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Jesús en los infiernos
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Libro electrónico301 páginas4 horas

Jesús en los infiernos

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Delincuencia, drogadicción, asesinos y ladrones es lo que espera a nuestro protagonista, Jesús, en su periplo por la Barcelona más oscura en un intento por encontrar a Pedro, su cuñado, el único capaz de explicarle por qué su esposa ha sido asesinada. Un viaje pesadillesco al corazón del crimen de la mano de uno de sus mayores exponentes literarios: Andreu Martín.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 jul 2021
ISBN9788726962024

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    Jesús en los infiernos - Andreu Martín

    Jesús en los infiernos

    Copyright © 1990, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726962024

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Este libro está dedicado, con toda mi gratitud, a Pere Corts, que me ayudó a recordar días de mi infancia pasados en el campo, y a todos aquellos que, de una manera u otra, han servido de Virgilios en nuestro Infierno más inmediato: Oriol Nel-lo, Joaquín Roglán, Luis Martínez, Pere Novella, Jaume Roca.

    CAPÍTULO I

    PEDRO SEBASTIÁN — 1

    ... de un tiempo a esta parte, cuando te encuentras un bolígrafo en la mano y un papel a tu alcance, dibujas espirales.

    Emprendes una curva amplia y generosa, dentro de la cual penetra la línea, cerrándose en sí misma y enroscándose una vez y otra y otra, hasta llegar al centro donde queda atrapado el punto insignificante y definitivo, ahogado en su trampa claustrofóbica. O bien, nace la espiral en ese punto medio que, girando como una peonza, crece, se expande y crea a su alrededor el torbellino delirante que termina por apabullarlo.

    Es la representación del fin de tu vida.

    Una larga, interminable y satisfactoria cagada. Una cagada de esas que te dejan el cuerpo descansado. Ahora puedes contemplar tus propios excrementos con ternura de creador genial, y ya no queda más que tirar de la cadena. La espiral infinita y abismal es el remolino del agua del váter, que se lo lleva todo a las cloacas. Se lo lleva todo, se te lleva incluso a ti mismo, que te encuentras girando de forma enloquecida, arrastrado a la caída inevitable.

    Sin embargo, no puedes caer, porque estás sentado en el suelo. Tienes la espalda apoyada en las piernas de una mujer medio desnuda, y estás sentado en el suelo, y nadie puede caer más abajo del suelo. ¿O quizás sí? Bueno, el caso es que, aunque te estés muy quieto, sientes el escalofrío de la caída agarrado a tu pescuezo. Un vértigo de sudor frío que te congela la médula de los huesos.

    Claro que no es la primera vez que te ocurre, claro que no, no es nada nuevo. A eso se le llama ir completamente ciego. Ciego, mudo, sordo, paralizado en un rincón de una habitación demasiado pequeña, demasiado llena de humo. El papel de las paredes es un campo de color azul eléctrico, donde bailotean pajaritas blancas y grises. La atmósfera es irrespirable, resultado del vaho que exhalan las personas que te rodean, mezcla de sudor y eructos de exceso alcohólico. Frente a ti, se retuerce y ríe la Bugui porque Mundo le hace cosquillas. Como sigan así, acabará tirándosela ahí mismo. De forma que la mujer medio desnuda en la que te estás apoyando debe de ser Doris. El Rollo os mira boquiabierto, con la lengua fuera, como un chucho estúpido. Las risas de la Bugui te ciñen la cabeza, te paralizan el cuerpo, los pensamientos y los sentimientos.

    Te has convertido en árbol. Un ser vivo que no puede moverse ni expresar nada de lo que siente. Un tronco de apariencia impasible que, no obstante, sangra cuando lo hieren.

    Este es el infierno reservado a los suicidas y los derrochadores (¿derrochador?, la virgen, más de cinco millones de pelas gastados en quince días, ¡si eso no es ser derrochador! ¿Y para qué sirve el dinero, si no para gastarlo?). Lo dice La Divina Comedia. Fuimos hombres y somos plantas, «Uomini fummo e or siam fatti sterpi». Te has convertido en árbol. No puedes moverte, aunque tienes conciencia de vida. Te ahogas. Te ahoga tu propio cuerpo inamovible. Te desazona la asfixiante necesidad de moverte. Y haces el supremo esfuerzo («¿pero qué te pasa?», dice alguien cerca de ti, tal vez Doris) y descubres que la parálisis absoluta, la caída estrepitosa y el movimiento mesurado se combinan perfectamente en tu intención. El árbol se mueve, para gran sorpresa de todos.

