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Sin que sepamos nada de la última gota
Sin que sepamos nada de la última gota
Sin que sepamos nada de la última gota
Libro electrónico118 páginas1 hora

Sin que sepamos nada de la última gota

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«...hay cosas que terminan sin haber acabado, como lo hace la lluvia, sin que sepamos nada de la última gota».

«¿Existe alguna diferencia entre lo premeditado y lo fortuito? En los cuentos de Sin que sepamos nada de la última gota, a menudo asoma la sensación de que no, de que todo es uno y que el funcionamiento dual al que estamos acostumbrados tiene fallos, quiebras, escapes. Entonces, alguien repara en estas fugas y se acerca a perderse. Perderse para encontrarse. Y esa trayectoria es una salvación.

»Todos los personajes del libro esperan, a veces sin saberlo, que ocurra algo que los zarandee para comprobar que siguen ahí, en ese mundo que nada se asemeja al de la infancia o los primeros años de juventud. No es, sin embargo, un libro pesimista.Es un libro humano. Existencial. De él se desprende cierta dosis de esperanza, de ilusión, aunque a veces estas se vean truncadas por nuevos abismos.

»Falcón consigue banalizar lo profundo, quitarle la trascendencia que acostumbra a dársele a temas como la muerte, la locura, la infidelidad o la soledad. En los cuentos vemos alusiones implícitas a mitos, a cuentos clásicos, pero, por encima de todo, respiramos una manera muy particular de entender la existencia, una manera que se burla del ritmo frenético en el que vivimos en occidente y muestra otras trayectorias vitales que suelen pasar desapercibidas. La idea de la transformación está muy presente en todas las historias y resulta apasionante averiguar cómo va sucediendo, cómo es el camino y qué puentes tiene que cruzar el personaje. Para conocerle hay que seguirle, mirarle, escucharle, entender esos latigazos de conciencia que sufre. Pese al sufrimiento, no son personajes víctima. No. Algunos de ellos se conocen tan bien que ni siquiera se fían de ellos mismos, intuyen sus límitesy actúan. Falcón no los premia ni castiga por sus acciones, tan minuciosamente descritas sino que los acompañaen sus decisiones. Son cuentos que exudan vitalidad, movimiento, no hay juicio, anterior ni posterior. Parecen atemporales y distópicos, pero son el resultado de una mirada libre de condicionamientos que ama lo humano en toda su dimensión».
Maite Alarcón

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 dic 2017
ISBN9788417321680
Sin que sepamos nada de la última gota
Autor

Rafael Falcón Lahera

Rafael Falcón Lahera (Sevilla, 1975) es profesor de secundaria en el IES Juan Bosco, Alcázar de San Juan, Ciudad Real. Ha coordinado el proyecto Cuentaminándonos, un taller de literatura para niños y adolescentes, y ha editado las revistas digitales Palabras Sueltas y Oionanda, centradas en la literatura y en la filosofía. Ha ganado el Accésit XXVI Premio Narrativa Breve de la UNED con el cuento «El avispero».

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    Sin que sepamos nada de la última gota - Rafael Falcón Lahera

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    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Sin que sepamos nada de la última gota

    Primera edición: diciembre 2017

    ISBN: 9788417234188

    ISBN eBook: 9788417321680

    © del texto:

    Rafael Falcón Lahera

    © de la fotografía de portada:

    Jesús Gabaldón

    © de esta edición:

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Ana, que sabe volar.

    El avispero

    En absoluto es una tarea sencilla permanecer encerrado en un armario, puedo asegurarlo. Si el interior del armario no se limpia con frecuencia, hay demasiado polvo en suspensión o se encuentra cerrado sin airearse durante largos periodos, la respiración dentro se vuelve a ratos molesta y te obliga a respirar a pequeños sorbos si quieres evitar toser. Es posible que la falta de espacio (debido al volumen del armario o a la cantidad de prendas que cuelgan de la barra de aluminio) haga que pases demasiado tiempo combatiendo el cosquilleo que los abrigos producen en los orificios de tus tabiques nasales o en la parte posterior del cuello. Se puede hacer más duro a partir de un determinado minuto, cuando la pierna derecha (encargada de soportar el peso del cuerpo) pasa (apenas si se percibe) del cosquilleo a la insensibilidad y entonces te abandona y no responde. Todo esto sin contar la talla (mido más de metro y ochenta centímetros y calzo un 45), lo que convierte en peligrosa la subida a la cajonera y el cierre de las puertas, una vez dentro. Y aquí me tienen, hecho un ovillo en el interior, sobre las cajoneras, desnudo, con la pierna derecha ya dormida, mirando hacia el punto de luz que entra por un agujero de la madera. Pero –y este es el ángulo más curioso del asunto– la oscuridad o incluso la falta de oxígeno serían penalidades llevaderas si ese armario no se encontrase en tu propia casa, o si no hubieras sido tú quien voluntariamente te hubieras metido en él. Sumemos la incertidumbre al conjunto de dificultades: no tengo para nada claro cuándo pondré fin a esta situación de clausura voluntaria. Quizás no salga hasta que regrese el silencio a la casa y me sepa de nuevo solo, quién sabe.

