No sucedió en el downtown
Por H. G. Quintana
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Cuando a un hecho le retiras todo lo racional y explicable, y sólo queda lo misterioso: ¿entonces qué? He aquí el sostén de estos relatos que ocurren en diferentes escenarios de la ciudad de Los Ángeles, en California.
En estas historias no existen monstruos, ni seres extraterrestres o aberrantes que producen más repulsión que miedo. Estamos ante personas sensatas en situaciones que no pueden –ni saben– explicar con las leyes de la ciencia ni la lógica. Y cuando no se encuentran argumentos razonables para explicar algo, nos inquietamos.
Turbadores personajes en pasillos de hotel, áticos antiguos que guardan secretos inesperados, a la par de inquietantes, escenarios angustiosos en el funicular Angels Flight, desconcertantes historias en el desierto de Joshua Tree National Park, y llamadas de teléfono que no deberían haberse producido. Todo esto, y algo más, es NO SUCEDIÓ EN EL DOWNTOWN
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No sucedió en el downtown - H. G. Quintana
Título
Citas
Dedicatoria
La niña del Harbor Wilshire
Una foto vacía en Angels Flight
Bajo el árbol de Josué
Una tortuga en el jardín
No sucedió en el downtown
Lauren Bacall en La Brea
Aquella tarde en San Fernando
Branston y los mininos
Dos noches en Santa Mónica
Los libros de mi Tengu
¿Quién juega al escondite?
Contraportada
Otros libros
NO SUCEDIÓ EN EL DOWNTOWN
H. G. QUINTANA
© H. G. Quintana, 2022
© De esta edición, El Barco Ebrio, 2022
ISBN:
www.realificcion.com
Maquetación y corrección: Realificción
No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro
sin la autorización previa y por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Impreso en España / Printed in Spain
Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad.
Arthur Conan Doyle
... She got the moon in her eye
She held me spellbound in the night.
(Don Henley & Bernie Leadon. Eagles, 1974)
A Olga
A Los Ángeles, la ciudad que me enseñó
LA NIÑA DEL HARBOR WILSHIRE
La primera vez que la vi fue cerca de las siete de la tarde en las afueras del restaurante del Harbor Wilshire. Habíamos salido a fumar un cigarrillo en medio de la cena con los colegas del congreso de traducción. Una comida generosa, con varias copas de Silver Oak, de las bodegas de Alexander Valley. No era un mal tinto, algo alejado de las maravillas que conocí cuando estuve en España y Francia, pero exquisitos para acompañar los placeres de la barbecue californiana.
Éramos cerca de cincuenta traductores, escritores y especialistas que nos encontrábamos cada año para hablar de nuestras experiencias y aprendizajes en el mundo de la traducción y la interpretación de los idiomas. En 2018 tocaba hacerlo en Los Ángeles y los que estábamos ahora en el Harbor Wilshire pasábamos algo más de las treinta personas, más o menos los mismos que cada año terminábamos con una comilona en algún lugar escogido por Mary Stantton, nuestra diligente manager, que jamás equivocaba el tiro para las grandes despedidas.
Estábamos fuera del restaurante Julia, una dulce poetisa angelina, Edgar, el traductor que vivía en San Francisco, Elton, un periodista de Londres, y Marie, la escritora francesa ganadora del premio Goncourt. Ellos terminaron sus cigarrillos antes que yo y regresaron al restaurante. Me quedé unos minutos más, pero no quería perder la pista de Julia, le di varios sorbos finales al cigarrillo y, ya iba a entrar, cuando la vi.
