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La marca del fuego
La marca del fuego
La marca del fuego
Libro electrónico150 páginas3 horas

La marca del fuego

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El tirano Sulem ber Ashiid, uno de los tres hermanos que gobiernan la ciudad de Sakarag, es hallado muerto en el templo de Luan, la diosa del amor, en una habitación sin ventanas y cerrada por dentro.

Para resolver el misterio y evitar represalias contra el templo, la Suma Sacerdotisa de Luan busca la ayuda de la gran hechicera Vivian, quien acude a Sakarag junto a su aprendiz, el joven Krisana.

Pero resolver este asesinato esconde otros peligros, ya que un terrible secreto se esconde tras los muros de la casa de la diosa, una antigua magia que amenaza con hacer arder el templo -y la ciudad entera- anticipando la llegada de aquello que está por venir.

IdiomaEspañol
EditorialRicardo Riera
Fecha de lanzamiento20 dic 2020
ISBN9781005748074
La marca del fuego
Autor

Ricardo Riera

Ricardo Riera nació en Valencia (Venezuela) en 1978. Estudió Letras y Filología Hispánica en la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) y en la Universidad de Navarra (España), aunque desde entonces no ha vuelto a pisar el ambiente académico. Escribió la novela "Dragún" (Plaza & Janes, 2010) y la novela por entregas "Burami y el Rey Rojo" (2013), así como la antología de relatos "Damas, bestias y otras" (2012). No puede dormir con la puerta del armario abierta y afirma ser devoto de Kandur, un dios insectoide que sólo puede ver por el rabillo del ojo cuando está solo.Desde 2009 regenta una comuna hippie en el Berlín de Tierra 2.

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    La marca del fuego - Ricardo Riera

    I

    Creyendo que allí estaría seguro, Sulem corrió hasta la habitación al otro lado del pasillo, sin saber que sería la última puerta que cruzaría en su vida. Saberlo no habría cambiado su decisión; era su vida precisamente lo que estaba en juego, y su corazón latía de forma desesperada a medida que sentía el calor acercarse a él desde atrás, ganándole terreno, un aliento de muerte que repetía su nombre con una voz lejana que le estremecía de la cabeza a los pies.

    Sulem gritaba pidiendo ayuda, pero lo único que escuchaba era el eco de su propia voz rebotando en las paredes de piedra y creando un eco que le torturaba los oídos. El gran Sulem ber Ashiid, guerrero de mil batallas, el brazo que había segado la vida de incontables enemigos a través de décadas, gritaba ahora como un animal llevado al matadero mientras la Muerte en persona –porque no podía ser otra cosa aquella figura que lo perseguía– iba pisándole los talones para saldar de forma definitiva las cuentas con su pasado.

    Tropezó con su propio pie y cayó de bruces al suelo, aunque no sintió el golpe. El terror le obligó a levantarse y llegar tambaleándose hasta la puerta, cerrándola detrás de él. En medio de su frenesí vio un dejo de esperanza cuando se dio cuenta de que tenía un cerrojo con que atrancarla, así que se apresuró a pasarlo mientras todavía resoplaba por el esfuerzo de apenas unos segundos atrás. Aquella habitación se había transformado de repente en una fortaleza, y su alegría momentánea fue tanta que ni siquiera se dio cuenta, al menos no al principio, de que no había ventanas ni ningún otro sitio por donde salir. Estaba atrapado.

    Respirando con dificultad, apoyó la frente contra la puerta mientras gruesas lágrimas caían por sus mejillas. El gran caudillo, el líder supremo de los ejércitos de la ciudad–estado de Sakarag, llorando como un crío ante la posibilidad de la muerte.

    —Por favor… –dijo, mitad para sí mismo mitad para aquello que estaba en el pasillo, tras la puerta– … basta ya, detened esto, os lo ruego.

    —No hay ya quien detenga esto.

    Escuchar aquella voz lo hizo sobresaltarse. Provenía del otro lado de la puerta, pegada a ella igual que él. La forma en que susurró aquellas palabras envió un escalofrío por su espalda y causó un vacío en su estómago.

    —Es demasiado tarde –dijo–. El incendio se acerca.

