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La muerte del universo: La gran grieta, #1
La muerte del universo: La gran grieta, #1
La muerte del universo: La gran grieta, #1
Libro electrónico416 páginas8 horas

La muerte del universo: La gran grieta, #1

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Información de este libro electrónico

Durante miles de millones de años, los humanos, habiendo conquistado la maldición del envejecimiento, se extendieron por toda la Vía Láctea. Son capaces de vivir todos sus sueños, pero para su gran decepción, nunca se han encontrado con ninguna otra especie inteligente. Ahora, la humanidad misma está al borde de la extinción porque el universo está muriendo de una muerte prolongada pero inevitable.
Solo tienen una esperanza: el ‘Proyecto de Rescate’ que fue diseñado para alimentar el agujero negro en el centro de la galaxia hasta que se convierta en un cuásar, entregando la energía que tanto necesita la humanidad durante sus últimos alientos. Pero entonces sucede algo que nadie esperaba, y la humanidad se ve obligada a verse a sí misma y su existencia de una manera completamente nueva.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 dic 2021
ISBN9781667415451
La muerte del universo: La gran grieta, #1

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    La muerte del universo - Brandon Q. Morris

    La muerte del universo

    La muerte del universo

    Hard Science Fiction

    Brandon Q. Morris

    Hard-SF.com

    Índice

    La muerte del universo

    Nota del autor

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    Una visita guiada por el Big Bang

    Glosario de acrónimos

    Conversiones métricas

    La muerte del universo

    Ciclo YA7.3, K2-288Bb

    —¡John, el desayuno!

    Kepler levantó la cabeza. Ese mayordomo era tan pesado.

    —¡Johannes! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?

    —Disculpe, Jo... hannes. —El mayordomo pronunció el nombre con una 'J' en inglés. Incorrectamente.

    Kepler suspiró.

    —Se pronuncia con 'Y'. Yohannes.

    —Wy-o-hannes.

    —Olvídelo. Llámeme Kepler.

    Se levantó del asiento en el cual había intentando dormir esa noche. Pensó en café recién hecho y croissants.

    —Muy bien —dijo el mayordomo—, le llamaré Kepler.

    El mayordomo hizo una reverencia impecable, al menos eso le pareció a Kepler, y lo condujo a la habitación contigua. ¿Dónde había encontrado Zhenyi ese anticuado modelo? Calculó su edad en, al menos, dos kilociclos. Los mayordomos del viejo mundo habían vuelto a ponerse de moda. Había exteriorizado los recuerdos de ese año en Terra, por lo que no recordaba ningún otro detalle. Pero ese mayordomo podría tener varios mega años. Kepler se planteó preguntárselo directamente, aunque enseguida descartó esa posibilidad por considerarlo inapropiado. Era una máquina, aunque desempeñaba tan bien su labor que Kepler sentía cierto respeto por él.

    —Le suplico que me disculpe, venerable Kepler —exclamó el mayordomo—, por no cumplir con sus requisitos de idioma. Mi memoria de vocalización ya no es tan flexible desde el último mega destello de K2-288B.

    —¿Por qué no la ha arreglado?

    —No era prioritario.

    «Por supuesto», se dijo Kepler. «¿Cuándo se había ido Zhenyi?». El mayordomo no había tenido nada que hacer durante varios ciclos, hasta que Kepler apareció en K2-288Bb.

    —Su desayuno —anunció el mayordomo, señalando la mesa.

    Esta parecía de madera auténtica, la imitación era fantástica. Casi olía a madera de verdad. La habitación estaba bañada por una luz atmosférica. Las paredes brillaban con un tono amarillo muy cálido. Al otro lado, un fuego ardía en la chimenea. Kepler rodeó la mesa. El fuego irradiaba calor. Las llamas acariciaban la leña. ¡Era espectacular! Zhenyi siempre había adorado el lujo. No obstante, no eran algoritmos. El holograma tuvo que ser diseñado por un humano, aunque solo había dos maestros holográficos capaces de hacer algo semejante.

    Kepler se arrodilló frente a la chimenea. El maestro debía haber plasmado su firma en alguna parte. Quizás la reconocería. Extendió la mano para levantar el tronco superior y…

    —¡Ay! —gritó Kepler asombrado y apartó la mano. O el holograma no tenía circuito de seguridad o...—. Mayordomo, ¿qué le pasa a este holograma?

