deja de ser un medio para un fin, el puente que nos permite pasar al otro lado. Necesario, pero contingente.

    No es esto a lo que aspiran los transhumanistas pantrópicos, ya que, para ellos, desarrollar la noosfera no es un medio hacia el fin, sino el fin mismo, el objetivo último de la evolución transhumana.

    Y es que el concepto de noosfera que ellos emplean no es el mismo que desarrolló Teihlard (y ahí está lo insidioso de si engaño) sino el de Vladimir Verndasky, un cosmista ruso para quien la última etapa de desarrollo de la noosfera implicaría alcanzar un estado en el desarrollo científico, tal que éste acelerase progresivamente hasta tomar el control de la naturaleza, del mundo físico. Este proceso no tendría un fin definido, de modo que no habría una finalidad, una teleología en la noosfera, más allá de un control cada vez mayor del mundo físico y un aumento de la capacidad de cómputo de la noosfera, como una forma avanzada de entender el conocimiento sobre el mundo y el ser humano mismo.

    Estas diferencias entre ambos tipos de noosfera se hacen más claras si consideramos la ideología de los otros dos grandes inspiradores del transhumanismo pantropiano: John B. S. Haldane y John D. Bernal, dos hombres que, además del nombre tenían en común es ser dos convencidos marxistas.

    El materialismo dialéctico se entiende aquí como un proceso de evolución continua de la materia en base a una serie de conflictos y dicotomías heredera de la concepción filosófica de Engels sobre la evolución física y biológica… concepción muy grosera, e incorrecta, pues Engels no entendía bien algo tan básico como la ley de incremento de la entropía. Con esa premisa, para estos autores cualquier concepción de progreso en un futuro lejano debería implicar una expansión a través del espacio. Al igual que los liberales cornucopistas, y en general todos aquellos seguidores de la ideología del antiguo capitalismo, los marxistas consideraban que el único progreso posible era el tecnológico, asociado siempre a un mayor consumo y producción a partir de los bienes materiales disponibles. Para todos estos autores las modificaciones genéticas para adaptarse a la vida en el espacio no serían más que pasos necesarios en el proceso de progreso y expansión.

    Por el contrario, el proceso de evolución de Teihlard viene dominado por lo que él denominaba la ley complejidad—conciencia, que establece que el proceso evolutivo se orienta para alcanzar niveles de complejidad crecientes. Pero el incremento de la complejidad material representa sólo un aspecto de la evolución, ya que con él va asociado también un aspecto interno, el de la conciencia, entendida esta última como todo tipo de psiquismo.

    Aseguraba que la evolución vendría dirigida por un proceso que implicaría dos clases de energía: la tangencial y la radial o psíquica.

    La primera sería la que estudia lo físico, y por lo tanto estaría obligada a satisfacer el segundo principio de la termodinámica, de modo que en última instancia el proceso de evolución cósmica se enfrentaría al problema que plantea la Muerte Térmica.

    La radial, por su parte, sería la responsable del aumento de la complejidad, que con el paso del tiempo se iría concentrado cada vez más, y habría más energía disponible, más exergía.

    Aunque Teihlard empleaba el término energía para referirse a esa componente radial, como físico que era está claro que no podía aceptar semejante empleo del término, ya que no es energía lo que nos está describiendo, sino en todo caso información. En realidad, Teihlard nos hablaba, metafóricamente y con un lenguaje muy bello, de la dinámica de la energía y la información.

    Él no sabía, y ahora nosotros sí, que la propia Segunda Ley de la Termodinámica permite el desarrollo de la complejidad en la medida en que la irreversibilidad es responsable de la creación de estructuras complejas. A medida que un sistema físico se aleja del equilibrio, los flujos que aportan energía desde el exterior permiten crear estructuras complejas, y de hecho no podría entenderse la complejidad de la materia en el universo sin tener en cuenta el propio carácter de irreversibilidad subyacente en las leyes físicas. Incluso ahora sabemos, que aunque el proceso de evolución biológica es hasta cierto punto independiente de estos procesos (pues se fundamenta en un proceso de selección de mutaciones), muchos de los diseños naturales son objeto de la actuación de los principios generales del desarrollo de la complejidad, y la propia mecánica cuántica establece importantes restricciones sobre cómo los organismos vivos pueden interaccionar con el ambiente.

