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Historias del Guardián: La Senda de Erlthor
Historias del Guardián: La Senda de Erlthor
Historias del Guardián: La Senda de Erlthor
Libro electrónico712 páginas11 horas

Historias del Guardián: La Senda de Erlthor

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La profecía ha sido descifrada. Que los elegidos la completen es la única esperanza de libertad para los reinos invadidos.

Los ejércitos de Mohul, en una rápida e inesperada acometida, se han apoderado de los principales y más antiguos reinos del este de Krom. Incluso los poderosos forjadores se encuentran sitiados en el castillo de Erltlir.

Solo hay un pequeño rayo de esperanza para los pueblos libres: el haber descifrado una antigua y olvidada profecía. Gracias a esto, una serie de personajes se verán inmersos en una misión que los llevará a recorrer el continente para poner en movimiento las piezas necesarias y así tratar de poder recuperar la libertad de los reinos invadidos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 mar 2019
ISBN9788417669942
Historias del Guardián: La Senda de Erlthor
Autor

Vikthor Melkor

Formado en la lectura de novela histórica y fantasía clásica, Vikthor Melkhor se pone en la piel del guardián para relatar esta serie de historias de fantasía medieval. Historias del guardián es un proyecto que se fraguó hace mucho tiempo, algo que empezó casi sin querer. Un simple relato que adquirió vida propia y creció, y durante años, al tiempo que unos personajes cobraban vida y se adentraban en la tierra de Krom, el mundo fue evolucionando, tanto la mitología como los reinos y sus gentes. Así, la historia creció en matices y el mundo se enriqueció con antiguas ciudades y lugares misteriosos, hasta que, con el transcurrir del tiempo, por fintodo estuvo listo. Es hora de adentrarse en un nuevo mundo, rumbo a lo desconocido, de hacer volar tu imaginación, de soñar, es tiempo de vivir una fantástica aventura, y Vikthor Melkhor se complace en darte la bienvenida a Historias del guardián.

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    Historias del Guardián - Vikthor Melkor

    Mapas

    Krom

    Krom oeste

    Krom este

    Prefacio

    Bienvenido a la Tierra de Krom, permíteme que me presente. Soy el Guardián, y seré tu anfitrión en esta y en otras de las muchas historias que desearía contarte.

    Quizá te preguntes por qué he escogido esta aventura de entre las muchas que han acontecido durante los milenios acaecidos en estas tierras. La senda de Erlthor no es la historia más antigua, ni la más reciente, ni tan siquiera relata la mayor de las batallas, aunque sí una de las más épicas, y, ¿la más importante? Bien, eso es relativo, todas son importantes, y esta lo fue mucho, pero la principal razón que me ha llevado a decidirme por esta gran historia son sus protagonistas. Entre ellos encontrarás seres muy dispares, algunos caminaron sobre Krom durante milenios, otros simplemente tuvieron un paso fugaz pero intenso. Unos se convirtieron en mito, otros fueron barridos por el tiempo. Los hubo valientes y cobardes, crueles y misericordiosos, vanidosos, tramposos, generosos y legales, pero fueren como fueren, seguro que muchos de ellos te dejarán huella en esta gran hazaña de amistad, honor, valentía y sacrificio mezclada con odio, traición y maldad.

    Otra de las razones es, sin lugar a duda, que en estas páginas te mostraré muchos de los rincones del continente, y así, poco a poco, descubrirás la historia, las gentes y las costumbres que pueblan la Tierra de Krom. De todos modos, he de confesar que también he decidido empezar con este relato porque, llámame vanidoso, en ella hay un pequeño papel reservado para mí.

    Antes de que empieces a disfrutar de esta historia, me gustaría hablarte brevemente del mundo, para que así puedas introducirte en él desde un inicio.

    Una de sus singularidades es la manera de contar el paso del tiempo. Pese a que las divisiones temporales, por detalles que explicaré en su momento, son las mismas que en la Tierra, los nombres de los días y de los meses son diferentes, así como la manera de contar las horas. Durante los primeros años de los Días Antiguos, los astrónomos, mayormente silditas, determinaron la manera de contar el paso del tiempo. En la división, se acordó otorgar a los días una nomenclatura en honor a los dioses, mientras que para los meses adecuaron los términos al de los reinos más antiguos. En cuanto al paso de las horas, en Krom, con la primera luz del alba, empieza el nuevo día, así que las horas van, desde la primera, al amanecer, cuando canta el gallo, hasta la vigésimo cuarta, que finaliza con la siguiente aurora. Para facilitarte la comprensión, en los apéndices puedes encontrar las equivalencias temporales.

    Otra puntualización importante trata sobre las diferentes razas «inteligentes» que pueblan el continente. De todas ellas, la más común, la que constituye el grueso de la población de Krom y la que gobierna la mayoría de los reinos, es la denominada letuin. Es un término antiguo, y en la actualidad es más usual referirse a ellos como humanos. De todas maneras, el término «letuin» todavía es usado en el este del continente y por aquellos que siguen las tradiciones antiguas. El término «letuin», asimismo, suele referirse a la lengua más hablada, también llamada «común».

    En Krom habitan más razas, todas ellas minoritarias, aunque unas más que otras. Algunas de estas razas son: los enanos, que se encuentran dispersos por todos los reinos; sus «primos», los tórnidos, que habitan en el interior de las Montañas Sin Fondo en el centro de Krom; los silditas, a quienes también denominan «magos», que ostentan el don de manipular los elementos y de poder vivir milenios y que están regidos por la Orden, extendida por todo Krom; los elfos, exiliados en su isla, Ithanil, al este de Krom; los limals, habitantes anfibios del Mar de Cristal; las criaturas oscuras, como orcos, trolls u ogros; y aunque existen más razas, solo me detendré para nombrarte una más, los forjadores.

    Los forjadores son una raza antigua, muy longeva —algunos han llegado a los quinientos años— y poderosa. Creada por el dios Arkos, y que en un origen solo habitaba en el norte, en las montañas que llevan el nombre de su dios. Aunque hace ya mucho, una parte de ellos decidió buscar un nuevo hogar, y lo encontraron en el centro del continente, en un macizo montañoso, otrora poblado por trolls, en el que se establecieron y al que bautizaron como Macizo de Erlkar. Y si pongo cierto énfasis en esta explicación es porque es precisamente aquí, en el Castillo de Erltlir, donde empieza esta historia.

    No quiero retrasar más el inicio de este épico acontecimiento, así que, por el momento, me despido ya, esperando y deseando que disfrutes y te sumerjas hasta lo más profundo en este nuevo mundo de aventura y fantasía.

    El Guardián

    Introducción

    Apocalipsis

    Las sombras de la noche procedentes del este empezaban a cubrir el castillo de Erltlir.

    —¡Por la fragua de Arkos! Juro que en mi caída me llevaré a cientos de estas viles criaturas por delante. —Kirios, rey y general de los forjadores de las regiones del Macizo de Erlkar, enarboló su gigantesco mandoble y con fuego brotando de sus ojos empezó a abrirse camino entre las filas enemigas que poblaban las inmediaciones del castillo de Erltlir.

    Lejos del rey, en las entrañas de la fortaleza, Torguen se encomendaba a sus dioses mientras avanzaba rápidamente por el estrecho pasadizo.

    «¡Por Létalus y Arkos! Espero que no descubran el pasaje hasta que ya sea tarde», se dijo a sí mismo mientras corría y el rugir de la batalla se difuminaba a sus espaldas.

