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Andando con pies de plomo
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Libro electrónico606 páginas9 horas

Andando con pies de plomo

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“Andando con pies de plomo” es una autobiografía que cuenta la historia de una niña de la que han abusado mentalmente, que se casó con un clon de "Walter Mitty" que la llevó a vivir a países diferentes. Se mudaron de Inglaterra a Kenia, de Libia a Botsuana y luego volvieron a Sudáfrica. Necesitó mucho valor para sobrevivir en situaciones que a veces eran peligrosas y a veces humorísticas, pero siempre angustiosas. Tuvo una variedad de trabajos, diferentes tipos de casas, y fue millonaria y acabó en la ruina. Por un extremo, conoció a la realeza, recibió embajadores y ganó numerosos premios por sus escritos y sus programas de televisión. Por el otro extremo, tuvo que trepar a los vertederos, defender a esbirros y se las arregló para vivir en la selva africana con un bebé de siete semanas después de que la abandonaran, sin dinero ni recursos. Ella admite ser la cobarde más grande del mundo, pero se guió por su instinto de supervivencia y vivió para contar su historia. Este libro te hará reír y llorar, pero también explica el daño que una madre con un trastorno de personalidad que puede infligir a un niño. Sin embargo, no todo es pesimismo, y con suerte inspirará a otros que tampoco tuvieron un buen comienzo en la vida. Todos los nombres han sido cambiados para proteger tanto a los culpables como a los inocentes, ¡y eso incluye a la autora también!

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 sept 2018
ISBN9781547545636
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    Andando con pies de plomo - Lucinda E Clarke

    CAPÍTULO UNO –  DUBLIN – PRIMEROS AÑOS DE INFANCIA

    Tenía tres años. Aún podía sentir el dolor en las piernas donde la zapatilla me había dejado ronchas rojas pero estaba acostumbrada a eso. Cuanto más lloraba más me pegaban, para darme motivos por los que llorar.

    Le tenía un miedo enorme a mi madre; era tan fría y tenía tan mal genio que nunca podía satisfacerla. Lo más mínimo que hacía le molestaba y entonces sabía que iba a empezar a pegarme de nuevo. Quería que parase y la única solución que se me ocurría era salir huyendo de casa. Así que supongo que el primer recuerdo que tengo de mi infancia es de un día que quería huir de casa.

    Era un día frío y nublado en un barrio tranquilo de Dublín a comienzos de los años cincuenta. Estábamos en la sala de estar, mi madre estaba sentada junto al fuego escuchando la radio. Caminé sigilosamente hacia la puerta para que no se diera cuenta. No tuve esa suerte. Cuando me acerqué a la manivela de la puerta, me recordó con su fría y fuerte voz que no dejara que el aire caliente saliera al pasillo. Abrí la puerta lo suficiente para poder salir y la cerré.

    Busqué debajo de la cama y saqué una pequeña maleta de cartón de color marrón. Llevaba pensado escaparme desde hace tiempo y ya había hecho una lista mental de lo que necesitaría para el viaje a mi nueva vida. Eché tres libros de Noddy, mi muñeco favorito, un peine y un par de bragas limpias. Me puse el abrigo y el gorro con dificultad, y ya estaba lista para irme de casa.

    Sin hacer ruido caminé despacio por el pasillo hasta la puerta delantera y tiré del pestillo que estaba por encima de mi cabeza.

    ˗̶  ¿Dónde te crees que vas? 

    Mi madre estaba en la puerta de la sala de estar con los brazos cruzados sobre el pecho y parecía estar furiosa. Como había llegado hasta ahí, no podía volverme atrás.

    ̶  Me voy de casa – dije en tono alto.

    ̶  Ah, ¿en serio? ¿Y adónde vas?

    ̶  Voy a...

    Sabía exactamente donde iba, lo había pensado bien pero no se lo iba a decir a mi madre para que supiera donde estaba en caso de que, por algún motivo, viniera y me trajera a casa de nuevo.

    ̶  Las niñas que quieren irse de casa deberían de ser lo suficientemente altas para alcanzar el pomo de la puerta. Si te vas, no te molestes en volver, no quiero volverte a ver. No te quiero y no eres más que una molestia. Quería una niñita buena que hiciese lo que le digan, no una niña mala como tú.

    Mi madre volvió a la sala de estar y dio un portazo.

    Parpadeé para quitarme las lágrimas, ¿por qué no podía quererme mi madre? Intenté ser buena con todas mis fuerzas. Poco antes esa mañana rompí un vaso lleno de leche que se me escapó de las manos y se rompió al caer al suelo.

    ̶  ¡Mira lo que has hecho ahora!  ̶  gritó mi madre.

    ̶  Lo siento, mamá, se me ha caído" – me eché a llorar.

    ̶  ¡Límpialo ya!

    ̶  Sí, sí, pero no te enfades conmigo, por favor. Lo siento. 

    Estaba temblando mirando el desastre en el suelo. La leche estaba empezando a desaparecer bajo la cocina.

    ̶  Nunca me das motivos para agradarme. Siempre dices que lo sientes. Si de verdad lo sintieras no harías lo mismo una y otra vez. Dijiste que lo sentías cuando rompiste mi mejor taza, ¿esa también se te cayó? No pidas disculpas si realmente no lo sientes.

    En cuanto mi madre se volvió al salón, arrastré una silla de la cocina, me subí encima y abrí la puerta.  Puse la maleta en la puerta para que no se cerrase y coloqué la silla en su sitio. Luego cogí la maleta todo lo rápida que pude y salí corriendo.

    Cinco casas más abajo en la misma carretera vivían mi tía Gladys y mi tío Douglas que no tenían hijos así que sabía que tenían una habitación libre para mí. Siempre estaban contentos, siempre sonreían y eran muy amables. A veces mi tía Gladys me abrazaba así que decidí que iba a vivir con ellos. Nos reiríamos mucho, me darían abrazos todos los días, serían amables conmigo y yo sería feliz.

    Tuve que subirme a la maleta para alcanzar el timbre y llamé varias veces hasta que lo oí al otro lado de la puerta. Nunca se me ocurrió que podían haber salido o que igual no había nadie para abrirme la puerta.

