Cegado por el sol
Por Marisa Ayesta
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El dueño de una empresa de seguridad, Nacho Rullatis, ha conseguido infiltrarse en una banda de ladrones que tiene pensado robar el autorretrato de Durero del Museo del Prado. Acostumbrado a salirse con la suya, a realizar su trabajo sin equivocarse y con una clara línea que separa los buenos de los malos, toda su ética saltará por los aires cuando le ponga los ojos encima a la ladrona Sol Carvajal, por la que quedará inmediatamente deslumbrado.
Sol hace equilibrios entre su vida legal como profesora de instituto y los trabajos de ladrona que realiza con la banda de su padre. La llegada de Nacho, un experto hacker también con una doble vida, hará que por primera vez abra las puertas al amor.
¿Podrá el amor de Nacho por Sol ser suficiente para apartarla a ella de esa vida y desarrollar con éxito la operación encubierta?
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Cegado por el sol - Marisa Ayesta
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 María Luisa Ayesta Fernández-Pacheco
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cegado por el sol, n.º 286 - diciembre 2020
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-012-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Esta novela es una obra de ficción, cualquier parecido con personas o lugares reales es pura coincidencia o ha sido utilizado para dar credibilidad a la historia.
Para mi amiga Macarena Carvajal,
que tantas y tan buenas lecciones me da de sentido común
y de verdadera amistad.
Para su marido, Antonio Badías,
por su firme cariño,
sin hacerse notar.
Gracias.
Prólogo
Madrid, hoy
En el mismo momento en que Sol Carvajal metió la llave en el bombín y la giró, abriendo la puerta de su apartamento, supo, sin lugar a dudas, que había alguien dentro. No fue porque oyera nada, pues el silencio, tanto en el interior como en toda la planta de ese primer piso del edificio, era absoluto. No fue porque viera nada, pues excepto por la luz automática del distribuidor, donde ella se encontraba, su casa estaba completamente a oscuras. Lo supo de la misma manera instintiva que en tantas otras ocasiones había percibido el peligro y había salvado su vida.
Fingiendo una naturalidad que no sentía, tras unas milésimas de segundo para asumir que quien fuera que estuviera dentro no la quería muerta, al menos todavía, pues seguía viva, y esperanzada con la idea, tiró las llaves que llevaba en la mano al suelo, escupió los dos sobres que colgaban entre sus labios y que había puesto ahí para tener libertad para abrir, y al tiempo que flexionaba las rodillas y se desprendía de la bolsa con la compra de Mercadona y el bolso, liberándose así de toda carga, rodó hacia una esquina de su rectangular entrada y se quedó en cuclillas, agazapada lo más a cubierto posible, protegida por el respaldo de una butaca antigua y un recodo de la pared.
Un silbido cruzó el silencio e hizo que su corazón errante le galopara aún con más fuerza.
—Eso ha sido rápido hasta para ti, Solete.
Reconocer esa voz, aun llevando a su cerebro la tranquilidad de la ausencia de peligro, hizo que su maltrecha alma trepara hasta la garganta donde se aferró como un koala y, aunque con las cuerdas vocales temblorosas, consiguió soltar una palabrota.
Se incorporó tambaleante y encendió la luz golpeando varias veces hasta que atinó en el interruptor. Trató de estabilizarse sobre los finos y altos tacones de sus zapatos y, dando la espalda a su autoimpuesto invitado, con la idea de recomponerse, aprovechó para cerrar la puerta y recoger todo lo que había tirado.
Carraspeó antes de enfrentarle y lo que fuera que iba a decir se le fue de la mente en cuanto se giró y le puso los ojos encima.
Estaba sentado, cuan largo y grande era, en el sillón orejero preferido de Sol, con las estiradas piernas, un tobillo sobre el otro, enfundadas en vaqueros y sus enormes pies en zapatos italianos de cordones, descansando en un escabel isabelino como si no tuviera nada mejor que hacer ni problemas que solucionar.
Vio su mirada negra y afilada recorrerla de arriba abajo y, molesta, sintió cómo la vulnerabilidad la embargaba y se ruborizaba. Retándose y retándole, le miró desafiante.
—¡Cuánto tiempo! —consiguió decir al fin, dado que él no hablaba.
—Poco más de un año. —Se encogió de hombros su interlocutor, como si no importara.
Dolida y todavía nerviosa, ella le espetó:
—Pues ya te puedes ir yendo. No tienes nada que hacer aquí.