    No es pues necesario recurrir a un análogo espiritual de la energía para explicar el aumento de la complejidad y el devenir del proceso evolutivo, de modo que la ley de complejidad—conciencia puede obtenerse sin problemas en función de conceptos físicos bien establecidos. Pero no debe olvidarse que, a pesar de ello, el constante aumento de entropía en nuestro universo supone una traba para la evolución, a escalas de tiempo mucho mayores que las imaginadas por Teihlard en sus primeros escritos, pero finitas al fin y al cabo.

    El único modo de superar el límite que nos impone la Segunda Ley de la Termodinámica (y ésa es la clave del pensamiento de Teihlard) es suponer que inevitablemente debe de haber una faceta no material —llámese psíquica, espiritual, como se quiera— en la evolución, y que de algún modo eso nos permitirá escapar a la muerte física del universo y facilitar que los seres autoconscientes puedan llegar a ser uno con su creador.

    Creo que he dejado suficientemente claro que la obra de Pierre Teihlard de Chardin no justifica el transhumanismo pantrópico, sino que es su opuesto ideológico y ético. Pero con todo ello, aún queda enfrentarse al más serio enemigo teológico que se esconde tras tal doctrina. Pues no es más que una manifestación de las doctrinas de aquellos autodenominados gnósticos, surgidas hace milenios, y ahora vestidas con un ropaje tecnológico.

    Afirmaban los gnósticos que el mundo no había sido creado por Dios, sino por un ente malvado, el Demiurgo, ayudado por una cohorte pseudoángeles o dioses menores, los arcontes. De este modo, el mundo material sería, no ya imperfecto, sino intrínsecamente malvado, y todo aquello derivada de la carne sería impío e impuro. Como consecuencia de esto, también renegaban de la naturaleza material de Cristo, y su sistema moral implicaba o bien una innatural renuncia a la necesidades del cuerpo humano, o bien una vida de excesos más allá del libertinaje, como bien nos relata San Ireneo. Para los gnósticos se establecía un dualismo metafísico entre lo material y lo psíquico, aunque eran tantas y tan alocadas en sus planteamientos las sectas gnósticas que aún esto no es algo que todos tuviesen como base doctrinaria común. Para algunos de ellos, como los seguidores de un tal Valentín, el ser humano tendría una triple naturaleza, y habría tres clases de humanos, según su peculiar soteriología. Por una parte estarían los materiales o los hylicos (los paganos), luego los psíquicos (la inmensa mayoría de los fieles cristianos, seguidores de la fe verdadera) y los pneumáticos (aquellos que habían alcanzado la «gnosis»). Como se puede ver, un conjunto de doctrinas eminentemente anticristianas, aunque algunos de estos gnósticos vistieran en apariencia el ropaje de la verdadera fe.

    Es curiosa, desde un punto de vista moderno, la similitud que se aprecia entre quienes proponían evadirse del cuerpo mediante la iluminación gnóstica y quienes aseguran que el empleo de la tecnología de la información y la bioingeniería nos permitirá superar las limitaciones que nuestra imperfecta naturaleza impone para sobrevivir en otros ambientes diferentes a las superficies planetarias. Tanto para unos como para otros, nuestro cuerpo es una cárcel, y es sólo mediante una gnosis, espiritual para unos y para otros, tecnológica, como podrá escaparse de ella.

    Si tenemos en cuenta lo que ahora sabemos sobre la vida en el Sistema Solar, ciertamente hay muchas similitudes con el mito gnóstico sobre el origen del mundo (tantas que a quien esto escribe le resultan inquietantes) y, sobre todo, de la vida.

    Así para los seguidores de los gnósticos Valentín y Basílides, la divinidad estaría constituida por una serie de emanaciones de una única esencia, que por hipóstasis se manifestarían como entidades independientes asociadas con sus atributos. A partir de propiedades como la sabiduría, se engendrarían personificaciones suyas, con una multiplicación de entes más que innecesaria. Uno de estos entes, Sabiduría, sería quien efectuase la caída (el mito gnóstico tiene aquí unas no veladas referencias sexuales) dando lugar a la materia, como algo gestado en su seno como resultado de una pasión cuya naturaleza es aclarada.