    Kepler se miró la mano. Se le estaban formando dos grandes ampollas en la piel, blancas en medio y rosadas por los bordes. Activó los sensores de dolor que se habían apagado automáticamente y, de pronto, notó cómo le ardían las heridas. Concentró su percepción en ellas. Eso era la vida. Y ya no resultaba tan fácil estar en contacto con ella.

    —La chimenea no es un holograma —informó el mayordomo—. La madera viene de Terra.

    ¿Era orgullo lo que había percibido en su voz? Si no lo había entendido mal, el mayordomo no podía ser una IA de nivel 1, como se prescribía para los sirvientes comunes. Típico de Zhenyi. A ella le gustaba traspasar los límites. Pero ¿qué acababa de decir el mayordomo? Kepler se dio la vuelta para observar de nuevo las llamas.

    ¡En la chimenea ardía leña de verdad! Kepler no podía creerlo. Sin duda, Zhenyi sabía lo que estaba haciendo. ¡Quemar biomasa, cultivada de modo orgánico! Hacía mucho que no quedaban bosques en Terra. El último árbol se quemara cuando el sol se había expandido hasta convertirse en un gigante rojo, muchos megaciclos antes. Entonces ¿le había mentido el mayordomo? Sin embargo, las IA de nivel 1 no podrían mentir, y tampoco las de nivel 2, ni siquiera aunque Zhenyi la hubiera mejorado ilegalmente.

    Kepler se levantó. Inspiró hondo y, luego, se volvió a la mesa. ¿La comida también se generara de manera biológica? Ahora, ya nada lo sorprendería.

    —Por favor, tome asiento —dijo el mayordomo, apartándole la silla.

    Kepler aceptó su invitación. Cuando se hubo acomodado y el mayordomo empujó la silla para acercarlo a la mesa, la madera crujió bajo su peso.

    Ante él, había un plato grande y un vaso. Se trataba de un vaso sencillo, transparente, de forma cilíndrica y estrecha, que contenía un líquido incoloro. Lo cogió y dio un sorbo. Era agua fresca y clara, casi sin sabor. En el plato, el mayordomo había dispuesto para él una mezcla de verduras y media gallina asada, probablemente pollo, aunque Kepler no estaba seguro. En los últimos kilociclos se había alimentado de forma biológicamente óptima. El pollo también podría ser paloma o pato, pues ya no recordaba el tamaño real de esos animales terrestres. Eso debía formar parte de los recuerdos que había exteriorizado. Esa medida era la única manera de evitar que la carga de memoria, de tantos megaciclos, envenenara gradualmente su cerebro.

    Cogió los cubiertos, el tenedor y el cuchillo que estaban en torno al plato. Cortó con cuidado un trozo de carne, se lo metió en la boca y cerró los ojos. Era pollo, sin duda. No había olvidado ese sabor. Masticó bien y tragó, luego volvió a abrir los ojos.

    —Esto es pollo.

    —Muy bien, Johannes —respondió el mayordomo—. Ha reconocido el sabor.

    Ya estaba otra vez con el dichoso Johannes. Bueno, no podía evitarlo. A Kepler le divertía, a su pesar, la forma en la que el mayordomo lo elogiaba como si fuera un niño pequeño.

    —¿Es... de Terra?

    El mayordomo sonrió.

    —No. El señor sabe que eso es imposible.

    Kepler asintió. Terra había permanecido muerta desde hacía muchos megaciclos, por lo que el material orgánico del pollo se habría descompuesto. Los nanofabricantes debían haberlo elaborado allí, en K2-288Bb.

    —Pero ¿y la madera?

    —Esa fue una afortunada coincidencia.

    —¿Una coincidencia?

    —Una noventa y nueve transportaba un cargamento de madera. La nave había hecho un circuito completo de la Vía Láctea, aunque la madera apenas había envejecido, y Zhenyi la compró.

    Esa era una explicación más o menos creíble. Al 99 por ciento de la velocidad de la luz, el tiempo pasa muy despacio. Sin embargo, esa madera debía tener un enorme valor, ¿y su amiga la quemaba como si nada?