Su acento, andaluz, le hacía desaparecer las eses.
Él negó con la cabeza, todavía sin alterar su displicente postura.
—Antes no solías ser tan arisca.
—Antes —remachó enarcando las cejas— confiaba en ti.
Tan rápido como un parpadeo, él se levantó y se puso ante ella, casi dos metros de un anchísimo hombre, grande y perfecto como un modelo.
—Pues vas a tener que volver a confiar.
Sol estaba acostumbrada a que mucha gente le ganase en altura, por eso procuraba llevar siempre tacones, pero el hombre ante ella era el más imponente que había conocido. Aun así, no quiso dejarse intimidar. Sabía que él, ya lo había demostrado, nunca le haría daño.
—¡Ni en sueños!
—Escúchame, porque no es momento de tonterías.
—¿Tonterías? —le interrumpió—. ¿A qué estás llamando tonterías? ¿A ser el responsable de que mataran a mi padre? —le espetó aun a sabiendas de que la acusación era injusta, pero por ganas de herirle—. ¿A esa tontería te refieres?
—Yo no apreté el gatillo —dijo Nacho ocultando su dolor y su turbación—. Y sí, son tonterías cuando hay algo mucho más importante.
—¿Qué puede ser más importante que la traición?
—No fue una traición, al menos no completamente. —No pensaba cansarse nunca de explicarlo y repetirlo—. Y es mucho más importante porque Charlie ha vuelto a España.
Sol sintió un escalofrío. Solo el nombre de ese canalla le provocaba pesadillas. El dolor por su padre, un dolor físico en el pecho, le pegó uno de sus familiares zarpazos.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo mis métodos.
Ella no lo dudó.
—Ya no me afecta. Para mí es agua pasada.
—Para él, no.
—¿Qué puede querer de nosotros? Todos salimos perdiendo aquel día.
—Quiere venganza, Sol. Y tú, Chomin y yo estamos en grande en su diana.
Sol sintió que tenía suficiente, ya no podía seguir aparentando una confianza y una seguridad que no sentía, y en el mismo escabel donde antes él había puesto los pies, se sentó abrumada.
Él se acuclilló ante ella, sus grandes manos apoyadas consoladoras sobre las rodillas enfundadas en medias de seda.
—¿Qué vamos a hacer? Ese tío es una bestia.
Al olvidarse de fingir, su acento sevillano se hizo aún más pronunciado.
—Tengo un plan.
Ella lo miró con una ceja levantada.
—¿Tú o la policía?
Nacho se encogió de hombros molesto. Ella suspiró aceptando.
—Dame unos días para darle una vuelta.
—No estoy negociando.
—Quizá tú no, pero yo no soy tu posesión para que puedas contar conmigo cuando y como quieras.
—Mi posesión no, pero la última vez que miré la hora eras mi esposa.
—No me vengas ahora con esas. —Se levantó, apartándolo—. Llevo un año sin saber de ti. —Y como el dolor le superaba, cambió de tercio—: Tenemos cosas más importantes que discutir en cualquier caso. —Con nuevo ímpetu se levantó—. Voy a llamar a Chomin.
—Está de camino, ya le he avisado yo. Estará entrando en Madrid ahora —dijo mirando su reloj de pulsera.
Le molestó tanto que él se hubiera adelantado como que le hubiera avisado a ella después.
—Estás en todo.
—Estoy ahorrando tiempo. Necesitaba hablar con los dos. Solo he hecho lo mismo que tú ibas a hacer.
La rabia, pero también el miedo, bullían en ella.
—Va a ser una noche larga. Voy a ir preparando la cama de Chomin y algo de cena.
—Si no quieres que duerma en la tuya, dame sábanas a mí también.
Ella se giró asombrada.
—La última vez que te vi tenías un pisazo en la calle Castelló. ¡Ah, no! —dramatizó llevándose la mano a la frente con un ligero golpe—. Que eso era un piso franco. Que tu pisazo está en Cea Bermúdez.
Él levantó los hombros. Estaba preparado para esa batalla.
—Si prefieres que durmamos todos en mi casa, por mí está bien.
—¿Y si dormimos cada uno en la suya? —preguntó con ironía.
—No pienso perderte de vista ahora que él está aquí.
—Todo por la seguridad.
—Protejo lo que es mío.
