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Un estudio sobre la naturaleza del mal, sus razones y sus mecanismos, vestido con el elegante traje de thriller psicológico que solo un maestro como Andreu Martín es capaz de confeccionar. El responsable del secuestro de un niño a finales de los años setenta en Barcelona es puesto en libertad tras cumplir condena. Una periodista decide volver a investigar el suceso que lo llevó a la cárcel, sin saber que se está acercando demasiado a una verdad que quizá sea insoportable.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento20 ago 2021
ISBN9788726961973

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    Bellísimas personas - Andreu Martín

    Bellísimas personas

    Copyright © 2000, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726961973

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    I

    De pronto, empieza a llover a mares. Y Daniel no lleva ni paraguas ni impermeable.

    Es un chaparrón imprevisto después de un día inseguro, frío, de cielo bajo y gris y mucha electricidad en el aire. Qué nervios.

    Me pregunto qué debe de sentir una madre cuando son las nueve y media de la noche y todavía no tiene en casa al hijo de nueve años que siempre llega del colegio antes de las siete.

    No hace tanto que yo vivía el problema desde el otro lado. Padres pesados y sobreprotectores, paranoicos, obstáculos de la libertad, vergüenza de adolescente casquivana que justo ahora empieza a disfrutar de una vida privada recién estrenada.

    «Hoy no, mis padres no me dejan», es una frase humillante.

    «Lo siento, mis padres me esperan a las siete; no puedo.»

    Son expresiones abrumadoras que revelan dependencia e inmadurez en esa edad inmadura en que la autosuficiencia es un mérito esencial. Aquel muchacho que pretendía arrastrarte al catre y tú —¿que lo estabas deseando?— tuviste que negarte porque tus papás no te daban tiempo —si lo piensas bien: salvada por la campana, porque a lo mejor no te apetecía tanto como creías, ¡uf!—, qué vergüenza. Ojalá se te hubiera ocurrido otra excusa, más airosa.

    Me imagino a Daniel —se lo imagina la madre— corriendo pegado a la pared para guarecerse bajo los balcones, pisando charcos, salpicado por las cortinas de agua que levantan los coches que pasan veloces y ciegos a su lado. ¡Va a pillar una pulmonía! Y ojalá que sólo sea una pulmonía.

    La calle Ganduxer ya baja como un torrente. Y veo —ve la madre— un torrente de verdad, de montaña, desbordado, caudaloso y arrollador, que arrastra al niño que se ha perdido en el bosque. Lo arrastra, lo cubre, lo golpea contra las rocas, lo ahoga, lo despedaza, lo hace desaparecer para siempre. Veo a Daniel escondido en un portal oscuro como caverna de lobo, veo una mano que sale de la negrura y le tapa la boca y tira de él hacia el interior, hacia la nada. Cosas de mi imaginación irrefrenable. Imaginación de madre. ¿Por qué no podemos pensar en cosas positivas? Que se ha entretenido cambiando cromos, por ejemplo, o tebeos de El Capitán Trueno, que se está divirtiendo tanto que se le ha olvidado mirar el reloj —el reloj que le regaló su padrino el día de la Primera Comunión—. Habrá ido a casa de uno de sus amigos y allí le habrá sorprendido la lluvia y está esperando que escampe. ¿Pero, entonces, por qué no telefonea?

    Mientras escribo esto, miro a Roger, que está dormido en la cuna y me pregunto qué sentiré cuando sea él quien me diga: «A las seis y media estaré aquí», y pasen las siete, y las siete y media, y las ocho, y las ocho y media, y las nueve y media, y mi Roger, la madre que lo parió, que no llega. No puedo saberlo porque no lo he vivido, pero puedo imaginármelo. Si ahora mismo alguien se llevase a Roger de la cuna y me prometiera que lo devolvería dentro de una hora y, llegado el momento, no lo hiciera. Y pasara una hora y no me trajeran a Roger, y pasaran dos horas, y pasaran tres horas, ¿yo, qué haría? ¿Qué pensaría? Sobre todo: ¿qué sentiría?

    —Cuando salgas del cole —a las seis—, corriendo a casa, ¿eh, Daniel?

    —Sí, mamá.

    Pues claro que sí. Corriendo a merendar, que sale con unas ganas de merendar cada día...

