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El último gigante: Transgresión.: Lindensaga, Libro Uno
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Libro electrónico996 páginas16 horas

El último gigante: Transgresión.: Lindensaga, Libro Uno

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Información de este libro electrónico

En medio del mar del Albor se encuentra la poderosa nación insular de Kalyria. Se ha mantenido como un faro de luz y esperanza para el mundo desde su fundación al final de la Era Sombría hace casi cuatro mil veranos, pero ahora, en el Verano del Mundo 6087, algo malo está por venir. No solo amenaza a Kalyria, sino al futuro de todos los que viven en ella, ya sean extranjeros o nacidos en la isla.

Uno de esos extraños es el joven Gigante Menannon, exiliado de su propia tierra de Lornennog por el crimen de la risa, quien vino con su padre a la isla cuando tenía apenas cinco veranos. Aquí encontró un hogar, un amor y un futuro de brillante promesa como el primer Gigante que entró en el Gremio de Arpistas.

Ahora, mientras el mal envuelve a Kalyria, amenazando no solo a su amado padre y a la dueña de su corazón, Nirna, la Princesa Real de Kalyria, sino al mismo país, Menannon se encuentra atrapado en una oscura red de mentiras y estratagemas, brujería y locura, tácticas desesperadas y resultados desastrosos. Una amarga elección surge en la oscuridad del mal: ¿quién vivirá, quién morirá y quién elegirá entre ambos?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781071513743
El último gigante: Transgresión.: Lindensaga, Libro Uno

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    El último gigante - J. R. Hardesty

    Number range CHAPTER

    El Último Gigante:

    Transgresión

    por

    J. R. Hardesty

    Traducido del inglés por Pilar Dueñas

    Hungry Horse

    Golden Cocker Press

    2019

    Traducción Española ©2019 Richard y Johanna Hardesty

    Todos los derechos reservados.

    Diseño de portada © 2016 Johanna L. Hardesty.

    Todos los derechos reservados.

    Mapa © 2014 Richard & Johanna Hardesty.

    Todos los derechos reservados.

    Lindensaga™ es una marca registrada de Purple Mammoth Publishing LLC

    ––––––––

    A Blackmore's Night, cuya música ayudó a crear el ambiente para escribir y proporcionó algo de inspiración. A todos nuestros lectores beta. Lo dijiste como era y lo arreglamos.

    AL PRINCIPIO, el Altísimo creó el mundo y todo lo que hay en él. Lo bendijo y lo llamó bueno. Una de las creaciones anteriores del Altísimo fue una raza de seres que vivieron con Él en los Cielos y lo sirvieron voluntariamente. Pero había uno entre ellos que se puso celoso del Altísimo y de Su poder y pensó en tomar para sí lo que no era suyo y se rebeló contra su Señor. Por esto, fue castigado y exiliado a la gran Oscuridad y desde allí planeó su venganza. El Caído ha sido conocido por muchos nombres a lo largo de los siglos, pero a menudo simplemente se le llama el Maligno y, a través de él, el mal se introdujo en el recién creado Mundo de Linden. La historia de Linden y las luchas de sus pueblos para liberarse de los artificios del Maligno se hallan registradas en Lindensaga. Hay muchos cuentos en ese gran libro. Este es uno de ellos. Es la historia del Último Gigante. 

    Capítulo 1

    (Verano del Mundo 6996)

    MENANNON ESTABA SOLO EN EL ALTO PARANINFO, MIRANDO A TRAVÉS DE LAS ALTAS VENTANAS AMAINELADAS HACIA LA CONSTELACIÓN PEREGRINO TELURION, EL CAZADOR CELESTIAL. LAS TRES BRILLANTES ESTRELLAS QUE FORMABAN EL CINTURÓN DE ESTA ARROJABAN SU LUZ DESDE SU HELADA BÓVEDA, SIN TENER QUE COMPETIR CON EL BRILLO DE LA LUNA LLENA. SUS PENSAMIENTOS ESTABAN LLENOS DE ALEGRES ESPERANZAS Y NADA HACÍA PENSAR EN HECHICEROS, REINAS DEMENTES, MUERTES VIOLENTAS Y TUMBAS EN EL MAR.

