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Un pájaro entre los huesos
Un pájaro entre los huesos
Un pájaro entre los huesos
Libro electrónico387 páginas5 horas

Un pájaro entre los huesos

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Información de este libro electrónico

¿Sabes qué es lo más triste de todo? Cuando ayudaste a traer la república, creí entender por qué me habías traído. Pensaba que sentías un amor puro por mí, que realmente deseabas que todos viviéramos en un mundo mejor, que me habías traído para que contemplase cómo nacía la libertad.

«Nunca llegué a conocer a Monique. Tan solo éramos dos desconocidas que eran madre e hija».

Una buhardilla desde la que contemplar el vuelo de las golondrinas sobre la ciudad de París. El derrocamiento de un régimen fascista y el renacimiento de la libertad. Una familia ejemplar, llena de secretos.

Babette, una niña de diez años, ve adulterada su vida cuando su padre irrumpe en el pequeño apartamento que comparte con su madre, una calurosa tarde de agosto de 1929.

En los siguientes años, Babette crecerá envuelta en momentos históricos, se cruzará con carismáticos personajes, descubrirá intrigas y conspiraciones, mientras se enfrenta a la batalla más difícil: elegir entre quién es realmente y quién debería ser.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2021
ISBN9788418787669
Un pájaro entre los huesos
Autor

Paula Paniagua Méndez

Paula Paniagua Méndez nació en Santiago de Compostela el verano de 1994. Sus padres, ávidos lectores, le contagiaron desde muy temprana edad la costumbre y el disfrute de la lectura. Siendo hija única, la imaginación se convirtió en su mejor compañera de juegos y, muy pronto, comenzó a poner por escrito las historias que se inventaba. A pesar de que nunca dejó de escribir, no fue hasta la llegada del confinamiento en 2020 cuando retomó una historia que había comenzado siendo apenas una adolescente. Así, su mayor afición se convirtió en la mayor de sus pasiones.

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    Un pájaro entre los huesos - Paula Paniagua Méndez

    Un pájaro entre los huesos

    Paula Paniagua Méndez

    Un pájaro entre los huesos

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418787164

    ISBN eBook: 9788418787669

    © del texto:

    Paula Paniagua Méndez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Rafael.

    Gracias por enseñarme el mundo desde tus hombros.

    A Maruja y a Antonio.

    Como dice Andrés Suárez, llovednos de vez en cuando.

    «En nuestros locos intentos, renunciamos siempre a lo que somos por lo que deseamos ser».

    William Shakespeare

    1. Golondrinas

    Cada vez que observo el vuelo de las golondrinas, me vuelve a la cabeza el recuerdo lejano de mi casa en París.

    Tal vez el calificativo de «casa» se le quedaba algo grande; más bien era una buhardilla pequeña y bastante fría, pero fue el hogar que más amé. Allí, como escondidas en los tejados de la ciudad, vivía con mi madre, Monique.

    Nunca llegué a conocer a mi madre.

    Para mí siempre fue una completa extraña; nunca llegué a saber algo tan simple como cuál era su color favorito, ni siquiera sabía cuáles eran esos sueños que erigían muros entre nosotras. Solo sé que no sabía nada sobre ella, y con la claridad que me daban mis diez años, tenía claro que ella tampoco me conocía a mí. A veces me imaginaba a Monique sin saber qué contestar si la preguntaban por el color de mis ojos.

    No podía explicar el porqué de esa situación, pero así era: dos completas desconocidas que éramos madre e hija.

    Yo pasaba mucho tiempo sola y aprendí a disfrutar del silencio. No me molestó nunca el llegar a una casa vacía, eso me enseñó, si no la más importante de las lecciones, al menos una de ellas: dentro de mi soledad, yo podía estar sola, pero sola y conmigo.