    No es difícil narrar esas mismas ideas utilizando los acontecimientos pasados. Así, sin salirnos del camino gnóstico, podríamos hablar de una forma de vida en la cual existe una conciencia universal, pero donde pueden surgir algunas individuales; y que una de estas últimas cae víctima de la «pasión» por alcanzar los mundos cálidos del interior del Sistema Solar y da lugar a una forma de vida degradada (desde el punto de vista de estos seres) que se desarrolla en su seno. La caída para esta entidad en este caso se manifiesta en su división, en su proliferación a través de las superficies planetarias. Y, si en el mito gnóstico el objetivo trascendente de la evolución cósmica sería el ascenso de los hijos de Sabiduría, aquí sería la reunificación de todas las formas vivas en un mismo ente, dentro de la noosfera estelar. Pero paradójicamente, si para los primitivos gnósticos la carne había de ser transcendida por el espíritu, para los actuales es la propia bioingeniería extra desarrollada por algunos de los descendientes de esta criatura primigenia la que permite superar los límites impuestos por la carne. Es decir, para los gnósticos actuales su gnosticismo es aún, si cabe, más inhumano, y hay una malignidad implícita en su doctrina. Y la razón de ello es que adoptan una mitología, una cosmogonía y una soteriología gnósticas, pero sin embargo lo hacen mediante una inversión de conceptos, pues niegan toda dimensión espiritual en el fenómeno humano, y se muestran decididamente materialistas.

    Para entender esto hemos de ser conscientes de que el origen de esta forma de pensamiento no proviene de los descubrimientos sobre la vida en el Sistema Solar, sino que en realidad se encuentra en una serie de autores cuya actividad podemos situar entre el tercio final del siglo XIX y el inicial del siglo XX. Época en la cual apenas siquiera se podía imaginar que existiese vida extraterrestre. Por una parte los marxistas Haldane y Bernal no podían más que imaginarse el futuro del ser humano como una constante modificación de la naturaleza, igual que si de una inmensa factoría se tratase. Por otro lado, los cosmistas rusos como Verndasky y Tsiolkovsky tenían una visión del papel de ser humano en el cosmos que era a un tiempo mística y materialista, y con una extraña adoración del conocimiento científico y el pensamiento racional, a pesar de manifestar creencias bastante irracionales por su parte.

    Todos estos autores consideraban como perniciosas las pasiones humanas y los sentimientos; y, del mismo modo que los gnósticos rechazaban la carne, ellos rechazaban la componente irracional de la mente humana. Pero como buenas materialistas, no podían aspirar a una gnosis trascendente, así que su única elección era proponer modificar la mente humana, realizar una ingeniería de la mente. Por tanto, toda la esperanza de salvación del ser humano vendría de la mano de la ciencia. Pero como alguien dijo una vez, no será la ciencia, sino la bondad lo que podrá salvar el mundo y aún sabiendo cómo producir bondad no lo haríamos a menos que fuésemos bondadosos[2]. Una ciencia sin conciencia, sin trascendencia, sin moral, no nos conduciría a un paraíso, sino a un infierno tecnológico. Por no decir que los seres resultantes de tal obra de ingeniería psicológica y social dejarían de ser humanos. Mejor que humanos nos dirán, ¿pero quién nos asegura que será realmente así?

    Concedámosle cierto crédito a sus sueños, supongamos que realmente un enjambre de máquinas autorreplicantes puede sembrar de vida la galaxia, que en torno a cada estrella se establecerá un cascarón que podrá aprovechar toda la energía radiada por esta de modo que permita la máxima eficiencia energética posible. Supongamos también —por más que sea mucho suponer— que la nueva especie resultado de las modificaciones sobre sus cuerpos y mentes podrán vivir por siempre en el seno de una noosfera.

    Preguntémonos entonces qué sucederá cuando todas las estrellas de nuestra galaxia abandonen la secuencia principal y se detenga el proceso de formación de nuevas estrellas. ¿Cómo seguirán sobreviviendo? ¿Podrían disponer de la misma energía? Si fuesen capaces de domeñar las fuerzas gravitatorias y el baile de los objetos astrofísicos, ¿qué harían cuando los propios agujeros negros explotasen y condimentaran una sopa de radiación resultado de la desintegración de las formas más elementales de materia y los propios campos cuánticos diluyan su existencia?

    Si realmente el universo fuese a durar por siempre, y no se produjese ninguno de los cataclismos con nombre grandilocuentes que se han predicho en la historia de la cosmología (sea un Gran Crujido, un Gran Desgarro, la Gran Deflación o la Gran Anulación de las Historias Decoherentes) su civilización estaría realmente condenada a desparecer de una forma lenta y fría por las propias limitaciones que a la existencia de la vida impone la termodinámica de un espacio—tiempo en expansión. ¿Qué sentido tiene alterar la naturaleza del ser humano, hasta volverlo irreconocible, para perdurar con una civilización en la cual no se podrá hablar de una evolución o progreso aunque sea por 10⁴⁰ años?