    Nada turbaba su corazón, porque ese día sería la culminación de ocho largos veranos de esfuerzo. Hoy él alcanzaría el rango de oficial arpista completo, el primer Gigante que lo conseguía. Solo había un paso más después de eso: pasar las pruebas de maestre para convertirse en maestre Arpista del Gremio de Arpistas de Aridion, honrando así la fe y el sacrificio de su padre, mas eso lo depararía el futuro.

    Este sueño había sido el centro candente de su vida desde que él y su padre habían sido exiliados de las Tierras Gigantes de Lornennog por el crimen de la risa cuando tenía apenas cinco veranos. Habían regresado al poderoso reino isleño de Kalyria, que durante mucho tiempo fuera morada de su padre, y allí Menannon había aprendido de arpas y arpistas y había descubierto que poseía un extraordinario talento para la música.

    Con la llegada de este amanecer y su ritual, el joven Gigante supo en el fondo de su corazón que nada se interponía en el camino para alcanzar su sueño, pero aún tenía que aprender que el silencio, la soledad y el fracaso son los hijos bastardos del odio.

    La luz del sol que entraba a través de las enormes y geminadas ventanas de la sala cubría todo con una intensa pátina dorada que confería una cualidad de ensueño a la ceremonia. Cada uno de los bancos y tejuelos estaban ocupados, incluso en el tercer coro en la parte más alta de la pared posterior. No se había dejado sin decorar ninguna superficie de la gran estancia, desde el suelo de mármol intrincadamente detallado hasta los techos abovedados sostenidos por dos filas de pilares de cien pies de alto. A pesar de la multitud, la acústica de la sala era de tal precisión que ni un alma presente se perdió una sola palabra del ritual que estaba realizando el gran maestre.

    Todos los graduados se habían adelantado para recibir sus honores cuando se llamaba a cada disciplina. Por tradición, las ropas de los nuevos oficiales eran del color de su disciplina: los tamborileros vestían de color marrón; los gaiteros, de azul; los arpistas, de verde; los cantantes, de morado. Los que practicaban los mesteres del libro vestían de rojo carmesí; los maestres de la historia, de blanco; los herreros, de rojo óxido y los sanadores, de color plata.

    Cuando el último nuevo arpista sanador bajó del estrado, en medio de los aplausos y buenos deseos de la multitud, un silencio comenzó a difundirse a través de los bancos. El momento que todos esperaban había llegado finalmente. Era el momento en que el primer Gigante arpista recibiría sus honores. La anticipación corrió a través de la multitud como el cosquilleo que precede a un rayo. Las gentes de Ciudad Aridion habían acogido a Menannon cuando llegó por primera vez, un niño de once veranos, todo codos y rodillas, sin ninguna cualidad excepto un don para el arpa y la determinación de sobresalir. Lo habían visto convertirse en un arpista posesor de una habilidad que algunos consideraban divina, y adquirir una envergadura tal que debía agacharse e ir de costado para pasar cualquier puerta de la ciudad, excepto la de la sala de arpistas. Con nueve pies, Menannon era el habitante más alto de la ciudad.

    El joven Gigante caminó con orgullo por el pasillo central, subió las escaleras del estrado sobre el que se encontraba el altar mayor y se arrodilló respetuosamente frente a la silla con forma de trono del gran maestre.

    En lugar de levantarse para continuar el ritual como era habitual, el gran maestre Blackmore se acomodó en su silla y se recostó para poder estudiar mejor a su colosal aprendiz. Al hacerlo, se colocó en un rayo de sol que tornaba dorado su pelo blanco y mostraba que su rostro lampiño estaba tan arrugado como un pedazo de vitela que se había limpiado demasiadas veces. A pesar de su avanzada edad, casi seiscientos treinta y cinco veranos, su ojo derecho tenía un brillo juvenil. El izquierdo estaba siempre cerrado por la cicatriz blanca dejada por una vieja herida de espada, que explicaba cómo había perdido el ojo, mas no cuáles habían sido las circunstancias. Blackmore era un tipo pequeño y robusto de ascendencia mixta, parte Humano y parte Enano, cuyos padres habían venido de un pequeño valle del extremo noroeste ubicado a lo largo del río Rhindolin, entre los reinos enanos de Garnet y Sythra al este y el Mar Oscuro al oeste.

