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Fábula de las calles de humo
Fábula de las calles de humo
Fábula de las calles de humo
Libro electrónico334 páginas5 horas

Fábula de las calles de humo

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Alberto es un ser solitario y desencantado a quien las circunstancias han empujado a tener que cuidar de su madre enferma, la cual ya no conoce y necesita de su hijo para alimentarse, para ir al baño, para mantener una precaria existencia. Alberto carece de amigos. La mala alimentación, el desorden, le han convertido en un ser obeso y anquilosado, carente de aficiones, de pasiones, tan sólo ver la televisión para no pensar. Su vida es un discurrir monótono hacia el abismo, y su única compañía son sus recuerdos, recuerdos de cuando estudiaba, de cuando todavía vislumbraba un atisbo de esperanza. Es alcohólico desde que terminó la Universidad tardíamente, con treinta años, cuando la sociedad le exigía hacer algo, trabajar, poner en práctica lo invertido. Pero entonces tuvo miedo y se decidió por la inacción. La idea de quedarse en casa con su madre le había parecido más sencilla. ¿Por qué luchar? ¿Para qué conseguir un trabajo? ¿Por qué perder el tiempo con todas esas cosas si podía comer manejando la pensión de su madre? Ya adentrándose en la madurez comprende que todo lo que ha hecho no le ha servido de nada. De pronto, su agónica aunque previsible existencia cambia: es acusado por desatender a su madre. Entonces, a la espera de juicio por desnutrirla, por no darle de beber, por no besarla, por no limpiarla, decide emprender una huida hacia si mismo, hacia su pasado, e inicia la furiosa búsqueda de aquellos que se habían cruzado en su vida, que habían sido sus amigos, de esas escasas mujeres que había besado; pero no para ser redimido, sino para intuir por qué ha llegado a esa situación carente de esperanzas. Esa búsqueda le llevará a deambular por el laberinto urbano de Vigo, viviendo situaciones imprevisibles, entrelazándose en historias que en un principio parecían vedadas, llevándole cada vez más y más cerca de su propio abismo.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento22 mar 2013
ISBN9788415700326
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    Fábula de las calles de humo - José Manuel García López

    uno.

    I

    Una esponja..., con sus cientos de agujeros, de cráteres blandos que penetran una circunferencia maleable, inundada por burbujas que resbalan por su superficie que ya ha tomado un tacto deslustrado por la palpitación del tiempo. Y esas burbujas que huelen a jabón sin olor, a efluvios inertes que se desvanecen en una habitación húmeda donde el aire no corre, en la que la luz comienza a ser algo inverosímil. Burbujas, pompas sin materia contra una piel mantecosa por el humo atroz del tiempo, por el golpeteo de los segundos contra un cuerpo que ya no puede recibir tal nombre. Antes se te podía calificar como bella, aunque tú siempre repudiases ese calificativo, mamá, como si estuvieses recubierta de una costra que rechazase los vocablos amables, pues eras recia como un sargento que no acepta halagos, ni siquiera los de su hijo.

    Toses y las burbujas que circundan tu cuerpo rechazan el aire ácido que exhalas. Hace mucho que ya no me miras, como si tus ojos plomizos se cegaran voluntariamente y sólo pudiesen reconocer lo que está detrás de ellos, los pensamientos anclados en una cabeza fea y de cara cubierta por el vello habitual de las mujeres mayores de raza mediterránea. Te envuelvo en una toalla, en una de las que solías comprar en Valença do Minho, muy cerca, sólo a cuarenta kilómetros, donde las tiendas de toallas desprenden un olor especial, como a muertos regurgitando; toallas que se desvanecen sobre sí mismas tras el primer lavado, o se convierten en piedra pómez que escarba en los poros, secando no sólo las burbujas, sino también el alma.