    —¿Dónde vas?

    —¿Pero qué haces?

    —Jodó, cómo va este hoy.

    —Cuidao, hombre, que te caes...

    —¡Cuidado!

    Te ríes, porque es una caída bien tonta. Pones la mano por delante para ahorrarte el morrón, pero no sirve de nada, porque el suelo, o la pared, o el mueble, siempre se encuentran más allá de donde calculas, y eso hace prácticamente imposible avanzar en línea recta y en posición vertical.

    Te abres paso por un bosque denso y salvaje, sin caminos ni señales indicadoras, y comprendes por qué alguien dijo que la ciudad era una jungla de asfalto. ¿De asfalto? De gente. Esta habitación está llena de gente, la gente son los árboles, los zarzales que se enganchan a tu ropa, las raíces donde tropiezan tus pies. Las ramas no son ramas, son otros brazos que te agarran para que no te caigas.

    —¿Dónde vas, ahora? ¿Dónde quieres ir? —Te hablan como si fueras un viejo pelmazo que no sabe estarse quieto.

    Eres incapaz de moverte (a pesar de que te estás moviendo, misterios de la naturaleza). Te gustaría ser incapaz de moverte. Solo te ves con ánimo de permanecer quieto en un rincón, como un vegetal, esperando que te riegue algún alma caritativa. Un trago de vodka, un chute de jaco, una esnifadita de coca. Una meada de perro. Te han transformado en árbol y debes quedarte muy quieto, y más vale que nadie te toque, que no te rompan ninguna rama antes de que llegue la poda. Eso es lo que te gustaría. Pero no puede ser.

    No puedes hacer nada más que avanzar hacia el teléfono, porque se te acaba de ocurrir algo y tienes que hacerlo antes de que se te olvide. Las tres cacatúas, las brujas transformadas en pajarracos de mal agüero, graznan a tu paso, a tu espalda («¿pero dónde vas, qué quieres hacer ahora?», repiten), se ríen, se ríen de ti intercambiando miradas sarcásticas, «mira qué hace, míralo, mira qué hace», gritos, graznidos, carcajadas que parecen gimoteos. Carcajadas que parecen ladridos de perras negras que te persiguen para devorarte.

    Pero el miedo solo está en tus ojos y en algún rincón de tu cerebro. Cualquiera que te viera diría que te lo estás pasando divinamente. Semblante angelical, párpados pesados de soñador, baba en la barbilla, «a ver con qué nos sale, ahora, el Checo, que este es capaz de vomitarme encima, como el otro día», avanzas hacia el teléfono lejano porque te has acordado de tu cuñado. «Cagondié, si no le he dicho nada.» Te ha asaltado la necesidad de darle la noticia, tienes que decírselo ahora mismo. Y riendo llegas hasta la mesita, flotando sobre el remolino, entre la mierda y el agua que todo lo limpia. Y alguien te pregunta: «¿pero qué estás haciendo?», qué panda de hijoputas.

    —Tengo que telefonear.

    —¿A estas horas?

    —¿A quién?

    —A mi cuñado.

    —¿Y no puedes esperar a mañana?

    —No.

    —Tu cuñado se va a cagar en la madre que te parió.

    «Mañana podría ser demasiado tarde. Mañana podría estar muerto.»

    Descuelgas el auricular y haces el esfuerzo de rememorar el número. El prefijo de Lleida arrastra el recuerdo. Eres (eras) un buen contable. Tienes (tenías) buena cabeza para los números.

    Aguardas, enturbiado por el alcohol, apabullado por la coca, deprimido por los recuerdos de una vida que ya no existe, que ha desaparecido por la alcantarilla sin dejar tras de sí ni siquiera un rastro maloliente.

    —¡Jesús! —gritas—. ¡Eh, que soy tu cuñado Pedro!

    —¿Pedro? —exclama Doris, muy sorprendida.

    * * *

    De pronto, un chillido en la noche. Que no es un chillido de persona, que es el teléfono, pero en este pueblo donde nunca pasa nada el teléfono de las cuatro de la madrugada resulta tan escandaloso como un chillido de mujer apuñalada.