    Frente a él se abría la completa oscuridad de las profundidades de la tierra. La especial capacidad de visión de los de su raza y una pequeña antorcha era lo único que le ayudaba a distinguir los túneles por los que transitaba. No había tiempo para ir despacio, el enemigo podría empezar a perseguirlo en cualquier momento. Cada segundo era importante.

    Mientras tanto, el castillo, ya completamente sitiado, empezaba a ser asaltado, y una madre no tenía tiempo para llorar la partida de su hijo. Tras haberse despedido de su pequeño y encomendarlo al cuidado de Torguen, la mujer había sellado mágicamente la trampilla que ocultaba el túnel. Sabía que aquello dificultaría su descubrimiento y, en su defecto, también su abertura. La figura de la reina, alta, esbelta y de melena lisa y dorada, no tardó en ascender por la húmeda y estrecha escalera enroscada que conducía a la cámara más alta de la torre. Al llegar se asomó al balcón y observó la situación.

    A sus espaldas, al norte del castillo, no se libraba batalla alguna, tan solo había montaña. La piedra se elevaba poderosa en una recta pared de cientos de metros. Una huida masiva por ella era totalmente imposible. Por el oeste, la falda de las montañas, aunque escarpada, era un tanto menos vertical, pero las criaturas oscuras cubrían bastante bien ese flanco. Una retirada por esa zona solo podría ser posible en grupos pequeños y formados principalmente por forjadores. Su ventaja en los montes era increíblemente alta, pues solamente los trolls eran capaces de aguantar su ritmo. Cuando miró hacia el este se dio cuenta de que las negras tropas empezaban a asaltar la muralla del castillo, pero a pesar de la gravedad de la situación, fue en el sur donde quedó fijada toda la atención de la reina Anglia. Allí, en el frente, sería donde se decidiría el destino de la batalla.

    Frente a las puertas del castillo, y pese a su extraordinaria resistencia, el ejército de los forjadores del Macizo de Erlkar, reforzado con tórnidos y algunos seres del Gran Lago, estaba siendo fuertemente diezmado. La división central, aunque llevándose a un mínimo de cinco engendros por cada uno de ellos, caía rápidamente. A cada instante que pasaba, los flancos estaban más fragmentados, y los grupos de hombres que acababan rodeados por el enemigo eran completamente aniquilados. Otros, los del flanco occidental, se retiraban hacia las montañas de la manera más ordenada que les era posible. Tenían la esperanza de ocultarse en ellas y resistir al enemigo hasta poder llegar a algún lugar lo bastante seguro y resguardado como para poder reagruparse.

    En las posiciones de vanguardia, cabalgando perpendicularmente a la muralla del castillo, un grupo de nueve hombres, comandados por su rey y general, seguido por un batallón de los mejores forjadores, rompía al Ejército Oscuro igual que la quilla de un barco surcando las aguas. Vísceras, cráneos, brazos y piernas eran desprendidos de sus dueños por la furia y la fuerza del metal de los nueve forjadores. Nada podía detenerlos, eran como un río desbocado, sus mandobles, mazas y hachas de combate cortaban, aplastaban y mutilaban a mayor velocidad que la de un parpadeo. Los pocos ataques que les llegaban eran absorbidos por sus casi impenetrables armaduras. No sentían dolor, los golpes tan solo les enfurecían más, provocando que las llamas de sus ojos ardiesen con un vigor propio de dioses. Montados en cólera, los hacedores de metal no se percataron de la oscura figura que se les acercaba por la retaguardia.

    No les dio tiempo ni a gritar. Las cabezas de Erltar y Kiro fueron separadas de sus troncos en un abrir y cerrar de ojos. Karhun y Erlik se volvieron al instante. Mientras, Kirios avanzaba incesante acompañado por los otros cuatro guerreros.

    Un yelmo negro y resplandeciente, combinado con una gruesa armadura también negra, se erguía frente a los dos bárbaros. Era una figura de su mismo tamaño, aunque aumentada por el ancho de su coraza. La profundidad de los ojos, que los miraban fijamente, los paralizó durante un breve instante, pero como si un rayo fulminante los hubiese despertado al instante, Karhun y Erlik se lanzaron furibundos contra el asesino de sus amigos. Dos rápidos y fuertes golpes sorprendieron al engendro, el golpe de Karhun se estrelló en el costado derecho del voluminoso torso de Rahid el Negro consiguiendo abrir una pequeña brecha en la armadura. El golpe de Erlik fue directo al yelmo. La fuerza del espadazo combinada con el poderoso metal del enorme mandoble consiguió partir en dos el oscuro casco. Un grotesco y desagradable rostro surgió del interior. La piel de la cara parecía estar completamente quemada, en ella habitaban unos ojos negros y vacíos. Más abajo, sobresaliendo de una boca sin labios, destacaban unos dientes largos y afilados. Todo ello hacía que el rostro de Rahid fuese aberrante y terrorífico, un troll a su lado parecería el guerrero más atractivo de toda la Tierra de Krom. A pesar de los golpes recibidos, Rahid lanzó una furiosa estocada con su espada maldita hacia Karhun, quien a duras penas pudo evitar ser decapitado. La estocada del enemigo acabó en el hombro derecho del joven forjador. En ese instante, la ya tocada armadura del bárbaro cedió y el arma del engendro logró atravesar la también dura piel del guerrero, provocándole una herida limpia y profunda de la que empezó a manar gran cantidad de sangre.

    Entonces, un aullido arrancado de lo más profundo de las cavernas demoníacas retumbó por todo el valle y la criatura maldita se arrodilló. Un líquido negro brotó de su boca. Era todavía más asqueroso, repulsivo y maloliente que la sangre de las otras criaturas. La profundidad de los ojos del engendro pareció desvanecerse al mismo tiempo que este volvía la cabeza para observar a su ejecutor, Erlik, con el rostro imperturbable y los ojos en llamas se alzaba a su derecha con las dos manos aferradas al poderoso mandoble, parte del cual se encontraba hendido en las entrañas de Rahid, justo por donde Karhun le había abierto la brecha en la armadura. Erlik lo miraba fríamente, observaba con atención el rostro de su ya moribunda víctima. De pronto, el demonio empezó a articular alguna palabra. Antes de que pudiera pronunciarla, el arma del bárbaro ascendió desde las tripas del engendro atravesando todo lo que la bestia pudiera tener en su interior. El frío metal lo despedazó hasta llegar a partir en dos el horrible cráneo de Rahid. Al incorporarse, Erlik vio a todas las criaturas de su alrededor totalmente inmóviles, como si no supiesen qué hacer sin su cabecilla. La caída de su oscuro jefe los había dejado en una especie de estado de shock.

    —Levántate, Karhun, hemos de aprovechar este momento, ¡ahora nos temen! —Erlik trató de levantar a su amigo tirándole del hombro sano.

    —No estoy bien, la herida me duele. Vete tú, yo tan solo seré una carga. Ve y busca a los demás.

    —¡No seas troll! ¡Por Arkos que no te dejaré aquí tirado! Aunque tenga que abandonar mi espada para arrastrarte, te llevaré conmigo. Además, ya es imposible unirnos a Kirios y los otros, han seguido avanzando y ya están lejos. Dirijámonos hacia las montañas del oeste lo antes posible.