    Te levanto del banco de madera que hice instalar en la bañera para que tus piernas inmovilizadas pudiesen asentarse mientras dejo caer un chorro de agua templada por tus muslos blancos y sin carne, sin tendones, como si sólo quedase piel en ellos, una membrana macilenta de la que a veces, debo confesar, debo apartar la vista. Y nunca me acostumbro a la imagen inmensa de tu sexo, tan descuidado, tu sexo gris de filamentos gruesos, el vértice, el centro de gravedad sobre la que está asentada tu figura desprovista de ardor, llena de hielo y miseria. Trato de vestirte. Hoy tenemos invitados. Tienes invitados, pues las visitas son sólo para ti, aunque yo deba pronunciar tus palabras. ¿Por qué no te estás quieta? Nunca te acostumbras a que sea yo quien te enfunde estos ropajes pasados demoda. Prefieres que lo haga Ángela, a pesar de que nunca te ha arrumado con sus brazos como yo, ni te coloca tan limpita y peinada en el centro del salón, frente al espejo grande de bronce oxidado, sobre cuyo cristal manchado por las marcas del tiempo coloco las fotos de la familia que te quedas mirando, recreándote en esas caras arrasadas por la vida, como si realmente entendieras, como si conocieras, como si te acordaras. Aquel espejo mágico que le compraste a la vecina de abajo, a Aurorita, la que se fue a Argentina con su hija, las dos buscando sus raíces. Ni una carta desde entonces de ellas. Cosa fea. Tú bien lo avisabas, estás se mueren allí en la miseria, en ese maldito país donde sólo viven piqueteros, peronistas ladrones de pelo lacio y otra suerte de menesterosos. Nunca te gustó aquello, ese país inmenso, esa maldita trampa para desesperados. Lo cierto es que sólo estuviste allí cinco años, muy joven, «los cinco años más desperdiciados de tu vida», solías decirme, pero no soy capaz de seguir pensando, tu sexo misterioso me distrae. Cómo no va a hacerlo si es el de mi madre. No es agradable para un hijo. Tengo que cerrar los ojos para ponerte la ropa interior, casi la única que tienes, pero hace tiempo que eso ha dejado de tener importancia. Y pensar que antes te comprabas lencería fina porque querías que mi padre no se aburriese de tu cuerpo, que todavía extrajera savia de tus besos, y que no buscara mujerzuelas como los demás hombres de la familia. Pero no bastó. ¿Qué diablos significaba tu ropa interior frente a las piernas de Andrea, la enorme, la de la cojera ligera y la lánguida mirada? He oído que murió la semana pasada de cáncer invasivo de cuello uterino. Dicen que papá y ella nunca dejaron de escribirse, a pesar de la distancia y de que él hubiese decidido seguir el camino de esposo fiel que cuida a su mujer enferma con sacrificio. Y de esto ya han pasado cinco años, comolos que tú pasaste en Buenos Aires, maldita sea la coincidencia. Él se fue (nunca sabremos si voluntariamente), enfermo, triste, arrastrando su figura encorvada, dejándonos en esta casa grande de techos inmensos de la calle del Príncipe, solos, sin más referencias que nuestro estupor. Cuando nos abandonó todavía podías enfilartelas medias. Él nunca llegó a saber qué era esto que estoy viviendo. Ni siquiera en los cuatro meses que pasas en Madrid con tu hija logro serenarme y descansar. Tú bien conoces lo que me atormenta: la soledad, la lluvia de esta ciudad que cala el alma... ¿Recuerdas el año en el que no llovió ni una sola gota? Tú te echabas sal por detrás de la espalda para que los montes que el abuelo te dejó no ardieran y la madera se conservase..., madera de eucalipto, de un árbol que quita la vida de los demás con sus raíces que lo absorben todo. Como tú, a quién estoy anclado de por vida. Tú no tienes la culpa de haber plantado eucalipto en lugar de especies autóctonas. Te habían dejado una herencia disminuida, esas lobas de tus hermanas y del tío Enrique, que se lo llevaron todo, a pesar de que tú fuiste quien cuidó a los abuelos, no ese juguetas, ese maldito tío Enrique, quien poco después perdió su parte en las timbas. «Ese se juega la mujer, la casa y las hijas», decías que decía el abuelo. La mujer no, pues lo abandonó antes de que eso ocurriera, las hijas casi, y la casa sí. Si hubiese nacido en la India, ahora sería un yogui de esos a los que teme la gente por sus poderes, un santón de ojos hipnóticos que va pidiendo con su cuenco. Aquí no es más que un vulgar sintecho, sin misticismo que lo proteja, sin nada que ofrecer al mundo. Te alegraste cuando finalmente recibió su merecido, hace ya tanto. Se le bajaron los humos. Ahora no puede trabajar, y ni siquiera echar una mano de póker, pues para ambas cosas se necesitan las dos manos.

