La niña del clima
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Es la historia de Greta, una niña que decidió no ir a la escuela para luchar contra el cambio climático, y la de los animales del Amazonas y del resto del mundo, que decidieron unirse para defender su tierra, su agua y sus costumbres.
Pero también es nuestra historia, está sucediendo ahora mismo y tú puedes ayudar a cambiarla.
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La niña del clima - Vicente Muñoz Puelles
I. EN UN RINCÓN DEL AMAZONAS
En una playa arenosa, a orillas del caudaloso río Amazonas, conversaban no hace mucho tiempo un tapir de lomo gris y una guacamaya de alas tricolores: rojas, amarillas y azules. El tapir tenía las patas sumergidas en el agua hasta el codillo, y la guacamaya se apoyaba en una rama, donde, a ratos, se afilaba el pico.
Era temprano. A la sombra se respiraba un relativo frescor. Por todas partes se oían los variados cantos de los pájaros, que podían sonar como un trino alegre o como el ladrido agudo de un perro.
—¡Raaak, raaak! ¡Es una situación insostenible! —graznó Justina, la guacamaya—. ¡Esa gente…!
—Di mejor esos humanos —le interrumpió Duarte, el tapir, que se creía perfecto y tenía la antipática costumbre de corregir a los demás animales, con razón o sin ella.
—Esa gente —repitió la guacamaya, sin hacerle caso— está talando y destruyendo nuestra selva. A ti, que vas a cuatro patas, te costará más darte cuenta, pero yo, cuando vuelo sobre los árboles, solo veo claros del tamaño de aldeas. Cuando era joven…
—¡Cuando eras joven! —volvió a interrumpirle el tapir, con su voz nasal—. ¡Siempre dices lo mismo! ¿Sabes, al menos, cuántos años tienes?
—Cumplí los cien hace muy poco —respondió la guacamaya, coqueta—. Y tú —preguntó, estirando el cuello—, ¿cuántos tienes tú?
—Catorce años, dos meses y… cinco días —contestó el tapir como si paladeara las palabras, orgulloso de su precisión.
—Para mí, es como si acabaras de nacer —suspiró Justina, y se encogió de hombros o, mejor dicho, de alas—. Cuando yo era joven —repitió—, podía volar desde este mismo recodo del Amazonas hasta el río Negro, sin encontrar un solo hueco en la espesura. Un viejo árbol caía lentamente por su propio peso, se descomponía y ya estaba creciendo otro en su lugar. Ahora hay verdaderos desiertos en medio de la selva, yermos como la luna.
—¿Y a mí me lo cuentas? —protestó el tapir—. Me paso la vida recorriendo las orillas en busca de plantas acuáticas, y la situación me afecta tanto como a ti. Hasta el río, con lo caudaloso que es, está cada vez más sucio y arrastra más basura y restos de madera.
De pronto, se oyó la voz inconfundible de Stefano, el perezoso de tres dedos.
—¡Qué razón tenéis! Cada vez me resulta más difícil encontrar un árbol para subirme, y en tierra cooorro muchos peligros.
Hablaba despacio, y de vez en cuando, alargaba una sílaba, como si tartamudeara.
Pero el propio perezoso estaba fuera de la vista, o, al menos, ni la guacamaya ni el tapir llegaban a distinguirlo.
—Lo huelo, pero no lo veo —dijo Duarte, agitando su pequeña trompa movediza.
Justina se colgó cabeza abajo, como un murciélago, y se quedó mirando unas ramas frondosas.
—¡Ah, estás ahí! —exclamó, al cabo de un rato.
Y es que la piel de Stefano, el perezoso, tenía un color verdoso, como si estuviese cubierta de algas, y sus movimientos eran tan lentos que costaba apreciarlos.
—Llegaste pronto —observó el tapir, burlón—. Estamos acostumbrados a que seas el último.
—Podéis creerme o no —replicó Stefano—, pero los otros perezooosos me consideran rápido.
Tenía la cara blanca, como si se hubiera maquillado con polvos de arroz, una sonrisa permanente y tres uñas curvas y afiladas.
—Estoy aquí desde el sábado pasado —explicó—. Me daba tanta pereeeza ir y venir con este calor, que decidí quedarme toda la semana en el mismo árbol.
—¿De veras has estado aquí todo este tiempo? —preguntó el tapir, incrédulo.
—Pues claaaro.
—¿Y no te aburres?