    Estaba a punto de subirme a la maleta de nuevo y llamar por segunda vez cuando la abrieron. Mi tía Gladys parecía confusa, sabía que no me dejaban salir al jardín sola.

    ̶  Me he escapado de casa y vengo a vivir con vosotros  ̶  solté sin pensar.

    Mi tío Douglas apareció en la entrada.

    ̶  ¿Qué significa esto? ̶  preguntó.

    ̶  Adele se ha escapado de casa y quiere vivir con nosotros  ̶  repitió mi tía Gladys.

    Estaba empezando a hacer frío en la entrada y no podía entender por qué no me abrazaban ni me metían dentro. En mis sueños mi tía Gladys me llevaba a la cocina y me hacía un chocolate caliente y luego planeábamos las cosas bonitas que íbamos a hacer juntas.

    Pero no fue así. Simplemente estaban allí de pie mirándome. ¿Qué pasaba? Yo no lo había pensado ni soñado de esa manera, ¿por qué no se alegraban de verme?

    Mi tío Douglas rompió el silencio y dijo:

    ̶  No puedes venir a vivir aquí.

    ̶  Tienes que irte a casa – añadió mi tía.

    ̶  Pero...

    No se me ocurrió que decirles. Si no iba a vivir aquí, ¿dónde iba a vivir?

    Me cayeron dos lagrimones mientras estaba allí de pie. Me imaginé lo que me esperaba cuando volviera a casa. Me esperaba la zapatilla y  hacía mucho daño. Mi madre me iba a gritar y a chillar. Me iba a mandar a la cama sin cenar y luego vendría el silencio. Ese era el peor castigo de todos. El dolor de las piernas no tardaba mucho en quitarse, aunque me pegara fuerte con la zapatilla, pero el silencio duraba días y días. Cuando miro atrás, creo que el récord fue un mes en el cual no me dirigió la palabra. Hubieron bastantes comentarios al margen de lo desagradecidos que éramos los niños, lo mal que nos portábamos y lo maleducados que éramos con los adultos.

    Al principio le pedía perdón, le decía que lo sentía, que nunca jamás volvería a hacer nada malo. Le pedía por favor, por favor que me hablase y que por favor dejáramos las cosas estar. La abrazaba con mis brazos e intentaba sentarme sobre ella para reconciliarnos pero siempre me empujaba.

    Después de varios días, me empezaba a frustrar y a enfadar y luego, por supuesto, decía o hacía algo mal de nuevo y la historia se repetía.  Había pequeñas islas de tranquilidad entre los océanos de pena pero sólo duraban un día o dos y luego, a veces sin darme cuenta, volvía a hacer que se enfadara de algún modo y las palizas y el silencio volvían a empezar.

    Nací en 1949, mucho tiempo antes de que los niños tuvieran derechos, antes de que a los niños se les considerase gente de verdad. Por aquel entonces se les consideraban propiedad de los padres y eran buenos o malos. Tampoco estaba un número de teléfono de Child Line para llamar si recibías malos tratos, se hacía nada si abusaban de ti física, emocional o mentalmente. Para el mundo exterior, todo parecía normal y feliz. Vivíamos en un bungaló de tres habitaciones a las afueras de Dublín. Teníamos todas las comodidades modernas, un baño interior, un teléfono y un coche. Estoy segura que hay millones de niños en todo el mundo que habrían envidiado mi vida, mi ropa bonita, mis libros y juguetes. Me daban comida adecuada y apenas tenía frío. Pero ninguna cosa material compensaba la falta de cariño y, si hubiera sabido que había vagabundos en las calles o refugiados que se mueren de hambre, habría preferido haberme puesto en su lugar con tal de estar rodeada de una familia y amigos cariñosos y comprensivos.

    Pero tenía poco conocimiento del mundo exterior, mi mundo se limitaba a la casa y al jardín, con viajes esporádicos a la ciudad para ir de compras. Incluso eso a veces resultaba ser un desastre. Recuerdo una ocasión en particular que habíamos quedado con una amiga de mi madre y su hijo. Fuimos a tomar café a uno de esos grandes almacenes lujosos de la ciudad. Como era demasiado joven para beber café o té, me dieron una bebida con gas. En aquellos tiempos no nos preguntaban que queríamos sino que decidían por nosotros. Sin decirme una palabra, Gordon, que tenía dos años más que yo, me retó a una carrera para ver quien llegaba el primero. No tenía ni idea de lo poco sensato que era beberse una bebida con gas rápidamente así que, no sólo perdí la carrera sino que también vomité sobre mi traje nuevo.

    ––––––––

    Mi madre pidió disculpas y me arrastró bruscamente sacándome de la tienda, me metió de un empujón al coche y me llevó a casa para que no me vieran nadie. Una vez que se puso las zapatillas supe que me enfrentaba a varios días más de silencio.

    Con el paso de los años, he intentado entender a mi madre y la manera en la que se comportaba y, a decir verdad, su vida tampoco había sido idílica. Nació en una familia de padres coloniales ricos; su padre fue un importante hombre de negocios en China. Era dueño de grandes tierras, incluido un edificio de oficinas en la ciudad de Hancow y tenía una finca en la montaña. Su familia pasaba aquí los veranos, lejos del calor y el bullicio de la ciudad.

    Mi abuela pertenecía a la alta sociedad en sus tiempos y tenía una tropa de sirvientes para cuidar de sus casas y jardines así que no tenía mucho que hacer excepto jugar al Mahjong y al bridge con su amplio círculo de amigas. Luego, por supuesto, estaba el club colonial, las carreras de caballos y una multitud de otras ceremonias a las que asistía.

    Mi abuelo, Harry Smith, era el dueño y encargado del Hancow Times, un periódico muy leído en inglés, quizá era el único leído en el país, no estoy segura. También era corresponsal del Daily Mail y el Telegraph en Londres. Me decía que odiaba escribir pero era algo de familia.

    Los Smiths de Escocia fueron de los primeros misioneros blancos que llegaron al centro de China pero pronto perdieron su entusiasmo religioso para dedicarse al comercio. Adquirieron propiedades y negocios, y se enriquecieron cada vez más. Aunque mi abuelo afirmaba odiar el periodismo, parecía tener éxito con él.