    (...)

    Eucalipto..., ¿qué ibas a hacer si no? Necesitabas, necesitábamos el dinero. ¿Ponerte a plantar robles? La madera del eucalipto es como los Bonos de Estado, rápida, barata, sin riesgo. Pero al final los montes ardieron y allí se quemó nuestro dinero.

    (...)

    No te muevas mientras te coloco el sujetador. Vaya asco. Ya eres una vieja inmunda que usa ropa interior color carne. La que yo te compro. Pensaba en comprarte otra mejor, pero para qué. ¿Por una mísera visita que recibes al año? No merece la pena.

    (...)

    Últimamente estás más nerviosa. ¿Es que intuyes quién te viene a visitar? Tus amigas Dina y Estela, las de siempre, sólo que ahora tienen la mirada más gris y la piel como de pergamino. Te pondré guapa. Un poco de maquillaje no te irá mal. Trataré de hacerlo como tú lo solías hacer, discretamente. Siempre te gustó resplandecer un poco por encima de las demás, pero de una forma casi imperceptible, como si a primera vista nadie se diese cuenta y tu atractivo quedase grabado en el subconsciente de los que te rodeaban. ¿Qué les dirás? Me temo que seré yo quien les hable por ti, pero no te preocupes, no diré nada que tú no me autorizases a decir. Yo seré tu voz, la misma voz que cuando estabas lúcida y gobernabas esta casa como quien gobierna una provincia. Ya estás lista. Llegarán de un momento a otro, apoyadas en sus bastones, Estela vestida de negro, siempre de luto riguroso aunque ya ni ella misma sepa quién diablos se le ha muerto, y Dina, con sus ojos aumentados por las hiperbólicas lentes de las mismas gafas que llevaba en los años sesenta; ojos de extraterreste, de la criatura con las formas más extrañas que jamás haya existido. De tus amigas fuiste la única que se casó. Ah, me olvidaba que Dina al final también cayó, pero como si no lo hubiera hecho. Las otras no pillaban novio ni que las matasen. A decir verdad eran mujeres muy feas, disculpa que hable así de tus amigas, pues las amigas son las amigas, pero permíteme que diga que la amistad entre hombres es un vínculo más fuerte. Las mujeres siempre se olvidan de sus amigas cuando aparece un hombre. Les da igual perderlas si eso supone que un hombre guapo se las quiera llevar muy lejos. Pero qué sabré de todas estas cosas. Estudié Económicas, no Psicología.

    (...)

    Dina y Estela sólo hacen su visita de rigor de dos veces al año. Me mostraré correcto pero nada más, no te vayas a pensar. No han sido ni buenas ni malas contigo. Nunca han mojado su fofo trasero por ti, pero quizás porque nunca ha habido ocasión de ello. Pero me temo que no lo harían. Nadie mueve el trasero a gusto por nadie. Si te digo la verdad, no sé por que diablos te limpio, te cambio la ropa cuando te orinas y te vislumbro las intimidades. Ah, ahora me acuerdo, porque un juez bajito me lo ordenó. Mi hermana y yo repartiríamos el tiempo entre ti. Ocho meses yo y cuatro ella. Me debió ver cara de hijo responsable, que encontraría trabajo pronto con su flamante licenciatura en Económicas. Además, Ángela no opuso resistencia. Incluso le parecieron demasiado los cuatro meses que se tendría que hacer cargo de ti. ¿Qué tal te lo pasas en la capital con ella? Su trabajo de funcionaria le permite tener las tardes libres para limpiarte y sacarte al balcón para que tomes el fresco, para que escuches los gritos de los asesinos mientras limpian sus cuchillos. Hay un eje Vigo-Madrid, y tú eres la dictadora absoluta. De buena se libró Ángela de que no la destinaran a Alcantarilla, Murcia, pues quedó la penúltima en el orden de prelación de los que superaron el proceso selectivo. Aunque quizás a ti te hubieran venido bien los vientos cálidos del Mediterráneo.