    No muchos de los Valingas, como se llamaba este pueblo, dejaban alguna vez el Valle, mas los pocos que lo hacían siempre demostraron ser de gran valía para las tierras de Aridion. Blackmore no era una excepción. Había sido gran maestre del Gremio de Arpistas durante más de cuatrocientos veranos, su larga edad atribuida a la parte Enana de su ascendencia, ya que los Humanos del Valle vivían tan pocos veranos como los Humanos de otras tierras, excepto la Gente de las Naves Largas. El Gremio había prosperado bajo su administración. Su llegada al Gremio era una historia digna de ser contada, si es que alguien la conocía, mas él la mantenía en secreto, para disgusto de muchos arpistas.

    Blackmore continuó contemplando la figura que tenía delante. El silencio en la estancia se hizo más profundo mientras todos se preguntaban cuál era la razón de la extraña detención de la ceremonia. Sin prestarles atención siguió mirando largamente el rostro de su Gigante. Era un rostro que valía la pena mirar: de huesos finos y sensibles, con pómulos altos que se redondeaban suavemente formando huecos sombreados debajo de ellos, una nariz fuerte y una boca bien delineada de labios carnosos. El cabello rebelde de color negro azulado le llegaba hasta el cuello y rodeaba la frente alta y ancha, y una barba muy corta suavizaba la dureza de la mandíbula finamente esculpida. Cejas gruesas y ligeramente arqueadas y largas pestañas enmarcaban unos ojos negros como la medianoche que, con la luz adecuada, emitían los mismos reflejos azul cobalto que su cabello y barba. En ese momento esos ojos lo estaban mirando con una expresión ligeramente cautelosa.

    Blackmore ocultó una sonrisa ante el rubor tímido que comenzaba a extenderse sobre los rasgos móviles de Menannon mientras el silencio se prolongaba. El muchacho era demasiado joven para tener el control total del increíble intelecto con el que el Excelso lo había bendecido y todavía carecía de la confianza en sí mismo que merecía. Eso vendría con el tiempo, mas por ahora sus emociones casi siempre se imponían a su juicio.

    Sobre la mesa, cerca de la mano derecha de Blackmore, aún descansaba sobre un cojín de terciopelo el único cordón de oficial que quedaba. A diferencia del resto de los cordones que tenían el color único de la vocación del nuevo oficial, este llevaba todos los colores del Gremio, excepto el color plata del sanador. En lugar de levantarse, decir las palabras rituales y colocar el cordón en el hombro de la túnica del joven como lo había hecho con todos los demás, Blackmore siguió sentado en silencio, mirando alternativamente a Menannon y al cordón.

    Por fin, el anciano arpista se aclaró la garganta y miró fijamente a su perplejo y bastante desconcertado aprendiz.

    —Te daré esto con una condición —gruñó Blackmore, ignorando totalmente el protocolo prescrito—. Te otorgaré este símbolo de tu arduo trabajo que acabas de ganar, solamente si me das tu palabra de que te irás a casa seis meses y te relajarás. ¿Me das tu palabra?

    Menannon, sorprendido por esta inesperada demanda y ruptura de la tradición, casi se ahogó al intentar responder. Las risas ahogadas y resoplidos provenientes de la parte de atrás de la estancia donde estaban los otros graduados solo empeoraban las cosas.

    —Lo... Ah... Lo juro —tartamudeó Menannon, el rostro de un rubor vívido.

    —No te he pedido que lo juraras, hijo. Tu palabra habría sido suficiente. —Blackmore sonrió pícaramente cuando finalmente se levantó y le indicó al joven que se inclinara para poder pasar el cordón a través de los bucles del hombro derecho de Menannon y abrocharlo. Luego le hizo un gesto para que se levantara y se volviera hacia la sala. Blackmore caminó pesadamente hacia la parte delantera del estrado para dirigirse a los reunidos; solo rompía el silencio el ruido de su bastón sobre el suelo de piedra.

    —¡Majestades, damas, caballeros de la corte, estudiantes, profesores, buena gente de la ciudad, atención! Por primera vez en su historia, el gremio de los arpistas tiene en su seno un enigma: un aprendiz que no encaja en el marco normal de nuestro gremio. Un aprendiz cuyo talento, dedicación y esfuerzo son tan superiores a los de todos los que han pasado por estas puertas que ha logrado calificarse como oficial en todos los mesteres practicados por este gremio, excepto uno, y eso no es culpa suya. Para honrar debidamente a este aprendiz, los maestres de este Gremio se reunieron para crear un nuevo rango entre los oficiales. —Blackmore se hizo a un lado y señaló a Menannon con su bastón.

