Toma uno cada noche
Por Jenny Twist
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Nadie sube jamás al piso de arriba de la casa de Margaret, así que ¿quién está dando esos golpes? ¿Y por qué hay un conejo de peluche bajo la mesa de la cocina?
El fantasma de Margaret es solo una de la colección de historias cortas que, principalmente, se componen de terror y ciencia ficción, desde el clásico relato gótico —Jack Trevellyn— o el wyndhamesco Víctima de la suerte, así como el moderno Esperando a papá con su escalofriante giro.
También hay una ocasional incursión en el romance con Un castillo en España y la Chica de Jess.
La mayoría de estas historias te transportarán a un lugar que no es tan tranquilo como parece.
Es hora de irse a dormir. Hora de subir al piso de arriba. Hora de echar un vistazo.
Solo un vistazo.
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Toma uno cada noche - Jenny Twist
Toma uno cada noche
Por Jenny Twist
Jenny Twist, Copyright © 2011
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Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas vivas o fallecidas es pura casualidad.
Créditos
Editora: Emily Eva Editing
http://emilyevaediting.weebly.com
Portada: Caroline Andrus
http://candrus-designs.com
Esta antología fue publicada originalmente por
Mélange Books, LLC
White Bear Lake, MN 55110
www.melange-books.com
En la actualidad todos los derechos han revertido a la autora.
Dedicatoria:
Para Moira
«Mis historias corren hacia mí y me muerden en la pierna. Yo respondo escribiendo todo lo que ocurre durante ese mordisco. Cuando acabo, la idea se suelta y sale corriendo».
Introducción de «The Stories of Ray Bradbury»
ÍNDICE
¿Qué voy a hacer con Alice?
El manzano
Las cosas han cambiado
Un deseo para Linda
La abuela de Antonio
Un castillo en España
El auténtico Papá Noel
Jack Trevellyn
La teoría de las cuerdas
Error de identidad
Víctima de la suerte
El fantasma de Margaret
El timo
La casa de pan de jengibre
La chica de Jess
El problema con madre
Esperando a papá
¿Qué voy a hacer con Alice?
No sé cómo voy a apañármelas sin Alice. Hemos sido amigas desde que tengo uso de razón. Éramos mejores amigas en el colegio, fuimos juntas a la universidad, estudiábamos juntas, salíamos juntas con chicos, nos lo contábamos todo. Estábamos tan sintonizadas que con frecuencia hablábamos al unísono, algo que alucinaba a algunos de nuestros amigos.
Es gracioso, porque no nos parecemos en absoluto. Alice es esbelta y rubia, delgaducha e imprevisible: sumamente entusiasmada un minuto y al siguiente fría como el hielo. Yo soy más corpulenta, morena y centrada.
Tal y como ocurrió, Alice y yo nos quedamos en Oxford. Ella se casó con el apuesto Desmond y yo, con George.
Desmond es uno de esos intelectuales que inventa cosas en su cochera y que hace un negocio de ello. Incluso antes de casarse, ya era un líder empresarial muy adinerado.
Mi George, por el contrario, acabó su doctorado en mi primer año y era todo un catedrático cuando nos graduamos. No era tan rico como Desmond, pero tenía mucho éxito en su campo.
De modo que, también, nos casamos con personas opuestas. A ambas nos caía bien la pareja de la otra, pero no creo que ninguna hubiera hecho un cambio. Yo no tardaría en aburrirme del brillante ingenio de Desmond si tuviera que vivir con ello de continuo, y Alice se moriría del aburrimiento con el humor mucho más sutil (y en mi opinión, mucho más entretenido) de George.
Lo bueno de George es que es prudente. Es de fiar, leal y digno de confianza. En más de una ocasión sospeché que Des jugaba a dos bandas, pero a George jamás se le ocurriría algo así.
Acabamos viviendo a un par de calles de distancia, no lejos de Banbury Road. Nos invitábamos mutuamente a cenar, salíamos en cuarteto, nos ayudábamos con los niños y, normalmente, éramos el pilar de la otra. No creo que pueda arreglármelas sin Alice. Es mi madre tierra.