    —Cooollons —rezonga Jesús, ronco.

    —Jesús —dice Gracieta, preocupada por el qué dirán los vecinos del otro lado de la calle, del otro extremo del pueblo—. ¿Quién será? Baja a ver quién es, Jesús. —El nombre de su marido suena como una interjección.

    ¿Y por qué no baja ella, si tantas ganas tiene de saber quién llama? Respuesta: porque esto es una emergencia y las emergencias deben resolverlas los hombres. La madre que los parió a todos, quiere decir el brusco tirón con que Jesús se saca de encima la sábana. Hace mucho frío. Jesús se pone el jersey de lana sobre el pijama y sale del dormitorio, descalzo, procurando que no se desvanezca del todo el sueño que le domina. Si se desvela, ya no podrá pegar ojo el resto de la nohe. El teléfono sigue chillando, y acabará por despertar a los críos, pero Jesús no tiene ninguna intención de correr. Nunca ha perdido el culo por nadie, ni siquiera cuando hacía la mili, y no permitirá ahora que lo manipule una máquina ruidosa e impertinente.

    Tiene que meterse en esa especie de cabina pública que construyeron en un rincón del comedor. El suyo es el único teléfono de Senillás, un servicio público que convoca constantemente a uno u otro vecino. Se anuncian desde abajo, desde la era, «què es pot pujar?», con el sonsonete y el acento característicos de la comarca. «¿Qué se puede subir?», «puja, puja», «¿qué podría telefonear?». Se vieron obligados a instalar un contador para cobrar las conferencias. Incluso ha habido sinvergüenzas que se han atrevido a escribir números en la pared. Solo falta que escriban porquerías, o que dibujen pollas y coños peludos. La madre que los parió. ¿Quién será a estas horas? Jesús se aclara la garganta como avergonzado de que le sorprendan durmiendo a las cuatro de la madrugada.

    —¡Quién es! —exclama.

    —¡Jesús! —replica una voz de hombre muy feliz. Un hombre que ríe, que se ahoga de exceso de carcajadas, borracho como una cuba—: ¡Eh, que soy tu cuñado Pedro!

    —¿Pedro? —se sorprende una cercana voz de mujer.

    ¿Pedro?

    Sí, el marido de Carmen se llama Pedro. Y la voz resulta conocida.

    —Ah, Pedro... —¿Qué le vas a decir? ¿Y qué significan las risotadas que se oyen, tanta jarana?—. ¿Dónde estás?

    —¿Dónde voy a estar? En Barcelona.

    —¿Y qué pasa?

    —Que he pensado que tenía que llamarte, que se me olvidó cuando tocaba y he pensado que igual te gustaría saberlo...

    Gracieta ha bajado, envuelta en el albornoz, y le mira con espanto. Jesús trata de expresar por gestos «no sé qué quiere, ahora, este, no sé qué pasa, a ver qué dice, está borracho».

    —¿Qué coño te pasa, Pedro? ¿Qué quieres decirme?

    —Que el mes pasado se murió tu hermana, la Carmen. Sí, como lo oyes, tuvo un ataque y palmó.

    * * *

    Risas, y alguien que dice «¡Será burro!», carcajadas groseras, y tintineo de vasos, y música de fondo.

    Y la seguridad de que es cierto lo que le acaban de decir. Carmen ha muerto. Un presentimiento, un «ay» que llega de muy adentro.

    —¿Qué pasa, Jesús? —dice Gracieta, con un susurro cargado de angustia, susurro que no es grito para no despertar a los niños.

    Cómo explicar lo que pasa cuando lo que pasa es tan absurdo y cuando la indignación le arruga el corazón y la mala leche pide una blasfemia para calmarse.

    —¿Qué dices? —tartamudea, dirigiéndose al aparato, atenazado por unas estúpidas ganas de llorar—. ¿Qué dices? —levanta la voz.

    —¿Qué pasa? —insiste Gracieta.

    Al otro extremo del hilo, en Barcelona, han colgado.

    Resulta muy difícil hacerle entender a Gracieta que deberá esperar un rato para saber lo que ocurre. Es muy difícil hacerle creer que no pasa nada.

    —¿Pero quién era?