    Mi madre, Margaret, era la única hija que les quedaba después de que su hermano menor muriera a los dos años de fiebre amarilla. No creo que se sintiera sola y no sé si recibió mucho o poco cariño de sus padres pero, obviamente, cuidaban de ella y le daban lo mejor del mundo material.

    Hasta los siete años tuvo su propia amah o sirvienta que trabajaba a jornada completa. Recuerdo que me contaron que ni siquiera había ido al aseo sola hasta los siete años. Creo que estaba muy mimada y tenía un alto concepto de sí misma. Me contaron que le entraban rabietas cuando tenía que irse del club para irse a casa a acostarse. También sé que tenía amigos de su edad con los que jugaba que eran hijos de otros colonos. Hay muchos álbumes de fotos de picnics y excursiones al calor del sol de China. 

    Pero se avecinaban vientos de guerra por el horizonte y pensaron que sería bueno que mi madre volviera a Inglaterra para continuar sus estudios. Fue un viaje de varias semanas en barco en aquellos días, acompañada de mi abuela. Dejaron a Margaret con unos familiares que vivían en Bath y la enviaron a un colegio privado. Mi abuelita volvió a China poco después.

    Por aquel entonces los ancianos se ponían de acuerdo para hablar de las personas mayores mejores y más inteligentes. Me imaginé que mi madre creó un caos en la casa de los familiares de Bath por los comentarios que había oído de vez en cuando. Esperaba que todo el mundo la atendiera y se quejaba constantemente de lo mal que la trataban. No estaba acostumbrada a ser miembro de una familia normal con varios hijos y odiaba tener que esperar su turno para cualquier cosa.

    Pero debió ser duro para ella, incluso si la familia era cariñosa, porque no volvió a ver a sus padres durante siete años. En aquellos días no era posible subirse a un avión y visitar a los hijos en las vacaciones escolares. El barco desde China que pasaba por el Canal de Suez tardaba seis semanas para ir y volver, y era poco probable que mi abuelo pudiera pasarse ese tiempo lejos de sus negocios.

    Mi madre era una estudiante normal y corriente que se mudó a un instituto privado exclusivo para hijas de terratenientes, donde las asignaturas principales estaban relacionadas con cómo conseguir marido y como conservarlo. En algún momento mi madre aprendió a escribir a máquina y a hacer la taquigrafía de Pitman pero no creo que nunca se viera trabajando.

    En China, las cosas iban de mal en peor y los japoneses estaban invadiendo el país. A mi abuela la enviaron a Inglaterra por su propia seguridad y a mi abuelo lo capturaron los japoneses como prisionero de guerra.

    Mi abuela se reunió con su hija y vivieron juntas en un piso al oeste de Inglaterra justo antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En 1939, mi madre tenía sólo dieciocho años y tenía muchas ganas de unirse al ejército. Su padre había prestado servicios en la Primera Guerra Mundial y a ella le apetecía hacer su papel también.

    Se alistó en el ejército y estuvo con las enfermeras de la unidad FANY. Primero aprendió a conducir, luego se hizo profesora y finalmente se hizo profesora de profesores. Conducían vehículos de todas clases, camiones, furgonetas y ambulancias.

    Cuando decidieron que la Princesa Isabel tenía que ingresar en el ejército también, pusieron una unidad con base cerca de Windsor para que la Princesa volviera a casa cada noche a dormir en el castillo. Mi madre tiene fotos de la unidad hechas en 1945 con la Princesa sentada junto a ella, aunque, que yo sepa, no eran amigas.

    Incluso en el ejército mi madre tuvo que ejercer su autoridad porque, con frecuencia, presumía de pedirles a las otras chicas que le trajeran el desayuno a la cama por las mañanas. No entiendo como no tuvo problemas a causa de eso pero odiaba levantarse temprano.

    A través de la intervención personal de Winston Churchill, finalmente cambiaron a mi abuelo por un prisionero japonés y lo devolvieron a casa. Llegó a Londres arruinado, con media corona en el bolsillo de un traje prestado. Después de un tiempo en el hospital le dieron el alta y fue entonces cuando mi abuela descubrió que había estado trabajando para el Servicio de Inteligencia Secreta MI6. Se enteró porque mi abuelo hablaba mientras dormía.

    Quería mucho a mi abuelo. Existían rumores de actos de valor y reuniones secretas. Él, junto con otros, informó a los americanos y a los británicos de los bombardeos de Pearl Harbour. Como ahora se sabe, los ignoraron con el objetivo de involucrar a América en la guerra. Mi abuelo conoció y entrevistó a Lawrence de Arabia y era amigo de Chiang Kai Shek. De por sí, no era uno de los favoritos de Mao Tse-Tung que destituyó al líder anterior y lo exilió a Formosa, que ahora se conoce como Taiwán.

    Los japoneses aislaron a Harry Smith durante más de dos años. Lo torturaron y un pelotón de fusilamiento lo quería matar con cartuchos de fogueo. Uno de los motivos por los que sobrevivió fue la consideración de un chino al que le pasaba comida y mantas. En la prisión mantuvo su mente ocupada recitando desde las tablas de multiplicar hasta la tabla de símbolos químicos. Creaba dibujos imaginarios en la pared de su celda y nunca perdió la esperanza de que algún día le dejarían libre.

    Me gustaría ampliar la historia de su vida pero sólo conozco los hechos que he contado. Si hubiera sido mayor o hubiera tenido más consciencia, le habría hecho un gran número de preguntas y quizá escribiría sobre su vida en vez de la mía.

    Su vuelta a Inglaterra le molestó a mi madre que había creado una estrecha relación con mi abuela, que era una mujer tranquila y amable. Pero ahora mi abuelo había vuelto y todo cambió. Obligaban a mi madre a sentarse en el asiento de atrás. Se sentía resentida por la pérdida de su riqueza, los criados y su posición privilegiada en la sociedad. No tuvieron compensación por la pérdida de todas sus propiedades en China, la mayoría destruidas, ni por el imperio del periódico. El Servicio Secreto Británico no reconoce públicamente a ninguno de sus trabajadores, ni entonces ni ahora.