    Antes de que Sulem pudiese responder, el calor que había sentido en el pasillo comenzó a apoderarse de la puerta. La madera quemaba sus manos y su frente, así que las apartó en seguida al tiempo que retrocedía con los ojos muy abiertos. Un extraño fulgor empezó a irradiar desde la puerta cerrada, un círculo brillante que se hacía más grande y cuyo calor hizo sudar a Sulem a pesar de que la puerta misma no parecía verse afectada.

    Y entonces la vio, en el momento en que atravesó la madera como si esta no estuviese allí, la figura de la Muerte, aquello que solo creía haber visto de forma fugaz al otro lado del pasillo y durante la persecución, aquella terrible silueta ahora se presentaba ante él, real como el terror que se apoderaba de su cuerpo y clavaba sus pies en el suelo. Sulem sintió que su vejiga cedía, pero no se dio cuenta de que estaba manchando los pantalones porque toda su atención se centraba en aquello que estaba frente a él y en el calor que rodeaba su cuerpo e inundaba la habitación, ese mismo calor que lo envolvía como un abrazo y que ahora se centraba en su pecho de forma cada vez más dolorosa.

    Su mutismo acabó cuando sintió su piel arder y el fuego mismo penetró en su interior haciéndole gritar de dolor, el último grito que lanzaría en su vida, y que retumbó por aquel pasillo solitario en mitad de la noche.

    II

    Había preparado aquella infusión muchas veces, pero solo recientemente Krisana había comenzado a hacerla para él mismo. El olor de la dramolega ya era suficiente para mantenerlo despierto, por lo que intuía que la sesión de hoy se alargaría por toda la noche. Vivian no era muy amiga de estas faenas nocturnas de estudio por parte de su aprendiz, pero las obligaciones de Krisana no se habían visto descuidadas, por lo que había terminado por aceptarlas.

    Tras servirse una taza se sentó de nuevo a la mesa, en medio del silencio de la noche y a la luz de dos velas. Frente a él se hallaba un ejemplar de Viaje a través de las regiones del norte, una crónica de autor anónimo que hablaba sobre las criaturas que habitan los bosques de la región de Skylding, de donde él mismo venía. El motivo por el que lo había cogido era que uno de sus capítulos hablaba sobre las faelinas, aunque no parecía que encontraría en él información que no conociera ya. Vivian nunca le había preguntado, en los dos años que llevaban juntos, la verdadera motivación tras sus estudios; entre ellos había cierto entendimiento, un acuerdo tácito de no hacer demasiadas preguntas acerca del pasado. De todas formas, su maestra sabía que las circunstancias en que había hallado a Krisana tiempo atrás, solo junto a un bosque embrujado, tenían algo que ver. Además, aquel empeño que ponía su pupilo le demostraba lo mucho que había avanzado.

    Poco tiempo después de haberse conocido, Vivian se había escandalizado al darse cuenta de que Krisana no sabía leer, y se había propuesto enmendar aquella situación desde el primer momento. Su aprendiz resultó tener un gran talento y disposición para las letras, y en poco tiempo aprendió a desenvolverse entre los libros con la misma facilidad con que lo hacía en los números y los nombres y usos de las plantas. Ahora, con casi trece años, Krisana ya llevaba oficialmente muchos de los asuntos de su maestra, entre ellos sus economías; eso les había permitido alquilar su pequeña casa en Sakarag, en lugar de tener que pasar su estadía en un carromato, como solían hacer.

    —Kenji…

    Krisana levantó la cabeza en dirección a la habitación, de donde había surgido la voz.

    Estaba ocurriendo otra vez.

    Se levantó con cuidado y se acercó de puntillas hasta la puerta del dormitorio que compartía con su maestra. Tal como esperaba, allí estaba Vivian, cubierta con una manta, profundamente dormida en aquella posición que a veces adoptaba en la que se sujetaba el lóbulo de una oreja con una mano mientras llevaba la otra a su pecho, como si intentara abrazar algo que no estaba allí.

    —Kenji…

    Esta vez lo había dicho de forma más suave, distante, casi inaudible de no ser por el silencio nocturno. No lo diría más. En pocos minutos se daría la vuelta, todavía dormida, recogiendo las piernas en posición fetal. Krisana luego se acercaría para asegurarse de que estuviese bien arropada.

