Siete Planetas: El Exoesqueleto Y El Objeto De Parius
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Siete Planetas - Massimo Longo E Maria Grazia Gullo
El exoesqueleto y el objeto de Parius
Traducido por Miquel Gómez Besòs
Copyright© 2017 M. G. Gullo - M. Longo
Imagen de portada y diseño gráfico por Massimo Longo
Todos los derechos reservados.
Índice
Capítulo primero
El mar del Silencio
El general Ruegra observaba el espacio desde el enorme ojo de buey de su cabina. Era fascinante ver todo el sistema planetario KIC 8462852 con sus siete planetas en órbita. Desde donde se encontraba solo podía ver cinco: Carimea, su patria, con su atmósfera gris, destinado, por vocación y situación, a cumplir funciones de mando; Medusa, azul y encantador, magnético y peligroso como sus habitantes; Oria, pequeño y estéril como una luna, blanco por el reflejo de nuestro sol sobre él; no muy alejado de Oria, el Sexto Planeta, de color verde brillante, el más avanzado social y tecnológicamente, y, finalmente, Euménide, con su atmósfera rosada, tan fascinante como sus terribles habitantes.
Todo esto pronto iba a pertenecer a los anic, y él sería elegido como líder supremo, solo tenía que ser paciente y llevar a cabo su plan. Una vez que tuviera el pergamino en su poder, todo quedaría sometido a su voluntad.
El general Ruegra observaba el espacio desde el enorme ojo de buey de su cabina mientras, en su interior, crecía el ansia de poder en aquel año 7692 desde la fundación de la civilización anic.
Ruegra despertó bruscamente de sus sueños de gloria. La nave había chocado con algo. Estaban atravesando los anillos de Bonobo, así que decidió que lo mejor sería dirigirse al puente; por muy rutinaria que fuera la aproximación al planeta, podía deparar sorpresas.
Al entrar en el puente, fue recibido con deferencia por sus subordinados.
No todo iba según el plan de vuelo, parecía que algo había golpeado la nave.
—Sector ocho dañado, general, hemos recibido el impacto de una roca —le informó inmediatamente el comandante.
—Aísladlo inmediatamente y proceded a la expulsión.
El comandante ordenó el inicio de la evacuación del sector:
—Evacuación inmediata de la zona...
—¡Aíslalo! ¡No pierdas más tiempo!
El oficial cumplió inmediatamente la orden, sin que nadie se atreviera a hacer notar a Ruegra que esa decisión suponía el sacrificio inútil de soldados.
Las compuertas que separaban el módulo del resto de la nave se cerraron. Solo unos pocos tuvieron la presteza de lanzarse bajo la compuerta mientras esta se cerraba para, así, evitar ser arrastrados a la deriva, pero no para evitar la imagen de soldados con los que, momentos antes, habían compartido la existencia y que ahora golpeaban la compuerta desesperadamente y desaparecían en el vacío.
El desprendimiento se llevó a cabo y el módulo fue abandonado a la deriva en el espacio.
Todas las naves carimeanas, de combate, tenían la forma de un enorme trilobite con segmentos diferenciados, preparadas para expulsar las secciones dañadas y, de este modo, preservar al máximo el rendimiento durante las batallas. A excepción de la cabina de mando, que consistía en una gran placa con un contorno que variaba de semielíptico a poligonal y la parte que hacía la función de columna vertebral, todas las secciones centrales y la cola, con forma de concha de ostra, eran expulsables.
A su alrededor se encontraba la interminable extensión de los enormes anillos grises del planeta Bonobo, formados por los grandes restos de la negra muerte de un asteroide que se había acercado demasiado a KIC 8462852.
Bonobo, el segundo planeta en distancia a la estrella enana, poseía una gran masa que había atraído hacia sí los escombros, protegiendo al más pequeño, Enas, y dando lugar así a uno de los espectáculos más sorprendentes de toda la galaxia.
En el centro de los anillos, el planeta, maravillosamente rico y heterogéneo, la reserva del imperio anic de caza, esclavos y fuente de aprovisionamiento de materias primas. Su población, de forma antropomórfica, estaba todavía en los albores de la civilización; los bonobianos mantenían una postura erguida, tenían pies prensiles y gran parte de su cuerpo cubierto de pelo.