    Monique era una gran idealista, siempre lo tuve claro. Y luchadora, y segura de sí misma, pero eso lo podía saber yo y cualquiera que supiera mirar de verdad. No tenía trabajo fijo ni una profesión definida. Ella creía en una igualdad hacia las mujeres que en 1929 se antojaba utópica y batallaba contra una sociedad que la oprimía. Esto hacía que mi madre pasara poco tiempo en casa y yo tuve que aprender a vivir con su ausencia, aunque compartiéramos el mismo techo.

    No quiero decir que no me quisiera, sé que me quería tanto como era capaz. Yo era su hija, formaba parte de ella, y eso era lo único que importaba. La vida de Monique no empezaba y terminaba en mí, se guardó el derecho de ser algo más que madre. Y supongo que eso requería cierto valor.

    Siempre lamenté la relación que teníamos mi madre y yo, pero en aquel entonces no supe ser valiente. Monique estuvo siempre muy lejos de ser una buena madre, pero yo tampoco fui la mejor hija. Nos conformábamos con saber cómo éramos cada una y que nos queríamos a pesar de la distancia entre nosotras y supimos vivir con ello.

    Mi padre era español y conoció a Monique en el viaje de fin de curso que hizo junto con sus compañeros de facultad el año que se licenciaron. Fue un flechazo, uno de esos amores que rara y dificultosamente lograban superar el verano: se vieron, surgió esa chispa poderosa que lo envuelve todo y apenas tres semanas después mi madre se quedó embarazada.

    Todo lo que quedaba de aquel verano fugaz son unas pocas fotos olvidadas, encerradas para siempre bajo el colchón de mi madre.

    Y aunque nadie me lo dijo, era evidente que mi llegada resultó ser de lo más inoportuna. Mi padre tenía veintiséis años y Monique tan solo veintiuno. Eran demasiado jóvenes para hacerse cargo de un bebé, demasiado distintos; la burbuja reventó y su relación se resumió únicamente en reproches durante demasiado tiempo.

    Desde el momento en el que se separaron, no se volvieron a ver. Una vez al año mi padre viajaba hasta París y yo tachaba los días en el calendario esperando su llegada para recorrer juntos el viaje de regreso a España, donde solía pasar un mes con la única familia que he tenido.

    Y cuando esto ocurría, mi madre o no estaba o no quería estar. Jamás existiría la posibilidad de que se tratasen al menos como conocidos. Monique luchaba contra la opresión y mi padre había sido criado en el machismo, y aquel era un abismo insalvable.

    A pesar de eso, mi padre siempre había sido bueno y cariñoso conmigo y el hombre al que más he querido en mi vida. Con él, me volvía una niña risueña y parlanchina que me era totalmente desconocida.

    Mi padre se llamaba Adolfo Sant y era de Barcelona, aunque vivía en una preciosa y acomodada casa en un encantador y tranquilo pueblo cercano llamado Vic. Allí, mi habitación era luminosa, con vistas al cuidado jardín de mi abuela.

    Teníamos una estrecha relación y yo le quería con locura. Disfrutaba los días en su compañía aprendiendo a montar en bicicleta o escuchando en silencio el sonido de las cigarras invisibles a nuestro alrededor en las horas calurosas, aunque siempre me mantenía al margen de su vida privada. Era de pocas palabras y yo muy observadora y comprobé que, al hablar, mi padre parecía contar las verdades a medias.

    Pero yo era solo una niña y él era mi padre. No había en el mundo nadie como mi padre para mí.

    Un día a finales de agosto, mi padre se presentó en la buhardilla sin previo aviso. Nunca antes había hecho algo parecido, y menos aún sabiendo como seguramente sabía que Monique estaba en casa.

    Entró con la tormenta reflejada en los ojos y encaró a Monique sin reparar siquiera en mi presencia.

    —Monique, tenemos que hablar.

    —Puede que estés acostumbrado a que en tu país las cosas se hagan a golpe de imposición, pero te recuerdo que estás en París, no en España. Ahora, hazme el favor de irte de mi casa.