    —Nada, un gamberro.

    Regresan arriba, a la habitación. Ángel, el pequeño, llama a su madre y dice que tiene sed. Gracieta baja otra vez y le sube un vaso de agua. Vuelve al lado de Jesús, intimidada por su gesto tenebroso, que permanece despierto y alerta cuando apagan la luz.

    Resulta muy difícil explicarle a Gracieta, unas horas después, cuando ha salido el sol, que Carmen está muerta, que está convencido de ello.

    —Pero no digas tonterías, hombre, Jesús, qué cosas tienes, qué cosas dices.

    Resulta muy difícil transmitirle el convencimiento de que Pedro ha matado a Carmen y que, después, ha sentido la necesidad de vanagloriarse llamándolo. «Que he pensado que tenía que llamarte, que se me olvidó cuando tocaba y he pensado que igual te gustaría saberlo, que el mes pasado se murió tu hermana. Sí, como lo oyes, tuvo un ataque y palmó», y las carcajadas, y la juerga, y la exclamación «¡Será burro!» para acabar de redondear la perversión de la llamada. Qué difícil es.

    —Pero no puede ser, hombre, Jesús, qué cosas se te ocurren, ¿cómo quieres que Pedro haya hecho daño a tu hermana, hombre, tanto como la quiere, si son un matrimonio tan bien avenido...

    —¡Pues se la ha cargado, es un hijoputa que se la ha cargado!

    —¿Pero qué dices, hombre, Jesús? ¿Qué te pasa? Si el Pedro es muy amigo tuyo. Si es un pedazo de pan...

    —¿Pues por qué ha llamado? ¿Por qué me ha dicho eso?

    —No sería él.

    —¡Sí que era él!

    —... Una broma...

    —¡No era una broma! ¡Era el hijoputa de Pedro y Carmen está muerta!

    A las seis y media de la mañana no puede esperar más y llama al número de su hermana, marcando antes el prefijo 93 de Barcelona.

    —Pero, hombre, que no son horas, que los vas a despertar... —dice Gracieta.

    —Ya es hora de levantarse —rezonga él.

    —Pero, hombre, Jesús, que hoy es domingo...

    —No contestan.

    —Habrán ido a pasar el fin de semana al apartamento de Canet.

    Se despiertan los chicos y hay que dejar las tribulaciones para más tarde. La peripecia de vestirlos, y peinarlos, y prepararles el desayuno. Están muy excitados porque hoy es domingo y sube el capellán de Sant Martí con su mobilette desvencijada y tendrán ocasión de ayudar en misa, que siempre les hace ilusión. También es posible que se les haya contagiado el contenido malestar de los padres y por eso estén deseando salir de casa.

    Suena la campana de la torre románica de la iglesia, y los chicos salen corriendo, vestidos de domingo, por el callejón en dirección a la plaza de la Iglesia. Harán de monaguillos y después tal vez enganchen una ristra de latas de conserva a la moto del capellán, y no volverán a casa hasta mediodía, sucios, despeinados y felices.

    Jesús mira por la ventana a Gracieta que, en la era, da de comer a los conejos.

    Vuelve a llamar a casa de su hermana. No responde nadie. Recurre al Servicio de Información Telefónica de Barcelona, 9303.

    —¿Está segura de que el número está bien, señorita, que no lo han cambiado ni está estropeado?

    —Seguro. ¿No se lo estoy diciendo?

    Gracieta da de comer a las gallinas. Va de un lado a otro de la era echando puñados de grano y diciendo «titas, titas». Jesús remolonea a su alrededor, huraño, con las manos en los bolsillos.

    —¿No decías que hoy querías podar los olivos? —le sugiere Gracieta, para intentar distraerlo un poco. Y, un poco más tarde, fastidiada al fin—: Si estás tan nervioso y tan seguro, ¿por qué no llamas a los civiles?

    Collons, a los civiles, joder. ¿Y qué quieres que les digamos a los civiles? ¿Que nos han avisado de que mi hermana está muerta? ¿Y qué quieres que hagan ellos?

    —Como dices que estás tan convencido de que Pedro la ha matado —no puede evitar el retintín.