    Karhun asintió. Sin perder un instante, y aprovechando la pasividad de sus enemigos, fueron en busca de la cercana protección de las montañas.

    La mirada de Anglia no estaba precisamente sobre Erlik y Karhun, sino un centenar de metros más abajo, donde su marido y rey seguía comandando la vanguardia y guerreando bravamente. De pronto, la horda de criaturas oscuras que se encontraba frente a Kirios y su grupo cesó la lucha. Un escalofrío sacudió a las perdidas almas de todos los engendros que se encontraban en la zona. Anglia se quedó pálida observando a una figura surgida de la nada que se acercaba a su marido. Inmediatamente supo que el destino del castillo de Erltir estaba sellado.

    Kirios y su grupo clavaron la vista al frente, a unos cincuenta metros, una figura sobresalía del resto. Pese a no poder verla en su totalidad, una sensación de temor empezó a apoderarse de ellos. En poco tiempo y con paso firme y decidido, la enigmática y terrorífica silueta se colocó delante de ellos, mientras la lucha cesaba a su alrededor. El mismo silencio que reinaba en el lugar pareció extenderse por todo el valle, toda pelea pareció interrumpirse y el lugar se convirtió en el epicentro de la contienda, donde todos los siervos de la oscuridad hicieron sitio a la nueva y horrenda presencia. Kirios, como sus cuatro hombres, se quedó inmóvil atrapado por una especie de estupor sobrenatural. El fuego de sus ojos se había extinguido. En el firmamento, el cielo ennegreció de golpe, la noche parecía haber llegado sin avisar.

    Delante del pequeño grupo de forjadores se alzaba una figura no humana. No cabalgaba sobre montura alguna, sino que su altura era cercana a los tres metros. Un yelmo perfectamente trabajado cubría en su totalidad la cabeza de Mohul, tan solo un resplandor rojo infernal se escurría por las finas y estrechas aberturas de los ojos. El yelmo negro y resplandeciente estaba decorado con planchas de otro metal de un negro mate aún más intenso. Una gema roja relucía justo en su frente. Su armadura también negra estaba perfectamente trabajada. Unos difuminados ojos en el inmenso pecho del engendro atrapaban en un hipnótico vacío a todo aquel que los mirase, provocándoles una sensación de tremendo pavor. Las hombreras de la armadura parecían no tener fin. Una cadena con unas pequeñas calaveras engarzadas a ambos extremos sujetaba una larga capa negra que parecía absorber la luz y moverse a voluntad. Sus brazos de metal eran largos y de aspecto fuerte. La inescrutable y rojiza mirada de Mohul recorrió a los cinco forjadores que se alzaban ante él.

    Habían oído muchas leyendas, pero esta era la primera vez que unos mortales no oscuros tenían delante a la supuesta rencarnación del Kulgran, el séptimo, el Maldito, el Dios Caído.

    Una poderosa y cegadora luz surgió repentinamente de la torre más alta del castillo iluminando por completo el campo de batalla. Todas las criaturas escondieron el rostro para resguardar sus ojos. Por el contrario, Kirios y sus hombres se despertaron de golpe. Sin dudarlo, se abalanzaron sobre Mohul. Cinco poderosos golpes cayeron sobre el Maldito. Cada golpe hubiese derribado a un troll. Desgraciadamente, Mohul no era un troll. El engendro alzó la mano derecha y en ella apareció una temible espada de negra empuñadura. Su filo era irregular, hendiduras y salientes formaban un perfil que le daban un aire más aterrador. Los forjadores lo rodeaban en posición de alerta mientras miles de ojos presenciaban la escena. Mohul susurró algo y el filo de la espada pareció volverse incandescente, entonces atacó. Con una asombrosa rapidez lanzó una terrible y fugaz estocada sobre dos de los hombres de Kirios, que fueron seccionados. Ni sus armaduras ni resistentes cuerpos fueron capaces de detener el mágico acero que los atravesó con suma facilidad. El resto del grupo atacó. El engendro se dio la vuelta demasiado velozmente para su tamaño y la acometida de otros dos forjadores se frenó en seco, ya que fueron degollados por unas terribles garras aparecidas en la punta de los dedos de la inmensa mano izquierda de Mohul. En ese instante Kirios, hijo de Krahen, descargó su poderoso y sagrado mandoble, la Segunda Forjada, sobre el Caído, pero la espada de este se interpuso entre el arma del forjador y su armadura. Las chispas saltaron y los dos contendientes se retiraron para observarse. El rey echó un vistazo en derredor, el castillo, las montañas, el cielo, los enemigos, los cuerpos mutilados de sus amigos, y finalmente clavó la vista en su desafiante e implacable enemigo. Kirios cerró los ojos, respiró hondo y se concentró en sentir una vez más en su piel aquella ventisca del valle que, como bien sabía, precedía a la tormenta. Abrió los brazos con su espada sujeta fuertemente y, de repente, le dio la vuelta, juntó las manos y se agachó hundiendo el legendario mandoble en la tierra al tiempo que un trueno rugía poderoso sobre las montañas. Tan solo la empuñadura y unos pocos centímetros del filo del arma quedaron visibles. La hora había llegado.

    Un rayo cruzó el oscuro cielo y con gran poder otro trueno retumbó por todo el Macizo de Erlkar y resonó hasta los confines del continente, más allá de la Muralla de Krom. La lluvia empezó a caer. En el campo de batalla el agua limpiaba los cadáveres. Mientras la sangre se deslizaba entre las grietas de la tierra, un silencio sepulcral, roto solo por el repicar de las gotas, dominó la escena. Todo un ejército demoníaco estaba en silencio mirando a su amo.

    Ante Mohul, con una rodilla clavada en el suelo, se encontraba Kirios, hijo de Krahen, señor del Castillo de Erltlir y rey de los forjadores del Macizo de Erlkar. Restaba con la cabeza gacha, su melena pelirroja ya no brillaba, se había apagado a causa del agua, las gotas le recorrían el rostro, se deslizaban lentamente de la frente a la punta de la nariz, desde donde se precipitaban al suelo. El gotear de la nariz cada vez era más rápido, hasta que se convirtió en un fino hilo de agua. El rey no sentía nada de eso, tan solo se concentraba en proyectar su pensamiento hacia su mujer.

    «Anglia, es la hora, hemos hecho todo lo posible, aunque sabíamos que nuestras esperanzas eran pocas».

    «Por eso decidimos hacer partir a nuestro hijo, no podíamos hacer más. Ahora todo está en manos de la profecía». Los pensamientos de Anglia sonaban tristes en la mente del rey.

    «Espero que Torguen cuide bien de él y que Arkos lo proteja. La misión no puede fallar, si no todo Krom se sumergirá en la más absoluta oscuridad que jamás haya conocido. Nunca se habrá vivido entre sombras tan profundas».Mientras Kirios y su esposa, la sildita Anglia, se transmitían sus últimas palabras a través de la telepatía sildita, un escalofrío recorrió toda la piel del guerrero. Una enorme mano sostuvo en vilo el cuerpo del rey. A pesar de las increíbles facultades de la piel del forjador, un gélido frío, proveniente de la mano derecha de Mohul el Oscuro, recorrió todo su cuerpo. Era la primera vez que Kirios experimentaba un frío de tal intensidad. Anglia se tensó para hacer algo, pero el rey la interrumpió.