    ¿Era posible que aquellas fueran las primeras palabras que se dirigían en casi diez años? A mi padre se le escapaba la adrenalina del cuerpo, pero mi madre hablaba con indiferencia.

    —¿De tu casa?, ¿a esto le llamas casa? ¡No es más que una buhardilla fría y oscura! He tenido mucha paciencia contigo, Monique. Has tenido diez años para darle a nuestra hija algo mejor que cuatro paredes que se vienen abajo.

    —Hace diez años estas paredes ruinosas no te parecían tan horribles. —Monique dejó escapar el humo del cigarro mientras esperaba a que el golpe impactara contra mi padre—. Ni siquiera el mes pasado te parecían tan ruinosas. Ella es mi hija, Adolfo. Y este es su hogar.

    El tenso silenció inundó gota a gota la buhardilla; yo podía sentir la electricidad en el aire y de mí se apoderó la tensión. Mi padre fue a hablar, pero en ese momento nuestras miradas se cruzaron y se dio cuenta de que yo estaba presente. Monique me miró también y no hizo falta más para saber que había llegado la hora de mi retirada.

    Si hubieran sido otros los que estaban discutiendo, me habría marchado a mi pequeña habitación sin dudarlo porque yo no era una cotilla. Pero eran mis padres; era la primera vez en mi corta vida que los veía juntos y me venció la curiosidad.

    —Está bien, Monique. De verdad, no he venido a pelear contigo. Tenemos que hablar de Isabelle.

    —Cuando esté contigo, la llamas por el nombre que quieras, pero en mi casa no, ni una vez más. Lo sabes.

    —Nunca me perdonarás que le pusiera el nombre de mi madre… —Desde el resquicio de la puerta pude ver cómo mi padre se frotaba los ojos como tratando de encontrar las palabras adecuadas—. Está bien, como quieras. Babette. Monique, quiero que hablemos de Babette. Estoy preocupado por ella.

    —Entonces esto va a ser muy breve. A Babette no le pasa nada, así que no tienes nada de lo que preocuparte. Adiós, Adolfo, lamento no poder decir que ha sido todo un placer.

    —Monique, ¿no te das cuenta de que quiero hacer algo bueno para los tres? —Monique le fulminó con la mirada mientras se encendía con urgencia otro cigarrillo—. Sé la clase de vida que Babette y tú lleváis aquí. No sueles estar en casa, casi creo un milagro el haberte encontrado hoy aquí.

    —Venga, Adolfo. Guarda tus mentiras, que te van a hacer falta. Yo también sé la clase de vida que llevas tú.

    De nuevo, el silencio.

    Mi padre sacó también un cigarro de su pitillera y la devolvió al bolsillo de su chaqueta con calma. Seguidamente, se la quitó y la colocó con cuidado sobre uno de los sillones descoloridos.

    —Entonces sabrás que quiero que Isa… Babette se venga a vivir conmigo. Creo que es más feliz en España. Allí tiene un verdadero hogar, una familia que la quiere y que apenas la conoce. Podrá disfrutar de su abuelo, podrá bañarse en la playa en Cadaqués con sus primos. Jamás volverá a estar sola.

    —¿Quieres que deje ir a mi hija y que permita que viva bajo un régimen opresor y dictatorial? Estás loco. Nunca lo permitiré. Babette se queda aquí.

    —Sí, sí. Lo sé, pero por eso mismo creo que ahora es el momento. Primo de Rivera acaba de proponer el debate de una salida de la dictadura en la Asamblea Nacional. No ha salido bien, por supuesto; pero, Monique, sé que entiendes lo que significa. La dictadura está a punto de caer.

    Monique apagó el cigarrillo manchado de carmín en el cenicero antes de volver a hablar.

    —Me sorprende lo informado que puede llegar a estar un cargo sin relevancia en el ejército. Qué curioso. Te lo repito, miente mejor si quieres sobrevivir.

