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Fantasmas Voraces
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Libro electrónico186 páginas3 horas

Fantasmas Voraces

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Información de este libro electrónico

¿El poder siempre corrompe? ¿Acaso es la pérdida de la inocencia el costo que se debe pagar para poder sobrevivir?

Un político acusado de corrupción se esconde del acoso mediático en un pequeño pueblo de provincia donde pasó los veranos de su infancia. Se enfrentará así a sus amigos de entonces y a los ideales perdidos en el camino de la vida. A la vez, un joven periodista en busca de una entrevista exclusiva lo involucra, a su pesar, en una investigación para desentrañar la muerte de un abogado con vínculos poco claros.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 dic 2019
ISBN9788418018794
Fantasmas Voraces
Autor

Eugenia García

Eugenia García nació en Buenos Aires, Argentina. Se recibió de abogada y por varios años se dedicó al asesoramiento de empresas. Con el tiempo, fue alejándose de dicha actividad, realizó una maestría en Antropología Social y retomó las dos pasiones de su adolescencia: la pintura y la escritura. También organizó eventos culturales, muestras de su obra plástica, y trabajó en una ONG dedicada a políticas públicas.

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    Fantasmas Voraces - Eugenia García

    Fantasmas Voraces

    Eugenia García

    Los hechos, escenarios y personajes de esta novela son de ficción. Si bien existe una localidad llamada Saldungaray en la provincia de Buenos Aires, fui libre para transformar el pueblo real (y otras ciudades mencionadas) en el lugar que los personajes y yo necesitábamos para contar la historia.

    Fantasmas Voraces

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788418018367

    ISBN eBook: 9788418018794

    © del texto:

    Eugenia García

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    Tormenta de Eugenia García

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi hijo, Diego,

    y a mi sobrino, Hernán.

    «(J)’étais pas sans goûter le charme attendrissant de ces vertus de gens simples, leur douceur, leur ingénuité, leur attachement les uns aux autres; tout cela ressemblait fort aux confréries que des esclaves ou des pauvres fondent un peu partout en honneur de nos dieux».

    Marguerite Yourcenar,

    Mémoires d’Hadrien

    Capítulo I

    Llamada

    —Hacete el muerto.

    Yo no tenía ninguna intención de hacerme el muerto, pero seguí escuchando. Estaba en su territorio; el muy hijo de puta estaba gozando al verme caer.

    —Hacete muerto. Desaparecé por un tiempo —insistió Oneto—. Es más fácil si nadie te ve. ¿Podés salir del país?

    —No, no puedo. Ya sabés: cosas pendientes. —Me miró como si no entendiera. Me la quería hacer parir. Me puso en la obligación de aclarar—: Causas abiertas.

    —Bueno, podrías irte igual. Nuestras fronteras no frenan a nadie que de verdad quiera irse; no te lo voy a explicar a vos. Pero vos tenés chicos chicos, ¿no? Quizás preferís quedarte por acá y ver qué pasa, cómo sigue el baile; es lógico. Andate a un lugar tranquilo. Dejá que la gente olvide; la gente siempre termina olvidando. Yo sé lo que te digo —me dijo Oneto, con una mueca sobradora—. No te digo que te operes la cara como en las películas, pero sacate el bigote, aflojá con esa carmela que te das, cambiate un poco la facha…

    No me animé a contradecirlo en su despacho. Era su reino. Me fui pensando en que no quería hacerme el muerto, pero, aunque odiara admitirlo, Oneto tenía un poco de razón: me convenía volverme invisible por un tiempo.

    Llegué al hotelucho de la zona de Congreso, que era mi hogar desde hacía unos meses. Me fijé en que no hubiera periodistas en la calle. Ah, ¡las guardias periodísticas! Hace un par de años, cuando empezábamos a salir juntos, nos seguían a Melina y a mí. ¡Qué buenas épocas! Eran los periodistas de la prensa del corazón. Ahora me seguían a mí solo y no eran precisamente del corazón.