    «¡No, querida esposa! Tu magia no hará más que retrasar lo inevitable, ya has hecho suficiente sacándome del embrujo de Mohul y permitiéndome morir con dignidad», Kirios volvió la cabeza fijando su vista en el punto más alto de la torre del castillo. Ni la distancia ni la lluvia impidieron al forjador contemplar por última vez el bello rostro de su mujer. Una lágrima brotó de los enigmáticos ojos del forjador. «Adiós, amada mía, en las fraguas de Arkos te esperaré. Te quiero, gracias por todos estos años de felicidad».

    «Mi dulce bárbaro, como un rayo de luz te clavaste en mi corazón quedándote en él. Cuando tu luz se apague, yo me apagaré con ella. Ten por seguro que ni la muerte podrá arrebatarme todo el amor que me has dado». Un río de lágrimas se mezcló con la lluvia al tiempo que se deslizó por sus mejillas.

    Mientras escuchaba esto, Kirios volvió lentamente la cabeza hacia su captor, y los ojos se le encendieron. Con la rapidez de un rayo, el rey desenvainó una pequeña y puntiaguda daga élfica y se volvió con los ojos totalmente en llamas hacia el Oscuro.

    —¡Por la fragua de Arkos! ¡Por Erlkar y por toda la Tierra de Krom! —Su brazo izquierdo, estilete en mano, cruzó por debajo del de Mohul, la fina hoja de plata se introdujo por la pequeña abertura izquierda del visor del negro yelmo, clavándose en su cegador y centelleante ojo rojo. Un terrible grito de dolor y rabia fue escupido por la garganta de la negra bestia mientras la hoja se desvaneció.

    No hubo más, al instante las cinco garras, seguidas de una inmensa mano, atravesaron el cuerpo de Kirios, su muerte fue instantánea.

    En el castillo, las lágrimas de Anglia se congelaron, y en el mismo momento en el que Kirios expiró, su esbelto y bello cuerpo, ya vacío, se desplomó en el frío y húmedo suelo del balcón de la torre.

    El rugir de los truenos fue apoteósico, retumbaron por toda la Tierra de Krom y miles de rayos la iluminaron. Por un instante hubo luz, solo por un instante y quizá por última vez.

    Capítulo I

    La profecía

    Torguen corría sumido en la oscuridad de los pasadizos del interior de las montañas. Desde que partió estaba totalmente aislado del exterior, llevaba algo más de medio día marchando sin haber parado a descansar. El túnel, excavado en la misma piedra madre de la montaña, era oscuro, estrecho y húmedo. La red de corredores había sido excavada por los antepasados de Torguen y ocultaba multitud de trampas y secretos. Solo unos pocos los conocían todos, y el tórnido era uno de ellos. El pasadizo tenía varias encrucijadas a lo largo de su recorrido, pero solamente un camino era el correcto, equivocarse significaba sucumbir en el interior de la montaña sin ver nunca más la luz del sol. Las diferentes maneras en las que uno podía hallar la muerte eran muchas y variadas, ahogado en alguna corriente subterránea, atravesado por inmensas estalactitas, devorado por alguna terrible criatura o cayendo en un pozo sin fondo, cualquier error significaba el final.

    Pasadas unas dieciocho horas, Torguen decidió descansar, ya había dejado atrás varias encrucijadas, y aunque el Ejército Oscuro hubiera descubierto la entrada al pasadizo, su ventaja era considerable, así que creyó conveniente que un alto en el camino le ayudaría a mantener un ritmo más intenso cuando reanudase la marcha.

    Se detuvo en un rincón que no era nada más que un pequeño ensanchamiento del túnel, uno de los lugares expresamente excavados para descansar. El viaje por los pasadizos, a marcha normal y parando para reponer fuerzas, podía llegar a ocupar cuatro días. Torguen esperaba reducir ese tiempo.

    El tórnido colocó la antorcha en un soporte, luego extendió unas mantas donde recostó al pequeño Erlthor, que había estado calmado durante todo el camino y le dio algo de comer. El niño no sabía dónde se encontraba, pero a sus tres años estaba tranquilo porque tío Toten estaba su lado. Un poco de leche y una galleta especial preparada por Anglia sirvió de comida para el pequeño. La de Torguen no fue mucho más abundante, un poco de cerveza y un par de trozos de una deliciosa empanada de carne. Después de comer, el niño se durmió y el tórnido aprovechó para acomodarse un poco y descansar un rato con la intención de reprender pronto la marcha. No pretendía dormirse, pero estaba demasiado cansado. Sin embargo, el sueño se apoderó de su espíritu, haciendo que su mente volara hacia los recuerdos de los hechos acontecidos tres meses atrás, viéndose a sí mismo en el interior del castillo de Erltlir.

    La doble puerta de la sala, hecha con la mejor madera del Macizo de Erlkar, resplandecía a la luz de las antorchas. El emblema de los forjadores grabado en la puerta ocupaba casi toda la superficie. En primer término, había una representación de Kolnir, la Maza sagrada de Arkos y los forjadores. Detrás estaba la silueta de un yunque, tras el cual se cruzaban en diagonal un hacha de doble filo y un mandoble. Dos guardias se alzaban inmóviles custodiando la entrada. Vestían resplandecientes armaduras y sujetaban con paciencia unas impresionantes alabardas. Tras ver a Torguen, los guardias abrieron inmediatamente el gran portón.

    Aunque la sala solo se abría en ocasiones excepcionales, Torguen la recordaba bien. Había entrado por primera vez unos ciento ochenta años atrás, cuando era casi un muchacho, y desde entonces había repetido, como mínimo, una vez al año.

    Las puertas se abrieron con un suave y armónico chirriar y al momento la luz lo cegó. Al fondo de la cámara, tres gigantescos ventanales dejaban pasar con toda nitidez los cálidos y deslumbrantes rayos del sol del mediodía. A sus espaldas las puertas se cerraron. De pronto sintió una fuerte mano apostada sobre su hombro y notó que su preciada hacha le era arrebatada de la fijación de su espalda.

    —¡Por fin has llegado! —tronó una poderosa voz—. Mira que eres tardón. Veo que sigues sin separarte de tu maravillosa arma. Siempre me ha gustado tu hacha, pero nunca me la dejas, me gustaría ver lo duro que es su filo comparado con el cráneo de un feo troll. —Era un forjador quien hablaba, mientras su inmenso brazo hacía girar con facilidad la enorme hacha a dos manos del aparentemente malhumorado tórnido.

    —Tampoco tú me has dejado blandir a Ala Negra, cabezota. ¡Y deja ya mi arma, que no he venido para hacerte de niñera! —respondió con fingido enfado Torguen, que de un salto arrebató su ancestral arma de la mano de Dusk, pues este era el nombre del gigantesco y misterioso forjador amigo del tórnido.

    —¿Para qué quieres que te deje yo mi mandoble, si no podrías levantarlo ni un palmo? —replicó Dusk. Pero Torguen ya no lo escuchaba, estaba absorto recorriendo la estancia con mirada atenta.

    Una enorme mesa, de una madera más oscura que la de la puerta, ocupaba el centro de la estancia. La mesa relucía gracias a la luz que entraba por los tres amplios ventanales. Los cristales dejaban ver toda la zona este del castillo. Era un día muy claro, y se podía ver perfectamente todo el valle. Al fondo, el río aparecía y desaparecía serpenteante entre los árboles, más lejos se observaba con claridad cómo las faldas de las montañas se elevaban para formar parte del Macizo de Erlkar. Era el 9 de poleuris (junio) de 2342 d. G. G. (después de la Gran Guerra), por lo que todo el paisaje tenía unos bonitos tonos verdes que contrastaban con el dorado de los campos.