    —No vengo a debatir de política contigo, tus conocimientos sobre ese tema me superan, desde luego. Pero me voy a llevar a Babette, Monique. Un niño no puede vivir solo.

    Los labios de Monique temblaron y se dejó caer en el sillón. Fue la primera vez que la vi rendirse.

    —Ella no vive sola. Babette es feliz, es feliz aquí conmigo.

    —¿De verdad lo crees así?, ¿se lo has preguntado a ella?

    No recuerdo mucho más a partir de ahí, tan solo la difusa imagen de Monique sentada en el sillón, fumando un cigarrillo mientras unas lágrimas la traicionaban resbalando en silencio por su mejilla.

    Sí, en silencio, porque así era ella. Y así nos despedimos probablemente para siempre.

    Abrí los ojos en un vagón de tren que pude reconocer, pues era el mismo que muchas otras veces me había llevado feliz, con la cabeza apoyada en las rodillas de mi padre. No notó que estaba despierta. Le sorprendí contemplando el huidizo paisaje a través del cristal mientras me acariciaba suavemente el pelo con las yemas de sus dedos. No imaginé que mi padre podría llegar a llorar. Me incorporé hasta ponerme a la altura de sus ojos húmedos.

    —¿Por qué lloras, papá?

    Como solía hacer, se tomó un tiempo para contestarme. Las voces de los demás pasajeros del vagón y el traqueteo constante nos arrullaban mientras el humo del tabaco desaparecía en el aire.

    —Todo lo que hago es por tu bien, pequeña Isabelle.

    A medida que el tren avanzaba dejando París en un vago recuerdo, el cielo se fue oscureciendo. Viajaríamos toda la noche hasta llegar a Port Bou, donde el tren se detendría, y allí me subiría al coche de mi padre para viajar hasta casa. A pesar de haber hecho el mismo viaje desde que podía recordar, nunca me pareció tan largo como aquella vez.

    Quedaban algo menos de catorce horas de camino que mi padre intentó llenar hablándome de lo estupendo que sería empezar en el colegio en septiembre, del montón de amigos nuevos que haría…

    Mentira. Fue una mentira de la que él no sabía nada. Jamás iba a tener muchos amigos. Ni siquiera amigos. En París solo tenía una, Clarisse. Una niña preciosa con grandes ojos pardos y el pelo del color del cobre. Extrovertida como era, siempre sospeché si su amistad conmigo, que era triste y silenciosa, no sería solo por lástima.

    Y siendo egoísta, me aferré a su amistad, queriendo lograr algún día parecerme, aunque solo fuera un poco, a ella. Si no había sido capaz de crear más vínculos afectivos en mi ciudad natal, ¿quién me aseguraba que sí pasaría en un lugar donde me sentiría extraña?

    Ni siquiera pude despedirme de Clarisse.

    —¿No tienes sueño, pequeña? —me preguntó mi padre en un susurro y, como saliendo de una ensoñación, me percaté de que el vagón se había quedado mudo.

    —Pensaba en Clarisse.

    —¿Clarisse? ¡Ah, sí, tu amiga! Bueno, no te preocupes. Siempre te puedes cartear con ella y así no perderéis el contacto, y a lo mejor, si todo va bien, el próximo verano podríamos invitarla a pasar las vacaciones.

    —¿Y si no quiere venir?

    Fui capaz de decirlo en voz alta únicamente porque confiaba en que mi padre sería capaz de entenderme. Aunque mi abuela siempre contaba que durante su niñez en Barcelona mi padre tenía muchos amigos, en su vida adulta yo nunca había conocido a ninguno.

    Mi padre tuvo que crecer muy pronto, por eso sabía que él siempre trataría de protegerme. Su padre había muerto cuando él tenía mi edad y, en palabras de mi abuela Isabel, fue un orgullo ver cómo se convertía en un hombre. Algún tiempo después, ella se casó de nuevo con un empresario barcelonés; un hombre bueno que quiso y educó a mi padre como suyo propio. Tanto lo quiso que pasó por encima de todos y le dio sus apellidos.