    No tiene por qué haberse mojado porque no ha empezado a llover hasta las siete y a las seis y media no llovía y a las seis y media Daniel ya tendría que haber bajado del autobús, a manzana y media de aquí. ¡Ya tendría que estar aquí! Estas palabras se repiten como un delirio. ¡Ya tendría que estar aquí!

    Daniel Cortés Arnau tenía nueve años, vivía en la parte alta de Barcelona, digamos que en la calle Ganduxer, y estudiaba en los Jesuitas de la calle de Caspe.

    ¿Qué pensaba, qué sentía, la madre de Daniel, aquel lunes, 16 de octubre de 1978? ¿Qué hacía?

    Había telefoneado a los amigos del colegio.

    A Artigues, aquel gordo y coloradote, como un hijo de campesinos: «No, Daniel no está aquí. Le he acompañado hasta la parada del autobús. Cuando yo he llegado a casa, todavía no llovía, no, señora».

    A Aulí, que vive cerca de aquí: «No, hemos venido juntos en el autobús, sí, pero no ha venido a casa, no, señora. Ha dicho que se iba a su casa».

    Barabino, el amigo del alma: «No, hoy no ha venido a casa».

    Castelló: «Daniel no está aquí».

    Fernández: «No está».

    ¿Dónde coño se ha metido?

    «¡Cuando llegue, me va a oír! ¡Le pegaré una paliza que se acordará toda la vida! ¿Pero qué se habrá creído ese mocoso?»

    Páginas amarillas. Hospitales y clínicas. «¿No han ingresado a un niño en urgencias?» No sé, un accidente. Que le haya pillado un coche, que le haya caído un pedazo de cornisa en la cabeza.

    Que se haya muerto.

    En una situación así, yo lloraría. Tengo clarísimo que lloraría.

    De manera que la madre de Daniel rompe a llorar.

    ¿Y la policía? No, no, la policía no, de ninguna manera. Pienso que yo no me habría puesto en comunicación con la policía, porque hacerlo sería como reconocer lo peor, invocar a la catástrofe, abrir la puerta de casa a las brujas y a los dragones.

    Ha caído la noche y, a la luz enfermiza de cada relámpago, la madre escruta las esquinas que se divisan desde su balcón, como si pensara que ese flas providencial le permitirá ver a su hijo perdido en la calle, el hijo que ya llega, míralo, qué despistado, ¿qué le habrá pasado?, pobrecito. ¿Se habrá vuelto amnésico? Un golpe en la cabeza, va vagando por la ciudad, nadie se fija en él porque esta lluvia no lo permite. Y no amaina. Es un diluvio de los que hacen parpadear las bombillas de vez en cuando. El rayo quiebra el cielo negro con estrépito de hacerlo añicos. Lloran los cristales de las ventanas.

    Suena el teléfono y pego un brinco, pega un brinco la señora Cortés, que entonces los teléfonos todavía sonaban con sobresalto de campanilla perentoria. Y, en el momento de descolgar, piensa —quiere pensar— que escuchará la voz de Daniel diciendo: «Mamá, perdona que no haya llegado aún a casa, pero es que...» ¡Ni peroesque ni peroesca, sinvergüenza, ven inmediatamente a casa, que vas a ver la que te espera! Y piensa —pero no quiere pensarlo— que escuchará una voz neutra que le dirá: «¿Señora Cortés? Verá: la llamamos desde la clínica...». O bien: «¿Señora Cortés? Le habla la policía...».

    Los latidos del corazón son dolorosos.

    Son las nueve y media del lunes 16 de octubre de 1978.

    —¿Diga?

    —Con el señor Cortés, por favor.

    —No está. ¿De parte de quién?

    —¿Usted es la señora Cortés?

    —Sí. ¿Quién es?

    —Mire, señora. Su hijo Daniel está con nosotros. Si quiere que lleguemos a un acuerdo, tendrá que darnos dos millones de pesetas.

    Un mareo. Se abre la tierra bajo tus pies y caes y tienes miedo de caerte de verdad. Tienes que apoyar una mano en la pared.

    —¿Me está escuchando? —insisten.

    Sí, sí, le está escuchando, pero no puede responder, yo no podría responder, yo querría morirme en aquel preciso instante, me emborracharía de miedo y me temblarían las piernas, me negaría a continuar escuchando, me negaría a continuar viviendo. La señora Cortés se quiere morir.