    A los pies del tórnido una bonita alfombra rectangular ocupaba la parte central de la cámara, ocultando así la suave piedra pulida de tono claro de la que estaban formadas las paredes y el suelo de la sala. La gran alfombra, de un color granate oscuro en sus bordes, mostraba tonos más claros a medida que se acercaba al centro. En él, justo bajo la mesa, se hallaba el magnífico escudo que ya decoraba la puerta de entrada, aunque este quedaba un poco oculto entre las sillas, que también eran de madera. Estas contaban con un respaldo alto en cuyo cabezal había incrustaciones de oro, también presentes en patas y brazos. Respaldos y asientos estaban acolchados con una cómoda y nada desgastada capa de suave terciopelo granate.

    Una enorme chimenea, en esta época apagada, dominaba la mayor parte de la pared sur. Encima, dos preciosos mandobles relucían a la luz del sol. A izquierda y derecha de la chimenea dos antiguas armaduras custodiaban la sala, mientras que un elaborado tapiz colgaba de la pared norte. Estaba acabado con todo detalle y era una representación de un bonito paisaje formado por blancas montañas y un brillante cielo azul, que sin ninguna duda reflejaban el origen de los forjadores, la singular raza a la cual pertenecía el señor del castillo. Las montañas eran la Cordillera de los Forjadores, también llamadas Macizo de Arkos, que delimitaban con el fin de la Tierra de Krom, haciendo de muralla ante las Tierras Inexploradas. Estas eran aún más vastas y majestuosas que el Macizo de Erlkar. Torguen nunca había llegado a contemplarlas, pero aún no había perdido la esperanza de poder visitarlas algún día.

    —Bienvenido, estábamos esperando tu llegada para comenzar —una voz grave y profunda sacó a Torguen de su abstracción. Esta habría sobresaltado a mucha gente, pero no a alguien que ya la había oído miles de veces.

    —Siento llegar un poco tarde. Mis excusas, señor —dijo el enano mientras agachaba levemente la cabeza.

    —¡Por Arkos! ¿Cuánto hace que nos conocemos, amigo mío? ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames señor, ni tan siquiera en eventos oficiales?

    Mirando a Kirios, hijo de Krahen, el tórnido sonrió. A pesar de la importancia que se suponía que esta reunión iba a tener, el semblante de Kirios reflejaba serenidad e incluso alegría.

    Ricas ropas cubrían el cuerpo del rey forjador, señor de las tierras del valle del Macizo de Erlkar. Su lacia melena pelirroja se le deslizaba por encima de los hombros. Esta, junto a su también pelirroja y arreglada barba, le daba un tono distinguido y señorial, como a la mayoría de forjadores de rango. A su lado su bella mujer resplandecía como la estrella más brillante de los cielos. Su largo vestido de seda azul celeste con preciosos remaches, bordados en hilo de oro, combinaba perfectamente con su dorada melena, que relucía como una espiga de trigo expuesta al sol de poleuris. Pero lo mejor era, como siempre, que en su rostro se dibujaba una apacible sonrisa que parecía perpetua.

    Los monarcas se conocieron cuando Anglia fue enviada a Erltlir para actuar como consejera y de enlace con la Orden, en sustitución del sildita que había en ese momento, ya que deseaba regresar al Templo y reanudar sus estudios. Eso fue algún tiempo después de que Kirios fuera coronado. La pareja no tardó en congeniar y enamorarse, lo que los llevó al matrimonio años más tarde.

    La reina sostenía en brazos a un niño pequeño.

    —¿Cómo está mi renacuajo preferido? —Esbozando una divertida mueca Torguen se acercó a para hacerle una monería al pequeño príncipe, que ahora tendría poco más de dos años y medio. Este empezó a juguetear con la curtida mano del tórnido mientras con una sonrisa en los labios y unas sonrosadas mejillas exclamaba: «Toten, Toten».

    —Veo que te quiere tanto como siempre. Serás un buen cuidador y maestro para el pequeño Erlthor.

    Esta última frase de Anglia sorprendió al enano pétreo, pero su señor no le dejó tiempo para preguntarle, ya que empezó a presentarle a los asistentes.

    —A Erlik y a Dusk ya los conoces. —El tórnido asintió. Mientras que con Erlik intercambió una amistosa mirada, con Dusk mantuvo un breve duelo de miradas con el ceño fruncido.

    —A Utralin —prosiguió el rey—, debes tenerlo presente. —Un fornido tórnido apostado en una enorme hacha de doble filo se erguía delante de la chimenea. Su rostro, marcado por el paso de los años, permaneció impasible, aunque saludó levantando una mano. Torguen devolvió el saludo con una reverencia.

    —Mis respetos, Utralin, y mis respetos también para tu señor Trondan.

    La enjoyada mano de Utralin indicó a Torguen que se incorporase. El dotado tórnido era la mano derecha de Trondan, señor de las Montañas sin Fondo. Estas debían el nombre a las grandes perforaciones de su interior, en donde se cruzaban cientos de pasadizos y cavernas. Las más recientes eran minas y las antiguos, que ya estaban explotados al límite, servían de vivienda a los tórnidos. Lo que realmente había sido excavado y lo que era natural nadie lo sabía con certeza, pero los rumores eran muchos y variados. Lo cierto es que la práctica totalidad del pueblo tórnido habitaba en el interior de aquellas montañas. De ellas se extraía buena parte del hierro necesario para abastecer todo Krom, así como muchos otros metales. Nadie aparte de los tórnidos sabía con exactitud cuáles eran las riquezas de los reinos de los enanos de piedra, llamados así por la dureza y el color grisáceo de su piel y su mimetismo con ese material. Corría el rumor de que hasta podían hablar y fundirse con las piedras, pero eso nadie de la sala, exceptuando a los mismos tórnidos, podía corroborarlo.

    Las montañas se hallaban unos doscientos kilómetros al sureste de Ertlir, junto a la Garganta de Sildit, el paso más recto entre oriente y occidente, que fue creado por los mismos Maestros del Templo de Sildit.

    El noble tórnido vestía una rica y vistosa armadura, la coraza brillaba como si fuese de oro, de hecho, en ella había incrustaciones de este mineral combinado con magníficas piedras preciosas que, a la vez que la adornaban, le daban un toque de distinción. Una cota de malla, también dorada, cubría la parte superior de sus piernas, ya que a partir de la rodilla unas relucientes botas del mismo color le protegían los muslos. Al contrario que los enanos, sus primos peludos, los tórnidos no necesitaban de estas prendas para protegerse el cuerpo, su piel era todavía más dura que la de los forjadores ya que casi parecía pétrea, pero les gustaba vestirlas para remarcar su presencia y poder. Pocas veces salían del interior de las montañas, y cuando lo hacían no eran precisamente discretos.

    —Saludos, Torguen, es un honor volver a verte. El rey te manda sus respetos y te agradece la labor que realizas aquí para tu pueblo.

    —Gracias, señor, pero hace tiempo que dejó de ser una obligación estar aquí, pues este es ya mi hogar.