    A mi hermana no la satisfizo del todo la solución, ya que se había convertido en toda una señora con cargas familiares. Así, «cargas familiares» llamó el juez a esa hijita suya tan maleducada que asiste a clases de equitación. A veces se me pasan cosas raras por la cabeza, y me da risa vislumbrar a esa niñita tan linda con la cerviz destrozada por las patas de un pony. Como a la hija de Clark Gable en Lo que el viento se llevó. No me lo tengas en cuenta. A veces me porto mal. Perdona. Ya sabes, me da miedo que seas capaz de comprenderme (aunque no haya alzado la voz), que oigas el sonido de mis pensamientos.

    No te muevas, no vayas a cortarte con los azulejos rotos de ese baño de techos ennegrecidos por la humedad y la falta de dinero. Porque en esta casa no hay un duro. Maldita sea, nunca trabajaste, como si fueras la mujer del Sha de Persia. Aún así quisiste vivir en un piso modernista de la calle del Príncipe, uno de esos pisos elegantes pero de renta baja por viejos. Decías que nos lo podíamos permitir porque papá se ganaba bien la vida como agente inmobiliario, vamos, uno de esos que trata de colocar pisos baratos a parejas recién casadas de clase obrera que saben que les esperan veinte largos años de hipoteca. Pero a todo Sha Reza Palevi de Persia le llega su Jomeini en forma de despido por no alcanzar el mínimo de ventas y, sobre todo, por ser un tipo entrado en los cincuenta y enfermo. ¿Por qué te casaste con alguien tan mayor y tan melancólico? No es justo que un hijo tenga un padre que apenas puede subir las escaleras. Vaya burlas he tenido que soportar. Me hubiese gustado tener un padre atlético, un héroe del deporte, un luchador por el oro. Maldita casa, puta vivienda sin ascensor..., si hubiera habido, si os hubieseis rascado un poco más los bolsillos, por lo menos no hubiera tenido que soportar la visión de un padre agonizante haciendo penosos esfuerzos por subir unos peldaños para abrazarme. Además, vivir en una casa sin ascensor en un colegio de pago no se perdona. Todo acaba sabiéndose. Los niños son muy crueles. Nunca llegó el dinero para instalarlo. Ninguno de los tres vecinos del inmueble tenía suficiente, pero tenías razón, qué eran tres pisos para unas piernas jóvenes como las mías. Ningún inmueble de tres plantas tiene ascensor. Ahora somos los únicos que quedamos, los otros se han ido porque han aceptado la oferta de las multinacionales de ropa que quieren montar una de las tiendas de su cadena precisamente en esta casa, en una edificación que ya está dando su último estertor. Mejor irnos antes de que se venga abajo con nosotros dentro. Es lo que está pasando en este maldito barrio de edificios modernistas. Lo mismo que a ti. Te estás derrumbando, mamá. Aunque debo agradecerte que tu enfermedad me ha librado de ponerme a trabajar, mamá, sí mamá, me has escuchado bien... Trabajo, la maldita palabra, el concepto manido por el que te enfurecías cuando volvía borracho a casa cada día, las más de las veces en compañía de nadie, hablando con mis fantasmas, dos años después de licenciarme en Ciencias Económicas en esa cosa llamada Universidad de Vigo, pero tan alejada de Vigo, en un lugar que no tenía cabida en nuestros horizontes. Júpiter y más allá de las estrellas. Dos años de abatimiento y desesperanza, de madrugadas de alcohol arrumado por la brisa de la ría, oteando su resplandor nocturno que llegaba a mi cerebro como una cerveza de diez grados, de fantasías de muerte, de esperanzas de tener el valor de quitarse de en medio, de emprender el viaje hacia una muerte que semejaba liberadora, pero que parecía estar tan lejos, como si fuese un concepto ajeno, de otro tipo de existencia, algo vedado a los cobardes. Pero con el tiempo dejaste de tener fuerzas incluso para reprocharme mi vagancia, y ya no digamos para gritarme. Ahora era yo el que administraba el dinero de tu pensión de viudedad y la ayuda complementaria que percibías por invalidez. Cualquier cosa valía con tal de no ponerme a trabajar. Es que desde pequeño nunca me gustó ganarme las cosas por mí mismo. Como cuando le pedí a la prima Sara que me diera alguna de aquellas medallas tan bonitas que había ganado en los campeonatos de natación. «Las medallas hay que ganárselas. No es algo que se pueda regalar», me dijo. Yo, desde entonces, le tuve un odio infinito. Pensión, ayuda complementaria..., era generoso papá Estado con una mujer que no había trabajado en su vida, tan generoso como puedo serlo yo al lavarte las vergüenzas y al poner en la lavadora tus bragas manchadas, las bragas de mi propia madre.