    Sabía que algo tenía que hacer; no me podía quedar para siempre encerrado en ese cuarto de hotel de mala muerte, mirando la televisión y leyendo en la prensa gráfica cómo todos se ensañaban conmigo. Había caído en desgracia. El cuarto era más que deprimente: una cama doble pero estrecha, con un cubrecama de estampado geométrico cubierto de lamparones de misteriosa procedencia. Si miraba hacia abajo, la cosa no mejoraba: me encontraba con una moqueta que alguna vez habría sido beis, pero ahora tenía grandes franjas de un gris arratonado, que combinaba tristemente con las paredes, también agrisadas por el paso del tiempo y la falta de limpieza.

    No se me ocurría qué hacer para que el tiempo pasara más rápido o de mejor manera: nadie me contestaba a los llamados ni los e-mails. Peor que si fuera leproso. Cuando aparecía por los lugares donde solía encontrarme con mis colegas, todos me dejaban de lado, algunos con más discreción que otros. Estaba maldito.

    ¿Cuánto tiempo más sería un paria? Supuse que esta situación se terminaría en algún momento; solo deseaba que fuera pronto. Estaba cansado de no hacer nada, aburrido de esperar que cambiara mi suerte, inquieto por mi futuro. Pulsé frenéticamente el control remoto del aparato de televisión antediluviano —¡qué led ni qué ocho cuartos!— y vi pasar las imágenes de la actualidad, como dicen que ves pasar tu vida antes de morir: una sucesión de caras y lugares sin orden ni concierto, sin dejar tiempo para que ninguno de ellos hiciera mella en mi estado de ánimo, ya por lo demás caído.

    Tomé el teléfono: siete llamadas perdidas de Tante Thérèse. Lo último que quería en ese momento era hablar con la hermana de mi padre. Intenté una vez más contactar con el celular de Melina, pero no me contestó, por supuesto. Quería preguntarle por el bebe. Quería que me preguntase cómo estaba yo. Lo intenté con el teléfono de la casa —la que había sido nuestra casa hasta hacía apenas unos meses— y me respondió Lidia con un seco «la señora está ocupada y no lo puede atender». «La señora», pensé y sonreí por primera vez en mucho tiempo.

    Pasé el resto del día tirado en la cama, en calzoncillos, tomando cerveza y comiendo papas fritas. Imaginé algunas venganzas cinematográficas y me regodeé un poco en esas visiones. Mal apoyado en la almohada barata de hotel, miré la televisión sobre la panza de cincuentón que ya no podía ocultar y dormité a ratos. A las once de la noche, finalmente, Tante Thérèse me atrapó. Me agarró desprevenido: había reclamado por cuarta vez la pizza y estaba esperando que me contestaran cuando iba a llegar. Tenía tanta hambre que atendí el teléfono sin fijarme en el identificador de llamadas.

    —Arsenio, ¿sos vos? Soy Tante Thérèse. Hace semanas que estoy tratando de ubicarte. Te vi en la tele.

    —Sí, tía, soy yo. ¿Cómo estás?

    —¡¿Cómo estás vos?! Te dejé mil mensajes. Estoy siguiendo tu tema en la tele. Te están matando en todos los programas de noticias. Te acusan de todo, desde coimas¹ hasta de estar metido en eso de los desarmaderos. Poco falta para que te hagan fama de narcotraficante. Es ridículo. ¿Tenés el teléfono pinchado o podemos hablar tranquilos?

    Sonreí por segunda vez en el día. Mi Tante siempre me volvió loco. Y me sigue haciendo gracia. Mi tía fue y es una de las pocas bendiciones de mi vida.

    Desde los siete hasta los catorce años, pasé mis vacaciones en su casa en Saldungaray, un pueblito de cinco mil habitantes perdido en el sur de la provincia de Buenos Aires, al pie de las Sierras de la Ventana. Papá había muerto en un accidente y mamá tenía nuevo novio. Con la improbable excusa de mantener los lazos con mi familia paterna, yo caí por primera vez en la casa de Tante Thérèse y su marido Roque a principios de diciembre de 1972. Supongo que mi mamá necesitaba un poco de libertad para disfrutar de su novio durante el verano. Fue un hito en mi vida: el chico solitario de la ciudad que caía sin mucho preámbulo en medio de un pueblo polvoriento y quieto, en la casa de unos tíos anticuados que apenas había visto alguna vez en su vida. Mientras yo aprendía a comer sin poner los codos en la mesa, a jugar con sapos, a andar en bicicleta y a pelear en la calle, mi Tante aprendía a ser mamá de vacaciones.