    Mis abuelos se mudaron a un piso pequeño en North Cheam a las afueras de Londres y, mientras mi abuelo se recuperaba, aceptó un trabajo en Baker Street trabajando en la oficina principal de Marks and Spencer.

    Mientras tanto, mi madre conoció a un joven irlandés llamado David Eric Clarke que tenía familiares en el negocio del whiskey pero ninguno era lo suficientemente cercano para que le perteneciera parte de ese imperio.

    La realidad es a menudo más extraña que la ficción porque, aunque mi madre conoció a mi padre en el ejército, no era consciente entonces que uno de sus amigos cercanos de China se había enamorado previamente de Allison, la hermana de David. Se comprometieron pero la familia de Clarke no estaba de acuerdo y obligó a Allison a devolver el anillo. Sin embargo, le dieron el visto bueno a Margaret Smith y la boda tuvo lugar en 1946, en Sutton, en Surrey. Después se mudaron de Inglaterra  para fijar su residencia en Dublín.

    Yo aparecí en 1948, en una residencia privada de Dublín y mi padre, lleno de entusiasmo, corrió para registrarme como Lucinda Elizabeth, a pesar de que a mi madre no le gustaba el nombre. Ella quería llamarme Pita, que en ruso significa chica.

    Varios meses después se mudaron a Cork y decían que iban a mandar a mi padre a Ciudad del Cabo para que ayudara a abrir una compañía de seguros de sindicatos en Sudáfrica. Quizá ese fue otro hecho más extraño que la ficción tal y como me lo demostró el destino más tarde.

    Pero en ese momento mi padre ya estaba enfermo y se mudaron a Dublín para estar más cerca del resto de la familia, aunque mi madre no se llevaba bien con nadie. Me enteré que la mudanza a Cork fue principalmente por las peleas que mi madre tenía con sus suegros. Se quejaba de que se entrometían en todo, de su poca sensatez y su falta de respeto hacia ella.

    No recuerdo nada de mi padre aunque, por las fotos, se parecía a David Niven. Yo tenía sólo dos años cuando murió de cáncer una noche en casa de sus padres. Desafortunadamente, sus padres habían salido a una fiesta esa noche y eso fue algo que mi madre nunca les perdonó.

    Nos mudamos al bungaló que acababan de terminar en la Carretera Clonmore, número 18. La zona de Mount Merrion estaba sólo a tres puertas de Thyra, la otra hermana de mi padre, lo que demuestra que no teníamos relación con el resto de la familia. Nunca se me ocurrió escaparme a vivir con mi tía verdadera que vivía incluso más cerca que los amigos de mi madre, mi tía Gladys y mi tío Douglas.

    Cada domingo, miraba detrás de las cortinas de visillo y veía a mi abuelo paterno aparcar el coche en la carretera y visitar a su hija, su yerno y sus nietos. Nunca visitó nuestra casa. De vez en cuando, uno de mis primos venía con un juguete o con golosinas que mis abuelos habían dejado para mí, y mi madre las tiraba a la basura.

    En algún momento tuvo que haber una reconciliación con los Clarkes porque recuerdo alguna visita ocasional a su casa al otro lado de Dublín. Me fascinaban los carrizos de las Pampas que había en el césped del jardín, las tortugas que se escondían en invierno, el taburete con patas de elefante y la cortina con cuentas de vidrio.

    Roland Clarke era un corredor de seguros con éxito que también trabajaba para el sindicato y era miembro de todos los clubes y sociedades correctas. Después de morir mi padre, los masones me ofrecieron ayuda con mis estudios. Mi madre no aceptaba esa parte de la vida de mi padre que no podía dominar. Los secretos que rodeaban a los masones le parecían un insulto y era lo único que ocultaba de la vida de mi padre.

    Me enviaron al mejor colegio protestante privado de Dublín, The Hall School. Recuerdo que no estaba contenta en el colegio y tampoco tenía muchos amigos. En una ocasión, fui la única persona de clase a la que no invitaron a la fiesta de cumpleaños de la niña más popular. Como yo aún estaba en preescolar entonces, puede que no me enterase. Sin embargo, mi madre se enteró, me explicó la situación y me dijo lo horrible que era y, ¿quién me iba a querer en su fiesta de cumpleaños?

    ¿Fui una niña complicada? No más que las otras pero los únicos recuerdos que tengo de esos días eran la pena, el miedo y la baja autoestima que sentía.

    Algo que me alegró la vida fue mi regalo cuando cumplí cinco años. Mi madre cuidaba del perro de una amiga y le gustaba tanto lo bien educado que era el terrier escocés que le pidió un cachorro cuando criara.

    Yo estaba encantada con aquella bola de pelo despeinado. Tenía todo tipo de ideas para nombres, los típicos infantiles. Mi madre dijo que se llamaría Boko como una de las famosas hermanas siamesas a las que consiguieron separar, y con Boko se quedó.

    Cualquier persona que haya tenido un terrier escocés como mascota sabrá quién manda. Hacen lo que quieren y normalmente son tercos. ¿Os acordáis del terrier escocés que apareció en el programa de Bárbara Woodhouse en el que entrenaba a perros? ¡No había manera! Hasta con cualquier experto de perros tentaba su suerte. Por desgracia, los terriers no son perros cariñosos tampoco y siempre que podía Boko intentaba escaparse de casa, en cuanto veía la puerta abierta.

    Yo también intentaba escapar de casa con regularidad. En una ocasión me fui sin idea de dónde ir, así que continué caminando sin parar. No importaba adónde iba, sólo sabía que tenía que irme. Creo que mi madre no llamó a la policía pero me encontró ese día y me comentó que no pensaba que alguien tan pequeño pudiera ir muy lejos.

    Hay mucho escrito sobre el abuso físico pero el abuso mental no se manifiesta de manera tan obvia y muchos niños, hasta hoy en día, son víctimas de las atrocidades de sus padres. El trato despiadado los deja con una baja imagen de sí mismos, tendencia a los nervios y son incapaces de tomar decisiones con confianza. Aunque por fuera yo parecía una niña de clase media bien cuidada, por dentro vivía en un infierno.

    Empecé clases de ballet a los dos años y salí de gatita en una actuación del Teatro Gaiety cuando tenía sólo tres años. Sonreí valientemente sobre el escenario mientras temía el final de la función por las críticas y el silencio que vendría después.