    II

    —En fin, hay que tener paciencia y rezar mucho al Señor.

    Eso digho eu, que Nuestro Señor dea pacencia.

    —Me parece que vuestro Señor se ha quedado sordo.

    Estela y Dina se quedaron calladas. Se las notaba tensas, con las piernas adheridas a la alfombra descuidada en la que se veían, como islotes de sordidez, varias colillas que ni siquiera te habías dignado a recoger —cosa rara, pues apenas fumabas, uno de los pocos vicios que habías logrado controlar—. Te estremeció su mirada alucinada que a nada miraba, idéntica en ambas, como si fuesen la misma persona escindida en dos identidades: una gallego-parlante, mejor dicho, castrapeira que mezclaba las dos lenguas en una deformación risible, y otra que se esforzaba por hablar siempre en castellano, un castellano incorrectísimo sembrado, por un lado, de galleguismos, de intrusos de provenientes de otra lengua, y por otro de palabras castellanísimas pero que su garganta sonaban deformadas por la ignorancia.

    No me digas que no pensaste «sucias piltrafas humanas, fuera de mi casa. ¿Cómo os atrevéis a perturbar la tranquilidad de mi hogar con vuestra visita bianual?». Las palabras pesadas que lastraban tu mente se intuían en tus ojos dominados por el color rojo de la furia, pero ellas no querían mirarte a los ojos y siempre tenían la vista fija en el suelo, humillándose en un gesto aprendido en una educación bárbara de hambre y palos.

    Torciste la cabeza, Alberto, y observaste los vasos de jerez vacíos que descansaban sobre la mesa, como cansados, incapaces de alzarse de nuevo para ser llenados por el líquido de una botella de etiqueta descolorida y salpicada de puntos marrones sólidos como el acero, adheridos tras años de escondite en lo más recóndito de un triste mueble bar exangüe.

    Volviste a decir: «Me parece que vuestro Señor se ha quedado sordo». Pero eran palabras que no entendían, vocablos demasiado complicados pronunciados por tu boca grabada por el sabor de un jerez que parecía vinagre durante esa velada extenuada que se repetía todos los años.

    —¿Y qué tal te va la vida, Alberto?

    No te fijaste en quién de las dos te inquirió de esa manera. Tanto daba. Inmediatamente hilvanaste una respuesta segadora que las desarmase para que te dejasen en paz y quién sabe si quizás para que cortasen el ciclo de visitas bianuales tan lastimosas que casi parecía inverosímil que una visita fuese tan lastimosa y sórdida como la de aquellas dos viejas que jamás moverían el culo por tu madre y que decían cosas tan evidentes que pensabas que nadie podría sobrevivir en un mundo como el que te había tocado vivir (país-desarrollado-octavo-puesto-en-índice-de-industrialización-escaso-descontento-social-reducción-cada-vez-más-acentuada-del-paro) diciendo cosas tan evidentes, y esperabas que su carne se empezase a pudrir por sólo las evidencias que expresaban, evidencias tan sucias que hasta a ti te daban asco, a ti, el limpiador de la mierda del culo de su madre, el que había dejado de emborracharse todos los días para hacerlo día sí y día no, sólo por una cuestión puramente monetaria, que si no ya verían de qué pasta estabas hecho esas momias, demostrándoles lo que es un bebedor. Y las viejas no se iban, no se levantaban de su asiento que ya parecía estar incrustado a sus culos de morsa, pese a tus miradas de sangre, y su respiración entrecortada de anciano moribundo que ansía que lo dejen disfrutar del otro mundo y que te daba esperanzas. Y siguieron, continuaron, prosiguieron enclavadas en su asiento, sin mover un músculo, como si el único maldito día del año que visitaban a tu madre fuese de su propiedad, todo para ellas, escupiéndote lentamente su tiempo en tu cara, como si fuera pedazos de mierda de un comemierda estupefacto que los expulsa al darse cuenta de lo que está realmente masticando.