    Jesús vuelve a casa, al piso de arriba, y se frota las manos y mira al teléfono con ganas de que suene otra vez. Si volviera a llamar Pedro... Si pudiera telefonear a algún vecino de Carmen... Se le hace insoportable la idea de que Carmen haya muerto. Y el hijoputa de Pedro se lo dice riendo, borracho perdido, en plan de guasa. Risas de mujeres, tintineo de vasos. «Que el mes pasado se murió tu hermana...», ¿pero cuándo del mes pasado? ¿A finales de mes, hace seis o siete días? ¿A primeros de mes? ¿Es posible que haga treinta días que Carmen está muerta y él, Jesús, no lo haya sabido, no lo haya presentido en la piel?

    ¿A quién puede telefonear para comprobarlo?

    A nadie.

    Tendría que ir él a Barcelona, si quiere aclarar las cosas.

    Qué tontería. Seguro que todo es una broma. Aquel no era Pedro. Pedro quería mucho a Carmen (¿la quería? ¿Quiere eso decir que ya no la quiere?). Pedro nunca habría cometido una burrada como aquella.

    ¿No?

    Jesús está irritado todo el día. Abronca a los chicos porque llegan tarde a comer, deja la sopa porque no le gusta, deja la carne porque está demasiado hecha.

    En la televisión, dicen que disminuye la delincuencia en el país. El pasado mes de febrero solo se produjeron ocho mil ciento setenta y siete atracos. Solo fueron robados diez mil seiscientos veinticinco vehículos. Solo murieron cincuenta y seis personas por sobredosis de drogas. La Fiscalía de Barcelona asegura que, el año pasado, los homicidios y las violaciones aumentaron en un 30 por ciento, mientras que el Gobierno Civil de Barcelona defiende que, en la misma época, los homicidios disminuyeron en un 36 por ciento y las violaciones, en un 7 por ciento. Las imágenes que ilustran el reportaje muestran calles de la Barcelona preolímpica vigiladas por parejas de policía urbana o coches de la policía nacional. Dos agentes piden la documentación a un hombre de aspecto marroquí. La cámara sorprende a dos negros que miran de reojo al espectador.

    Jesús se levanta repentinamente de la mesa y sube al dormitorio para hacer la siesta y pensar en Carmen.

    —No le des más vueltas, Jesús. Estarán en el apartamento de Canet. Llegarán esta misma noche. Mañana podrás hablar con Carmen.

    —Déjame en paz, ¿quieres?

    Esa misma noche nadie responde en casa de Carmen. Jesús no puede dormir. Piensa.

    * * *

    El lunes, temprano, Jesús telefonea al piso de su hermana antes de ir a podar los olivos. Nadie contesta. Ahora sí que no hay duda. Hoy es lunes, hoy tendrían que estar en casa, hoy no hay excusa para que no respondan.

    Los chicos, preparados para ir a la escuela, le observan desde la oscuridad de un rincón, evidenciando un miedo que a Jesús le resulta desconcertante.

    Cuando vuelve a casa, este mediodía, llama otra vez y tampoco le responden, y cuelga el auricular con tanta fuerza que casi lo arranca de la pared. Pega un puntapié a una silla, que sale dando tumbos, y de buena gana le soltaría un tortazo a Gracieta, asustada y estúpida, y le vienen ganas de narcotizarse con coñac. No come, y se niega a comunicarse en este momento en que la ausencia de los críos les permitiría un poco de intimidad. Muy al contrario, huye, sube a fingir una siesta imposible. Y, cuando su mujer está a punto de subir a ofrecerle compañía, a preguntarle qué le ocurre, él ya baja otra vez, precipitadamente, impulsado por una nueva idea.

    —Espera —dice, agarrando a Gracieta del brazo—. Ven.

    La arrastra hasta la cabina telefónica del comedor. Marca un número. Cuando alguien contesta, habla en castellano exagerando, con acento pueblerino, su humildad de campesino ignorante.

    —¿Señorita? Quiero hablar con algún vecino de la calle Consejo de Ciento, número sesenta y cuatro. —Le preguntan con qué vecino—. Con cualquiera. Mire: es que mi hermana vive allí, en esta dirección, ¿sabe? —Le preguntan cómo se llama su hermana. Él se impacienta, no le gusta que le interrumpan—. No, tanto le hace el nombre de mi hermana. Yo la estoy llamando y ella no contesta, de manera que querría hablar con... —Le interrumpen otra vez. No le pueden proporcionar un número si él no les dice antes el nombre del abonado—. Pero es que no sé cómo se llaman los vecinos de la escalera de mi hermana...