    —¿Por qué Zhenyi no construye algo con ella? —inquirió.

    —No puedo hablar por mi dueña, pero esta mesa es de madera. Y me ha ordenado que garantice, en la medida de lo posible, la comodidad de los invitados.

    —Gracias —dijo Kepler.

    No lograría sacarle más información al mayordomo. Las IA para mayordomos habían sido optimizadas para evadir preguntas incómodas. Así que, en lugar de seguir con el interrogatorio, se centró en la comida. El pollo estaba buenísimo. La carne era tan tierna que casi se derretía en la boca, estaba doradito y su aroma resultaba exquisito. Además, la guarnición de verduras realzaba, a la perfección, su sabor con un toque dulce y natural.

    Kepler empujó la silla hacia atrás. Había dejado el plato completamente limpio.

    —Menudo banquete.

    El mayordomo hizo una reverencia y le pasó una servilleta húmeda. Kepler se limpió la boca y las manos con ella.

    —No quería molestarle mientras comía, pero la noventa y nueve que esperaba ha anunciado que llegará mañana.

    «Por fin», pensó Kepler. Inspiró hondo y, luego, exhaló poco a poco. Ese cuerpo era perfecto, pero ya se estaba cansando de él, sobre todo últimamente. No se sentía cómodo.

    —Muchas gracias por tan magnífico festín —dijo Kepler con una leve reverencia—. Ahora, me retiraré a mi habitación.

    —Por supuesto. Le despertaré antes de que llegue la nave.

    Ciclo YA7.4, K2-288Bb

    Kepler abrió la escotilla de la esclusa de aire con un fuerte empujón. La humedad del aire se congeló de inmediato y se elevó como un vapor blanco. Subió por la escalerilla. En el segundo escalón, la piel de las manos ya se le había descolorido. Primero se puso blanca, y luego gris. Después, se congeló. No era de extrañar con una temperatura exterior de menos 180 grados. Kepler apagó los sensores de dolor, no tenía tiempo para antiguas sensibilidades biológicas.

    La superficie era un crepúsculo perpetuo. El planeta orbitaba en una rotación capturada alrededor de su estrella, K2-288B, que colgaba como una lámpara tenue sobre él. Su sol aún lucía en el cielo, pero ya no emitía demasiado calor. Hacía muchos gigaciclos, ese planeta se hallaba en una zona habitable, aunque ahora estaba tan muerto y frío que incluso la atmósfera se había congelado y extendido por la superficie como un manto de nieve y hielo.

    Le escocían los pulmones. ¡Necesitaba tener más cuidado! Kepler dejó de respirar. Sería una estupidez el permitir que ese cuerpo le fallara antes de llegar a la nave. Se despertaría en otro de reemplazo, pero habría perdido un tiempo precioso. Hacía mucho que no apreciaba, de verdad, la importancia del tiempo. Si eres inmortal, este carece bastante de significado. Pero su percepción había cambiado al enterarse de que se acercaba el final.

    Kepler caminó sobre la nieve seca, que crujía bajo sus pies con cada paso que daba. Su cuerpo conducía el sonido, que de otra manera no podría percibir sin atmósfera. Las suelas de sus zapatos deportivos eran delgadas. Metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Ups, mala idea porque la piel del dorso se le desprendió, revelando el reluciente metal azul inferior. Siempre le disgustaba ver su cuerpo sustituto en ese estado.

    La nave apareció a la vista. Parecía una lata enorme. Kepler había dejado su sistema de propulsión interestelar en órbita. Por razones de seguridad, aterrizara a poca distancia de la casa de Zhenyi. Los humanos eran infalibles, pero no habían logrado transferir esa cualidad a lo que construían. Ese era el dilema de aquella época y el de los gigaciclos pasados. Con frecuencia, a Kepler le preocupaban esos pensamientos. Era un problema que los humanos compartían con el Dios de la Biblia. Ninguna creación puede considerarse perfecta si no admites que eres demasiado estúpido para no reconocer la perfección. Eso llevaba a dos posibles conclusiones: o Dios no existía, o era uno de ellos. Por alguna razón, él prefería la segunda posibilidad.

    —Hola, Kepler —dijo la IA de la nave con voz femenina—. Oh, qué amable eres por venir a recibirnos.