    —Les presento por primera vez, pero seguramente no la última, al maestre oficial Menannon —dijo Blackmore casi a voz en grito y todo el salón estalló en vítores, zapateos y aplausos espontáneos.

    El joven Gigante estaba de pie inmóvil, sin saber muy bien qué hacer, la inusual cuerda brillando al sol en marcado contraste con la negrura de su túnica, ya que aún llevaba el color de los aprendices.

    A la dama Larisa, la Maestra de las Costureras del gremio, le había costado mucho decidir de qué color vestir a un discípulo que era un oficial en todas las disciplinas del gremio, salvo la curación de arpa, ya que esta situación no se había dado nunca antes. Se había devanado los sesos durante la mayor parte del último verano del entrenamiento del Gigante tratando de encontrar una solución adecuada. Finalmente, se dio por vencida y decretó que un muchacho así se vestiría de negro, explicando que la creación de un tinte negro requería una infusión de todos los demás colores. Se aplació igualmente por el hecho de que también enfatizaba el oscuro misterio de los ojos de Menannon, lo que, por supuesto, no estaba dispuesta a admitir.

    Mientras la multitud seguía vitoreando y Menannon permanecía silencioso con aire avergonzado, Blackmore no pudo evitar una pizca de orgullo paternal, pues él personalmente había refinado y nutrido ese extraordinario talento. Había sido necesario manejar las riendas delicadamente. Tan solo restaba que el muchacho pasara sus pruebas de maestre y entonces el mundo le pertenecería y el Gremio de Arpistas sería más afortunado.

    —Bien, muchacho —dijo el gran maestre con una sonrisa—, no te quedes ahí como una estatua. Haz una reverencia, por favor.

    El joven Gigante y objeto del placer de la multitud hizo una reverencia como se le había dicho, aunque de forma bastante apresurada, y se retiró, el sonido de aplausos y vítores persiguiéndolo como un tenaz sabueso. Por fin, todo había terminado.

    ––––––––

    Por encima de su cabeza, las gaviotas cabriolaban y se llamaban unas a otras; su actividad misma atestiguaba la proximidad del amanecer. Cada ave parecía tener su propia opinión sobre el barco de comercio de gran calado que sobrevolaban, uno adornado con el mascarón de un Gran Drakta de Piedra. Avanzaba propulsado por una vela cuadrada cuando el viento era favorable, como en ese momento, y cuando no, por 50 remeros, 25 a cada lado en galerías extendidas construidas justo debajo del nivel de la cubierta, fuera del casco principal, de manera que el espacio central quedaba reservado para pasajeros y carga. El espacio bajo cubierta se dividía entre camarotes para dormir y almacenes. A los pasajeros más ricos se les daba la cabina junto a la del capitán en el castillo de popa a la sombra de la cola recurvada del Drakta.

    Menannon, de pie junto a la proa, estaba ansioso por ver a su amada Kalyria. El olor a sal de la brisa marina lo embriagaba como un buen vino. Hasta que el barco abandonó el puerto y se hizo a la mar seis noches antes no se había dado cuenta de la nostalgia que había sentido ni de lo mucho que añoraba el olor del mar y los gritos de las gaviotas.

    Había tardado casi una quincena en recorrer el camino desde Ciudad Aridion siguiendo el río Ari hasta Villapuente y Koresh, y de ahí hacia el norte hasta Bahía Azul, el puerto más cercano a la isla de Kalyria, su hogar y destino. Él y varios de sus compañeros oficiales habían partido la mañana después de la graduación en unas vacaciones bien merecidas antes de regresar a la Residencia de los maestres en el otoño. La mayoría de ellos sería enviada a una de las remotas residencias de arpistas que salpicaban los alrededores de Aridion, pero algunos, tan solo un puñado, de hecho, serían invitados a realizar las pruebas de maestre directamente y, de entre todos ellos, pocos pasarían.