    Tu madre no contaba. No era más que un convidado de piedra. Con la cabeza ladeada y con un cuerpo que de cuando en cuando era sacudido por unos espasmos airados, semejaba la escultura de un artista loco, el producto inverosímil de una mente enferma. La miraste. Creíste que te miraba con sus ojos entornados que a nada veían. Supusiste que a ella tampoco le gustaba la compañía. Le dio otro espasmo y comenzó a revolverse nerviosamente, todo lo nerviosamente que puede hacerlo una persona con el sistema nervioso hecho añicos. Las mujeres de piernas enclavadas al suelo, emitieron una sonrisa agitada, la misma en ambas, la única que podía mostrar ese mismo ser escindido en dos cuerpos carcomidos por la vejez. Dijiste que lo mejor sería que se fueran. Ellas siguieron ahí, impasibles. Finalmente, Dina se ofreció para ayudar mientras tú secabas los hilos de baba que caían a tu fardo-madre por las comisuras agrietadas. Sí, dijo querer brindarte su ayuda pero tan sólo movió sus músculos oculares para verlo todo más claro, para tomar un mejor asiento en el espectáculo de la muerte. Quizá estuviese pensando en la suya propia, una muerte que no estaría tan lejos a tenor del color mortecino y las pústulas rosadas de su cara, una cara en la que bastaría una caricia para hacerla jirones. Recordaste las visitas de tu madre al hospital para ver al marido de Dina, quien agonizaba en la planta de los enfermos del riñón. Y siempre la figura de Dina allí sentada como una estatua en el extraño asiento incómodo de las habitaciones de los hospitales colocado para que las visitas reposen su trasero, a su lado pero sin estarlo, sin una brizna de afecto en su mirada, como permaneciendo cerca de él sólo porque era el hombre con el que estaba casada, no porque hubiese sido su compañero de los últimos treinta y cinco años. Pobre tipo..., pobre tipo propietario de pie diabético que tuvo que finalmente ser serrado porque si no se les moría anticipadamente, antes de que sus riñones dejasen de funcionar, de una enfermedad anexa. Un hombre comilón que a pesar de que se lo tenían prohibido se las apañaba para que una enfermera sobornada le trajese un bistecito y un cafetito aunque sólo le estuviese permitido comer hierba y yogures insípidos Clesa, los yogures de hospital, los de la vaca que esboza una sonrisa de cartón, de caricatura, de dibujo animado que llena de alegría las mejillas de los niños de piel blanca enfermos de leucemia. Pero la cirugía masiva no funcionó. Sí, Armando se murió de pie diabético, no dándole tiempo a morirse de lo que tenía que morir, de insuficiencia renal. Cómo olvidar el recuerdo de su mujer ufana mostrando sin mostrar una sombra de aflicción, sin derramar una lágrima, quién sabe si deseosa de que el óbito se produjese, hastiada de una vida de luto sin que se le hubiese muerto nadie.

    Y después de recordar, arrastraste la silla de tú mamá hacia su cuarto y, harto de los silencios sonoros que provocan sus palabras huecas, te llevaste a empujones a Dina y Estela hacia la puerta, diciéndoles que volviesen cuando quisiesen, y entonces ellas giraron sus cuerpos rígidos como el bronce y bajaron con dificultades las escaleras ennegrecidas —paraíso masoquista para el alérgico al polvo—, después de que en cinco años nadie las limpiase. Actividad inútil de la cual se encargaba antes tu madre.