    «¿Recibirnos? ¿Se había dividido la IA?», se preguntó. A veces sucedía cuando las naves habían navegado demasiado, pero era más común en los noventa y cinco, donde el tiempo a bordo transcurría mucho más despacio. Los transportadores interestelares generalmente iban equipados con, al menos, una IA de nivel 3. Se adaptaban mejor, aunque también eran más sensibles.

    —Bueno, di algo, Kepler —le amonestó la IA—. Es de mala educación no responder.

    —Estaba pensando en ese recibirnos.

    —Vamos, Kepler, ¿no nos reconoces?

    Estaba confundido. Nunca se había interesado por qué IA controlaba qué nave. Solo le preocupaba la carga. «¿Qué le pasa a esta IA?», pensó.

    —Kepler, ¿no te acuerdas de la Convención en Sagitario A*?

    ¿La IA de una nave acababa de preguntarle por la convención en la que se había decidido acabar con el universo? De pronto, se le ocurrió una explicación. «¡Pues claro! Había dos personas instaladas a bordo de una noventa y nueve. ¡Los Curie! Pero ¿también lo usaban como transportador?», se dijo.

    —Marie, Pierre, ¿sois vosotros?

    —Hombre, por fin te has dado cuenta —exclamó una voz masculina.

    Reconoció a Pierre Curie. Había dado un discurso en la Convención.

    —Disculpadme —exclamó Kepler—. No esperaba que ejecutarais órdenes de transporte.

    —Fue casualidad. Queríamos hablar contigo de todos modos, y así nos pagas por el viaje.

    —Comprendo. Debe haber sido una enorme coincidencia ver mi pedido en HR8799b. ¿Sabe algo Zhenyi de vuestra visita?

    —Te hemos estado siguiendo, Kepler. Pero cambias de sistema con tanta frecuencia que es como si estuvieras huyendo. Todavía no hemos visto a Zhenyi. Debe estar en el centro galáctico.

    —¿Qué es lo que queríais de mí? —preguntó Kepler.

    —Te lo explicaremos con una buena copa de vino tinto. Siempre llevamos alguna botella en el equipaje.

    —De acuerdo.

    Se abrió una escotilla en la nave justo por encima del suelo. Kepler lo notó porque, de allí, salía vapor, irisado de rojo por el sol. Se acercó. Dos objetos rectangulares emergieron uno al lado del otro. Estaban acostados sobre un fino caballete que tenía muchas y pequeñas patas articuladas. Los objetos caminaron hacia él. El movimiento parecía tan absurdo, como ver a una cucaracha con tacones, y se echó a reír, aunque no era la primera vez que presenciaba algo así.

    —Venga, ríete de nosotros —dijo Marie Curie.

    Los objetos pasaron junto a él y parecían saber dónde se ubicaba la esclusa de aire. Se movió con celeridad, lo que no resultaba nada fácil con aquella gravedad, aunque los alcanzó enseguida y, luego, caminó junto a uno de ellos. Sin esas pequeñas y extrañas piernas, semejaban el ataúd de Blancanieves. Parecían hechos de vidrio o alguna otra sustancia semitransparente. Pero el material era tan lechoso que no se distinguía el contenido. ¿Cuál de esos dos ataúdes contenía el cargamento que tanto había esperado?

    Junto a la esclusa de aire, se había abierto otra escotilla mucho más grande. En el centro, había una plataforma. Los ataúdes se colocaron sobre ella y se desplazaron hacia abajo. Kepler bajó la escalera hasta la esclusa de aire. Tuvo que esperar a que esta se llenara. Se rascó con impaciencia la piel muerta de la mano. Debería dejar de hacerlo, pero estaba nervioso.

    Por fin, la puerta se abrió. Empezó a respirar de nuevo. El aire era tan cálido y húmedo que le provocó náuseas. ¿Por qué no lo había notado antes? El mayordomo le hizo un gesto y lo condujo hasta la sala. La mesa ya no estaba, sino que los ataúdes ocupaban su lugar. Llegó justo a tiempo para ver el ataúd de la izquierda abrirse con un sonido chirriante.