    Después de una clase de ballet, mi madre me miró las piernas, me pasaba algo pero ella no sabía lo que era. Fuimos al médico y me diagnosticaron tuberculosis en la pierna izquierda. Mi madre estaba avergonzada porque pensaba que la tuberculosis era una enfermedad que sólo contraía la gente de clase baja que vivía en condiciones poco higiénicas. Una vez más se avergonzó de mí. Me pareció injusto pero pasaron otras dos décadas hasta que descubrí la verdad.

    Mientras estaba en el ejército, mi madre pidió licencia por asuntos propios para visitar a su prometido que lo iban a enviar al extranjero pero se la negaron. Para que no se lo impidieran se tomó una botella de salsa picante para que le diera fiebre e hizo cola en el puesto del oficial médico. Desafortunadamente, lo llamaron y cuando volvió ya no tenía fiebre.

    El plan B fue bañarse en agua fría, ponerse el pijama mojado y dormir con la ventana abierta, en Abergavenny, en Gales, en invierno. Con eso consiguió ponerse enferma de verdad y pilló pleuritis que luego se convirtió en tuberculosis. 

    Con el tiempo se recuperó pero la volvió a pillar cuando me llevaba en su vientre y, poco después de dar a luz, me tuvieron que cuidar mis abuelos paternos durante varias semanas, mientras mi madre estaba en el sanatorio.

    Aún era niña yo cuando me dijo que nunca podría besarme o abrazarme porque estaba preocupada por mi salud. No me explicó por qué y se negó a responder a mis preguntas. Todavía no sé si mi madre pensaba eso de verdad pero intentaré otorgarle el beneficio de la duda.

    Tenía seis años cuando me enviaron al sanatorio. El tratamiento para la tuberculosis por aquel entonces era descansar mucho, tomar mucho aire fresco y penicilina, la maravillosa medicina que llevaba poco tiempo en el mercado. Estuve allí durante casi un año. Intenté portarme bien pero recuerdo que me orinaba en la cama y las enfermeras se enfadaban conmigo. Mi madre no me ayudaba, le caía mal a todo el mundo por su forma de ser. Me hizo un camisón y un pijama muy bonito para llevármelo al hospital pero, cuando ingresé, me los quitaron y se los devolvieron a ella. Montó un escándalo en la recepción, recuerdo muchos gritos y chillidos.

    A todos nos daban una camisa de dormir y un jersey rojo para ponérnoslo encima. Una enfermera traía un montón a la sala y los dejaba a los pies de las camas. Los niños que podían levantarse de la cama y andar se lanzaban sobre el montón para elegir ellos mismos las camisas y jerséis más grandes. Tomaban una talla menos para dársela a sus amigos. Yo estaba en la cama con una tablilla de hierro sujeta a la pierna izquierda. Cuando llegaba la ropa nunca la alcanzaba así que siempre acaba con camisas y jerséis que no eran mi talla. A veces la camisa no me entraba o se me quedaba la espalda al aire. Todas las camas estaban en una sala abierta y recuerdo temblar, sobre todo en invierno. No había nada para evitar que entrara el viento y, a veces, nos teníamos que apiñar bajo las finas sábanas para intentar abrigarnos. Incluso ahora le tengo un miedo especial al frío después de aquello.

    Como si no fuera suficiente estar expuesto al aire, la pared trasera estaba llena de rejillas abiertas por las que entraba el aire. La parte trasera del hospital daba a un grupo de viviendas de presupuesto barato y los chicos jóvenes a veces se divertían metiendo una variedad de cosas por los huecos. Luego se esperaban para oír los gritos. Yo seguramente hice que su esfuerzo valiera la pena, especialmente el día que me cayó encima un neumático de bicicleta. Estaba aterrorizada. Me senté rígidamente en la cama mirándola, no tenía ni idea de lo que era. 

    He mencionado antes que fui a un colegio protestante. Ahora estaba en un hospital católico y yo era la única que no era católica en ese lugar. Cuando los otros niños se enteraron me dijeron que iba a ir directa al infierno por no alabar al dios correcto. Si hubiera podido me habría hecho católica entonces pero no sabía cómo hacerlo. Me quedaba sola todos los domingos porque sacaban las camas de ruedas para que todos pudieran ir a misa.

    El día de Viernes Santo nos advirtieron que no dijéramos ni una palabra entre las doce y las tres ya que eran las horas que Cristo supuestamente pasó en la cruz. Me senté tranquilamente a jugar con mis muñecas, hasta que me horroricé al darme cuenta que les había estado hablando. Miré a mi alrededor y estaba segura que los otros niños me estaban mirando. Me descubrieron. Un minuto después de que el reloj diera las tres, todos me aseguraron que ahora tenía el doble de posibilidades de ir al infierno, era algo seguro y tenía que aceptarlo.

    El personal médico estaba completamente harto de mi madre que revolucionaba todo en cada momento. El domingo era día de visitas y había cuerdas a los pies de las camas para evitar que las enfermedades se propagaran. Los visitantes tenían que quedarse a los pies de la cama detrás de la cuerda. Mi madre se negó a obedecer las reglas y cruzó la línea, no para darme un beso o un abrazo sino porque nadie le iba a decir lo que podía o no podía hacer. 

    Mis abuelos de Londres me mandaban siempre paquetes con golosinas, libros de colorear y un periódico para niños. Dejaban tirado cualquier correo que llegaba a los pies de la cama también y no lo alcanzaba. Apenas me dejaban nada porque los otros pacientes bajaban de la cama para venir a la mía.

    ̶  ¿Me das esto?

    ̶ ¿Me das eso? – yo decía que sí con la cabeza y les dejaba repartirse lo que había en el paquete y se lo llevaban. Me dejaban el periódico para niños y nadie quería leerlo, yo menos que nadie. No tenía la confianza en mí misma para decirle que no a nadie.