    La situación es esta: tengo la casa ocupada o, como también me gusta decir, todo el avispero está en mi celda. Veamos, hace un rato, no podría asegurar exactamente cuánto, pongamos entre una y tres horas (la percepción del tiempo es una de las facultades que se debilitan en situación de encierro), me encontraba tomando un baño de agua caliente. Había conseguido ya por entonces relajarme, al menos lo suficiente como para olvidar el incómodo acople de mi nuca con la superficie esmaltada de la bañera, cuando oí voces fuera y risas y luego la puerta y después un hooola largo y encantador. Olvidé que es sábado, día de partido, y que mis vecinos se reunirían en casa, invadiéndola. Irían del salón a la cocina mientras en la televisión daban el partido, apagarían luego y jugarían a las cartas hasta muy tarde, sin dejar de comer y beber. Así que estamos a sábado. Esconderme, a estas alturas, se ha convertido en un comportamiento a medio camino entre el reflejo y la costumbre. Tengo comprobado que mi presencia o mi ausencia en la casa no es razón suficiente para deshacer los planes de mis vecinos, que en este momento ya deben de estar acomodados en el salón, ocupando un sitio frente a la pantalla. Así que, como contaba, medio sin pensar, me incorporé, salí de la bañera a trompicones, me pasé una toalla por el cuerpo a la carrera y corrí hasta encaramarme en la cajonera y cerrar las puertas del armario. Sólo cuando estuve dentro, pensé que no había quitado el tapón a la bañera y que había ido goteando todo el suelo.

    El tabique del armario sobre el que apoyo parte de mi espalda tiembla con las voces de mis vecinos, de modo que llegan a mi oído en forma de vibraciones internas después de atravesar mi cuerpo de abajo hacia arriba. Ya no entra luz por el agujero, así que habrá anochecido. Me entretengo revisando los bolsillos de mis chaquetas, aquí no hay muchas otras ocupaciones posibles. Suelo conservar cosas que en su día me parecieron interesantes y que ahora no sabría decir por qué. También está su tarjeta, la metí aquí mi primer día en la casa. Ella fue a la primera que conocí. Llegué a media mañana. Iba y venía del coche a la casa, recorría el trayecto cargado de bolsas y de cajas de cartón precintadas que sacaba del maletero abierto. Dejaba los bultos en el suelo del vestíbulo o atravesaba el pasillo que cruzaba la casa y los soltaba sin orden en alguna de las estancias vacías. Abrí puertas y ventanas. El aire húmedo del exterior se colaba a ráfagas, circulaba por el interior y levantaba de las paredes viejos olores de otras vidas. Me sentía bien, recuerdo bien mi alegría. Caminaba como un gorrión picoteando el suelo, con cierta ligereza, saltando sobre bolsas de comida, cajas de leche, de cerveza, rollos de cable, cajas de herramientas, de bombillas, una linterna de mano, saco de dormir y mantas.

    Cerré el maletero y entré en la casa. Era muy extraño estar en una casa vacía. Se habían llevado lo poco que había cuando visité la vivienda. En las habitaciones sólo quedaban los cables, que colgaban pelados, sin bombillas. Me encendí un cigarrillo y me paseé por la casa, mientras me entretenía transformando el espacio, imaginando posibilidades. Las paredes tenían un olor intenso, una mezcla de humedad y café tostado, que sospechaba que desaparecería con el tiempo y una buena limpieza. En cualquier caso, proyectaba realizar cambios. Convertiría el interior en un único espacio. De hecho, no fue hasta que vislumbré esa posibilidad que me decidí a comprar la casa. Volví a representarme la vivienda sin habitaciones, como un único poliedro vacío, y me visualicé dentro, como una avispa en su celda. Entonces llegó ella. Había entrado en el jardín y me gritaba desde fuera. ¿Hola?... ¡eh!... ¿hay alguien?. Había estado observándome desde que aparqué, vivía justo en la casa de enfrente. ¿Eres tú quien vivirá en la casa de Chema?, me preguntó en cuanto me vio salir.

    Pasé con ella buena parte de la mañana dando un paseo por el barrio. Nos deteníamos a saludar a cualquiera con quien nos cruzábamos. Enseguida advertí que con todos usaba la misma fórmula, ¡vivirá en casa de Chema!, decía, no tanto como un modo de presentación sino como la forma de ganar su interés. Sólo en un principio me pareció un fastidio la idea del paseo. Más tarde, digamos, me dejé llevar. Ella me desbordaba a cada paso y no me dejaba hacer, le faltaba darme la mano para guiarme (de hecho no podría asegurar que no lo hiciera). No era guapa, pero había algo en ella que me seducía. Puede que lo más atractivo fuera el modo en que se movía, no sólo cómo se desplazaba, sino cómo gesticulaba y se relacionaba con los otros. Era de esas personas que saben tocar sin molestar. Reía todo el tiempo, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y dejaba ver sus párpados azules. Nos parábamos en algunas casas y, antes de llamar al timbre, me hacía una pequeña reseña biográfica justo en la puerta y emitía una suerte de anticipo sobre cuál sería la relación que podría unirme a las personas que visitábamos. A veces sonaba como una apuesta, os llevaréis bien, decía, o será difícil, pero resultará. Ellos, en cuanto escuchaban que ocuparía la casa de Chema, se mostraban más abiertos a la charla.

    Las dudas que me quedaban sobre la conveniencia de haberme decidido por esa casa se desvanecieron todas esa misma mañana. Estaba encantado por la amabilidad de mis nuevos vecinos. Me habían tratado todos con una extraña familiaridad, como si ocupar el lugar de Chema me concediese valor, como si ya me hubieran incorporado a sus vidas.

    Las siguientes dos semanas pasaron volando. Apenas si me dejaron tomar ninguna decisión sobre la casa. Entraban y salían durante todo el día y trabajaban sin parar. Yo aceptaba toda su ayuda, otra cosa me hubiera parecido ser maleducado, así que, en soledad, terminé renunciando a mi proyecto inicial. En el jardín, en la cocina, picando paredes, levantando suelos, pintando, reinstalando el cableado, se movían como la mejor de las cuadrillas y hablaban

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