    Para mí, Ángel siempre fue mi abuelo. Para mi padre, Ángel fue su padre y, posiblemente, la persona a la que más quiso pasando por delante incluso de Isabel.

    —Antes de que te duermas, quería decirte algo.

    Le miré sorprendida al notar un tono duro y autoritario que raramente había utilizado antes conmigo.

    —A lo mejor en casa de tu madre existía cierta anarquía, pero a partir de ahora sí que va a haber normas, y espero que se cumplan. Una señorita educada no escucha detrás de las puertas. Confío en que no va a volver a pasar, ¿verdad, Isabelle?

    Ese fue el momento exacto en el que tomé conciencia de que mi camino tenía solo una dirección y no le dije adiós. Accedí a lo que mi padre me pedía; dejaría atrás mi curiosidad heredada porque supe que realmente le molestaba. Todo lo que tuviera que ver con Monique le resultaba intolerable.

    Monique, a la que jamás llamé «mamá», quedaba atrás, y en ese momento yo solo podía pensar en aferrarme a lo último que me quedaba de ella.

    —Papá, quiero que todos me llaméis Babette.

    2. Como dijo el poeta

    Llegamos a Port Bou con las primeras luces del día. La estación había sido inaugurada aquel mismo año y lucía radiante, los rayos de sol se colaban por las vidrieras y el humo de la locomotora se escapaba hacia el cielo azul. Apenas había viajeros aquella mañana y agarrada de la mano de mi padre caminamos hasta su coche.

    Nos quedaban por delante más de dos horas de viaje hasta casa, en las que mi padre no soltó palabra, y yo sabía que no le había gustado mi petición. Él me puso el nombre por su madre, a quien adoraba, pero Monique e Isabel se detestaban, así que ella comenzó a llamarme por el diminutivo francés de mi nombre. Pero, aunque mi padre se hubiera molestado, le debía aquello a la mujer a la que dejé atrás.

    Al fin llegamos a la apacible Vic, cruzamos sus calles empedradas y dejamos atrás la plaza del ayuntamiento, donde mi abuelo me compraba helados. Y a las afueras, desviándonos a la derecha por un camino recto de tierra, llegamos al que a partir de ese momento sería mi hogar.

    Mi padre bajó del automóvil para abrir el portón de hierro adosado al muro de piedra y apareció ante mí la casa que siempre me había parecido un castillo y ahora me resultaba más similar a una jaula, pero debía reconocer que el jardín que la rodeaba estaba lleno de vida y de color. Mi abuela lo cuidaba con esfuerzo y mimo; había plantado jazmines amarillos, coloridas petunias que contrastaban con los blancos claveles y el pobre rosal silvestre parecía desnudo tras perder sus rosas a finales del verano, y le acompañaba en el duelo la jana negra sin sus flores blancas y amarillas.

    Dos robles aportaban sombra a ambos lados de la casa, mientras que la mimosa y el almendro de la parte de atrás tendrían que esperar al invierno para regalarnos su mejor visión, al igual que las camelias. A un lateral del terreno mi abuela había establecido un pequeño y cuidado huerto, en el que se podían ver pequeños brotes de tomates, cebollas y ajos morados.

    No menos cuidada estaba la casa, a pesar de su antigüedad; era un edificio totalmente forrado de piedra, de dos plantas, con las contraventanas de un blanco desgastado y las tejas rojas. Las ventanas de la planta baja correspondían con el salón principal y el despacho; mientras que las superiores daban a las habitaciones principales. La yedra escalaba por sus fachadas en un avance incansable y parecía querer esconder la puerta principal, del mismo tono desgastado de los postigos.

    Allí, en la entrada, nos esperaban mi abuela y mi tía Ángela, con sus hijos Sergio y la pequeña Aina. Mi abuelo estaba dentro, no había querido salir de casa.