Grandes como gorilas, pero ingenuos y dóciles como niños, se reproducían rápidamente y eran resistentes al trabajo duro. Tenían, en definitiva, las características ideales que hacían de ellos los esclavos perfectos.
Bonobo era el único territorio conquistado por los anic que aún estaba bajo su control, gracias a la proximidad entre los dos planetas que describían órbitas similares y simultáneas alrededor de KIC 8462852.
Carimea había conseguido ocupar otros planetas, pero perdía sistemáticamente el control de los mismos debido a las revoluciones fomentadas por la Coalición de los Cuatro Planetas y facilitadas por la distancia entre las órbitas.
La nave aterrizó según el horario previsto. Los suministros ya estaban listos en la base. Ruegra bajó a tierra para hablar con Mastigo, el gobernador local. Al general no le caía bien aquel evic, lo encontraba demasiado rudo, pero sus métodos con los locales eran efectivo. Pertenecía a una de las tribus dominantes de Carimea.
Los evic eran enormes reptiles de color gris verdoso capaces de caminar sobre sus robustas y poderosas patas traseras. Ligeramente más bajos que los anic, tenían todo el cuerpo, a excepción de la cara, cubierto de escamas. Su rostro, en su mitad ovalado, se ensanchaba a la altura de los agujeros de las orejas hasta adoptar una forma de media campana, estaba desprovisto de pómulos y poseía una nariz apenas visible, como la de las serpientes. Agresivos, pero con poco ingenio, eran la única etnia capaz de competir, por número y fuerza, con los anic por el poder. Vestían un largo chaleco de seda que les cubría hasta por encima de la rodilla, abrochado sobre el vientre con un par de botones. Para asegurarse su apoyo, Ruegra había elegido a uno de ellos como gobernador de Bonobo.
El general fue recibido con gran pompa en el salón acristalado del palacio de gobierno desde el cual se podía admirar un espléndido paisaje tropical. Era una tarde maravillosa y el cielo brillaba con los reflejos de los anillos.
Ruegra miró a través del cristal que reflejaba su imagen. El color de su poderoso cuerpo cubierto de escamas, capaz de adaptarse al color del entorno, se distinguía ahora apenas de los árboles del paisaje exterior. Una rígida corona de escamas queratinosas de unos treinta kidus, o centímetros, de altura rodeaba su silueta desde la cabeza y se extendía alrededor de su cuerpo, desplegándose en momentos de peligro y convirtiéndose en una coraza que los anic habían utilizado en la antigüedad para intimidar a sus adversarios. Sobre el brazo, una vez abierta, se seguía utilizando como protección.
Alrededor del rostro ovalado, las escamas encogidas adquirían una ligera uniformidad, bajo la alta frente, las cejas y las pestañas de color azul queratinoso hacían resaltar los grandes ojos verdes y los pómulos salientes de un color más suave, en contraste con la nariz grande y algo deforme, como la de algunos boxeadores. La boca estaba bien proporcionada, con unos grandes y carnosos labios de color verde.
Los anic superaban en tamaño a todos los pueblos del sistema solar y, desde siempre, habían dominado la pirámide depredadora.
Ruegra, como todos los anic, vestía con una falda abierta por los lados a causa de las escamas que rodeaban su cuerpo. Sobre los hombros llevaba una capa que distinguía su casta y su rango; la suya era dorada, el color del mando, con contornos gris humo y un bordado central del mismo color que representaba una ave rapaz atrex.
—Mi saludo es para el más invencible de los carimeanos. Siempre bienvenido, mi general. ¿Cómo ha ido el viaje? —le saludó Mastigo haciendo una ligera reverencia.
—Bien, la misión discurre según lo previsto —mintió Ruegra—, solo necesito descansar. Los anillos siempre nos hacen bailar un poco —dijo con intención de librarse de su interlocutor.
Mastigo se sirvió una taza de frutas locales para recuperarse del largo viaje interplanetario. Más le valía acomodarse, ya que tenía que informar de un hecho insólito que había ocurrido.
—Tengo que dar parte de un caso extraño —comenzó a exponer Mastigo—, hace dos días bonobianos, una nave comercial fue interceptada entrando sin autorización, los centinelas no tuvieron tiempo de detenerla, se sumergió en el mar del Silencio antes de que pudiera parecer potencialmente peligrosa.