    —Bueno, bueno —interrumpió Kirios—, agradezco tus palabras, amigo, pero es tiempo de proseguir con las presentaciones. —Señaló a una delgada figura, de estatura media y con un tono de piel azulada—. Él es Lámalat, heraldo del rey de los limals, los hombres del Mar de Cristal.

    —Bien hallado, Torguen. Kirios me ha hablado de ti, y bastante —su voz era aguda y fría, parecía desprovista de cualquier tipo de calidez e incluso de emoción, pero a su vez mostraba un gran respeto—. Tenía ya ganas de conocer a uno de sus mejores consejeros y amigo —Se acercó al tórnido y le tendió el brazo.

    Tres dedos unidos por una fina y elástica membrana agarraron fuertemente su antebrazo, mientras el enano hacía lo propio con el del limal. Este era el típico saludo cordial de Krom, sobre todo del este y de los reinos más antiguos.

    Era la primera vez que el pétreo guerrero daba la mano a lo que él y muchos llamaban comúnmente un «hombre pez». El tacto era frío, viscoso y suave. La especie de aleta se le escurrió con rapidez. Físicamente también era muy peculiar, una delgada pero firme aleta crecía en la nuca del ser, e iba ganando altitud hasta finalizar en el punto de la frente donde normalmente a otras razas les crecía el pelo. A ambos lados de la cresta, aunque partiendo también del mismo punto de la nuca, le crecían un par de aletas más pequeñas. Sus ojos, totalmente negros, quedaban disimulados bajo el gran saliente de las cejas. Una nariz fina y afilada conjuntaba perfectamente con una mandíbula de iguales rasgos.

    Por lo que Torguen había oído, los limals eran una raza trabajadora y poco amante de bromas, fiestas y todo tipo de conducta propia de gentes con viveza en la sangre. Eran seres que, si bien estaban incuestionablemente provistos de sentimientos, no era en ellos cosa normal expresarlos, y menos delante de un grupo de gente, y menos aún fuera de su hábitat. Esto era por lo que en apariencia parecían fríos y calculadores. No en vano este carácter debió de ser el que los llevó a construir Dagliobah, la ciudad bajo el lago, que, según se decía, estaba rodeada de un agua tan pura y cristalina que, en los días de claras noches, la luz de las estrellas traspasaba las aguas de tal manera que parecía como si te hallases entre la profundidad del mismo cielo y pudieses llegar a tocar los pequeños astros con la punta de los dedos.

    —A su servicio, honorable representante de Dagliobah, la magnífica ciudad sumergida —dijo educadamente el enano tratando de mantener la vista fija en los ojos de su interlocutor sin que se le notara la incomodidad del momento, pues le parecía estar acariciando a una salamandra viscosa, aunque para ser justos, imaginaba que Lámalat pensaría algo parecido que él.

    —Ven —dijo Kirios llevando a Torguen hacia el rincón más oscuro de la estancia—, solo queda presentarte al último miembro de la reunión.

    Un ser totalmente desconocido para el tórnido surgió de las sombras.

    —Puedo apreciar que tu reacción ha sido semejante a la de casi todos los aquí presentes. —Los labios del forjador dibujaron una pícara sonrisa.

    Maravillado, Torguen se frotó los ojos. Ante sí se erguía una esbelta y atlética figura femenina. Su pelo, ondulado y de color caoba, hacía juego con unas marcas triangulares que le cubrían la frente y la parte inferior de los ojos que a primera vista no se distinguía si eran tatuajes o pinturas. Una espada larga colgaba del cinto de la misteriosa guerrera. Nada tapaba sus bellas curvas, tan solo las partes más íntimas estaban cubiertas por un extraño material, como si fuese una tela carmesí compuesta por escamas. Un largo y fino guante del mismo color cubría su brazo izquierdo hasta mitad del bíceps, y una especie de media de la misma bella tela se alzaba del pie hasta mitad del muslo de su pierna derecha. Lo más asombroso de la figura eran unas pequeñas alitas que le crecían en la parte exterior de los tobillos, pero estas no eran nada comparadas con las que tenía en el dorso. Unas inmensas alas que, aun estando plegadas, cubrían toda su espalda.

    —Como todos nosotros, sabes que se habla de la existencia de unos seres humanos alados, pero son pocos los que pueden confirmar su existencia. Pues bien, hoy ya eres uno de esos pocos. —Mientras hablaba, Kirios se aguantaba para no soltar una carcajada al ver la cara de sorpresa de Torguen.

    El tórnido, embobado, levantó la mano en señal de saludo, seguidamente se volvió y lentamente tomó asiento al mismo tiempo que se apropiaba de una de las jarras de cerveza que había sobre la mesa. La risa de Dusk quedaba lejana en la percepción del atónito enano. A continuación, todos los presentes lo siguieron. Kirios tomó la cabeza de la mesa, a su derecha se instaló su esposa, mientras que la izquierda fue para Erlik, su hombre de confianza y gran amigo. Su rango era el de Primer Azote de Arkos, y le confería el honor de ser el forjador de más rango del Macizo de Erlkar tras Kirios y su hijo. Sus tareas, a grandes rasgos, eran las de embajador de los forjadores y consejero en todo lo referente a las relaciones diplomáticas con los otros reinos y territorios. De repente, el rey alzó la voz.

    —Ya que por fin estamos todos empezaré por explicar la razón de tan urgente reunión, aunque antes he de advertiros que hay otra persona que, aunque no esté aquí de cuerpo presente, también va a participar de la reunión. —Justo al decir esto Anglia se levantó y habló con la suavidad y serenidad que la caracterizaban.

    —Una mujer, una sildita como yo, está conectada telepáticamente conmigo, así que oirá todo lo que aquí se diga, y en cuanto a lo que ella opine, yo transmitiré sus palabras.

    —Bien —prosiguió Kirios—, me imagino que alguna vez habréis oído hablar de profecías. —La mayoría de los presentes asintió—. Nos han acompañado desde el alba de los tiempos. Algunas han sido ciertas, otras no y algunas aún están por llegar. Las hay generales y que han sido populares y otras que solo han sido o se conocen en un reino o incluso en pequeñas regiones, así como las hay que varían de un lugar a otro y otras que han caído en el olvido. —El rey hizo una pausa y tomó un sorbo de cerveza—. Bien —prosiguió con la voz ya aclarada—, en el caso que nos concierne, no sé si alguno de vosotros habrá escuchado la profecía de la que os voy a hablar, pero el caso es que esta no es una profecía cualquiera, sino una pronunciada durante El Exilio de los Elfos.

    —Muchas fueron las profecías lanzadas durante esos años —dijo Torguen.

    —Cierto —asintió Kirios—, pero esta nos fue predicha por los propios elfos a modo de regalo por socorrerlos durante el Exilio. —Un leve murmullo de asombro recorrió la estancia—. Soy consciente de que otros reinos también los ayudaron, pero desconozco si recibieron una recompensa semejante. Nosotros nos tomamos sus palabras muy en serio, por lo que esta profecía, lejos de caer en el olvido como muchas otras, se ha transmitido durante dos mil años.

    »A lo largo de estos siglos muchos de los nuestros se han dedicado a estudiar la profecía, la cual siempre hemos tratado de mantener oculta a oídos extraños. La mayoría de los que se dedicaron a ella perecieron sin descifrarla, aunque ayudaron con sus interpretaciones, las cuales fueron concretándose con el paso de los años. Pero, como suele pasar con las profecías, muchas están hechas para ser descifradas solo bajo unos hechos puntuales, por lo que, sin coincidir en el tiempo con estos, es muy difícil comprenderlas. Sin embargo, parece que al fin ha llegado el momento.