    Pero en realidad es peor aún, pues que quien realmente se estaría perpetuando no sería el colectivo de los seres humanos, sino esa criatura viva extraña y primigenia de la que todos parecemos proceder. Y, aún reconociendo que podría acercarme incluso a la herejía (Dios me dé fuerzas para no dejarme dominar por los siniestros pensamientos que tengo al respecto), no puedo evitar pensar que tal vez no somos más que títeres de esta forma de vida, del mismo modo que las meras células sirven al conjunto de nuestro organismo en una simbiosis, y que nuestra naturaleza espiritual no es más que la obra de Dios misericordioso, quien decidió dotar de alma, a su imagen y semejanza, a esas criaturas vivas esclavizadas por los intereses de una forma de vida egoísta; obra de infinito amor y misericordia de nuestro señor. Tened muy claro a quién servís con vuestras aspiraciones y acciones pues, si algo hemos aprendido, es que la historia de la vida no está dominada por la bondad sino por el pecado.

    Para quienes tenemos fe en la infinita misericordia de nuestro creador, y en el mensaje de esperanza que Cristo nos ha transmitido, la extrapolación de las leyes físicas que predice un fin lóbrego de la vida no nos produce ningún desasosiego ya que, al igual que Teihlard, sabemos que la evolución de la vida no está restringida a la dimensión física, sino que también ha de considerarse la espiritual, y que no hay necesidad de buscar la inmortalidad del cuerpo cuando se nos promete como fin último de la vida la resurrección de la carne. Pero la mortalidad es una tragedia para quienes sólo consideran una existencia material, sin finalidad, sin objetivo, una vida sin conciencia y sin alma, sin aquello que nos hace realmente humanos.

    Con lo cual llegamos quizá, a la clave que hay tras el antiguo movimiento transhumanista y su heredero contemporáneo y que no es otra que una manifestación del clásico y humano miedo a la muerte. Pues, aceptan una visión gnóstica de la existencia, pero su materialismo les impide reconocer la naturaleza espiritual del fenómeno humano, y así crean una doctrina híbrida que repelería a un genuino gnóstico o un materialista de antaño. Lo peor de dos mundos, sin duda.

    Y difícilmente es defendible desde un punto de vista estético, si el lector me perdona una digresión, fuera de los argumentos de la física, la biología y la teología que he considerado.

    Hay quien considera que es hermoso entrever, apenas en la oscuridad, un árbol cultivado sobre un grisáceo asteroide, a través de una ventana mientras se respira un aire regenerado con un olor metalizado. ¡Cómo puede afirmarse semejante estupidez! ¿Acaso es mejor esa visión en la ausencia de sonido del vacío? ¿Es más bella que la de las selvas, ríos y praderas bajo el hermoso sonido del trinar de los pájaros? ¿Acaso es más bello que el desplegar de las flores en primavera? ¿Del bullir de las pequeñas criaturas y del despliegue de los roedores y las aves? ¿Que la hermosa imagen de las playas al atardecer?

    Pues no es cierto que la vida en estos hábitats espaciales o bajo los domos en fríos satélites de los planetas gigantes sea la óptima, no siendo más que una imposición ante la imposibilidad de vivir en un antaño hermoso planeta esterilizado por la radiación. Pues hasta un mundo enfermo y dañado por los desastres ecológicos (obra de la antigua avaricia capitalista y socialista, no lo olvidéis, la misma de cuyas fuentes bebéis ahora) será siempre más bello que un entorno artificial sin alegría y sin alma. Decís que somos fanáticos religiosos, pero en verdad os aseguro que lo que somos es simplemente humanos.

    Porque las consecuencias de todo el programa de colonización del espacio no son simplemente morales o espirituales, sino que ponen en duda la propia naturaleza del ser humano. No puedo por menos de pensar que en el propio pecado de hybris se encuentra la penitencia, pues al igual que Ícaro sucumbió en sus sueños de alcanzar lo más alto y pereció víctima de sus sueños de grandeza obnubilado por su poder tecnológico (que no fue resultado de su propio trabajo, sino que en parte le fue «entregado» por Dédalo, al igual que nos sucede ahora con los restos dejados por los marcianos), así fracasará el intento de colonizar la galaxia.

    Pensad por ejemplo en las máquinas autorreplicantes. ¿Acaso no sois conscientes de que pueden tener fallos de funcionamiento? ¿Realmente no pensáis que pueden producirse mutaciones que las alejen de su propósito? Son, al fin y al cabo, los mecanismos básicos de la evolución, y ciertamente no puede haber mayor muestra de orgullo que el creer que la obra de seres imperfectos será tan

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