Lo investigamos, y su dueño nos informó que la había vendido recientemente a una euménide. He enviado soldados a reconocer el supuesto lugar de aterrizaje, pero, ya sabes cómo es, no es posible recibir ninguna comunicación del mar del Silencio, así que lo único que podemos hacer es esperar pacientemente.
Confundido por la insistencia del gobernador en un hecho sin importancia, preguntó:
—¿Qué tiene de extraño? No entiendo...
—El lugar al que se dirigía... Fíjese... —dijo Mastigo señalando sobre un mapa del mar del Silencio.
—Esa es la zona donde se encuentra la antigua ciudadela sagrada de los bonobianos... —susurró Ruegra, casi para sí mismo.
—Por eso me he tomado la libertad de informar de un hecho que, en sí mismo, es trivial. He enviado un equipo al lugar. Podría ser una coincidencia, pero mejor no arriesgarse, ese lugar está lleno de misterios. Sería el sitio ideal para una base rebelde dada la falta de comunicación y de detección por radar de la que goza, casi como si fuera un agujero negro...
—Puede que tengas razón, mantenme constantemente informado, Mastigo. Ahora mismo, será mejor vaya a descansar, mañana partiremos al amanecer.
Esa noche Ruegra tenía otras cosas en las que pensar. Se retiró a sus aposentos, se sentó en el mullido sofá y se sirvió una copa de sidibé, un destilado hecho con los frutos de un cactus local. Su mirada se perdía en el vacío y sus pensamientos lo merodeaban como nubes previas al huracán.
El viaje del que regresaba, en contra de lo que acababa de declarar a su leal aliado, había sido un enorme fracaso.
Había viajado hasta la luna de Enas, que albergaba la colonia minera de Stoneblack, famosa por sus mármoles, para encontrarse con un hombre al que su padre había respetado, un viejo enemigo de Carimea.
La colonia estaba gobernada por la tribu de los trik, originaria de Carimera, como el pueblo anic, pero con influencias secundarias en el gobierno del planeta.
Su naturaleza era servil y traicionera; siempre se habían mostrado dispuestos a la traición en cuanto el viento hinchaba sus velas en otra dirección. En esa luna, incluso sus aliados podían conspirar contra él, así que disfrazó la visita como una inspección sorpresa y exigió gotas de ámbar lunar para entregárselas a su hermano cuando volviera.
Ruegra desfiló frente a los oficiales, que le saludaron situando el codo a la altura del hombro y la mano, con la palma extendida hacia abajo, paralela al suelo, delante de la boca. Ese gesto de la mano representaba el silencio y la obediencia absoluta frente a los altos mandos. Debido a su presencia, contenían la respiración.
La colonia minera utilizaba como mano de obra a delincuentes convictos y a prisioneros de guerra. A uno de ellos se le vigilaba más que al resto... Ese era el hombre al que había venido a ver. Este, además de tener un mayor rango, gozaba del respeto de sus camaradas y los representaba.
El general, flanqueado por el comandante y seguido por algunos soldados encargados de las oficinas, fue acomodado en la sala de descanso de la comandancia reservada a los oficiales.
El comandante de la colonia hizo los honores y le preguntó si podía serle útil de algún modo.
Ruegra, sin perder tiempo, rechazó la oferta y ordenó:
—Quiero verificar las condiciones de los prisioneros políticos de la guerra contra el Sexto Planeta. Me gustaría hablar con el de mayor rango entre ellos.
—¿Con el general Wof?
—Sí, exacto. ¡Traédmelo!
—Sí, señor.
El comandante hizo un gesto con la cabeza a dos guardias y, unos minutos después, regresaron a la sala con un hombre que, a pesar de no estar ya en la flor de la vida, con el cuerpo cansado y fatigado, conservaba la mirada orgullosa e indomable del guerrero que nunca había sido derrotado.
—Dejadnos solos —ordenó Ruegra.
Se quedó a solas con el que había sido su enemigo de ingenio más aguzado. Recordó que, durante las batallas, gracias a su habilidad estratégica y con pocos sistianos (así es como se conocía a los habitantes del Sexto Planeta) bajo su mando, consiguió echar por tierra los presagios que le daban ya por vencido.
Dudó un momento antes de dirigirse a él. Había meditado varias estrategias durante el largo viaje, sabía que era poco probable que pillara a su oponente desprevenido.