    Los arpistas se habían unido a una banda de Enanos comerciantes para hacer el viaje a Bahía Azul. Al llegar a puerto, todos los demás, salvo Leènoviilek, el mejor amigo de Menannon, habían embarcado hacia otros lugares. Menannon mismo puso rumbo al este hacia la isla de Kalyria y Lee, como sus amigos llamaban al oficial, había decidido acompañarlo, ya que el joven caballero nunca había visto la legendaria isla que Menannon llamaba hogar.

    La gran isla se encontraba en medio del Mar del Albor, un volcán en escudo que una vez fuera poderoso y que había colapsado hacía mucho tiempo dejando atrás una isla en forma de medialuna bendecida con un suelo fértil y un clima suave que favorecía la agricultura de cualquier tipo, lo que era bueno para comer y a la vez constituía un paisaje agradable. Las agujas blancas y los techos dorados de su capital, Kirith Kalyria, brillaban desde la isla como un faro, incluso en las horas más oscuras de la noche.

    Menannon se subió a la viga inferior de la borda. No podía contener las ganas de llegar a casa. Escudriñó el noreste desde esa posición ligeramente elevada, pero solo vio un cielo azul celeste con briznas de nubes blancas en el horizonte.

    Uno de los miembros de la tripulación, con el pelo grisáceo y un rostro avezado y curtido por la intemperie, se detuvo en ese momento en medio de su tarea de reparar una red de carga. Su túnica verde lo marcaba como un marinero de alto nivel en el Gremio de Marineros y Estibadores, uno de los únicos gremios de artesanía en todo Linden que no debían lealtad al Gremio de Arpistas.

    —Rapaz, aun si tuvieras los ojos de un drakta no vas a avistarla hasta dentro de un día al menos —se burló el viejo—. Si el viento sopla, con esta mar de popa, llegarás al atardecer del tercer día contando desde hoy.

    Menannon retrocedió a la cubierta encabritada, sus pómulos altos ligeramente arrebolados.

    Al ver su rubor, el viejo marinero se rió abiertamente y sus ojos claros y azules brillaron con buen humor.

    —No te avergüences, muchacho. Es normal anhelar la vista de casa. ¿Cuánto tiempo has estado fuera?

    —Ocho veranos y tres días —dijo Menannon sin siquiera tener que pensar en ello.

    —Es mucho tiempo. ¿Qué has estado haciendo? Estudiar, apuesto. Por tu aspecto, diría que no puedes tener más de veinte veranos.

    —Diecinueve, en realidad. Acabo de terminar mi entrenamiento de oficial en la Sala de maestres Arpistas en Ciudad Aridion.

    —Vaya, entonces eres un Arpista. Una profesión muy honorable es esa. —El marinero asintió con aprobación—. ¿En qué te especializas? ¿En los tambores? —preguntó, tamborileando un ritmo rápido en una de las cajas de embalaje que estaba a su lado.

    —Qué va. —Una nueva voz irrumpió en la conversación.

    Menannon y el marinero se giraron para ver a Lee acercarse a ellos. A pesar del calor, todavía llevaba su túnica marrón de Arpista sobre su ropa, con el cordón marrón de oficial en el hombro derecho que lo designaba como tamborilero del gremio. Menannon, sin embargo, se había quitado la túnica de arpista y solo vestía la camisola blanca holgada, calzas negras y botas de cuero suave hasta la rodilla con cordones que normalmente llevaba debajo.

    —Es el ungüento amarillo —dijo Lee, sonriendo maliciosamente a Menannon, su sonrisa blanca en marcado contraste con su piel oscura. Sus ojos oscuros como el vino brillaban con picardía. La luz del sol del mediodía destacaba sus labios carnosos y su nariz aguileña y mostraba que su cabello castaño oscuro cortado al estilo guerrero era tan rizado como lana recién motilada. Todas estas cosas lo marcaban como proveniente de la joven ciudad estado de Crenanoc, situada en el extremo sur, más allá de los Desiertos de Watheran, al sur de la periferia de Aridion, una ciudad famosa por sus sanadores y sus caballos.

    —¿Qué es el ungüento amarillo? —El desconcierto hizo más profundas la miríada de líneas alrededor de los ojos del marinero.

    —Pues que para todo vale y para nada sirve, por supuesto. —El tamborilero se acomodó en una caja cerca de Menannon—. No conseguía decidirse, así que se especializó en todas los mesteres de la sala y se hizo oficial en todas ellas.