—¿Tuyo? Un puñetero papel en el Registro Civil no te hace mi dueño.
—Me hace tu esposo, Sol, algo que estuviste dispuesta a olvidar muy convenientemente. Y aunque no me dedicase a esto, solo por ese papel lucharía con cualquiera que se atreviese a tocar un solo pelo de tu cabeza.
Lo dijo sin aspavientos, que fue precisamente lo que le dio credibilidad.
—No soy una niñita con necesidad de guardaespaldas. Sé defenderme.
—Y me alegro, pero no pienso discutir y nadie me va a mover de tu lado.
El sonido del telefonillo les cortó la discusión. Sol se dirigió a abrir aceptando que, a pesar del rencor por las mentiras y la falta de confianza en el pasado, había algo que sabía con certeza meridiana sobre el hombre que estaba en su salón: antes moriría que dejar que a ella le pasara nada malo.
Primera parte
El que sospecha invita a traicionarlo.
Voltaire
Capítulo 1
Madrid, un año atrás
Nacho Rullatis había conseguido, después de más de seis meses de triquiñuelas y engaños, que la banda conocida como los Ches le buscaran para involucrarle en un golpe.
Crear la figura de un experto ladrón informático no había sido difícil del todo debido a los numerosos contactos de Nacho en los bajos mundos.
Aunque había fundado una empresa de seguridad privada que se había convertido en la primera en el mercado nacional, y en el de media Europa occidental, ejercer la gestión y presidencia no había evitado que, en muchos de los casos, Nacho continuara remangándose la camisa y haciendo lo que más le gustaba: el trabajo de campo.
Se mantenía en excelente forma, no solo gracias a los duros entrenamientos de gimnasio a los que se sometía diariamente, sino por la multitud de actividades que solía realizar al aire libre. Había pocos deportes que no le gustasen y no practicase.
De joven, se había alistado en la legión, y había estado destinado en operaciones especiales. Sin embargo, a pesar de su pasión por las actividades que realizaba en el ejército, donde se había encontrado especialmente satisfecho colaborando tanto en labores humanitarias como misiones bélicas, había descubierto que el Estado de Derecho tiene muchas limitaciones para ejercer la justicia.
La idea de poder trabajar sin el sometimiento a la jerarquía y a la ley fue lo que le convenció para empezar por su cuenta. Ahora, en su empresa privada había seguido haciendo labores de extracción de rehenes en zonas hostiles, desarrollo de ayuda humanitaria donde las ONGs habituales no llegaban, protección a interesantes personalidades, y había ampliado los servicios a las nuevas tecnologías e Internet, todo lo relacionado con el hackeado y seguridad en sistemas y software informáticos, alarmas y propiedades privadas, e investigación de robos y delitos menores. Y todo con la tranquilidad de que podía elegir a sus clientes, seleccionar sus misiones y prodigar justicia sin llegar a ser ilegal, pero con más manga ancha que en el ejército.
Así es como había aceptado el encargo de encontrar al tal Charlie, miembro de una banda de ladrones que se hacía llamar los Ches y sospechoso de haber asesinado a una adolescente.
La policía nacional llevaba más de tres años detrás de él, sin haber conseguido echarle la zarpa. Nacho había intercambiado opiniones con el inspector de la Brigada Central de Delincuencia Especializada en la Sección de Robos y Atracos de la Comisaría Central de Madrid. Lo último que se sabía del pieza es que se había unido a un par de ladrones de poca monta y juntos habían creado el grupo. Se les adjudicaban hasta el momento tres grandes robos. Uno en casa de Alicia Koplowitz, a la que habían robado un Goya de su colección privada, delito al que había que añadir el asalto a mano armada y dejar malherido a un guardia de seguridad al que habían amordazado, atado, golpeado en la cabeza y dislocado un hombro. El guardia había asegurado que no podía describirlos ya que iban con los rostros cubiertos, pero que el hombre que le amenazó con la pistola dejó entrever un tatuaje entre el guante y el brazo, en la cara interna de la muñeca, parecido a un escorpión, lo que coincidía con los datos descriptivos que se tenían de Charlie.
La banda realizó un segundo trabajo en la vivienda madrileña del matrimonio formado por Adolfo Autric y Charo Tamayo, patronos de la cátedra Autric Tamayo de la Universidad Complutense, a quienes les robaron dos obras de Javier Mariscal.