Casi preferiría no haberlo sabido. Si el martes pasado hubiera ido directamente a mi casa en lugar de pasarme por la de Alice, jamás lo habría descubierto. Pero ahora no hay vuelta atrás. Dios, ojalá pudiera cambiarlo. Volver al pasado y no ir allí. O, mejor aún, retroceder unas cuantas semanas atrás y averiguar qué iba mal. Algo debía de ir mal, por supuesto, para que él se fuera a la cama con Alice. Alice, de entre todas las personas. Mi mejor amiga.
Cuando digo «irse a la cama», hablo metafóricamente. En realidad estaban en el salón de Alice, medio en el sofá, medio en el suelo. Había ropa esparcida por toda la habitación. Y eso tampoco es propio de Alice. Ni de George, en realidad. Ambos son personas muy ordenadas.
Sigo preguntándome si me habría imaginado todo esto. Parece tan improbable y, bueno, surrealista. Mi matrimonio es un magnífico ejemplo de felicidad. Siempre nos hemos adorado. Tenemos tres hijos encantadores. Nunca hemos tenido una discusión fuerte. Nuestra casa es un remanso de alegría. La gente nos visita para alejarse del estrés. Tras veinte años, George y yo seguimos teniendo cosas que contarnos. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos...
Cuando los sorprendí, hubo un momento de pánico. Ambos alzaron la mirada con una expresión de sorpresa horrorizada en su rostro. Después, corretearon recogiendo prendas. Me limité a quedarme parada como un robot. Podía sentir cómo temblaba sin parar, retumbando como las cuerdas de una guitarra. Probablemente se habrían dado cuenta de no haber estado tan ocupados tratando de adecentarse.
Ambos empezaron a hablar a la vez. Se contradecían mutuamente en su lucha por hacerme creer que no había visto lo que acababa de ver, o que no tenía la menor importancia. Habría sido gracioso si hubiera sido el marido de otra con alguien que no fuera Alice.
Cuando al fin se callaron, me di cuenta de que se suponía que debía decir algo. No sabía si debía estar indignada, y con razón, o ser dulcemente indulgente. ¿Qué esperaban?
Miraba a uno y a otro, desconcertada. El aire se quedó atorado en mi garganta. Era imposible. No podía hablar, y tampoco sabría qué decir de haber podido. Di media vuelta y salí de la casa.
A mitad de camino en el jardín de Alice, tuve que parar. No podía respirar. Parecía que mi garganta se había trabado por completo. Sentía como si una tira de hierro me apretara el pecho y notaba el corazón funcionando a duras penas, latiendo demasiado rápido, deteniéndose y funcionando a trompicones.
«Oh, Dios mío —pensé—, me está dando un infarto».
Si me concentraba de verdad, casi lograba respirar, pero hacía un ruido espantoso, parecido al de la sirena de un barco, y la respiración era muy superficial. Me senté en un muro bajo, luché por respirar y esperé a que llegara mi hora.
Unos instantes después, George salió corriendo de la casa. Tenía puestos los zapatos, pero sin calcetines, y la camisa colgaba libremente, aleteando a su alrededor conforme se apresuró hacia mí.
—¡Pauline, espera! —gritó.
Luché por otra bocanada de aire y lo miré fijamente. No iba a marcharme a ninguna parte.
Se detuvo bruscamente frente a mí.
—Madre mía, Pauline, ¿qué te pasa? —Tomé otra estridente bocanada—. Joder —masculló e hizo un esprint hacia la casa.
Seguía con vida. Era un trabajo duro y requería toda mi concentración. Regresó de inmediato, con las llaves del coche balanceándose en su mano. A continuación me cogió y me bajó del muro y me llevó hasta el coche.
~ * ~
En el hospital fueron encantadores. Cuando entré en Emergencias, alguien se encargó de mí y me puso algo en la boca. Fue un alivio inmediato. Tomé una maravillosa y larga respiración tras otra, bebiendo aire como el sediento bebe agua. Fue una bendición. «Jamás —juré— volveré a subestimar el poder respirar. De ahora en adelante disfrutaré cada respiración».
