Conan el cimerio - Las joyas de Gwahlur
Por Robert E. Howard
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Conan el cimerio - Las joyas de Gwahlur - Robert E. Howard
Las joyas de Gwahlur
Translated by Antonio Rivas
Original title: Jewels of Gwalhur
Original language: English
Copyright © 1935, 2022 Robert E. Howard and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322871
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
1
Senderos de intriga
Los acantilados se alzaban en vertical desde la jungla: imponentes murallas de piedra de un rojo apagado con reflejos azulados de jade a la luz del sol naciente, y se alejaban sin aparente fin hacia el este y el oeste sobre el ondulante océano esmeralda de frondas y hojas. Aquella empalizada gigante de cortinas verticales de roca sólida en la que destellaban bajo el sol cegadores fragmentos de cuarzo parecía insalvable. Pero el hombre que escalaba lenta y trabajosamente ya estaba a mitad de camino de la cima.
Era nativo de una raza de montañeses, acostumbrado a escalar riscos implacables, y poseía una fuerza y una agilidad inusuales. Su única indumentaria eran unos pantalones cortos de seda roja; llevaba las sandalias colgando de la espalda para que no lo entorpecieran, al igual que la espada y el puñal.
Tenía una figura poderosa y era flexible como una pantera. Su piel estaba bronceada por el sol, y un aro de plata a la altura de las sienes sujetaba su melena de corte recto. Los músculos de hierro, la mirada rápida y los pies firmes le eran de gran ayuda allí, pues aquella escalada pondría a prueba hasta el límite todas esas cualidades. La selva se ondulaba a más de cincuenta varas por debajo. A la misma distancia hacia arriba, el borde del acantilado se recortaba contra el cielo matinal.
Se esforzaba como alguien impulsado por la urgencia, pero se veía obligado a avanzar a paso de caracol, aferrándose como una mosca a una pared. Sus manos y sus pies encontraban huecos y salientes, sujeciones precarias en el mejor de los casos, y a veces colgaba prácticamente de las uñas. Pero siguió su ascenso clavando los dedos, retorciéndose y luchando por cada palmo. A veces se detenía para dar un descanso a sus músculos doloridos; sacudiéndose el sudor de los ojos, volvía la cabeza para escrutar por encima de la selva y recorría con la mirada la gran extensión verde en busca de cualquier señal de vida o movimiento humanos.
La cumbre no estaba muy lejos sobre él, y observó, apenas unos palmos por encima de la cabeza, una grieta en la roca vertical del acantilado. La alcanzó un instante después: una pequeña caverna justo debajo del borde superior. Cuando su cabeza sobrepasó el extremo de la cornisa soltó un gruñido. Se quedó allí colgado, con los codos enganchados en el borde. La cueva era tan pequeña que parecía más bien un nicho excavado en la piedra, pero tenía un ocupante: una momia arrugada y marrón, con las piernas cruzadas y los brazos doblados sobre el pecho marchito, en el cual se había hundido la cabeza encogida, estaba sentada en la pequeña cueva. Las extremidades estaban sujetas en su lugar por cordeles de cuero crudo que se habían convertido en meros hilillos podridos. Si la figura había estado vestida alguna vez, los estragos del tiempo habían reducido las prendas a polvo hacía mucho. Pero entre las piernas cruzadas y el pecho marchito estaba encajado un rollo de pergamino, amarilleado por el tiempo hasta adquirir el color del marfil viejo.
El escalador extendió un largo brazo y recogió aquel cilindro. Sin pararse a investigar, lo encajó en el cinturón y se aupó hasta quedar de pie en la abertura del nicho. Dio un salto hacia arriba y su mano se enganchó en el borde del acantilado, y desde ahí se impulsó por encima casi con el mismo movimiento.
Se detuvo, jadeando, y miró hacia abajo.
Era como mirar al interior de un enorme cuenco bordeado por un muro circular de piedra. El fondo del cuenco estaba cubierto de árboles y vegetación más densa, aunque en ninguna parte alcanzaba la densidad selvática de la jungla exterior. Los acantilados lo rodeaban sin ninguna alteración en su altura uniforme. Era un fenómeno de la naturaleza, quizá sin paralelo en el resto del mundo: un gran anfiteatro natural, un pedazo circular de llanura selvática, de una legua o legua y media de diámetro, separada del resto del mundo y confinada dentro de la empalizada circular que formaban los acantilados.
El escalador no dedicó sus pensamientos a maravillarse ante el fenómeno topográfico. Con tenso afán escrutó las copas de los árboles que tenía a sus pies, y exhaló un impetuoso suspiro cuando captó el destelló de unas cúpulas de marfil entre el verdor brillante. No era un mito, pues; por debajo de él yacía el fabuloso y desierto palacio de Alkmeenon.
Conan el cimerio, anteriormente de las islas Baracha, de la Costa Negra y de muchos otros climas