    Aquel momento, aquella palabra que Krisana no conocía, se había repetido más y más en las últimas semanas. Había ocurrido otras veces, pero desde que llegaron a Sakarag se había convertido en algo habitual, quizás por la comodidad de la que disfrutaban y por el hecho de que Vivian no estaba habituada a un sueño tranquilo; en todos sus viajes juntos habían sido muchas las noches en vela para ambos y el trabajo se había acumulado. A donde iban la gente parecía querer algo de Vivian, a veces un consejo, a veces leer el futuro o el pasado, otras veces pedían algún objeto o poción que les diera algo que faltaba en sus vidas, o quitara algo que les estorbaba. Otras veces, pocas por fortuna, el talento de su maestra la metía en misteriosas encomiendas a las que partía sola, y de las que volvía siempre con una sombra en la mirada. Krisana había aprendido en esas ocasiones a no preguntar demasiado: la labor de una hechicera guardaba grandes misterios para los que él, según Vivian, todavía no estaba listo.

    Era sin embargo ese momento, en las horas profundas de la madrugada, cuando Krisana podía intuir algo que se ocultaba tras la mirada de Vivian, ahora que dormida parecía bajar la guardia y relajar su semblante. Parecía también mucho más joven, como si el sueño que sin duda estaba teniendo –y que nunca había compartido con Krisana– la hiciera viajar hacia atrás en el tiempo a otra época antes de haber conocido a su aprendiz, quizás antes de convertirse en la poderosa hechicera a la que había acompañado en tantos viajes.

    Aquel era otro misterio: Krisana y Vivian llevaban ya varias semanas en Sakarag, y nunca antes habían permanecido tanto en un único lugar, al menos no durante el tiempo que Krisana había estado con ella. Tampoco podía quejarse; la ciudad–estado era probablemente el sitio más impresionante que Krisana había visto en su vida, y su clima cálido y la brisa del mar que llegaba desde el otro lado de las murallas eran algo que solo había podido imaginar en los bosques donde había crecido. Incluso podría decirse que casi se había acostumbrado a moverse entre miles de personas todos los días, especialmente en aquellas jornadas en las que debía ir al mercado y mezclarse con los vendedores de decenas de reinos distintos.

    Su maestra, en cambio, parecía inmune a estos encantos. Krisana sospechaba que eso se debía a más que simplemente la certeza de que Vivian ya había estado antes en la ciudad; estaba claro, aunque ella no lo hubiese admitido, que su presencia en Sakarag tenía motivos muy específicos que hasta ahora no había querido revelar a su discípulo. Era cierto que su maestra no solía hablar de sus proyectos hasta que el momento lo requiriese, pero aquella insistencia, aquellas cartas que escribía de vez en cuando y despachaba con un mensajero sin obtener nunca respuesta –Krisana estaba a cargo también de su correspondencia– eran señal de un plan que todavía no terminaba de cuajar, una encomienda personal que se resistía y a la que Vivian se aferraba furiosamente. Quizás algo relacionado con esa palabra, Kenji. Hasta que lo revelase por su propia voluntad, no habría manera de saberlo, pero Krisana confiaba en ella más que en nadie en todo el mundo, así que podía esperar. Entretanto, se aseguraría de que tuviese todo lo que necesitaba, incluyendo un buen sueño.

    Entonces alguien llamó a la puerta.

    Fueron tres golpes rápidos y consecutivos, hechos con firmeza. Poco después volvieron a golpear, esta vez de forma un poco más suave, como si se hubiesen dado cuenta de la hora que era.

    Los primeros golpes habían hecho que Krisana dirigiera su atención a la entrada de la casa. Cuando volvió a mirar a Vivian, esta ya estaba despierta, completamente alerta, como si nunca hubiese dormido del todo.

    —¿Esperamos visitas? –preguntó ella, en un susurro. Krisana le dedicó una mirada que dejaba ver lo absurdo que sonaba aquello.

    Vivian se levantó, poniéndose un manto por encima y caminando hacia la puerta en un único movimiento fluido, sin hacer ruido alguno, como si flotara en el aire. Una de sus manos arregló un poco su melena rubia de forma casi instintiva, como si realmente estuviese esperando a un invitado. La otra pareció verificar la presencia de algo en su cintura. Krisana sabía lo que era: había visto aquel delgado cuchillo en otras ocasiones.

    —Quédate detrás de mí –dijo ella, mientras se acercaba a la puerta. Krisana obedeció y se colocó detrás de la mesa, donde todavía reposaba su libro abierto.

    Vivian se acercó a la puerta

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