Por último, hacía menos de dos meses que la banda había perpetrado otro golpe en un domicilio particular a las afueras de Barcelona. Probablemente habían sido informados de que la vivienda estaría vacía dado que la familia al completo pasaba unos días en un crucero por el Mediterráneo en el barco de unos amigos. Sin embargo, una de las hijas, de diecisiete años de edad, se había quedado en casa con fiebre por catarro. Al escuchar ruido, se había levantado y, sorprendido por la inesperada presencia, Charlie (antes de morir la joven había declarado que había sido él y no otro) le había disparado a bocajarro, probablemente con la idea de no dejar una testigo. Efectivamente, casi veinte horas después, la desafortunada adolescente fallecía. El tiempo que había estado tirada en el suelo del inmenso salón de donde los Ches se habían llevado un Picasso que la familia había adquirido en una subasta reciente en Sotheby’s había sido determinante. De camino al hospital, todavía consciente en la ambulancia, había descrito a su agresor y había hablado también del tatuaje del escorpión.
El padre de la muchacha, cansado de esperar resultados de la policía, había terminado contactando con Nacho para solicitarle que él personalmente encontrara al malnacido asesino y se lo sirviese al fiscal en bandeja de plata.
Según los informes policiales, era evidente que el trío trabajaba por encargo, pues iban a tiro hecho y solo a por uno o varios objetos concretos, despreciando en sus incursiones muchísimas otras obras de valor incalculable. Por su modus operandi se deducía que colocaban lo robado desprendiéndose de ello casi inmediatamente, de manera que no se les pudiera relacionar con los hechos.
La mesa del imponente despacho de Nacho se llenó con el amplio expediente que, sumado al de la policía, había recopilado sobre la banda.
Rullatis había mirado con ojo crítico a los hombres a los que se iba a enfrentar, analizando las diferentes fotos que habían ido consiguiendo de ellos.
Estaba muy acostumbrado a verse y a tratar con hijos de puta. Ladrones, secuestradores, explotadores, asesinos. Pero no podía con los que hacían daño a los niños o a las mujeres. Le superaba. Desde muy pequeño había procurado estar en forma para no permitir que nadie abusara de él. Desde entonces nunca se había tenido que enfrentar a su propia indefensión. Su trabajo le permitía elegir sus propias batallas. Incluso en el ejército, nunca había ido a ciegas a ninguna misión. Estudiaba con frialdad al enemigo y sus puntos débiles y dónde tenía que golpear para hacerlo caer rápido y efectivamente. Jamás se había enfrentado a la frustración porque siempre había cumplido sus misiones con éxito. No conocía a nadie que se atreviese con él directamente. Medía más de un metro noventa y tenía la constitución de un buey. Era especialista en artes marciales, cinturón negro de kárate y taekwondo. Había sido tirador selecto con pistola del ejército y llevaba con orgullo, de su época de buzo de la Armada Española en el Equipo Operativo de Buceo de Cartagena, la Gran Cruz al Mérito Naval al haber salvado la vida, aun a riesgo de la suya, de un superior.
El suceso, acaecido tras una operación de rescate de un barco pesquero que había quedado atrapado en las aguas heladas de la Antártida donde estaba destinado su operativo y que requirió de inmersión, comenzó cuando el comandante entró en pánico al no encontrar la salida a la superficie, convertida en una durísima capa de hielo.
Nacho, sin perder la tranquilidad, llegó a tener que noquear a su jefe para poder subirlo a la superficie.
El oficial, eternamente agradecido, continuaba enviando a Nacho todas las Navidades una sentida felicitación acompañada de un Louis Roederer animándole a brindar.
El dinero, que el padre de la niña asesinada había depositado en una de sus cuentas corrientes como anticipo, no habría sido necesario. Cuando Nacho era consciente de que había un depredador libre de esa naturaleza, se tomaba como algo personal el ayudar a ponerlo entre rejas… o acabar con él.
Los informes consideraban cabecilla de los Ches al mayor del grupo, José María Carvajal, un segoviano ubicado en Cádiz, que vivía en un pequeño barco permanentemente atracado en el Puerto de Santa María y que hacía alguna que otra travesía de pesca ilegal partiendo y volviendo en el mismo día.
Su rostro moreno, con arrugas, rodeado de una abundante cabellera blanca, ocultaba unos despiertos ojos azules que no perdían ripio. En su juventud, había estado casado con la hija pequeña de los Murube, una familia de ganaderos con