    —Eso sí que es talento. —El anciano silbó con admiración, ligeramente deslumbrado por este joven prodigio.

    —Qué va, en su caso, es solo una determinación terca. —Lee sonrió a Menannon, quien le devolvió una mirada de fingido asco.

    —Yo también te quiero, oficial de Tambores Leènoviilek. Además, no me especialicé en todo. No soy sanador arpista.

    El tamborilero se volvió hacia el marinero.

    —La curación de arpa no es algo que se pueda aprender —dijo—. El Excelso te concede ese don, o no lo hace. Los Arpistas solo te ayudan a perfeccionarlo. Así que él no tuvo nada que ver con eso, pero aun así lo vi entrar en las clases de los sanadores, así que al menos conoce la teoría, aunque no pueda practicar el arte. Acuérdate de lo que digo. ¡Este chico será gran maestre Arpista uno de estos días! Y entonces, que el Excelso nos ayude, porque esperará que todos seamos tan concienzudos como él. —Lee apenas había logrado aprobar las otras clases requeridas en Historia, Conocimiento y las Artes, no debido a una falta de inteligencia, sino más bien a una falta general de interés. Su corazón y su amor eran solo para la música y el tambor, y todo lo demás le entraba por un oído y le salía por el otro, sin que nunca le hiciera falta.

    —No soy demasiado concienzudo. Solo respeto a mi gremio.

    —Oh, claro que sí pero, ¿acaso no he visto no solo tu arpa en tu equipaje, sino también tus notas de estudio para las pruebas de maestre? Y estas no se celebrarán hasta el próximo mes de junio. Y se supone que estás de vacaciones y que el gran maestre Blackmore te dio órdenes estrictas de que te relajaras y te emborracharas todas las noches. —Lee le guiñó un ojo al marinero.

    Menannon resopló y negó con la cabeza ante esa sugerencia.

    —¡No incluyó «emborracharse todas las noches» en esa orden!

    —Sí que lo hizo —aseguró Lee al viejo marinero, que estaba disfrutando mucho del duelo verbal entre los dos—. ¿Y qué, si se me permite preguntar, tiene de malo relajarse y emborracharse? —Esto último iba dirigido al viejo lobo de mar.

    —No se me ocurre nada. —El viejo le devolvió la sonrisa.

    —¿Lo ves? Él está de acuerdo conmigo. —Lee se volvió hacia Menannon—. ¿Y bien?

    Menannon se recostó contra la borda y lanzó otra rápida mirada al noreste antes de responder.

    —Bueno, se me ocurren dos excelentes razones. La primera es que soy un Gigante y que los Gigantes no se emborrachan y, en segundo lugar, y mucho más importante, mi padre me haría daño.

    —¿Y por qué iba a hacerte llorar? —preguntó el tamborilero con gran regocijo.

    —No has visto a mi padre, amigo mío. De ser así, ni siquiera pensarías tal cosa, y mucho menos la dirías.

    —Entonces, ¿eres un Gigante, zagal? Medio me lo imaginaba. —El marinero terminó su trabajo, allegó una caja y se sentó en ella; luego sacó una vieja y maltratada pipa de su faltriquera y comenzó a llenarla y encenderla mientras estudiaba pensativamente a Menannon—. Te tomé por un Teluri por lo alto y garboso que eres. Eres bastante más guapo que la mayoría de los Gigantes que he conocido, y mira que han sido muchos. —El anciano apuntó con su pipa a Menannon y le guiñó un ojo.

    —Una vez pasé un invierno en Nueva Belitarra. Es un pueblo de Gigantes tierra adentro de Gormidad. No estoy diciendo que los Gigantes no sean guapos, porque son tan guapos como cualquier otra gente y algunas de esas zagalas de Nueva Belitarra le quitan a uno el resuello, pero tú eres más guapo que los muchachos que he visto y mucho más ba... —El viejo tragó saliva y terminó la frase con un balbuceo, y luego dio una larga chupada a su pipa. Menannon y Lee intercambiaron una sonrisa.

    —Está bien, puedes decirlo... Soy «mucho más bajo» que cualquier otro Gigante adulto que hayas visto. —La sonrisa de Menannon iluminó toda su cara y sus ojos negros brillaron.

    —No era mi intención ofender, muchacho.