    —No las tengo —es lo primero que se le ocurre, probablemente porque le gustaría tener los dos millones en la mano y estar hablando personalmente con el secuestrador y darle el dinero, realizar el intercambio ahora mismo, aquí mismo, y se acabó, pero no puede ser y la boca se le llena de un llanto dulce—. Aquí no tengo dos millones, no los tengo en casa.

    —Búsquelos. Dígale a su marido que mañana vaya al banco, saque dos millones de pesetas y que a las diez este ahí, en su casa. Que volveremos a establecer contacto para darle instrucciones —se le han roto las defensas y ahora ya llora a mares, encorvada, apoyándose en una mesa demasiado frágil, demasiado pequeña para soportar el peso que descarga sobre ella—. Ah, y otra cosa. No avise a la policía porque podríamos matar al niño.

    Niega con la cabeza. No. Eso ni mencionarlo. Matar al niño, no. Por favor, por favor, matar al niño, no.

    Yo misma me sorprendo haciendo que no con la cabeza, emocionada como si estuviera viviendo el momento, como un actor que se ha metido tanto en la piel del personaje que no puede desprenderse de él fácilmente, que daría la vida por los ideales del ente de ficción. Una especie de locura. Vaya usted a saber cuál fue la reacción de la señora Cortés.

    Vaya usted a saber cuál fue la reacción del señor Cortés, cuando regresó a su casa, cerrando el paraguas con algún comentario acerca de «la que está cayendo». Si la mujer estaba tan hundida como me imagino, él soportaría el golpe con dignidad, se tragaría cualquier aspaviento. Es bastante mayor que ella, se ve como un patriarca, siempre ha tenido miedo de que le fallaran las fuerzas cuando llegase la crisis y, ahora que cae sobre él, tiene que mostrarse firme, el macho de la pareja, el capitán del barco que en seguida se hace cargo y toma el control de la situación.

    Le veo avanzando por el pasillo, secándose con la toalla, como si nada, reprimiendo el temblor de las piernas y de las manos y del mentón. Negándose a pensar para no flaquear. No recuerdes al niño, no imagines qué pueden estar haciéndole, ignora las fotos que hay por toda la casa, olvídate de los planes que habíais hecho para el próximo fin de semana.

    —¿A quién llamas?

    —A Eduardo.

    Eduardo Arnau, hermano de la esposa, abogado, claro que sí, ¿cómo no se le ha ocurrido a ella? Eduardo nos ayudará.

    —Eduardo, mira... Que Daniel...

    ¿Cómo lo dirían? ¿Cómo se da una noticia como ésta? Supongo que de golpe, sin prolegómenos, como la noticia de una muerte.

    Como la noticia de una muerte.

    —Han secuestrado a Daniel. Nos acaban de telefonear pidiendo rescate.

    Eduardo hace que lo repitan varias veces, de varias formas distintas. ¿Qué? ¿Qué dices que ha pasado? ¿No será una broma? ¿Cómo lo sabéis? ¿Con quién ha hablado? El señor Cortés pega un puñetazo en la pared y grita:

    —¡Cállate de una puta vez y escucha! —se hace un silencio al otro lado del hilo. Este grito es la primera manifestación de debilidad del padre que está envejeciendo vertiginosamente. La segunda manifestación es la súplica, después de la larga pausa—. Ven, Eduardo... Ven, por favor. ¿Puedes venir?

    Cuando llega Eduardo, el matrimonio Cortés ya se ha hundido. Han tenido tiempo de abrazarse con toda la fuerza de su amor acumulado. Han llorado juntos, han blasfemado juntos, «Puta mala suerte, ¿pero qué hemos hecho nosotros? ¿Por qué tiene que ocurrirnos esto a nosotros?». Qué difícil es reflejar en un libro la desgracia súbita. Los libros siempre cuentan excepciones, el lector ya sabe que en ellos encontrará extravagancias, los protagonistas de los libros siempre son los otros, aquellos a quienes sucede lo que nunca sucede a nadie. Ahora, padre y madre están derrumbados sobre el sofá, con la mente y la mirada en blanco, «no pienses, no pienses», catastróficamente abandonados a su destino. Eduardo mantiene el aplomo, la seguridad, la serenidad de siempre. Pero eso no tiene ningún mérito cuando no se es el padre de la criatura.