    Ya fuera del período estival, seguí yendo a Saldungaray hasta casi mis veinte, pero, cada año que pasaba, iba menos tiempo, apenas unos días a las apuradas, movido más por la culpa que por las ganas. Frente a mi renuencia de las últimas tres décadas, Tante Thérèse no había tenido más remedio que visitarme en Buenos Aires. Nuestros últimos contactos habían sido más que nada telefónicos.

    —Hablá tranquila, tía.

    —¿Fuiste vos, Arsenio? Decime la verdad: el de la coima, ¿fuiste vos?

    Ah, mi Tante, ¡siempre tan sutil!

    —No hubo coima, Thérèse. La oposición nos hizo una cama².

    —Sí, claro, justo.

    Por supuesto, se lo dije con toda intención, para pincharla. Pelear era el estilo familiar para las demostraciones de cariño. El tío Roque, fallecido hacía un par de lustros, había sido radical toda su vida. Incluso alguna vez había estado en una lista como candidato al Concejo Deliberante de Tornquist; en un lugar donde no pudiera entrar, claro. Pobre tío Roque, siempre fue demasiado íntegro para la política en serio.

    —¿Cómo estás? Me enteré por la tele de que ya no estás más con esa Melina.

    —Estamos separados; es algo pasajero. Ya nos vamos a arreglar.

    —¡Qué te vas a arreglar con esa puta! Ya te sacó la plata y te hizo un hijo; no te necesita. A esa no la ves más, perdé cuidado. ¡A quién se le ocurre casarse con una vedete! Tener un asunto, te entiendo, pero ¡casarse! Sos un tarado, Arsenio. Y encima tener un hijo. ¡Pobre chico! Y le llevas casi treinta años a la madre, además. Yo te dije que esto iba a pasar. Te lo dije el día de tu casamiento, ¿te acordás?

    —Sí, tía, me acuerdo. Vos me lo dijiste exactamente media hora antes de casarme con Melina.

    —No te hagas el cínico conmigo, que todavía no estoy gagá. No sé por qué, pero, desde que murió Roque, mejoré en todo: oigo mejor, ya no me duelen los huesos, estoy mucho más cocorita³. Hasta camino por las mañanas, ¿viste? Como se usa ahora para mantener la forma. Mejoró mi memoria, también. Estoy tomando fósforo. Me acuerdo muy bien cómo la atorranta⁴ de Melina te apartó de nosotros, de tu familia. Pero, bueno, ya pasó; ahora estás separado. Esa tetona operada es historia. ¿Vos qué vas a hacer ahora? ¿Hablaste con la nena?

    —No hablo con Camila desde que nació Benicio. No quiere hablar conmigo.

    —La culpa la tiene la perra de tu primera mujer, la que le mete pajaritos en la cabeza a la nena. ¡Qué mal elegiste a tus mujeres, querido! Si tu padre no hubiera muerto tan joven, vos no hubieras elegido tan mal en tu vida. Mi hermano era un hombre de verdad; te hubiera llevado por el buen camino. Te quedaste solo con tu madre, que en paz descanse. Yo no voy a hablar mal de los muertos, pero tu madre te dio muy malos ejemplos. ¡Te metió en política! Y mirá ahora dónde terminaste…

    —Gracias por llamar —interrumpí, antes de que siguiera tirando mierda contra el resto de mi familia y amigos—. ¿Vos estás bien? ¿Necesitás algo?

    —No, nene, llamo por vos. Para decirte que te estoy esperando.

    —¿A mí?

    —Estoy hablando con vos, ¿no?

    —¿Me estás esperando? ¿En dónde? ¿En Saldungaray?

    —Arsenio, querido, ¿adónde más podés ir?


    ¹ ‘Sobornos, cohechos’. (N. del E.).

    ² ‘Conspiraron’. (N. del E.).

    ³ ‘Altiva, impertinente’. (N. del E.).

    ⁴ ‘Mujer de vida airada’. (N. del E.).