    —Y no lo has hecho, patrón, te lo aseguro. La verdad es la verdad y no puede ofender. Yo no estimo que mi baja estatura sea un problema, aunque no puedo decir lo que pensará mi padre.

    Menannon apartó la mirada, un poco incómodo. Se encogió de hombros y miró hacia atrás.

    —Solo puedo esperar que no esté demasiado decepcionado con mi altura, ya que soy igual de alto que la última vez que me vio, a pesar de tener tres veranos más.

    —¡Decepcionado! —estalló el tamborilero, incrédulo—. ¡Que el Excelso esté en su gloria, Menannon! Eres tan alto como un árbol y tan sólido como una montaña. ¿Qué más podría desear?

    —¿No le prestaste atención a los manuscritos de enseñanza? Si lo hubieras hecho, sabrías que para mi gente tengo la altura de un muchacho medio crecido de unos trece veranos. Como te puede decir nuestro buen marinero aquí presente, soy un gorgojo. —Miró al marinero, que asintió con la cabeza, un poco avergonzado por la admisión.

    —¿Un gorgojo? ¿Es chanza? —La pregunta de Lee pareció a medio camino entre un resoplido de incredulidad y una risita.

    —No —le aseguró Menannon sacudiendo la cabeza muy serio.

    —Sí, esa es la verdad ante el Excelso.

    —Mi padre mide quince pies y tres pulgadas y apenas está por encima del promedio. Yo, por otro lado, mido exactamente nueve pies de altura y eso es dos pies y medio más bajo que el Gigante más bajo hasta ahora registrado. Para darte una idea real de la altura de mi padre, considera esto: tú mides unos seis pies, ¿cierto?

    —Seis pies y dos pulgadas —concedió Lee, intrigado.

    —Muy bien, si te pusieras sobre mi cabeza y te estiraras hasta tu altura máxima, serías capaz de mirar a mi padre a los ojos. Incluso de rodillas, todavía me lleva a mí dos pies. —Hubo un largo silencio mientras los tres ponderaban las palabras de Menannon. En lo alto, una gaviota hacía círculos sobre la nave como un destello blanco.

    —Un gigante de Kalyria —murmuró para sus adentros el viejo marinero al tiempo que fumaba pensativamente su pipa—. Un gigante de Kalyria... —De repente, sus ojos se agrandaron, se quitó la boquilla de entre los dientes y apuntó con ella a Menannon.

    —¡El chico de maese Gorlanndon! Por la gran orlandina astada, he estado hablando con el heredero de maese Gorlanndon y no caí... —Su sonrisa se tornó en expresión de horror y se levantó de un salto como si lo hubieran aguijoneado.

    —Lamento haberme sentado sin permiso y haber sido tan informal. Le pido perdón, mi señor.

    Las palabras se le atropellaban en la garganta en su prisa por disculparse por su comportamiento en presencia de un personaje tan augusto como este joven pasajero. Sentado a su lado, Lee lo miraba sorprendido y Menannon no sabía si se sentía divertido o avergonzado.

    —¿De qué estás hablando, hombre? ¿No sentarte en su presencia? Solo es un oficial arpista, aunque sea bastante alto —apostrofó Lee.

    —¡No, muchacho! —lo interrumpió el viejo—. Es el heredero del primer consejero de Kalyria, el mejor comerciante y el más poderoso de todo el Mar del Albor. No hay un marinero en estos lares que no diera un brazo por navegar con maese Gorlanndon. Diantre, zagal, tu amigo es un príncipe, maguer no tenga corona. ¡Y será mejor que lo trates con el respeto que corresponde a su cuna mientras estés a bordo de esta nave! —espetó el viejo marinero.

    —No, por favor... —comenzó Menannon, pero el marinero se había puesto orondo de importancia y fue retrocediendo con un saludo.

    —Iré a informar al capitán y me aseguraré de que el cocinero le prepare un yantar de postín. —Cruzó la cubierta casi corriendo, llamando a sus compañeros, mientras Menannon y Lee lo miraban con cierta consternación. Finalmente, Lee se volvió hacia su amigo, levantando una ceja a modo de interrogante.

    —Como he dicho, mi padre es muy impresionante. —Menannon se encogió de hombros con una sonrisa algo tímida y se dirigió hacia la popa de la nao para disponerse a compartir con el capitán un almuerzo apto para la realeza.