    —Eduardo. ¿Qué hacemos?

    En una palabra:

    —Policía.

    —¿Estás seguro? Pondremos en peligro la vida de Daniel.

    —La vida de Daniel ya está en peligro. Y la policía actuará con mucha discreción.

    ¿Actuó con mucha discreción, la policía?

    —Que alguien se quede con Pilar —o como se llamara la madre del niño.

    El comisario jefe de la Brigada Judicial tenía cincuenta y nueve años. Ya se había puesto la chaqueta y la gabardina, «¡y coge el paraguas, que no veas cómo llueve!», se había abrochado el botón del cuello de la camisa y se había ajustado la corbata, y «bueno, hasta mañana, que es tarde», ya se iba a su casa, cuando uno de los del turno de noche le llamó:

    —¡Eh, tú! —llamémosle Morón, que suena a policía de la transición—. ¡Eh, Morón, que te llaman de arriba!

    —Hostias.

    Malos augurios. El jefe superior. Morón se pone al teléfono y, de mala gana, con cara pocos amigos, responde:

    —A sus órdenes.

    —Tenemos un secuestro.

    —Hostias.

    Un secuestro. ¿Otro? Hace un mes que los del grupo Cuarto van arrastrando un secuestro.

    —¿Cuántos hombres tienes?

    —¿Aquí? ¿Ahora? Acaban de entrar los del turno de noche.

    —Pues que no se muevan. Ahora bajamos.

    Las batallitas de mi padre, resistente antifranquista de toda la vida, hacen que me imagine anacrónicos policías malcarados, de bigotes rectilíneos y muy finos en rostros foscos. Me los veo con trajes de ropa barata, arrugada, sucia, impregnada de olor a sudor de días y días de trabajo en lugares oscuros y saturados de humo de tabaco negro. Ropa gruesa que, empapada por la lluvia, huele a perro vagabundo. Profesionalidad disfrazada de arrogancia barata. Irritación mal disimulada, porque estas cosas siempre tienen que llegar a última hora del día, cuando estás más cansado y con ganas de irte a casa o a tomar una copichuela con los colegas. (Me parece que, en aquella época, colegas todavía significaba «colegas», es decir, personas que tienen la misma profesión. No había adquirido el significado de «amiguetes» que tiene hoy.)

    Paco Juárez estaba de guardia en ese momento. Tomó parte en la reunión de urgencia. Pertenecía al Grupo de Delincuencia Organizada, nombre rimbombante que reunía a profesionales normales y corrientes, no mucho más especializados que los otros. En realidad, en aquella época todos los grupos hacían de todo.

    —A ver, qué hay, qué ha pasado.

    El señor Cortés, secundado por su cuñado abogado y por un jefe superior muy autoritario, dictó la denuncia que alguien escribió a máquina.

    Ministerio del Interior

    Dirección General de la Policía

    Jefatura Superior de Policía

    Registro de salida número...

    COMPARECENCIA. - En Barcelona, siendo las veintitrés horas y diez minutos del día 16 de octubre de mil novecientos setenta y ocho, ante el titular del carné profesional ..., como Instructor, y el..., con carné profesional ..., como Secretario, COMPARECE DON ... nacido el... de ... de ..., en ... hijo de ... y de ..., de estado civil..., de profesión..., y domiciliado en ..., calle ..., número ..., piso ..., teléfono ..., quien acredita su identidad con la exhibición de ..., y MANIFIESTA:

    «¿No les dio miedo denunciar el secuestro de su hijo?», preguntó el famoso periodista Enrique Rubio para la revista Pronto (3-XI-78).

    «Consideramos que es un deber —respondieron los padres de Daniel Cortés—. Si no lo hubiéramos hecho, hoy ese delincuente estaría libre y con dos millones de pesetas. Y nosotros sin nuestro hijo.»

    —Sobre todo, les ruego máxima discreción.

    —No se preocupe.

    —No es el primer caso que tenemos.

    Los policías disimulaban como podían su inquietud. Dos secuestros en un mes hacía pensar en una banda especializada como las que actuaban entonces —y actúan aún ahora— en Italia, o en muchos países de Sudamérica. Una maldición.