    Por fin decidieron darme el alta en el hospital y me mandaron a casa. Era primavera. Recuerdo estar acostada en una silleta plegable en el jardín, observando a Boko correr entre las flores y el césped mientras yo apenas prestaba atención a mis clases. Tuve varios profesores particulares y  a todos le resultó difícil darme clase. A decir verdad, no me acuerdo de ninguno. Sólo recuerdo que aprendí a leer yo sola antes de cumplir cuatro años y sólo quería leer, sobre todo libros de Noddy y otros libros de Enid Blyton que podía pillar.

    En total, me pasé un año en la cama y tuve que volver a aprender a andar a los siete años. Fue una etapa frustrante porque, como cualquier niño de siete años diría, ¿por qué andar cuando puedes correr? Entiendo que todos querían protegerme para que no me cayese. Hasta el día de hoy todavía me tambaleo al caminar.

    Comíamos fiambre tres veces a la semana ya que el médico le dijo a mi madre que tenía que comer comida que alimentara. No era carne de calidad sino carne fibrosa con una capa de grasa a un lado que no se podía cortar. Recuerdo que hacía todo lo posible por comérmela pero se me revolvía el estómago y me daban ganas de vomitar con sólo mirar el estofado. Pero tenía que comérmelo, mi madre era así de terca y cuanto más rebelde me ponía yo, más estricta se volvía ella.  Lo que no me comía a la hora de comer me lo ponía a la hora de la cena, o al día siguiente para desayunar. Muchas personas crecimos con la frase no puedes tomarte el postre hasta que no te comas la comida. No recuerdo haber tomado postre nunca. Recuerdo que no le quitaba el ojo al plátano cortado a trozos con leche y mermelada de fresa que pocas veces, o  nunca, me comía.

    De vuelta al colegio, en Hall School, la vida continuaba de la misma manera que antes hasta que un día, cuando tenía diez años, volví a casa y me enteré que nos íbamos a mudar.

    ̶  Nos mudamos a Inglaterra – me dijo mi madre.

    Eso era algo fascinante y tenía ganas de mudarme. Quizás un nuevo país sería el comienzo de una nueva vida.

    CAPÍTULO DOS – INGLATERRA

    Al principio nos quedamos una temporada con los padres de mi madre en un piso pequeño de North Cheam. Me enviaron al colegio de primaria local que estaba a unas calles de distancia, un cambio enorme en comparación con el colegio privado al que fui en Dublín.

    Mi madre se peleaba constantemente con sus padres. Ella quería vivir con ellos pero ellos le decían que no, que debía buscar su propio hogar para ella y para mí. Mi madre gritaba y chillaba y le echaba la culpa a mi abuelo por haberlo perdido todo en China, por su egoísmo y por traer la miseria a la familia. Pero mi abuelo se mantuvo firme.

    En retrospectiva, era cierto que no había suficiente espacio para nosotras en el piso. Al final mi madre me sacó arrastrándome y nos quedamos con una amiga suya que vivía cerca en el condado de Gloucester. Por aquella época el ayuntamiento local ofrecía hipotecas al 2% de interés en una urbanización de bungalós que estaban construyendo a las afueras de la ciudad. Me imagino que estaban intentando fomentar la inmigración rural al pueblo comercial. Incluso por aquella época los jóvenes de la región estaban deseando mudarse a las ciudades de alrededor.

    El bungaló costó dos mil libras en total y mi madre usó el dinero que sacamos de la venta del bungaló de Dublín como depósito y, finalmente, nos mudamos hacia finales del año 1958.

    Me volvieron a enviar a un colegio privado. Ingleside se encontraba más cerca de la ciudad, me gustó bastante e hice buenos amigos. Lo que no me gustaba era volver a casa. Poco había cambiado. Mi madre aún me pegaba con la zapatilla al menos dos veces a la semana y los silencios continuaban. Me amenazaba frecuentemente con mandarme lejos. Me decía que tenía que haberme muerto yo en vez de mi padre, y que era hija del demonio.

    A veces podía reírme, sobre todo si alguien tocaba al timbre, de repente mi madre se ponía cariñosa y me hablaba bien. Durante unos minutos de gloria podía relajarme y divertirme. Sin embargo, en el momento en el que cerraba la puerta a los invitados, se volvía completamente fría.

    Había siempre mal ambiente en casa y tenía que andar con pies de plomo cada vez que hablaba. Mi madre explotaba con lo más mínimo y, la mayoría de las veces, me pillaba por sorpresa  puesto que hacía las cosas mal sin darme cuenta.

    Siempre es posible sentirse culpable si lo buscas y mi mal comportamiento me hacía sentirme culpable por todo. Cuando no era por no colgar un vestido bien o por dejar que entrara el perro con las patas llenas de barro, era porque no me levantaba a prepararle una taza de té o café cuando me lo pedía. Tenía problemas si llegaba del colegio dos minutos tarde porque me había parado a hablar con alguna amiga, si no servía la cena en platos calientes, si no echaba carbón al cubo antes de que se acabase, si arrugaba el periódico o lo leía demasiado alto, si hacía ruido al pasar las páginas o quizás si se me caía azúcar al suelo. Había tantas cosas que podía hacer mal y las hacía todas.

    Mi madre no tenía vida social. Nunca salía por las noches y tenía sólo una amiga, May. Hablaban durante horas y horas por teléfono y a ella le contaba lo mala y lo complicada que yo era.

    Tenía una buena amistad con la hija de Mary, Christine, y me encantaba ir a su casa. Su padre también era divertido, me gastaba bromas y me hacía reír. Las únicas veces que salía era cuando me mandaban a hacer recados a casa de Christine. Mi madre no me dejaba salir a jugar con los otros niños de la urbanización y, cuando mi madre dejó de llevarme y recogerme del colegio, me compró mi primera bicicleta. Por las tardes, tenía que ir directa a Ingleside, derecha a casa.

    Me quedaba poco tiempo para jugar. Si mal no recuerdo, ayudaba a mi madre a limpiar la casa. Conforme me hice mayor yo hacía cada vez más y ella hacía cada vez menos. Le gustaba sentarse junto al fuego, leer el periódico y hacer el crucigrama del día. Luego, a partir de 1960, cuando compramos nuestra primera televisión, se dedicaba a verla el resto del tiempo.

    Como una idiota, intenté ganarme su confianza cuando tenía diez años, preparándole el desayuno todos los días y llevándoselo a la cama por la mañana.