Oí cómo el auxiliar hablaba con George y le preguntaba si tenía asma. «¿Alguna vez había sufrido un ataque como este?». George sacudía la cabeza.
—Creía que me estaba dando un infarto —dije.
El auxiliar se giró hacia mí y sonrío.
—Vale, vamos a examinar el corazón de todos modos —respondió—, pero a mí me parece un simple ataque de pánico. ¿Ha sufrido mucho estrés recientemente?
Le sonreí sutilmente.
—Podríamos decir que sí.
Miré a George. Estaba sentado en una dura silla de la sala de espera, parecía completamente desdichado.
El auxiliar me dedicó una compleja mirada que hablaba por sí sola.
~ * ~
Cuando regresamos, los chicos estaban en casa y Jack quería que le ayudara con los deberes. Ambos sabemos que él sabe el doble que yo y que la ayuda que puedo proporcionarle es mínima, pero se ha convertido en un ritual y es importante para nosotros: nuestro momento especial juntos.
Jack es el mediano, y es menos seguro de sí mismo que sus hermanos.
Así que, de un modo u otro, no pude hablar con George hasta que nos fuimos a la cama, para entonces, todo había vuelto a su rutina normal y me costaba creer lo que había pasado.
—¿Quieres hablar del tema? —preguntó.
—No lo sé —contesté—. De todos modos, ahora no.
Y nos dormimos, como cualquier otro día.
~ * ~
Al día siguiente llamé diciendo que estaba enferma, en parte porque tenía cita con el médico —en el hospital me dijeron que fuera a ver a mi médico de cabecera—, pero también porque no quería enfrentarme a las chicas en el trabajo. Temía que se percataran de que algo no iba bien e hicieran preguntas que no sabría contestar.
De modo que estaba en casa cuando Alice llamó a la puerta.
Entró a sus anchas, como siempre hacía, con un ramo de flores en una mano y una bolsa de papel en la otra.
—Te he llamado al trabajo —señaló—, y me han dicho que estabas enferma, así que he traído flores y uvas, por si acaso.
Estaba picando cebollas para la cena y me lloraban los ojos. Me los sequé con el dorso de la mano y seguí picando.
—Bueno, he ido al médico —le contesté—. Ayer pensé que sufrí un infarto, pero resultó ser un ataque de pánico.
Mi médico de cabecera fue un encanto. Me explicó, muy amablemente, que un ataque de pánico, aunque es alarmante, no es perjudicial ni mortal. Es una reacción normal del cuerpo ante algo que percibe como un peligro: un subidón de adrenalina previsto para luchar o huir.
Si no haces nada, no tiene a dónde ir, por así decirlo, y estimula en vano al corazón, pulmones y Dios sabe qué más, cuyos síntomas son muy similares al asma o a un infarto.
No me preguntó la causa del ataque, aunque sí me preguntó si esperaba que el estrés continuase. Le respondí que, honestamente, no lo sabía, y propuso recetarme Valium.
«Eso es adictivo, ¿no? —le pregunté».
«Podría serlo —me respondió—, pero no lo es si lo tomas de manera prudente. Aunque lo mejor, por supuesto, es acabar con la causa del estrés».
Sí, lo comprendí. Salí de la consulta sin el Valium, aunque sintiéndome un poco más bajo control. El Dr. Hunter es un buen hombre.
Normalmente, habría llamado directamente a Alice por teléfono para hablar del tema. De verdad que no sé qué voy a hacer sin Alice.
El caso es que allí estaba, como la vida misma, tal y como mi madre solía decir.
Me miró con compresión.
—Debió de haber sido aterrador. —Se sentó en la mesa de la cocina y dejó las flores y las uvas—. ¿Quieres hablar de ello?
Seguí picando cebolla con más energía de la estrictamente necesaria. En realidad, ya había picado más de lo que necesitaba, pero fui al carrito verdulero a coger más. Eso me permitía evitar mirar a Alice.
Permaneció en silencio unos instantes y después preguntó
—¿Y qué vas a hacer?
Entonces me giré