    Un torso masculino, desnudo y atlético, se levantó de él. Su piel apenas tenía pigmentación y era calvo. La criatura miró a su alrededor, luego sacó un tubo de su antebrazo y removió los sensores pegados a su pecho. Se aclaró la garganta, pero no dijo nada. Después, se apoyó en el borde del ataúd y se levantó, mientras las pequeñas y delgadas patas del ataúd doblaban las articulaciones. Su mitad inferior también estaba desnuda. No tenía genitales, o al menos que Kepler pudiera distinguir. Nunca había visto a los Curie así. Se sonrojó involuntariamente. «Una reacción primitiva», pensó. «Pero podrían haber dicho algo si mi presencia los molestara».

    La criatura salió hábilmente del ataúd. Era un poco más pequeña que este. Kepler intentó comparar sus recuerdos de Pierre Curie con la imagen de ese ser desnudo, aunque no lo logró. «¿No habían participado los Curie en la convención en otro organismo?», se preguntó. Ya no lo recordaba.

    —En primer lugar, nos daremos una ducha —dijeron los Curie con la voz de Pierre—. Y, obviamente, necesitarás algo de tiempo para desempaquetar tu envío.

    Kepler tuvo que apartar la mirada de la forma desnuda que compartían Pierre y Marie Curie. Esta tenía un absoluto sentido económico ya que solo necesitaban mantener un cuerpo. Pero él no habría podido hacerlo. «Otra voz en tu cabeza, ¡eso debe ser horrible!», pensó. Los Curie habían sido pareja durante gigaciclos así que, seguramente, habría surgido alguna discusión entre ellos. ¡Y no podían abandonar el sistema estelar para escapar del otro ni siquiera temporalmente!

    La puerta se cerró. Estaba solo. Kepler se situó junto al segundo ataúd. Le aguardaba un momento delicado. ¿Cuánto tiempo había esperado por aquello? Había llegado a K2-228Bb a la velocidad de la luz. Siempre usaba una transferencia láser cuando viajaba, aunque era muy cara. Pero eso significaba que tenía que esperar más en el lugar de destino, porque solo los datos que contenía su conciencia podían moverse a la velocidad de la luz, no su cuerpo físico.

    Accionó dos anticuadas palancas montadas a ambos lados del ataúd. De repente, la tapa se levantó y se miró a la cara. Algo parecía ir mal, como si la izquierda y la derecha se hubieran invertido, pero así debería parecerle a él, ya que no se trataba de una imagen reflejada sino del original. Ante él estaba Johannes Kepler, o para ser más precisos: su caparazón de carne, clonado muchas veces a partir de sus propias células. Él mismo había elegido el nombre, hacía mucho tiempo. Era su cuerpo y, por tanto, él mismo. Como a la mayoría de los humanos, le resultaba difícil vivir fuera de su caparazón durante largos períodos, por muy inadecuado que fuera para sobrevivir en el espacio. Y ya había estado demasiado tiempo en ese robot.

    —Mayordomo, por favor, prepare la transferencia —dijo.

    —Por supuesto, Johannes. —Pronunció la 'J' correctamente. ¿Había reparado su vocalizador?

    Se abrió una puerta a su izquierda. El mayordomo entró con un par de cables. Kepler se abrió la camisa.

    —Necesitamos reparar sus manos —dijo el mayordomo—. ¿Ha salido sin traje?

    Kepler asintió.

    —¿Se da cuenta de que esto implica su muerte después de la transferencia?

    —Por supuesto. No es la primera vez que hago esto.

    —De acuerdo. Aunque tenía que decírselo, forma parte del protocolo.

    El mayordomo colocó sensores en el pecho y las sienes de Kepler. A continuación, se llevó un cable a la oreja. Le hizo cosquillas. El mayordomo conectó los cables al cuerpo en el ataúd.

    —Listo —dijo—. Puede iniciar la transferencia.

    —Gracias —respondió Kepler.

    El mayordomo se marchó. Kepler desactivó el sistema esquelético del robot para que no cayera al suelo y se estropeara. Luego, convocó los signos vitales del cuerpo a su campo de visión. La temperatura corporal era de 32 grados, el corazón latía una vez por minuto. Entrar le resultaría incómodo. Había una razón por la que los Curie preferían viajar en su cuerpo compartido.

    Kepler inspiró hondo. Entonces, su mente dio la orden de comenzar.