    —¿Quién lleva el secuestro de la mujer?

    —Los del grupo Cuarto. El Madriles, Reverte, Láinez...

    —Que vengan en seguida.

    Esto cuchicheado rápidamente por los pasillos, que no lo oigan los parientes del chico desaparecido.

    —Tenemos que pedir el mandamiento judicial para el control y observación del teléfono del denunciante para poder determinar la procedencia de la conexión telefónica de mañana.

    Hay policías que hablan así, como si se hubieran aprendido de memoria las fórmulas de cada uno de los trámites que han de realizar a lo largo del día. Eso provoca una sensación de rutina y de aburrimiento que puede llegar a sugerir ineficacia. Alguien escribía literalmente, en alguna máquina ruidosa, «mandamiento judicial para el control y observación del teléfono del denunciante para poder determinar la procedencia de la conexión telefónica», sin entender muy bien qué quería decir lo que escribía y sin hacer el menor esfuerzo por entenderlo. «Diligencias previas n.o 3135/78.»

    La casa de los Cortés se llenó de policías cargados con aparatos y cables, una tecnología de baquelita, de película en blanco y negro de los años cuarenta. Me los imagino con sombrero, tirando colillas por los alrededores, haciéndose un lío con los enchufes. (Anacronismo.)

    Y el matrimonio Cortés mirándolos con aprensión: «¿Tú crees que hemos hecho bien acudiendo a la policía? ¿No hubiera sido mejor obedecer exactamente las órdenes del hombre que dice que tiene a Daniel en sus manos? Habrán visto entrar a los policías en casa. Seguro que nos vigilan. ¿Y si...?».

    Preguntas y más preguntas.

    —¿Cómo era la voz?

    —¡Yo qué sé cómo era la voz!

    —¿Sería capaz de identificarla si la volviera a escuchar otra vez?

    —¡Yo qué sé si sería capaz de identificarla, yo qué sé!

    No quiero hablar de nervios porque es como no decir nada, porque hay gente que tiembla y que se muerde las uñas y que dice que no está nerviosa. No quiero hablar de angustia porque he conocido a chicas que decían que se encontraban perfectamente mientras lloraban desconsoladamente. No es eso. Me gustaría describir un sentimiento más profundo y, por lo tanto, más inconcreto. Se me ocurre que todo debía de perder consistencia alrededor de los señores Cortés, que su entorno se iría empobreciendo, perdiendo sentido y valor. La decoración del piso se volvería decorado vulgar y falso, como telón de fondo mal pintado. La porcelana de Granada, las figuras crisoelefantinas, el kílim turco, el reloj carillón, el Egon Schiel que compraron en el moma de Nueva York, todo aquello que alguna vez les había hecho vibrar de orgullo, de repente ya no les transmitía ninguna especie de emoción. Los señores Cortés cambiarían gustosos todo aquello, y más, los diamantes del joyero de arriba, y los fajos de billetes de la caja fuerte empotrada, y el dinero de las cuentas corrientes y las libretas, y la casa de L’Estartit, y los pisos del Ensanche, todo, todo, todo lo darían, todo y gustosamente, con tal de ahorrarse estos momentos malditos, llenos de presentimientos que les ahogan. Me imagino que se retorcían las manos, que se pasaban los dedos por los cabellos, que se frotaban los ojos, y que se miraban, él a ella, ella a él, con una especie de rencor, porque necesitaban culpables del desastre y no tenían a nadie más cerca.

    Cambio el nombre del niño, que no se llamaba Daniel, y el apellido de los padres, que no se llamaban Cortés, porque todo esto me lo invento, porque no puedo saber lo que pensaban, ni mucho menos lo que sentían, pobre gente, y no podría saberlo aunque estuviese hablando con ellos horas y horas, y no me queda más remedio que atribuirles mis propios sentimientos, lo que me parece que yo pensaría y experimentaría si fuera protagonista de una situación parecida. Me veo con toda claridad mirando a Doménec con rencor, si el niño desaparecido fuera Roger. Sé que, en aquellos momentos, no me sentiría más cerca de él, como dicen que sucede en estos casos. Nada de tomarnos de las manos ni de acariciarnos el cabello o el rostro. Yo odiaría a Doménec por haberme hecho aquel hijo que estábamos perdiendo. Le miraría mal, abominaría de él, me odiaría a mí misma por haber insistido en tener el crío. Ya me decía Doménec que abortara. Y me lo recordaría: «Ya te lo decía yo». «¡Vete a la mierda!» Más me hubiera valido abortar antes que pasar por un trance como éste.