    Y otra vez a solas con ella, un nuevo instante para la reflexión tras una nueva batalla perdida entre las mil guerras que habías tenido que librar. Otra vez el acto de desnudarla, que aún se resistía a ser aséptico. Primero la falda, y luego el sostén y lo demás, para pasar al noble deporte de vestirle su camisón y finalmente tumbarla en su cama, sin ese beso de buenas noches que aún a veces tenías la tentación de recuperar. Recuperar un beso..., como quien encuentra un calcetín perdido debajo de la lavadora, un calcetín extraviado hace diez años y cubierto de tiempo... No debías besarla y lo sabías. ¿A qué sabían los besos cubiertos de tiempo y polvo?

    Y tras la jornada un poco de tele, pues no conocías otras aficiones: hacía mucho que habías dejado de practicar algún deporte, incluso de leer libros raros, que tanto te gustaba... Solo la tele, como único entretenimiento a quién ya nada puede entretenerle.

    Y para cenar lo que hubiese, una de esas latas de pote gallego envasado al vacío, o de unos grelos tan minúsculos que necesitarías lupa para velos. Siempre habías gustado de la comida tradicional. Para tu madre, buena era la comida sintética que había en esos botes tan malolientes, si es que quedaba alguno.

    En los momentos en los que le ponías la cuchara en la boca era cuando vislumbrabas aquello que te habían dicho los médicos: que tu madre no estaba exactamente en estado vegetativo. Padecía una enfermedad neuronal, pero percibía, aunque no lo pareciese, percibía algo, y protestaba por la comida o cuando no se sentía cómoda. Pero esa noche la habías mandado a la cama sin cenar —porque no tenías nada adecuado para ella—, como lo solía hacer ella cuando te portabas mal siendo un niño, cuando quemabas papeles en una papelera de metal en los pocos momentos en los que te quedabas solo, cuando ella y tu padre se iban los domingos a pasar el día a una de esas playas urbanas de Vigo, sólo a pasear, no a tomar un refresco o una cerveza, no, sólo a dar paseos esquivando los balones de baloncesto que caían en el paseo desde las canchas con canastas en las que estaban impresas las letras «Por un Vigo Millor», producto puro de un post desarrollismo de un peculiar alcalde y de un concejal que no dudaron en sembrar la ciudad de pintorescas construcciones en forma de cilindro en cuyo interior se albergaba un retrete de pago, que tras su primera semana funcionando se habían convertido en lugares en los que los drogadictos se ponían su inyección tras haber insertado en la ranura de la puerta del habitáculo los consiguientes cinco duros que costaba la meada o la cagada o el vómito. Ahora servían tan solo para fijar carteles de actuaciones de grupos radicales que malvivían con lo que sacaban de sórdidos y humeantes conciertos. Pero qué sabían ellos. ¿Es que ignoraban que los niños se sienten fascinados por el fuego? No había nada de malo en ello.

    Cenaste y viste la tele, como habías hecho siempre, y te fuiste a la cama, sospechando que esa noche te iba a costar pegar ojo, ya que en cierto modo se había roto la rutina con la visita de aquellas dos (aunque su visita también fuese rutinaria, anual o bianual, ya no te acordabas), y los cambios de rutina, chico, te dejaban perplejo, sumergido en el mar de dudas que tú solito te habías creado, llenando el agujero gota a gota, con los segundos extraídos de tu vida.

    En tu habitación le diste una ojeada (no leíste, pues eso se había acabado hace mucho) a lo de siempre, a los libros viejos nunca leídos, o leídos hace mucho tiempo, lo cual es lo mismo, pues los libros se olvidan y hay que volver a leerlos, como las revistas que descansaban en el parqué crujiente que hay debajo de tu cama, manchadas de ti, revistas que tuviste que ocultar cuando María vino a tu casa, no fuera a ser el demonio que se le cayese un pendiente y al recogerlo su mirada se topase con lo que allí abajo alojabas. Pero eso no ocurrió y recuerdas esa noche de hace tanto tiempo como un triunfo, tu único triunfo en cinco años. Pero no le debió gustar a la muchacha, que no quiso repetir, quizá por culpa de los estertores de tu madre que llegaban desde justo el otro lado de la pared, desde un universo cansado pero que se resistía a desaparecer. Eso era lo que tu madre parecía decirte desde lo más profundo de sus ojos que ya habían tomado un tono blanquecino. «Mátame. Hazme desaparecer. Termina con mi suplicio». Pero no estás

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