El perezoso no se molestó en contestar. ¿Cómo iba a aburrirse si incluso en la copa de un árbol había tanto que ver y que apreciar, si uno se movía lo suficientemente despacio? En cualquier rama uno podía toparse, por ejemplo, con una columna de hormigas hilanderas, tejiendo cucuruchos de hojas para sus larvas, o con un enjambre de abejas alfareras, construyendo nidos de papel blanco.
El tapir retrocedió unos pasos y se sumergió del todo para refrescarse. Mientras, Justina cambió de rama para estar más cerca del perezoso y le animó a seguir avanzando.
Cada sábado, Justina, la guacamaya; Duarte, el tapir; y Stefano, el perezoso se reunían con otros animales en aquel recodo del río, para intercambiar noticias sobre el clima, que cada día era más caluroso e imprevisible, y sobre la selva, que cada vez se volvía más frágil y vulnerable.
Todos ellos formaban el Consejo Animal de la Región Amazónica, una institución compuesta exclusivamente por animales que, como los consejos de otras regiones, dependía administrativamente de la Organización Internacional de Animales Unidos. La sede central de esta organización se encontraba, desde hacía mucho tiempo, en un bosque protegido de Nueva Zelanda, a más de doce mil kilómetros de allí. O, al menos, eso decían los más sabios.
Los miembros del Consejo Amazónico eran elegidos cada cuatro años, por votación de los animales de la región, entre los individuos más capacitados o representativos. Como en la Amazonia abundan más los guacamayos que los tapires, Justina era la presidenta del consejo, y Duarte, el voluntarioso vicepresidente.
Ambos solían llegar pronto a las reuniones, para dar ejemplo de puntualidad. Justina vivía lejos, cerca de la populosa ciudad de Brasilia, pero era la más veloz a la hora de desplazarse, y Duarte rara vez se apartaba de las resbaladizas orillas.
El sol ya estaba muy alto. Era como una gran bola de color rojo, que se reflejaba en el espejo de las aguas. El calor había hecho callar a los pájaros, y solo se oía el zumbido de los insectos.
Unos chillidos penetrantes rompieron la calma del entorno. Procedían de un árbol distante, y subían y bajaban continuamente de tono.
—¡Juá, juá, juaá!
—Ahí llega Lidio, y con él, Valente —susurró el tapir con cierto temblor en la voz, al tiempo que husmeaba el aire.
Justina se agachó un poco, como si quisiera pasar desapercibida, y Duarte se escudó tras un matorral.
Valente, el jaguar, se acercaba con pasos sigilosos, procurando no hacer ruido al pisar la seca hojarasca.
Aunque era un antiguo miembro del consejo, y siempre se comportaba con valor y nobleza, los demás desconfiaban de su carácter imprevisible. Al fin y al cabo, era un jaguar de dientes afilados y poderosas garras. Y los encuentros con un jaguar siempre son peligrosos, sobre todo, al principio.
Por eso, Lidio, el mono araña, se encargaba de permanecer vigilante en las alturas, y de anunciar la presencia de Valente tan pronto lo avistaba.
Una vez descubierto, el jaguar perdía su animosidad, y comprendía que no había salido de cacería sino para reunirse con sus compañeros del consejo.
Así sucedió también en aquella ocasión. Lidio, el mono araña, saltó ágilmente de un árbol a otro, sirviéndose de unas lianas floridas, y fue aproximándose a los demás sin perderlo de vista. Poco después, el jaguar apareció con naturalidad, y hasta les dedicó un rugido, que pretendía ser amistoso.
—¡Grrr, aarg!
—¡Aaay, aaay! —respondió Stefano, el perezoso.
No era que le doliese algo, sino que su saludo sonaba así, como si acabara de caerse de una rama alta.
—¡Ich, ich! —berreó el tapir, mientras asomaba desde detrás del matorral.
Valente se acostó a descansar bajo el árbol, con los ojos medio entornados.
—¡Consejeros, compañeros, amigos! —graznó Justina, la guacamaya, que tenía vocación de oradora.
Casi al mismo tiempo, como si hubieran estado esperando aquel instante para presentarse, sonaron unos ruidosos chapoteos. Una legión de mariposas azules, que descansaban en la orilla con las alas plegadas, emprendió el vuelo, y dos criaturas muy voluminosas y relucientes emergieron del agua y se deslizaron hasta la playa, donde quedaron varadas.
—¡Yo llegué primero! —proclamó Elinor, la musculosa anaconda de escamas verdes, y retorció su cuerpo varias veces, formando nudos y curvas, antes de