    Qué espanto. Qué sola me encontraría.

    Pero éstos son mis sentimientos, y nadie más que yo tiene la culpa de ellos, y por eso disfrazo el nombre del niño y el nombre de los padres, y atribuyo a la familia posesiones, riquezas y emociones que no sé si tenían, porque hay aspectos de esta historia real que nunca podré conocer y no quiero falsear nada ni ofender a nadie.

    El hombre, mi hombre, Doménec, se hundiría durante la noche. En consecuencia, se hunde el señor Cortés de mi relato. De pronto el llanto, el mareo, los vómitos le postran en cama y la señora Cortés tiene que atenderlo como a un pobre enfermo, sólo le faltaba eso a la pobre Pilar, sólo nos faltaba eso, Pilar, tener que cuidar de un enfermo precisamente esta noche. Y el hijo mayor, el hermano de Daniel, incubando odio en un rincón, tan feroz, maquinando venganzas, solo, solos los tres. Aquel día todo se rompió. Aquella noche.

    Noche rasgada por las sirenas de los bomberos que acuden a luchar contra inundaciones.

    Noche de insomnio y de silencios densos entre recriminaciones más o menos explícitas. Noche de odio. «¡Te dije que era demasiado pequeño aún para ir y volver solo del colegio cada día!» ¿Lo dirían? ¿Se atreverían a decirlo? Yo lo pensaría pero no lo diría. Doménec sí, que él todo lo suelta sin manías, porque es así de bruto y yo soy una pánfila que le ha soportado demasiados desaires sin chistar. Él sí, que si mira que te lo dije, que si tú tienes la culpa. Y yo le odiaría. Yo sería una máquina de odio que dirigiría mi furia —silenciosa, reprimida— contra él de manera provisional, antes de cargar contra el auténtico culpable del conflicto cuando lo agarrásemos. Porque lo atraparíamos. Yo pensaría que sí, que teníamos que atraparlo. Y que me gustaría matarlo con mis manos.

    Policía telefoneando otra vez a todos los amigos de Daniel. Artigues, Aulí, Barabino, Castelló, Fernández, preguntando a todos ellos si habían visto alguna sombra ominosa alrededor de Daniel Cortés desde que había salido del cole. En seguida queda claro que ha tomado el autobús cerca del colegio de los Jesuítas de Caspe y que ha viajado hasta la plaza de San Gregorio Taumaturgo —me invento el recorrido, tengo que comprobar si hay algún autobús que vaya de la calle de Caspe hasta la plaza de San Gregorio Taumaturgo—. En algún punto entre la parada del autobús y la casa donde viven los Cortés, Daniel se ha encontrado con los secuestradores.

    Policías empapados y rezongones levantando de la cama a los propietarios e inquilinos de las tiendas de aquel tramo de la calle Ganduxer en medio de aquella noche de fin del mundo. Quiero imaginármelo así. No podría soportar la idea de unos funcionarios sin imaginación ni iniciativa esperando pasivamente la llamada de la mañana siguiente. Descarto a policías impávidos bebiendo cerveza tibia y comiendo bocadillos aceitosos que les manchan corbata y camisa. Tengo que recrear a vecinos iracundos porque aquellos individuos mal vestidos y peor educados los despiertan y les interrogan a horas intempestivas sobre un niño del que no han oído hablar en su vida. «¿Conocen a este niño?», con una foto. «¿Le han visto esta tarde?» No, no, no. Ya no dan pie a la siguiente pregunta: «¿Lo han visto acompañado de un hombre u hombres, sospechosos o no?» No. No. No. Oscuridad. Miedo. «¿Y si están vigilando el edificio y ven este ir y venir de policías, y comprenden que no hemos hecho lo que nos exigían y matan al niño?» Noche de oscuridad, de miedo, de insomnio, de silencios, de odio, de preguntas sin respuesta.

