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Libro electrónico87 páginas1 hora

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Información de este libro electrónico

Ernesto llega a la casa familiar a ver a su abuelo enfermo, en un pueblo cualquiera. Poco a poco se acostumbra a la casa, al pueblo, y a Lidia, quien vive ahí y se ocupa del abuelo. Al cabo de un tiempo, llegan Rebeca y Gustavo, a quienes Ernesto recuerda de la infancia, y más tarde los tíos Leopoldo y Estela. Entre todos ellos se van tejiendo relaciones diversas (amor, deseo, engaño, odio) y se instala una especie de juego cada vez más tenso y peligroso, en el que cada visitante va mostrando caras distintas.

Desde la primera línea, Freddy Fuentes nos propone una novela atrapante, en la que el lector se adentra en una atmósfera a la vez onírica e inquietante, que oscila permanentemente entre lo real y lo soñado. En este relato, el autor nos invita a acompañar a su protagonista, Ernesto, en una introspección, en la que explora, entre otros, la complejidad humana, el amor y la muerte.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2016
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    Los visitantes - Freddy Fuentes

    Los visitantes

    Autor: Freddy Fuentes

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición Digital: Sergio Cruz

    Edición: Isabelle Ahués

    Primera edición: octubre de 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 256.366

    ISBN: Nº 978-956-338-290-7

    Para cualquiera

    1

    Cuando llegué a esta casa por primera vez sentí un estremecimiento. Fue como un golpe de corriente que se desplazó desde la espalda hasta el cuello. Recuerdo que hacía frío. Recuerdo, también, que en el pueblo había tanta calma que cuando me detenía podía escuchar claramente el sonido de mi reloj. Aunque eso quizá haya sido mi imaginación. No podría asegurar que de verdad lo escuchaba, porque llevaba puesta ropa gruesa y porque mis orejas estaban entumecidas. El aire cortaba.

    Había una neblina que parecía estar suspendida en el aire, y a la distancia podía verla hecha cúmulos, como fantasmas que habían perdido su rumbo y que miraban las calles con desconcierto. La neblina era tan húmeda que me empapaba el rostro. Creo que si hubiese podido avanzar en zigzag por las calles me habría entumido menos. Tuve la impresión de que esa niebla intentaba espantarme, de que deseaba que me fuera del pueblo. Pero ya no podía regresar a ningún lado.

    –Si te vas, no vuelvas hasta que obtengas algo.

    Esa fue una de las últimas cosas que me dijo mi madre antes de que partiera.

    Hasta que obtenga algo. No supe a qué podía referirse con eso. Pero no debía molestarla con preguntas. Simplemente asentí con la cabeza y sonreí de mala gana. El humor no importaba, lo importante era que ella nos viera sonreír a todos.

    La casa me pareció como salida de un sueño. No estaba acostumbrado a los segundos pisos, ni a los miradores, ni a las persianas, ni a las puertas dobles. Me pareció que la casa estaba vacía, que tal vez resultaría necesario tirar abajo las puertas para poder entrar. Toqué tres veces. Escuché que alguien se acercaba por dentro dando pasos cortos y ligeros. Me figuré una mujer. Se abrió un cerrojo y, tras unos segundos, la puerta. Apareció el rostro inexpresivo de una joven. No sabía qué decirle. Que me llamo Ernesto, que busco al abuelo Octavio, que soy de ninguna parte, que no sé qué hago aquí. En vez de todo eso articulé un saludo que noté más como una disculpa. Ella respondió y la noté enfadada.

    –Tú eres Ernesto, supongo –dijo.

    –Y tú debes ser Lidia –contesté.

    Me sorprendí. Ya alguien le había dicho que yo llegaría en algún momento. Me habían ahorrado el trabajo ansioso de la presentación. Le pregunté cómo sabía mi nombre y ella más bien sentenció la respuesta.

    –Yo conozco a todos los que llegan aquí.

    La casa tenía un aspecto fúnebre. Parecía que estaba repleta de presencias silenciosas que me observaban, que esperaban algo en completa quietud. Era tan oscura que por un momento pensé que el clima hostil de afuera resultaba más agradable que estas paredes infinitas y el techo inquisidor, demasiado alto, por encima. Ahora que lo pienso, mirando estas mismas paredes, supongo que fue la sensación de no tener un hogar la que me hacía ver todo de esa manera. El lugar más hermoso puede resultar un infierno si uno está perdido y no tiene adónde ir.

    Me indicó las habitaciones con rapidez, como si lo hiciese por inercia y sin importarle si yo entendía o no las explicaciones. La cocina allá al fondo; las piezas arriba. Me señaló una escalera enorme. La apuntó con un dedo y estiró el brazo como si me estuviera exigiendo que me retirara.

    Para ese momento había olvidado todo el trayecto anterior: la estación, las calles vacías, la neblina, la sensación de haberme perdido. Vi algo moverse en la entrada del pasillo que llevaba hacia algún lugar de la casa. Miré a Lidia pero ella se veía más impenetrable que nunca. Tuve un recuerdo, una imagen que no supe exactamente de dónde me había venido.

    Ahora, en medio de esta oscuridad inquieta, distingo con dificultad lo que es real de lo que son mis ideas. Hay un vacío enorme dentro de mí que comienza a llenarse poco a poco, con una lentitud exasperante, y puedo sentir cada uno de mis músculos recobrando su fuerza, sus movimientos. ¿Tengo miedo? Creo que hasta el miedo desaparece en los momentos inesperados. En su lugar emerge una tensión que no puedo describir. No ahora.

    Las paredes de la casa me parecen de un aspecto terrible, como si nos hubiesen vuelto la espalda y permanecieran indiferentes a nuestro lado, cuchicheando entre sí, burlándose en secreto. Están alrededor de nosotros, enormes, despiadadas, como unos monjes que rinden culto a lo desconocido, tal vez a la noche o al silencio. Pero no es real. Lo único verdadero en este momento es mi confusión, mi estado de perplejidad. Comienzo a recobrar la lucidez. En este instante todo ha vuelto a ser claro y tengo una sensación vívida de reconocimiento. La casa, este cuerpo tendido y yo estamos aquí por casualidad. El mundo nos ha abandonado.

    2

    Subí las escaleras para ver al abuelo. Lo hice con sigilo, no sé por qué, si lo más probable era que él nunca advirtiese mi presencia. En medio de su habitación había dos moscas volando en círculos sin hacer ningún ruido. Se veían torpes, quizá asfixiadas por el encierro.

    –Hola, abuelo –dije.

    Hacía varios días que solo tenía ganas de hablar,

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