Para ser sincero, primero la escuché. El hotel estaba en una gran explanada. Tenía un parking amplio y lleno de coches; más allá había un gran herbazal. Miré a todos lados tratando de ubicar el sonido. Era un gemido entre humano y animal, como un zorro rojo intentando imitar a un niño, pero con menos fuerza, un sollozo ahogado y seco. Fue entonces que en realidad la vi por primera vez. Estaba de pie, junto a una Ford Transit de color blanco, con los ojos medio enrojecidos, como si hubiera llorado, aunque en su cara de rasgos chicanos había una calma que incomodaba. Tenía unos ocho o nueve años, o eso parecía, no podría precisar. Me llamó la atención su abrigo polar de color entre rosado y magenta, estábamos a mediados de junio y la temperatura no era precisamente baja, incluso como en ese momento cerca de las siete de la tarde.
No había nada de especial. Es decir, había una niña que lloraba junto a una camioneta, lo que no era normal, pero nada fuera de lo razonable me llamó la atención en ese momento.
–Hola, ¿estás bien? –le pregunté, pero no respondió. Sólo hizo un gesto con la cabeza y salió corriendo.
Intenté seguirla sin éxito, se perdió dando la vuelta a la camioneta en un ángulo que ya no pude seguirla con la vista. Me quedé preocupado. Ante mi interés por saber, había salido corriendo de forma brusca y quizás asustada, y no quería un padre molesto por malinterpretar que hubiera espantado a su hija con algún gesto inapropiado.
Estuve todavía unos minutos intentando percatarme si regresaba. Quizás estaba cerca y volvía con más interés por dejarse ayudar, pero no apareció en otros diez minutos que estuve fuera. Entré de nuevo a la cena más tranquilo, quería seguir disfrutando de la parrillada y algunas copas más de vino, pero ya mi jovialidad no era la misma. La idea de que en cualquier momento aquella niña podía aparecer con un padre disgustado a pedirme cuentas no salía de mi cabeza. ¿Qué hacía allí sola? ¿Por qué no había respondido? Probablemente necesitaba ayuda y yo no había hecho lo suficiente por socorrerla. Peor si creían que yo había hecho algo para molestarla.
La cena siguió casi sin parar hasta las nueve de la noche. Las cenas de este tipo son extrañas, pero no nos percatamos hasta el día siguiente. Nos conocíamos ya desde al menos, ocho años atrás, y teníamos menos reparos en pasar de lo profesional a lo personal. Hablábamos, sí, como los años previos, de nuestras experiencias, intentábamos hacer contactos con gente nueva que pudiera ayudarnos, pero aquí lo importante era comer, beber y, bueno, lo que surgiera. Así que las dos horas siguientes no volví a recordar a la niña. Me olvidé por completo y disfruté de la charla y la cena sin perder de vista que al día siguiente tendría que coger temprano el avión a New York y me quedaban algunos detalles pendientes.
Ya cerca de las nueve los que vivían en los Ángeles, algo alejados del hotel, fueron saliendo de a poco. Julia también. Los que veníamos de otras ciudades y países, nos quedamos más tiempo, casi hasta las diez, sabiendo que teníamos el amparo de un techo que nos abrigaba esa noche y que no necesitábamos conducir para salir del Harbor Wilshire.
Estuve un rato más, pero tras la partida de Julia perdí interés en continuar y comencé a sentir algo de fatiga. En cuanto pude pedí disculpas a los seis o siete que quedaban y salí del restaurante para irme a la habitación. Subí al ascensor con la cabeza llena de ideas nuevas. Esa misma mañana había asistido a la conferencia del prestigioso Malcolm Prest, que había hablado de las nuevas teorías sobre el doblaje y las consecuencias de lo políticamente correcto en el cine.
Al llegar el ascensor al quinto, metí la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar la llave electrónica. Cuando ya estaba fuera me quedé petrificado encima de la alfombra del pasillo. Muy débil, pero latente, estaba allí en el aire el quejido ahogado que había escuchado antes en el parking. Fue un momento incómodo, una especie de sorpresa desagradable que me obligaba a rumiar mis opciones.
No sabía si seguirlo o regresar sobre mis pasos y volver al restaurante. El pasillo estaba bien iluminado y nada presagiaba algún motivo para sentirme atemorizado, pero no había un alma en toda la planta y no se escuchaba el más mínimo sonido excepto aquel