    Cinco años atrás había sufrido un accidente de automóvil y se había quedado inválido. Sus ganas de vivir, su alegría y la pasión por su trabajo también se quedaron en el accidente para no volver más. Desde ese día, mi abuelo no volvió a ser el mismo, pero siempre tenía un abrazo guardado para mí. Ni mi abuela ni sus hijos consiguieron nunca que se tomase la medicación y se quedase encerrado en su habitación, porque él se negaba, en sus propias palabras, a quedar relegado a un mueble más.

    Mi abuela Isabel tampoco volvió a ser la misma. Dejó de ser una persona cercana para encerrarse en sí misma. Isabel nunca amó a Ángel, pero juntos habían formado un sólido matrimonio con el respeto como base, pero el accidente había oscurecido sus caracteres y los distanció más que nunca. Mi abuelo se convirtió en un viejo cascarrabias que descargó el resentimiento de haberse perdido a sí mismo en ella, con grandes reproches y múltiples discusiones.

    Él sí la quiso, trató de complacerla en todo, esperando que en algún momento todo lo que había dado le llegaría de vuelta. Lo peor que hay en esta vida es despertar de tu propia mentira.

    Es posible que por ese motivo mi abuelo sufriera el accidente. Se había cansado de empujar una pared y cogió el coche para irse y continuar su vida lejos de Isabel. Pero el destino a veces es cruel e impidió esa separación que los podría haber hecho felices cada uno por su lado, dejando a Ángel postrado en una silla de ruedas para siempre.

    Pero Isabel no era una mala mujer y no lo abandonó aunque la vida le dejó el camino libre. Podría haber renegado de aquel hombre que nunca amó y que ahora necesitaba a alguien para subsistir, pero en una lección de humanidad, se quedó a su lado e hipotecó el resto de sus días.

    Aquella no había sido la única manera en la que Isabel le demostró su cariño a Ángel: le dio una hija, a la que llamó Ángela, que mi abuelo quiso y consintió hasta el fin de sus días.

    Mi tía Ángela era bastante menor que mi padre, alta y delgada y con el mismo rostro redondeado de mi abuela. Llevaba el cabello ondulado en un tenso moño a la altura de la nuca y había heredado de su padre los ojos azules, pero lo más impresionante era la tristeza que emanaban. Se había casado muy joven con Marc, un hombre de aspecto adusto; era alto y tenía una complexión fuerte. Su mirada castaña resultaba dura y llevaba el pelo negro fijado con gel.

    Mi primo Sergio me sacaba dos años y era un adolescente delgado y de aspecto taciturno; no se parecía demasiado a ninguno de sus padres. En cambio, la pequeña Aina, de tan solo tres, era un claro reflejo de Marc, aunque por suerte había esquivado su prominente barbilla.

    Nos estaban esperando. Aunque hacía poco que los había visto, cuando me bajé del coche y salí corriendo a su encuentro, me parecieron más viejos y cansados. Como pronto averiguaría, el motivo era mi abuelo.

    —¡Isabelle! Mi pequeña Isabelle, cuánto te he echado de menos. Pero tu abuelo más que nadie. Está dentro esperándote.

    —Hola, abuela. Yo también os he echado de menos.

    —Me lo imagino, cariño, pero ya no te tienes que preocupar por nada. Ahora estás con tu familia, niña, todo irá bien.

    Como ya sabía, mi abuela no sentía aprecio alguno por Monique. Me dolió su comentario porque entendí el mensaje que encerraba, y yo sentía que mi madre no merecía aquel desprecio; me había dado la vida.

    Isabel era una mujer de mediana estatura. La cara redonda acogía unas facciones tan duras como ella; los ojos eran de un color marrón oscuro que en ocasiones parecían volverse negros. La nariz chata parecía estar percibiendo siempre algún aroma desagradable y poseía un torso grueso y manos callosas y curtidas, herencia de una vida de trabajos y sacrificios.