    Entonces, la telefonista lo lamenta mucho y corta la comunicación.

    —¡La mare que la va parir!

    Con dedos febriles, Jesús vuelve a marcar cifras en el aparato. Gracieta se asusta ante tanta furia.

    —¿Pero qué haces, Jesús?

    —¡Chsssst! —la hace callar. Alguien ha respondido al otro lado del hilo. Vuelve a exagerar su acento de payés analfabeto—. ¿Qué me puede dar el número de teléfono de los señores García, de Barcelona? —Gracieta teme que se esté volviendo loco. La telefonista, sin duda, le contesta como si estuviera loco—. Son mis suegros. —Habla como lo haría su abuela, que jamás habló por teléfono—. Acabamos de tener un niño, ¿sabe?, y se lo quiero decir. —La telefonista le está preguntando a Jesús si sabe dónde viven, estos García—. ¿Que dónde viven? En Barcelona viven, ¿dónde quiere que vivan? —«Pero en qué lugar de Barcelona —le pregunta la telefonista cargada de paciencia—. Barcelona es muy grande, ¿sabe usted?, y hay muchísimos Garcías en Barcelona, prácticamente hay un García por edificio.» (Precisamente con eso cuenta Jesús)—. Ah, ¿que dónde de Barcelona? Ah, sí. Espérese un momento. — Deja transcurrir unos segundos, finge que lo piensa o lo consulta. Mira a Gracieta y le susurra—: Si no funciona con los García, después lo intentarás tú con los Pérez, o con los Fernández. Tiene que haber alguno en la escalera de Carmen —y al aparato—: Consejo de Ciento, número sesenta y cuatro.

    —No hay ninguna familia García en esa dirección —comunica la telefonista, al cabo de una pausa—. Lo siento mucho.

    —¿Ni de segundo apellido tampoco? —se desespera Jesús.

    —Lo siento —repite la funcionaria. Y cuelga.

    —La puta que l’ha parit!

    Ahora le toca intentarlo a Gracieta, que solo accede para no contrariar a su marido. Nunca lo había visto en un estado parecido. Pide el número telefónico de unos imaginarios señores Pérez, que supuestamente viven en el número sesenta y cuatro de la calle Consejo de Ciento. Debe de haber miles de Pérez en Barcelona. Hay muchas posibilidades de que una familia Pérez sea vecina de Carmen, pero no hay suerte.

    —No vive ninguna familia Pérez en esa dirección.

    —Ah, bueno, perdone —dice Gracieta.

    —¡Pero insiste! —grita Jesús—. ¡Insiste, collons, insiste!

    —Jesús...

    —¡Jesús, qué! ¡Jesús, qué! —estalla él, frenético—. ¡Jesús, qué! ¡¿Pero es que no te das cuenta de lo que pasa?! ¡Me han dicho que Carmeta está muerta!

    —¿Pero quién te lo ha dicho? —se exclama ella, suplicándole un poco de sensatez—. ¿Quién te lo ha dicho, Jesús?

    —¡El hijoputa de Pedro, me lo ha dicho!

    —¡No podía ser Pedro...!

    La interrumpe con un gesto violento de la mano, amago de tortazo, y con una ojeada encendida de lágrimas y sangre.

    Y se acabó lo que se daba. Regresa a las escaleras, las sube ruidosamente y no se detiene en el primer piso, donde están los dormitorios. Sigue hasta la buhardilla.

    Allí le tranquilizan los testimonios del pasado formando un conjunto caótico. Envueltos en una tenue neblina de polvo en suspensión, le aguardan el viejo arado que se rompió al desbocarse las mulas, una semana antes de que le entregaran el primer tractor; y las albardas, las árganas y los cuévanos donde antes transportaban el estiércol a lomos de burro; y, brillante aún, la cama de latón donde murió padre, que en gloria esté. La ropa de padre está hecha rebujos en un baúl, junto con la de los chicos cuando eran más pequeños. Y allí se ve la cuna. Y un espantapájaros, que se desmontó cuando quisieron plantarlo en el huerto. Y unas jaulas de gallinas, que subió con la intención de repararlas en

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