    Los sábados tocaba limpiar y mi primer trabajo era ordenar la casa antes de empezar a limpiarla. Al contrario que yo, mi madre nunca era ordenada. No me gustaba nada colgar y guardar la ropa que se había puesto la semana antes. Cuando yo estaba en primaria lavábamos la ropa los sábados y, cuando estaba en secundaria, me encargaba de hacerlo los miércoles por la tarde después de llegar a casa del colegio. En retrospectiva, pasé mucho tiempo haciendo las tareas de casa cuando era algo que odiaba.

    Tuve otro susto con los médicos en mi último año de primaria. Llevaba gafas desde los dos años e iba al hospital regularmente para revisarme la vista. Por lo visto, mi vista era un poco extraña porque no usaba los dos ojos a la vez. Usaba uno para larga distancia y otro para leer. Con frecuencia había un montón de niños a mi alrededor cuando iba a las revisiones así que no estaba sola  el día que el médico le dijo a mi madre que tenían que operarme de la vista.

    No me alarmé excesivamente hasta que me contaron que te sacaban el ojo y te lo dejaban colgando sobre la mejilla mientras te operaban despierta. Aparentemente, había que cooperar durante la operación. Estaba aterrorizada y mi madre hizo poco para animarme quejándose de lo que le iba a costar. Estoy segura que la operación la pagaba la Seguridad Social pero no se le escapaba cualquier excusa para decirme que era un incordio. No hizo nada para dispersar mi miedo a la operación y tuve pesadillas pensando que me rodarían los ojos por las mejillas y caerían al suelo e irían a parar debajo de la mesa quirúrgica.

    Hice lo único que se me ocurrió. Dejé de leer debajo de la ropa de cama por la noche. Cuando estaba en primaria me acostaba a las seis, mientras que todos mis amigos se acostaban a una hora razonable en mi opinión. Era demasiado temprano y apenas tenía sueño a esa hora. En verano era peor con la luz del día fuera y el sonido de los niños de mi edad jugando en la calle debajo de mi ventana. La respuesta de mi madre fue poner cortinas de tela recia para que no entrara luz pero, aun así, a mí no me entraba sueño. Solucioné el problema leyendo, llevando cuidado siempre por si oía pasos al otro lado de la puerta. Si me pillaba mi madre me daría otra paliza y dejaría de hablarme pero, por mucho que lo intentaba, no podía dormir si no estaba cansada. Cuando no me pillaba leyendo lo veía como una pequeña victoria contra su tiranía.

    Después de dejar de leer bajo la ropa de cama, mi vista mejoró milagrosamente y ya no vieron necesidad de operarme. Para sustituir la lectura empecé a inventarme otro mundo. Anteriormente, sólo había deseado ser otra persona y me prometí a mí misma que, cuando me despertase, estaría a millas de distancia con otra familia. O que mis padres reales vendrían a la puerta de casa para reclamarme. Era siempre gente normal y corriente, no quería ser princesa ni nadie de categoría, sabía que eso eran cuentos de hadas. Por supuesto, nadie venía a buscarme.

    Pero descubrí un nuevo mundo que tenía totalmente bajo control y probé a llevarlo a mi vida cotidiana y me permitió pasar muchas horas soñando despierta. Soñaba despierta en el colegio, de camino al colegio y de vuelta a casa. La mayor parte del tiempo, cada vez que los silencios entraban en vigor, me escapaba a mi mundo que era tranquilo y ordenado, en el cual tenía hermanos y hermanas y padres cariñosos. Siempre supe la diferencia entre lo real y lo imaginario pero, a menudo, se mezclaba la fantasía con mi vida real y, durante unos segundos, me tenía que preguntarme quién era y donde estaba.

    No estoy segura cómo se las arreglaba mi madre económicamente. Sé que recibía una pensión por ser viuda de guerra y una pensión del sindicato pero no recuerdo que le sobrara el dinero. Eso no habría sido un problema si se hubiera dedicado a presumir de lo mucho que tenía, pero guardar las apariencias era algo típico de la gente de clase media por aquellos tiempos. Cuando había que llevar comida al colegio para los niños que se morían de hambre en África mi madre me forzaba a inventarme una excusa estúpida detrás de otra para explicar por qué iba con las manos vacías. Sin embargo, mis clases de ballet continuaban. Era una hora a la semana de tortura y las odiaba. Le rogué a mi madre que me apuntara a clases de equitación.

    ̶  Ah, ¿y cómo esperas que pague eso junto a todo lo demás? Te piensas que me sobra el dinero – me respondía.

    ̶  Pero si dejara de ir a ballet entonces podrías usar ese dinero para pagar las clases.

    ̶  El ballet es lo único que puede que te ayude a convertirte en una señorita. Personalmente, no creo que nunca vayas a serlo pero no quiero que pienses que no lo he intentado. Definitivamente no vas a ir clases de equitación así que ya puedes olvidarlo.

    ̶  Por favor, ¿puedo dejarme el ballet? Lo odio, aunque no me dejes ir a montar a caballo.

    ̶  No. ¿Por qué eres tan complicada, Adele? He dicho que no y es que no. No quiero volverte a escuchar hablar del tema. Ya te doy lo suficiente pero no... tú siempre pides más. Cuando me lo hayas quitado todo y me dejes sin nada, ¿qué va a pasar entonces? Ah, sí, te irás y me dejarás dándome las gracias. Siempre has sido una ingrata, no me extraña que no le caigas bien a nadie y no tengas amigos.

    Intenté defenderme, lo que decía no era verdad.

    ̶  Sí tengo amigos, tengo a Lucinda y Pauline y...

    Mi madre no me dejó terminar.

    ̶  No te durarán, especialmente cuando descubran como eres de verdad, las mentiras que dices y lo falsa que eres. Nadie quiere ser amigo tuyo.

    Pero yo no era hija suya por cualquier motivo y en esta ocasión estaba decidida a salirme con la mía. Tenía una amiga en Ingleside que tenía un poni y, aún mejor, otro amigo con un poni del que se había cansado. Organicé todo para que Pauline le dijera a su madre que me pidiera ir a jugar con ella, sabiendo que a mi madre le costaría negarse sin una buena excusa. Me pasé el día subiendo y bajando de ponis desde que llegué hasta que oí el coche de mi madre acercándose.