    Todo lo contrario a Ángela, a quien nunca escuché una mala palabra hacia Monique ni dibujó un mal gesto en su rostro cuando alguien mencionaba su nombre. Tenía una especial sensibilidad para mirar en el interior de las personas, por eso, cuando notó mi tristeza, se limitó a abrazarme fuerte.

    Salí corriendo en busca de mi abuelo. Qué mayor estaba. Cuánto había envejecido en tan solo unas semanas. Verlo me paralizó, aquel no era el abuelo al que yo conocía, fuerte a pesar de todo. Cuando me abrazó, me pareció más bien un suspiro, y en sus ojos no pude encontrar un rastro de luz.

    Lo estaba perdiendo, lo supe inmediatamente. Llegaría la mañana en la que al levantarme no encontraría su sonrisa en el desayuno.

    —Hola, francesita. Cuántas ganas tenía de verte.

    —¿Te encuentras bien, abuelo?

    —No te pongas triste, pequeña, solo estoy cansado. ¡Pero tenerte aquí es el mayor de los regalos! Anda, no seas tonta, soy un hombre de palabra.

    Y le creí porque realmente lo era. Aquel día fatídico, antes de cruzar esa puerta que le llevaría al fin de su vida tal y como era, le juró a mi abuela que nunca más tendría que pasar por el mal trago de dormir junto a él. De un modo u otro, lo cumplió: aunque seguirían compartiendo techo, no volvieron a dormir juntos desde entonces. Resultó ser lo mejor para ambos; ninguno resistiría más daño gratuito.

    Sentada sobre sus rodillas, recorrí la casa camino de mi cuarto: tenía un gran recibidor iluminado por pequeñas cristaleras y las escaleras de madera conducían al piso superior de la casa, donde se encontraban las habitaciones principales; el despacho de mi padre estaba a mano derecha, con su gran mesa de roble y estanterías repletas de libros. A la izquierda se encontraba el elegante salón, cuyas paredes estaban cubiertas por un precioso papel pintado con diminutos detalles florales en tonos pastel; tenía sillones tapizados, una lámpara de araña colgando del techo y las preciosas puertas correderas desembocaban en el comedor. La cocina se encontraba al fondo, mientras que, en la pequeña sala de estar, había dos habitaciones: la mía y la de mi abuelo.

    Antes, mi habitación estaba subiendo las escaleras, como las del resto de la familia, pero cuando mi abuelo sufrió el accidente, quise estar cerca de él.

    Por fin entramos en mi habitación. No me había fijado en el color amarillo de las paredes, algo desvanecido por la gran cantidad de luz que entraba por la ventana. Era evidente que mi abuela le había dedicado tiempo a dejarla bonita y preparada, con las cortinas que había estado bordando semanas antes y un agradable olor a jabón lo envolvía todo. Me asomé por la ventana que daba acceso al jardín y me quedé mirando: la pequeña Aina corría detrás de los pájaros mientras Sergio la observaba en silencio.

    Mi primo y yo nunca habíamos llegado a congeniar realmente, apenas habíamos coincidido y su carácter melancólico me recordaba demasiado a mi madre, y él tampoco tenía demasiado interés en interactuar conmigo. Me di la vuelta dándolo por imposible y salí de la habitación.

    Los adultos se encontraban en el salón y parecían discutir acaloradamente. No me hacía falta averiguar de qué estaban hablando porque los gritos de mi abuela resonaban por la casa.

    —¡Pues no! No me parece bien que se lo consientas. ¿Qué es eso de que la llamemos por ese ridículo apodo francés?

    —A mí tampoco me gusta, madre. Pero ¿qué quiere que haga? Isabelle se ha comportado de manera ejemplar, no ha dado ni un solo problema y ha aceptado el cambio de circunstancias de una manera que me sorprende. Tan solo me ha pedido que la llamemos Babette, que además no es un apodo, madre, es el diminutivo de su nombre en francés. No se lo puedo negar.