    Capítulo II

    Reticencia

    Llegué en auto, en el viejo, porque el nuevo se lo había quedado Melina. Mejor, la cafetera que manejaba ahora llamaba menos la atención que mi camioneta alemana. Era tarde y en la calle no había nadie. Quizás algún vecino nos espiaba detrás de las cortinas, extrañado por el movimiento nocturno en la casa de Thérèse, pero no vi luces alrededor que delataran esa práctica habitual del pueblo. Sí me rodearon aquellos ruidos familiares, los ladridos perdidos, las chicharras, algún gato callejeando por ahí.

    Había llamado cinco minutos antes de llegar y Tante Thérèse estaba en el porche de la casa blanca y sobria. Hacía frío y se abrazaba embutida en un abrigo beis, tejido a mano con lana hilada. Las lavandas y los agapantos violáceos de la entrada rodeaban con coquetería el caminito de ladrillos que terminaba en la puerta entreabierta, donde se podía pispear⁵ el fuego de una chimenea encendida que me esperaba. Cuando me vio —más bien me escrutó—, mi tía me saludó a su manera:

    —Parecés más viejo. Te queda mejor. Era ridículo que pretendieras parecer un pendejo a tu edad. Yo sé que lo hacías para no desentonar con la vedetona⁶, pero era ridículo. Ya pasaste los cincuenta, Arsenio, por si no te acordás. Sin el bigote y con las canas normales de tu edad, te parecés mucho más a tu papá.

    —Me alegro de que te guste el cambio, Tante. ¿Dejo el auto acá? Traje un bolso nada más; me voy a quedar poco tiempo: no quiero complicarte. Además, Camila y Benicio quedaron en Buenos Aires. Voy a querer verlos pronto.

    —¿Te van a llamar de tribunales? —me preguntó, mientras sostenía la puerta de entrada a la casa con su metro cincuenta de firmeza y seriedad.

    —Sí. En algunas semanas voy a tener que ir a declarar otra vez.

    —¿Podés quedar preso?

    Desde que había estallado el escándalo, lo venía llevando relativamente bien, pero esa sencilla pregunta de Tante Thérèse fue la primera puñalada de vergüenza. Años de política me habían fogueado lo suficiente como para no tener reparos demasiado sensibles. Traté de que no se me notara la falta de aire:

    —No.

    —Lo menos que pueden hacer los hijos de puta de tu partido es cuidarte.

    Me dio más vergüenza. Me humilló que dejara a un lado todos sus escrúpulos para defenderme a mí. Me mortificó que mi única defensa fuera el cariño incondicional de mi tía.

    —Yo me quedo algunos días con vos, tía, pero no quiero hablar de mis temas judiciales, ¿entendido? Si me rompés las pelotas con eso, me voy.

    —No te preocupes, Arsenio. Yo tampoco quiero hablar de… «tus temas judiciales».

    Miré para abajo. Desde mis siete años, Tante Thérèse siempre supo cómo hacerme sentir culpable cuando me mandaba una cagada.

    La noche anterior había tomado la última pastilla que me quedaba para dormir y me desperté medio mareado. Cuando abrí los ojos, por unos instantes no reconocí el cuarto donde estaba, pero, de a poco, fui distinguiendo las sombras de las cosas. Era mi viejo cuarto de la niñez, donde había pasado tantas horas felices durante las vacaciones de verano. Faltaban los pósteres, los autitos de colección, la caja de los legos de imitación y el acolchado escocés de entonces. Pero la disposición de los muebles era la misma: la ventana en el ángulo exacto que daba a la calle suspendida en el tiempo, en diagonal con la plaza del pueblo. Pasé horas mirando esa calle por donde nadie pasaba, apenas un perro flaco husmeando en las veredas, mientras intentaba perfeccionar mi técnica para hacer globos gigantes con los chicles Bazooca.

    El cuarto no era ni chico ni grande; el techo, un poco más alto que el de los departamentos de la ciudad, típico de las casas de los años cuarenta de los pueblos; sin artificios ni particular elegancia, solo el cubo de paredes blancas sin molduras y los pisos de granito gris: la arquitectura de la ética del trabajo de inmigrante; la cama de madera oscura, antigua, resabio heredado de algún pariente pretencioso que la habría traído de Europa en alguna buena racha, con las patas como garras de león y la cabecera de raíz; la

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