    Me dejaban jugar con Pauline en la granja de vez en cuando durante las vacaciones y tenía ganas de que llegaran los días libres para correr y jugar con los ponis. La última vez que fui allí casi tuve un accidente. Me hice un corte en el pie pasando por una puerta cuando iba montada en el poni y me salió sangre. Tuvieron que ponerme la vacuna contra el tétanos pero, por desgracia, descubrieron en el análisis que me hicieron en el hospital que era alérgica al antídoto y tuvieron que ponérmelo muy despacio. Desafortunadamente, eso coincidió con la boda de la Princesa Margaret que mi madre quería ver en la tele. Pero, en vez de ver la boda, nos pasamos horas metidas en urgencias y le dio un bajón que duró semanas.

    Tuve que mentirle sobre cómo me había hecho el corte. No me atreví a mencionarle los ponis y cuando le conté la verdad a la enfermera le supliqué que no le dijera nada a mi madre.  Para mi sorpresa y alivio, se rio y me prometió no decir nada.

    Entonces no lo sabía, pero mi temprana introducción a los caballos y los terriers escoceses iban a tener repercusiones interesantes en mi vida años después.

    Hice los temidos exámenes para mayores de once años al final de primaria para poder pasar a secundaria. Aunque me parecieron muy fáciles, me sorprendí al enterarme que había aprobado y quedado entre las quince niñas más listas del condado de Gloucestershire. Cuando llegó la carta mi madre la abrió y me dio la noticia. Por fin tenía prueba de que era una hija que merecía la pena tener.

    ̶  ¿Estás orgullosa de mí?

    ̶  Debe haber sido un milagro.

    ̶  ¿Me das un abrazo?

    ̶  No, estoy ocupada. Me va a costar una fortuna el uniforme y todo lo que necesitas, ¡como si no me hubiera gastado lo suficiente en ti ya!

    Mi madre salió refunfuñando. Años y años después me enteré que presumió delante de todos los vecinos de las buenas notas que había sacado pero nunca oí una palabra del tema y, por supuesto, nunca llegó a decirme nada positivo.

    No se me ocurrió entonces pero, si el uniforme y el equipo para el colegio concertado de secundaria eran caros, el uniforme del colegio público local probablemente costaba el mismo precio.

    Mi madre trabajaba tres medios días a la semana recaudando primas del seguro de clientes que estaban en sus casas.  A veces le preguntaba si podía quedarme en casa o ir a jugar con una amiga pero prefería que me fuera con ella y me quedara sentada en el coche. Era un aburrimiento pero siempre tenía un libro para poder perderme en otro mundo. No quería salir a pasear por los pueblos. Como me metía en cualquier escenario que los libros me ofrecían, prefería quedarme allí y vivir la experiencia de principio a fin. Esa falta de entusiasmo por mi parte también se convirtió en otro motivo de discordia entre nosotras.

    No creo que los viajes recaudando dinero fueran particularmente agotadores pero eran otra excusa más para que mi madre me pidiera que me encargara de todas las tareas de casa.

    Esperé con emoción a que empezara el nuevo trimestre ese septiembre de 1960. De cuatro niñas de mi colegio de primaria, una iba al colegio concertado conmigo, una suspendió y la cuarta la enviaron a un internado.

    Mi madre no sabía si mandarme a un colegio público o no pero, de algún modo, supo que el colegio concertado era el mejor para mí después de que celebrara su quinto centenario. En segundo lugar, la hija de mi madrina sacaba buenas notas allí y, en tercer lugar, el director había trabajado en un colegio público y seguía las normas de un colegio público.

    Al principio todo iba bien. El primer año me pusieron en una clase con los más listos y lo pasaba bien pero, después de tres semanas de trimestre, me dio un fuerte dolor de cabeza y el médico me dijo que tenía mononucleosis infecciosa. Por ese motivo pasé, como mínimo, tres semanas en la cama y haciendo pocos esfuerzos durante seis meses después.

    Cuando volví al colegio, parecía que me había perdido la mayor parte del trabajo preparatorio en la mayoría de las asignaturas. No me dejaban hacer deporte pero me acurrucaba en el borde de la pista de hockey y me subía por las barras de la pared del gimnasio. Casi no me puse la ropa de deporte y lo peor de todo fue que la mayoría de niños ya habían hecho buenas amistades y me dejaron de lado.

    No puedo echarles la culpa de que no se hicieran amigos míos. Siempre estaba deprimida. Tenía poco que contar sobre mi familia, no tenía hermanos ni hermanas de los que reírme o burlarme, y no les iba a contar lo horrible que era mi madre. Después de todo, no era tan mala, yo era el problema. La mayoría de las madres no son malas así que nadie me entendería. Me habrían tomado por mentirosa después de conocer a mi madre que sacaba su encanto y los dejaba a todos pensando  que era genial.

    Era posiblemente la chica menos popular de todo el colegio. Recuerdo ir al club de baile tradicional durante el periodo de actividades un jueves por la tarde. Había veintidós chicos y veintitrés chicas y, ¿a qué no os imagináis quién se quedó sin pareja? Y no fue sólo ese día sino una semana tras otra. Debería haberlo dejado pero la otra opción era quedarme en casa sentada. Al menos aquí podía escuchar música y estudiar las paredes, las sillas y las plantas que había en las macetas.

    Con frecuencia, me peleaba con mi madre que pensaba que los jóvenes crecíamos demasiado rápido. También le molestaba que el número de jóvenes hubiera aumentado, y había tantas cosas que no me dejaba hacer. No me dejaba leer tebeos así que los pedía prestados a otros niños del colegio y los leía en el cuarto de baño. Me busqué una amiga por correspondencia en América y no le hizo gracia. Mi madre tenía un odio profundo a la gente del otro lado del Atlántico desde que terminó la guerra porque les pagaban demasiado, hablaban alto y estaban en el país. No me permitía ponerme ropa de moda para jóvenes, tenía que ponerme estilos más clásicos así que, cuando las minifaldas se pusieron de moda, yo llevaba la mía por debajo de la rodilla.

    Le rogué que me comprara

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