    —A mí me da igual si es un apodo o un diminutivo, lo que te digo es que no puede ir por ahí con ese nombre. Ella es tan solo una cría, tiene que aceptar lo que tú le digas, que eres su padre y, por fin, quien la tiene a su cargo. Por favor, Adolfo, imagínate lo que van a pensar de la niña si va por ahí con ese nombre.

    El ruido metálico del mechero quedó ahogado por la voz suave de Ángela.

    —Yo no veo el problema de que la niña quiera tener algo que le recuerde a su madre. Es más que comprensible. ¿Acaso ha habido algún día en tu vida en el que no hayas pensado en tu padre, Fete? Llegas un buen día a su casa, la desvinculas de su madre y la alejas de todo lo que le es conocido, y estamos aquí discutiendo sobre cómo quiere que la llamemos en vez de pensar en cómo se pueda encontr…...

    —A mí lo que me parece es que no es asunto tuyo, Ángela —la voz grave y ronca de Marc finalizó la conversación y la casa quedó en silencio.

    El canto de los pájaros llenó el vacío que dejaron las palabras y el resto del día continuó con la rutina que me era conocida. Estaba claro que en esta familia nos gustaba esconder los trapos sucios. A media tarde sonó el teléfono, y mis tíos se marcharon sin perder tiempo de vuelta a Cadaqués. La casa quedó en calma después de aquello. Mi padre se encerró en el despacho a trabajar y yo le leí a mi abuelo las Poesías completas de Machado en el jardín mientras mi abuela compaginaba oraciones con puntadas.

    Aquella primera noche me resultó extrañamente normal. Los grillos silbaban su melodía fuera mientras mi abuela me acomodaba la ropa de cama.

    —Reza tus oraciones, que más tarde vendrá tu padre a darte las buenas noches, Isabelle —me dijo mi abuela a la vez que salía de la habitación.

    Rezar. En cierto modo estaba acostumbrada, porque cada vez que pasaba tiempo aquí, Isabel rezaba conmigo todas las noches. Más bien, ella recitaba las oraciones y yo juntaba mis manos como ella me había enseñado en silencio, porque nunca era capaz de recordarlas. Sobra decir que solamente había acudido a la iglesia aquí en España, prácticamente arrastrada por mi abuela.

    Al poco rato, mi padre apareció en el umbral de la puerta y apuró el cigarrillo antes de entrar.

    —Ten paciencia con tu abuela. Siempre le hizo ilusión que te llamaras como ella, pero ya se acostumbrará. Venga, es hora de que duermas. Buenas noches, Babette.

    Besó mi frente y apagó el interruptor, dejando el cuarto tenuemente iluminado por la luz de luna que se filtraba entre las cortinas.

    Por mucho que lo intenté, el sueño no acudía a mí. Empecé a imaginar a Morfeo jugando al escondite conmigo, a la vez que me revolvía entre las sábanas sin parar. Decidí levantarme y abrí la ventana sigilosamente con la esperanza de no despertar a nadie.

    Y me quedé largo tiempo allí, con el canto de los grillos como compañía. En algún momento, caí vencida al fin esperando escuchar los tacones de Monique resonando en el suelo de la buhardilla.

    La vida continuó su camino hacia delante y me topé de frente con ella el fin de semana antes de empezar el colegio. Era mediados de septiembre y yo parecía haber bloqueado de mi mente la idea de tener que enfrentarme a un aula llena de miradas centradas en mí.

    El verano, que una vez se me antojó eterno, había llegado a su fin. Aquella mañana de brisa fresca y agradable, Isabel me acompañó de la mano hasta la escuela del pueblo.

    Era un edificio bajo, de una sola planta, y con dos alas claramente diferenciadas: una franja de color azul marino se dibujaba por todo el edificio izquierdo, identificándolo como la escuela de niños, mientras que el derecho estaba marcado de color rosa. Había barrotes de hierro guardando las ventanas y las puertas de acceso

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