Damas, bestias y otras
Por Ricardo Riera
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Un boxeador en alza perseguido por la imagen de un arcángel negro, un devoto cruzado que encuentra el horror de su guerra personal en un par de ojos oscuros, un alma pecadora que desata una lucha interna tanto en el Cielo como en el Infierno y una maldición familiar contenida en una botella. Estos son sólo algunos de los relatos contenidos en esta antología de muerte, amor y oscuras fantasías ancladas en nuestro mundo pero con una ventana abierta a otros, esos pequeños agujeros hechos en la fibra misma de la realidad en los que se esconden nuestros peores monstruos.
Ricardo Riera
Ricardo Riera nació en Valencia (Venezuela) en 1978. Estudió Letras y Filología Hispánica en la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) y en la Universidad de Navarra (España), aunque desde entonces no ha vuelto a pisar el ambiente académico. Escribió la novela "Dragún" (Plaza & Janes, 2010) y la novela por entregas "Burami y el Rey Rojo" (2013), así como la antología de relatos "Damas, bestias y otras" (2012). No puede dormir con la puerta del armario abierta y afirma ser devoto de Kandur, un dios insectoide que sólo puede ver por el rabillo del ojo cuando está solo.Desde 2009 regenta una comuna hippie en el Berlín de Tierra 2.
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Damas, bestias y otras - Ricardo Riera
Al lector
Querido lector:
La primera edición de este libro que ahora tienes en tus manos (y que vió la luz hace ya un par de años) tenía DRM. Esta que estás leyendo ahora no. En estos dos años mi opinión sobre el tema ha cambiado, y hoy en día creo que este sistema no proporciona más que inconvenientes para el lector y no ofrece protección alguna al contenido de esta obra.
Si pagaste por este libro quiero darte las gracias. Gestos como el tuyo son los que me acercan un poco más al único objetivo laboral que tengo en la vida, que es dedicarme exclusivamente a escribir. Espero que disfrutes leyendo este libro tanto como yo escribiéndolo.
Si no pagaste por este libro y no he sido yo quien te lo ha dado, puedes ayudarme recomendándolo, comprándolo para un amigo (o para ti mismo) o comentándolo en las diferentes redes sociales. Por supuesto, yo no puedo obligarte a hacerlo, pero si has disfrutado del libro no se me ocurre motivo alguno por el cual no quisieras echarme una mano de esa forma.
Una vez más, gracias por asomarte a esta ventana.
Ricardo Riera (Berlín, 2014)
AYANTE
Estás ahí, de pie sobre la lona. Tu puño izquierdo adelante, con el codo pegado al cuerpo, tu puño derecho atrás, oculto, parecido a una serpiente que se agazapa, llevando en los colmillos el veneno. Llevas la oscuridad envuelta en ese puño, un vapor de inconsciencia que se apodera de aquel a quien alcanza. Llevas el poder de la tormenta oculto en esas manos que tantas veces se han lanzado sobre tu oponente, obligándolo a mirar desde el piso tu silueta tapando las luces del techo, mientras el árbitro alza uno de tus brazos y la multitud te alaba como una figura celestial que emerge del cuero de la lona, como aquel arcángel de las alas negras con el que has soñado desde tu infancia.
Tu vida comenzó a la manera de las leyendas. Tu madre debió haberlo presentido, porque cuando el cura de la parroquia le preguntó cuál iba a ser tu nombre, ella respondió sin dudarlo: Arcángelo Eloy Vergara. Así, aquel nombre se materializó en un chorro de agua que te mojó la cabeza y un llanto que salió de tu pequeña boca. Tu madre había podido darte un solo apellido, pero lo había compensado con un nombre que sería conocido por todos dentro y fuera del ring, que sería cantado como un himno en medio de aquellas luchas llenas del sudor y la sangre de los hombres forjados a golpes.
Tu entrenamiento comenzó, como el de muchos otros, en la calle. Un muchacho flaco, enclenque, con la cara hermosa como la de una niña, era alguien que invitaba a que le dieran una paliza. Las primeras veces fueron experiencias dolorosas; un derechazo en el estómago era lo único que hacía falta para obligarte a comer tierra y retorcerte como un gusano, con el sabor áspero de la goma de los zapatos en tu boca y el polvo de aquellos caminos metido en las narices. A menudo regresabas a casa llorando, hasta que tu misma madre te dio una bofetada que te hizo ver todo negro. Allí fue cuando supiste que no tenías que llorar, que tenías que armarte de valor y responder a esos golpes, aprender a aceptarlos como parte del día a día.
Conociste por esos días a Rafael. Decía ser solo un amigo de tu madre, pero tú le veías en los ojos algo más, un brillo que dedicaba a ella y que no mostraba a los otros. Fue Rafael el que te curtió, el que te enseñó que el dolor es un amigo al que hay que abrazar. Aquellos bastonazos en tu espalda te dieron la fuerza necesaria para aguantarlo todo. Rafael te mostraba las combinaciones de golpes, a los que ponía nombres raros, desconocidos para ti. Esto es un jab, esto es un left hook, esto es un uppercut, esto es un rabbit punch. Tú veías que la boca y los ojos se le transformaban con esos nombres, se le retorcían hasta adquirir la expresión de aquellas fotos en blanco y negro de los recortes de periódico que te mostraba de vez en cuando, en los que un hombre muy parecido a Rafael pero mucho más joven, y sin barba, alzaba las manos enguantadas para sostener un gigantesco cinturón que brillaba como si fuera de oro.