    Hacía frío. Helaba. Rebuscó en su mente palabras malsonantes para distraerse de aquel frío. Maldito frío. Jodido frío. Su corazón latía con fuerza. Trató de vislumbrar su ritmo cardíaco en su campo de visión, sin embargo, no lo consiguió. Recordó entonces que había vuelto a su cuerpo. Si quería ver algo para lo que no estaban hechos sus cinco sentidos, necesitaría un dispositivo externo. Se frotó las manos. Los músculos no le obedecieron al principio, pero poco a poco eso mejoró. Así que fue capaz de tocarse. Donde no sentía nada, se frotó con vigor. Se calentó de fuera adentro. Quizá debería haber elevado la temperatura de la habitación antes. No obstante, enseguida notó cierta calidez. El mayordomo debió pensar en ello.

    Gradualmente, el dolor se tornó soportable. Se acercó las piernas al cuerpo. Los músculos le hormiguearon, pero obedecieron. Se sujetó al borde del ataúd y se incorporó. «¿No ha sido demasiado fácil?», se preguntó. Ah, claro. Ese planeta era mucho más grande que la Tierra. Si tuviera que realizar largas caminatas, necesitaría un exoesqueleto. Pero no había razón para pasar tanto tiempo en la superficie.

    Había conseguido sentarse. Su piel era ahora más sensible. Lo había logrado. Estaba de nuevo en su cuerpo. Ya no era un ser todopoderoso e invencible. Su cuerpo era vulnerable. Sin herramientas, no sobreviviría mucho. Eso daba un nuevo significado a la vida.

    Kepler conocía bien esa sensación. ¿Cuántas veces había pasado ya por eso? El cuerpo solo le duraba unos centenares de ciclos, y luego tenía que cambiarlo. Era casi un adicto a viajar. Viajar era su droga. Le ayudaba a bloquear el estado actual del mundo. Los Curie tenían razón. Estaba huyendo. Huía de su mera existencia. Los diez mil humanos, que se calculaba aún existían, habían resuelto ese mismo problema cada uno a su manera, porque era difícil ver morir a otras personas. Y resultaría insoportable que el propio universo muriera lentamente.

    Ciclo YA7.5, K2-288Bb

    —¿Sabes a qué se debe esta ceniza?

    Los Curie se encontraban agachados frente a la chimenea en la que había ardido el fuego dos días antes, tocando los restos con la mano izquierda.

    —Ni idea.

    —La ceniza todavía está un poco caliente —dijo la voz de Pierre.

    —El mayordomo encendió la calefacción ayer, para hacer más agradable mi llegada.

    Los Curie se pusieron de pie y sonrieron con tirantez.

    —Mientes, pero lo dejaremos así —aseguró Marie.

    Por supuesto que mentía. No podía admitir que había permitido que la entropía aumentara de una forma tan insensata. ¿El universo estaba a punto de morir porque perdía energía y el caos aumentaba, y él se dedicaba a quemar recursos esenciales hasta convertirlos en cenizas?

    —No, no miento. Yo no encendí ningún fuego.

    Y era verdad.

    A continuación, se aclaró la garganta.

    —De hecho, vine aquí para estar solo.

    —¿Para estar solo?

    —Sí, esa era la idea.

    —¿La idea?

    Así eran los Curie, su reputación los precedía. No obstante, no debería dejar que aquello le afectase. Kepler se cruzó de brazos y sonrió. Todos guardaron silencio durante un rato. Era evidente que Marie esperaba que él dijera algo, para repetirlo como un loro. Pero no iba a hacerlo, a pesar de que quería saber por qué estaban allí.

    —Tienes que admitir que podrías haber ido a casi cualquier parte. En la Vía Láctea hay 300 mil millones de planetas. Buscamos en todos; bueno, en casi todos. Y en muy pocos tendrías compañía. Sin embargo, elegiste K2-288Bb, donde curiosamente Wang Zhenyi ha construido una base. Con lo cual, el riesgo de toparte con ella era bastante probable.

    —Sí, tuve mucha suerte de que no estuviera.

    —No, Johannes —dijo Pierre—. Te hemos investigado, a pesar de que eso nos llevó algunos megaciclos. Tuviste algo con Zhenyi. ¿Qué querías de ella?