    Resulta insufrible pensar que, con la luz del sol y con el cese de la lluvia, hay miles y miles de personas que saltan de la cama y se incorporan a la vida con la indiferencia de cada día. Con la irresponsabilidad de quien cree de verdad que nunca pasa nada. «¿Qué tal, la vida?» «Nada, como siempre.» Saldrán a la calle con legañas en los ojos y harán lo de cada día, como si no pasara nada de particular. Protestando y arrastrando los pies o sacando pecho y pisando firme, optimistas o amargados, tosiendo el primer cigarrillo o aspirando a pleno pulmón el aire fresco de la madrugada, limpio por el rocío. En el metro, o mientras desayunan, leerán en los periódicos que el cardenal Wojtyla, que acaba de ser nombrado papa, adoptará el nombre de Juan Pablo II. Habemus papam, por fin. Es el tercer papa en lo que va de año. En el mes de agosto murió Pablo vi y eligieron al fugaz Albino Luciani que moriría treinta y tres días después de ser nombrado Juan Pablo i. El periódico dice también que Juan Marsé ha ganado el premio Planeta con la novela La muchacha de las bragas de oro y que el finalista fue Alfonso Grosso con Los invitados, una especulación sobre aquel misterioso crimen de Los Galindos.

    Mañana de octubre, fría, cielo sin nubes, viento de componente norte. Y, en casa de los Cortés, mañana de ojeras tenebrosas, mañana de lágrimas secas, de migraña, de angustia. Mañana de silencios insoportables, de animosidad, mañana vacía de preguntas y de respuestas.

    El señor Cortés, enfermo, va al banco, cerca de casa, acompañado de su cuñado Eduardo Arnau, el abogado, y extrae un millón. Tiene otro millón en la caja fuerte empotrada, detrás del tapiz del recibidor. (Esto me lo invento para dar verosimilitud, para alejarme de los auténticos protagonistas del drama.) Lo mete en una cartera de cuero marrón. De cuero marrón, eso sí.

    El secuestrador dijo que volvería a dar señales de vida a las diez, pero ya es la hora y no pasa nada. Las diez y cinco, las diez y diez y la casa llena de humo de cigarrillos. Escuecen los ojos, de llanto, de sueño, de humo, de nervios. Pilar, su hermano y su hijo mayor, adolescente rabioso, desayunan sin apetito. El señor Cortés corre de la cama al váter. Los policías, en cambio, disimulan el apetito, fingen que comen por inercia. Unos dedos que tamborilean sobre la mesa. Un suspiro. Pilar que se incorpora de pronto, se cubre la boca con la mano, como si acabara de recordar alguna cosa importante, y se queda así, cruzada de brazos y amordazada, mirando por la ventana el día anticiclónico, mediterráneo, luminoso y frío. El policía —acaso Paco Juárez— que, con una cerilla ruidosa, enciende el enésimo cigarrillo. El otro policía, aquel al que llaman Morón, que dirige al resto, que se ha mantenido despierto toda la noche a fuerza de cafés y tabaco, asiste al desasosiego de la familia desde una distancia y con una indiferencia casi despectivas. Es el profesional que sabe que para ser eficaz no debe dejarse ablandar por los sentimientos.

    —¿Quieren tomar algo? —pregunta la criada, viejecita y ausente, que ha estado llorando toda la noche en su habitación, olvidada de todos, ella que tanto quiere al niño. Ella le enseñó a jugar al parchís, y a la oca, y a la brisca.

    —No, gracias.

    —Bueno, sí. Un cafelito. Si ya lo tiene hecho...

    Y el timbrazo, por sorpresa. El timbre estallando en el rincón del salón donde están fijadas todas las miradas. Los policías, automáticamente, imparten órdenes con gestos imperativos y murmullos. Precipitación de movimientos, como si la llamada tan esperada les hubiera pillado desprevenidos. Pilar es quien alarga el brazo, quien se apodera del auricular.

    —¿Diga? —y un silencio. Quietud absoluta. Sólo la cinta del magnetofón ha empezado a girar. Son exactamente las diez y cuarto—. ¿Diga? ¿Diga? —y, por fin—. Han colgado.

    Desesperación. ¿A qué coño están jugando? Uno de los policías se ve obligado a explicar:

    —Es una comprobación.