Ahora estás ahí, de pie sobre la lona, viendo como el otro se levanta. La cuenta ha llegado hasta siete, pero él ha logrado incorporarse. Tus puños piden más sangre, más castigo. Tu vista se nubla al igual que tu mente en medio de aquel huracán de golpes. En tus oídos retumban los gritos de la multitud, pero para ti son como las campanas de una iglesia, como las trompetas de tus compañeros arcángeles el día del Apocalipsis. Sientes que la luz de aquel recinto te quema la espalda, que el sudor cae por tu cara, que los fogonazos de cientos de flashes logran capturar la imagen de tu lucha, de tu victoria, pero no pueden retratar la energía que brota de tus ojos, de tus manos, el aura que tu oponente puede sentir aplastándole contra las cuerdas. Un par de golpes a la mandíbula te agarran desprevenido, pero no te dejas intimidar. Con los dientes aprietas el protector bucal a la vez que descargas aquel golpe sobre la sien del otro. Ves su cabeza sacudirse hacia un lado como la de un animal que acaba de recibir un balazo, y cómo sus ojos se cierran mientras cae en cámara lenta. No oyes más que un eco que te retumba en los oídos como aquella vez que Rafael te llevó a la playa y tú pegaste la oreja al interior de una concha marina. En medio de la sordera buscas una cara en el público, la cara de Luisa, pero ella no está. Sigues buscándola entre la marea de rostros, aún a sabiendas de que ella no está allí.
Recuerdas que la conociste en aquel tugurio poco antes de tu primera gran pelea. Eras un muchacho entonces. Aún lo eres, al menos en el carné lo eres, pero antes también se te veía en la cara, en los ojos que miraban confiados. En aquel entonces ya tenías aquel recurrente sueño de la vez que tu madre te llevó a la iglesia y te quedaste dormido en el confesionario. No sabes si fue por la carga mística de tu nombre o por el olor a incienso, desinfectante y aceite para madera, pero en tus sueños veías un gigantesco ángel de alas negras y cara blanca, un ángel que tenía tu rostro, igualito pero más delicado, como de mujer. De alguna manera supiste que aquel ángel ibas a ser tú de grande, y lo encontraste misterioso y bello, pero malo. Aquel era uno de los otros, de los ángeles caídos, los malditos. Y entonces tu madre te encontró dormido en el confesionario y te sacó de la iglesia para darte una paliza. Decidiste no contarle nada, pero al cura sí que se lo contaste todo, y él te habló de los ángeles del Apocalipsis y te dijo que no tuvieras miedo, y te regaló un escapulario con la imagen de San Miguel Arcángel que siempre te acompañó hasta la noche después de la gran pelea. Y ahora vuelves a aquel recuerdo de la noche anterior, vuelves al perfume barato de Luisa que se te pega bailando una bachata, hueles el sudor que te corre por el pelo mientras ella se te arrima al cuerpo y te dice aquellas palabras que te hacen burbujear la sangre. Pero la alejas, porque al otro día es la pelea y Rafael te dijo que si resbalabas te podían temblar las piernas en el ring. Así que te alejas de Luisa pero le pides la dirección para pasarla buscando después. Total ganaste y esa noche lo hiciste con Luisa en el asiento de atrás de un coche prestado. Ella dijo que quería algo tuyo y tú le diste el escapulario como parte de una promesa de que se volverían a ver. Y así fue.
Sacudes la cabeza y despides hacia todos lados una mezcla de fluidos que son sangre y sudor a la vez, hervidos bajo la luz de aquellos reflectores, de aquellos flashes. El mundo a tu alrededor aparece y desaparece, se pone rojo, gris, blanco y negro. En los oídos te retumba un jadeo de perro, un silbido que te llega hasta el cerebro, que te inflama detrás de los ojos y hace que todo lo veas más rápido. Por un momento, tu oponente frente a ti parece multiplicarse, pero no te atreves a bajar la guardia. Luisa no está, eso es todo en lo que puedes pensar, pero decides seguir peleando. Las piernas te sostienen, tus rodillas parecen de piedra y las plantas de tus pies parecen haber echado raíces sobre el ring. Lanzas una combinación, castigando aquel rostro que se mantiene frente a ti. El otro se tambalea, gira, está cayendo al abismo pero sientes que te arrastra con él. Crees que la vida se te va en los puños que caen como la lluvia sobre el otro. Poco a poco la pared de ladrillos empieza a ceder, pero no te ha sido fácil esta vez. Sientes que te falta el aire, y que podrías caer cuando el árbitro inicia el conteo y el otro se levanta, esta vez en ocho. Ya no oyes los vítores del público. Tú solo