    —Nada. Deseaba estar solo. Además, ella rara vez está en casa.

    —Hmm, eso no me parece muy convincente —afirmó Marie—, dada la cantidad de alternativas que te habrían garantizado el lograr esa, supuesta y ansiada, soledad.

    —No me importa.

    Eso no era cierto. Aquellas preguntas le resultaban incómodas y los Curie lo intimidaban. Pero no podía dejar que se le notara. Había elegido su destino deliberadamente. Había esperado encontrarse allí con Zhenyi. Y todavía esperaba que llegara, algún día.

    —¿Sabes? Nos preguntamos por qué no nos dices la verdad —comentó Pierre—. ¿Y por qué estás aquí realmente?

    —Ya os lo he dicho.

    Marie suspiró.

    —Así no vamos a llegar a ninguna parte —se lamentó—. No debes tenernos miedo. ¡Somos tus amigos!

    ¿Amigos? No conocía a nadie que fuera amigo de los Curie. Salvo, quizá, Gagarin y Armstrong. O Hahn y Meitner, otra pareja de físicos. «¿Cuándo fue la última vez que los vi?», pensó.

    —No se trata de eso. Es que… no sé qué queréis de mí.

    —Nada —aseguró Marie—. Pero sí de Zhenyi. Se rumorea que está socavando el Proyecto de Rescate.

    —¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

    —Viajaste cientos de años luz para visitarla, ¿no?

    —Claro, quería hablar con ella y no podía esperar cientos de ciclos para recibir una respuesta.

    —Haberte congelado como los demás —dijo Pierre.

    Kepler negó con la cabeza. Dormir largos períodos mientras se aguardaba una respuesta se había convertido en una práctica común. Si su corresponsal estuviera a 100 años luz de distancia, incluso podrían hablar entre sí, siempre que pasaran los 200 ciclos de espera en un estado de inconsciencia. Pero el tiempo que les quedaba ya no era infinito. Y, desde que Kepler se dio cuenta de ello, había intentado prescindir de esos métodos. Pero en ese caso, preferiría no hablar.

    —Nah, eso no es para mí. Es un desperdicio.

    —Vale —dijo Pierre.

    Los Curie deambulaban por la habitación. Parecía sumidos en sus pensamientos, aunque lo más probable es que estuvieran charlando entre ellos sin que Kepler pudiera enterarse de qué decían.

    Este se levantó, se acercó a la chimenea y se agachó frente a ella. La ceniza, en efecto, aún estaba caliente. Pasó los dedos por ella. Debía tener cuidado con ese cuerpo. Si le pasaba algo, como lo sucedido hacía dos días, las consecuencias podrían ser nefastas, a pesar de los nanofabricantes.

    De pronto, tocó algo fresco, redondo. Kepler quiso sacarlo y echarle un vistazo, pero se lo pensó mejor. Quizás no fuera una coincidencia. Ese objeto debían haberlo escondido entre la madera. ¿Acaso Zhenyi le había dejado un mensaje? No podría leerlo mientras los Curie estuvieran allí. Se incorporó y se limpió los cenicientos dedos contra sus pantalones de algodón. El mayordomo lo regañaría cuando viera las manchas. Le había hecho los pantalones el día antes.

    Kepler se sentó. El mayordomo había retirado los ataúdes, pero no había llevado más sillas a la sala; al parecer, tampoco le gustaban mucho los Curie. Kepler no podía culparlo. Eran científicos brillantes, desde luego. Habían desarrollado el proceso que, se suponía, lograría reiniciar Sagitario A* como cuásar. Pero ¿ahora se obsesionaban con trivialidades como el que visitara a Zhenyi? Algo no iba bien.

    —Dinos, ¿de qué querías hablar con Zhenyi? —preguntó Marie.

    —De mis experiencias en HR8799b. No os imagináis lo denso que es su cinturón de asteroides.

    —Sabes que podemos acceder a tus recuerdos exteriorizados, ¿verdad? —comentó Pierre.

    —Sí, aunque para ello, es preciso que sospechéis de mí, que creáis que he cometido un delito. Además, necesitáis una orden del juez AI en Terra. La Tierra está muy lejos. La solicitud por sí sola tardaría kilociclos, y la respuesta aún más.

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