    »Entre las personas que han solucionado el enigma está mi esposa. —Todos miraron a Anglia, quien asintió. El rey prosiguió—: Hará mes y medio que creyó haberla resuelto, y tras consultarlo con personas sabias y de confianza de la Orden se decidió que el vaticinio ya había sido descifrado».

    Tras decir esto Kirios tomó asiento mientras con la mirada le indicaba a Anglia que era ya su turno. Esta se levantó y dio continuidad a la reunión.

    —Ante todo voy a enunciar el texto de la profecía: «Surgido del fuego y la magia, cuando la oscuridad cubra el mar, a su tercer aniversario la senda iniciará. Donde los mundos chocan la esperanza se hallará».

    Durante unos instantes se hizo el silencio, parecía que todos los asistentes intentaban memorizar el acertijo para tratar de hallar la luz antes de que la sildita la resolviera. Pero la reina prosiguió.

    —Como todos sabéis, el ejército de la oscuridad ha resurgido, se dice que liderado por la misma reencarnación de Kulgran el maldito. Hará cosa de un año que el tenebroso ejército empezó a emerger de los lúgubres pantanos del sur, y poco a poco se ha expandido hacia el norte y el este. Ha ido usurpando, devorando y sumiendo en tinieblas todo cuanto ha encontrado a su paso. Hace poco llegó al Mar de Cristal, donde parece ser que de momento ha sido frenado por el ejército de los limals. Tanto nosotros como el rey Trondan hemos enviado hombres para reforzar el frente, ya que se cree que un segundo Ejército Oscuro se encamina hacia el Gran Lago. Por lo que se sabe, los ejércitos están comandados por una serie de variados y poderosos engendros de diferente origen, pero todos tocados por el poder del Oscuro, quien, dicho sea de paso, aún no se ha dejado ver, por lo que no sabemos si sigue recuperándose en los pantanos o ya está plenamente restablecido.

    —Entonces, ¿Kasor no lo destruyó en la última batalla de la Gran Guerra? —preguntó Torguen.

    —No, durante muchos años se creyó que su destrucción había sido definitiva, pero parece que no fue así, y escogió los desolados y lúgubres pantanos para reponerse y en secreto formar su nuevo ejército. Cómo lo ha hecho y cómo ha escapado a la detección de la Orden de Sildit es algo que se nos escapa —respondió Anglia.

    —Espero que con la ayuda divina de Létalus podamos con ellos. —El rostro de Lámalat, totalmente imperturbable, fue traicionado por una pequeña vibración en sus palabras, lo cual indicaba la verdadera preocupación en la que se hallaba sumido.

    —Esta súplica habita en el interior de todos nuestros corazones —prosiguió la maga con voz dulce—, pero no por ello debemos engañarnos, y sí afrontar la realidad, pues los dioses no libran nuestras batallas. —Esta última aseveración no acabó de sentar bien a alguno de los asistentes, pero nadie dijo nada—. Bien sabéis que, aunque nuestras fuerzas sean inferiores a las del enemigo, no se escatimará medio ni recurso alguno para frenarlo. —Las palabras de Anglia, llenas de fuerza y de vigor, hacían prever que, si ellos no podían vencer al enemigo, caerían luchando, pero jamás se retirarían.

    —¡Por Arkos que, si quieren asaltar el castillo, antes tendrán que probar el filo de mi hacha! —exclamó enérgico Dusk.

    —Otro punto importante en la profecía es el pequeño Erlthor —prosiguió Anglia tras dedicar una sonrisa de complicidad al bárbaro forjador—. Sois pocos los que supisteis del nacimiento de nuestro hijo, ya que a Kirios y a mí nos pareció buena idea ocultar su existencia hasta que tuviese una edad en la cual poder valerse por sí mismo. Hace apenas dos semanas el pequeño rebasó los dos años y medio de edad, y aquí empieza a descifrarse la profecía, puesto que de aquí a seis meses quizá la resistencia del Gran Lago, por desgracia y muy a pesar de todos, haya sucumbido, y el oscuro enjambre de criaturas negras cubra sus aguas, justo cuando Erlthor, nacido de la unión de fuego y magia, inicie su tercer año.

    —¡Por tanto, el elegido es el pequeñín! Pero ¿qué podrá hacer un niño que apenas mide un metro? —preguntó Dusk. Lejos de estar apenado, el forjador parecía emocionado y orgulloso por haber extraído tan evidente conclusión. Pero si había algo que no abundaba en el bárbaro era precisamente inteligencia y diplomacia.

    —Tranquilo, mi valeroso guerrero —Kirios retomó la explicación—, no seas impaciente. Volviendo a la profecía, si recordamos de la batalla de nuestros antepasados frente a Kulgran y sus tropas al final de la Gran Guerra… —El rey no acabó la frase, pues fue interrumpido.

    —¡El cielo rugió y la tierra tembló al mismo tiempo que el Maldito cayó! —tronó Utralin, quien con voz seria y profunda y un marcado tono épico prosiguió el relato—: Desde entonces el Desierto Helado cubre la zona de la batalla, separando las grandes llanuras y las Tierras Nómadas de las montañas del abismo del fin del mundo, que son frontera entre la tierra de los vivos y las estancias de los caídos, de donde de los que han intentado llegar nunca más se ha vuelto a saber nada.

    —¡Exacto! Y justo es ahí donde los mundos chocan —se apresuró a exclamar Torguen.

    —A fe mía que no me equivoqué al elegiros —sonrió Kirios, quien parecía estar orgulloso de su elección—. Aclarada más o menos la profecía —prosiguió—, es ahora cuando llegamos al verdadero motivo de la reunión: decidir el curso de acción. Por supuesto, todo cuanto aquí se diga y cuanto aquí se decida debe permanecer en el más absoluto de los secretos. No quiero que nadie de los presentes escriba sobre lo que aquí vaya a ocurrir, tan solo con vuestra memoria podéis contar, pues mucho me temo que el futuro de toda la Tierra de Krom dependerá de la empresa que, de hecho, aquí y ahora se inicia. —En ese instante Kirios se levantó y se encaminó hacia un rincón de la sala, de donde volvió cargado con unos largos tubos de bambú. Mientras Anglia, ayudada por Erlik, despejaba la mesa, su marido iba desplegando los dos grandes rollos de pergamino que se hallaban en el interior de los tubos. Momentos más tarde, y tras unir ambos pergaminos, un gran mapa de la Tierra de Krom cubría la mesa. Ríos, ciudades, aldeas, montañas, bosques... todo estaba indicado en el plano. Sin duda los silditas tenían buenos conocimientos de cartografía, aunque lo que los distinguía de verdad eran sus otras cualidades mucho más especiales, el don de canalizar la esencia de los elementos.

    —Bien —Kirios alzó la voz—, aquí tenéis el mapa, y en él una infinidad de posibles rutas a seguir. Espero vuestras sugerencias para decidir cuándo, cómo, quiénes y por dónde se ha de llevar a cabo la misión—. Al instante, las cabezas de Anglia, Dusk, Kirios y Torguen se volvieron hacia Erlik, no en vano él era el hombre de confianza del rey y el que se encargaba de todas las cuestiones estratégicas y de exploración o acercamiento hacia nuevos pueblos.