    «Pero comprobación de qué, por el amor de Dios?» Nadie dice nada, pero la atmósfera de la sala se llena de blasfemias y de protestas. «¿Qué cojones significa de comprobación? Como si existiera un manual del buen secuestrador que le obligase a hacer comprobaciones previas. Como si el policía estuviera tratando con secuestradores día sí, día también, cualquiera diría que cada día secuestran a un par de críos, en Barcelona. Que hace años que no secuestraban a ninguno, por si no lo sabía. Hace años que no secuestran ningún niño en la ciudad y, me cago en la madre que los parió, nos ha tenido que tocar a nosotros.»

    Diez y veinte. Segunda llamada. El corazón da un brinco cuando el teléfono suena de nuevo.

    —¿Diga? —grita Pilar—. ¿Diga? ¿Me oye?

    Han vuelto a cortar.

    —¿Pero se puede saber a qué coño está jugando?

    —Calma.

    —¿Y si tiene el teléfono estropeado?

    —Tranquilos. Son comprobaciones.

    —¿Pero comprobaciones de qué, por el amor de Dios?

    Pasa tanto rato que alguien se atreve a decir:

    —Éste ya no insiste más. Éste se ha echado atrás.

    —¿Y eso qué quiere decir? —salta el padre.

    —Que se ha arrepentido. Que se lo ha pensado mejor. Que lo mismo está soltando al crío ahora mismo.

    —Juárez —le riñe Morón con autoridad—. No hay que dar falsas esperanzas.

    —Quién sabe.

    —Juárez.

    Tercera llamada. Son las diez y media. Y ahora sí. Es el mismo hombre de ayer. Todos pueden ver cómo tiembla la mano de Pilar que sujeta el auricular. Es un párkinson. Se golpea rítmicamente la oreja.

    —¿Tiene el dinero?

    —Sí. ¿Puedo hablar con el niño? —le sale una voz que no es la suya.

    —No —cortante y definitivo—. Escúcheme bien. El señor Cortés cogerá su coche 1430 e irá al aparcamiento del Real Automóvil Club de la plaza de Cataluña...

    —Mi marido no está en condiciones de conducir. Está muy nervioso.

    —Pues vaya usted.

    —No, no. Yo tampoco puedo. Oiga... ¿Puede ir un hermano mío?

    —De acuerdo, que venga quien quiera. ¿Cómo se llama?

    —Eduardo Arnau.

    —¿Con qué coche vendrá?

    Pilar se vuelve hacia su hermano Eduardo.

    —¿Qué coche tienes?

    Eduardo hace gesto de ponerse al aparato, pero Pilar no se lo permite de ninguna manera. Sería capaz de arañar los ojos de quien quisiera quitarle aquel auricular.

    —Un Renault 12. Un R-12 TS familiar —dice Eduardo.

    —Un R-12 TS familiar.

    Pilar hace señas de que necesita papel y lápiz para anotar algo.

    —Amarillo —añade Eduardo.

    —Amarillo.

    Ponen en manos de Pilar un bolígrafo y una libreta de espiral.

    —¿Matrícula?

    —¿Qué matrícula tienes?

    —¡Déjame hablar a mí, por Dios! —ni soñarlo—. Barcelona, 8344-BX.

    Pilar repite el número de la matrícula.

    —¿Y él cómo irá vestido? —el interlocutor parece muy seguro de sí mismo, muy serio, como si estuviera muy acostumbrado a estas cosas.

    —Que cómo irás vestido —tío Eduardo hace un gesto: «Tal como voy ahora, ya puedes verlo»—. Traje azul oscuro. Camisa blanca. Corbata de rayas azules y rojas.

    —Bueno —acepta el secuestrador—. Eduardo Arnau. Un R-12 TS familiar, de color amarillo, B-8344-BX. De acuerdo. Pues el señor Eduardo Arnau tiene que ir al aparcamiento del Real Automóvil Club de la plaza de Cataluña. Allí, dejará el vehículo y se dirigirá a la cafetería Nuria, ¿sabe dónde está? En la Rambla de Canaletas. Allí recibirá nuevas instrucciones por teléfono. ¿Entendido?

    Aquel hijo de puta hablando con tanta frialdad de mi hijo. Mi hijo llorando en algún lugar del mundo, muerto de miedo, acorralado, tal vez maniatado, aquel cabrón enviándome

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