    —Amigos —dijo el general mie tras se levantaba—, Kirios me informó anteayer de la situación. He estado cavilando sobre el asunto, y aunque todo puede ser discutible y modificable, creo que el siguiente plan a seguir puede ser acertado.

    —¡Será bueno siempre que pueda matar engendros! —Dusk empezaba a hacer gala de su impaciencia.

    —Sí, tranquilo, tarde o temprano podrás cargarte a tantas criaturas del mal como jamás antes hayas soñado, pero no te animes tanto, porque cabe la posibilidad de que sean demasiadas, incluso para ti. —Mientras el forjador proseguía con su exposición, una pregunta invadió la mente de Anglia.

    «¿Quién es ese botarate? Cada vez que habré la boca una estupidez sale de ella». El tono sarcástico e irritado de los pensamientos de Dalian hizo sonreír a la señora del castillo.

    «Tranquila, siempre ha sido así. Es un valeroso guerrero, aunque con un pasado un tanto oscuro y desconocido. Sus modales se asemejan a los de los forjadores del norte, es impulsivo y bruto, pero cuando llegues a conocerlo te darás cuenta de que en el fondo es más sensible, inocente y bondadoso de lo que parece».

    Al tiempo que las dos silditas se comunicaban telepáticamente, Erlik proseguía. Sus palabras sonaban lúgubres y fúnebres. Parecía que viera un negro futuro y no pudiera más que resignarse a aceptarlo.

    —Lamentablemente y con todos mis respetos, señor de Dagliobah, creo que, a pesar de vuestra oposición, las huestes enemigas podrían acechar nuestro castillo dentro de unos pocos meses. Por tanto, hemos de empezar a movilizarnos. —Iluminado por un pequeño rayo de esperanza, el estratega consiguió deshacerse del tono funesto de sus palabras recuperando así su entereza habitual—. Lo mejor sería ir por el norte, el enemigo avanza desde el sur, y como no podemos predecir exactamente hasta dónde habrá llegado, más vale salir por la puerta de atrás e iniciar el viaje desde algún lugar inimaginable —y diciendo esto lanzó una mirada de complicidad hacia la mujer alada—. Conozco una ruta partiendo del norte del Macizo que llega hasta nuestro destino siguiendo la Cordillera de Eistel. Ya sé que es una región salvaje y peligrosa, pero quizá también la más segura, ya que es un sendero casi desconocido y sobre todo está muy bien cubierto. Aunque recorra la ladera de la cordillera, la vegetación es tan espesa que es prácticamente imposible divisar a un reducido número de viajeros a larga distancia, tanto desde el valle como desde las cumbres de las montañas o el aire. La discreción y el sigilo son fundamentales para el éxito de la misión, ya que hay ciertas avanzadillas de orcos y otras criaturas, incluso humanos, que podrían espiar, explorar e informar al Kulgran de todo lo que suceda en sus, para él, futuras tierras.

    —¿Quiénes son los escogidos para acompañar al pequeño? —preguntó Misk con voz profunda, fría y un tanto susurrante.

    —Esta parte es la que más se presta a discusiones —respondió Erlik—. He pensado que lo ideal sería un grupo reducido, cuyos miembros posean diferentes habilidades y conocimientos, ya que, recalcando lo anteriormente dicho, la rapidez, la improvisación y la discreción serán fundamentales para el porvenir de nuestro mundo.

    —Bajo mi punto de vista, creo que todos los del grupo deberían ser buenos con las armas —dijo la mujer alada acariciando la vaina de su espada sujeta al cinto.

    —¡Bien dicho! —secundó Dusk.

    —Alguien con amplios conocimientos, tanto geográficos como sanitarios sería imprescindible, y si fuera de la Orden —diciendo esto Lámalat se volvió hacia Anglia e inclinó levemente la cabeza en señal de respeto—, mucho mejor.

    —No se ha de olvidar que, aunque parezca simple, siempre es bueno tener contactos —propuso Utralin—. Por lo tanto, algún miembro de la compañía debería contar con gente de confianza por donde transcurra el sendero marcado. —El tórnido sabía muy bien lo que decía, ya que los buenos contactos y el saber de la diplomacia habían salvado a muchos pueblos de la destrucción a lo largo de los siglos.

    —Todas estas propuestas me parecen acertadas —dijo Kirios retomando el mando de la reunión—, pero vayamos aligerando. Anglia y yo habíamos pensado en Torguen, Misk, Erlik, Dalian y Máladan, un hombre de los bosques del norte de Everwood que nos ha aconsejado Erlik.

    —¡Pero, señor! ¿Qué pasará con el castillo? —Las facciones de Torguen reflejaban una gran preocupación—. No me gustaría estar fuera sin poder defender al que ya considero mi hogar.

    —Si no detenemos al enemigo en el Mar de Cristal, tendremos que hacerlo aquí. Esperemos conseguirlo, porque si no fuera así, seguramente Erltlir será asediado por las huestes enemigas —al decir esto el rey detuvo su respuesta, ya que vislumbró una imagen del reino derruido, sin sus gentes, con sus tierras devastadas y cubiertas de ceniza, ríos de fresca y transparente agua transformados en barrizales llenos de sangre y porquería... Era como si ya pudiera verlo, todo su trabajo, toda una vida… ¡No!, no solo su vida, también la de su padre y de su abuelo y así hasta llegar a Ertlir y Erlkar. Todos los sueños iniciados por los suyos se esfumarían en unos instantes junto a miles de vidas. Un leve carraspeo de Anglia sacó a Kirios de su ensoñación y lo trajo de vuelta a la realidad—. Perdón, me he despistado. Por cierto, Torguen, ya son demasiados años pidiéndote que no me llames señor.

    —¡No me importa, señor! ¡Y lo repetiré cuantas veces haga falta, y tened por seguro que no pienso abandonaros ni a vos ni al castillo en tiempos de su posible caída!

    —Tampoco yo iré —recalcó Erlik tajantemente y de forma contundente.

    —¡No empecemos! ¡Tú no! —El tono de Kirios dejaba entrever un tanto de irritación y enfado, pero tomó una profunda bocanada de aire y se volvió hacia el tórnido—. Torguen, si Anglia y yo nos quedamos, ¿quién cuidará del pequeño? —Las palabras del rey buscaban una conciliación—. Tú has pasado mucho tiempo con Erlthor, te conoce casi como a nosotros, y formas parte de su vida. Además, la marcha se iniciará por los pasadizos que atraviesan el Macizo y ¿quién mejor para recorrerlos que un descendiente de sus creadores y conocedor de todos sus secretos? —Torguen se mantuvo en silencio, reflexionando—. Y tú, Erlik, ¿quién ha explorado más que tú en todo el reino? Además, tienes buenas relaciones con todas las tierras vecinas, sabes tomar decisiones adecuadas en los momentos más críticos y eres la mejor espada del reino.

    —¡Por eso mismo! Soy hombre de batalla, y bien he de planificar la mejor defensa posible y unir a los diferentes ejércitos aliados. Además, para las funciones que has comentado ya os recomendé a Máladan. Por otro lado, si se avecina el fin del castillo y del reino, quiero estar junto a mi rey y mejor amigo, y si lo que se necesita es un gran guerrero que proteja a Erlthor con su vida, aparte de Torguen, no hay nadie mejor que nuestro gigante mata trolls. —Todos los ojos se clavaron en la gran figura de

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