    —Un príncipe, ha dicho el hombre —observó Lee mientras caminaban—. ¡Un príncipe! ¿Tú, un príncipe? —Lee no pudo suprimir el alborozo en su voz, ni lo intentó. El rubor de Menannon bastó para que estallase en una carcajada—. ¡Un príncipe! Esa sí que es buena. ¡Espera a que se lo cuente a los chicos en el colegio!

    Menannon solo le lanzó una mirada fulminante, lo que hizo que Lee rompiera a reír una vez más, pero se contuvo cuando se acercaron a la popa y al camarote del capitán. La comida fue exactamente como Menannon había esperado, y se sintió aliviado cuando finalmente se liberó de las rígidas formalidades.

    La mañana del tercer día después de su conversación con el viejo marinero, Menannon se encontraba de nuevo al lado de la borda de proa, sin apartar la vista del horizonte oriental, mirando hacia el sol naciente en busca de un atisbo de su hogar. En verdad, aunque le gustaba su isla nativa y la prefería a cualquier otro lugar en el que había vivido o visitado, era a su padre lo que más anhelaba en su corazón. Desde que habían partido de Lornennog, habían sido compañeros y amigos inseparables. Si bien había sido un gran honor ir al Colegio de maestres para su capacitación, la separación de su querido padre había sido la prueba más dura en la joven vida de Menannon y no había mejorado con el tiempo.

    Gorlanndon había atracado su buque insignia en Bahía Azul para reunirse allí con su hijo durante las vacaciones de primavera los primeros cinco veranos que Menannon había pasado en Ciudad Aridion. Después, algunos asuntos en casa lo habían retenido en los alrededores de Kalyria y ya no volvió a Bahía Azul. Esta ausencia había comenzado a inquietar a Menannon, llenándolo de una creciente ansiedad que no había podido constatar por sí mismo. Menannon había recibido y enviado muchas cartas, mas estas habían cesado hacía casi tres veranos. Lo que más lo preocupaba era que su padre no había podido asistir a su graduación, algo totalmente impropio de él. Los familiares de Lee y de muchos otros habían viajado incluso desde el extremo sur de Crenanoc para la ocasión, un arduo viaje de varias hebdómadas. Gorlanndon había dado razones completamente lógicas para explicar su ausencia, si bien parecían poco sinceras. Ahora, sin embargo, Menannon podría descubrir por sí mismo si algo le pasaba a su padre y a su ciudad.

    Cuando regresó a regañadientes a la cubierta, una vocecita comenzó a susurrarle, tachándolo de mentiroso, diciéndole que no era solo su padre quien lo preocupaba. No, le decía, había otra persona...

    Como dotados de voluntad propia, unos ojos de color púrpura oscuro parecían mirarlo de repente desde el horizonte oriental, unos ojos que habían constelado sus sueños y perturbado sus horas de vigilia durante los largos veranos de ausencia, demostrando que había otra persona en Kalyria que era dueña de su corazón: Nirna. Al pensar en ella, su pulso se aceleró, muestra de que sus sentimientos por su ex compañera de juegos aún perduraban y, al parecer, eran más fuertes de lo que había pensado. Ella era como una hermana para él, y tal vez algo más... Detuvo sus pensamientos allí, sin querer llevarlos más lejos, obligándose firmemente a mirar de nuevo más allá de las olas hacia el horizonte, hacia su casa y su padre. El rostro y el nombre lo perseguían empero, distrayéndolo. Nirna... Nirna. Por siempre en su corazón, mas nunca sería suya.

    Nirna era humana y, más aún, era la princesa Real de Kalyria y, como tal, más allá de su alcance según la ley y la costumbre, aunque eso no había impedido que fueran amigos y compañeros de juegos de la infancia. Ahora, sin embargo, ambos eran adultos y por lo tanto este regreso a casa iba a ser... bueno, un poco complicado. A pesar de eso, Menannon estaba decidido a ver a Nirna tan pronto como lo permitiera la urbanidad. Tendría que esperar algunos días, por supuesto, hasta que pudiera dejar solo a Lee, ya que no era posible retomar una amistad de la infancia si estaba con otro amigo querido. No sería justo para ninguno de los dos.

    Era justo antes del mediodía cuando el marinero de la cabecera finalmente gritó:

    —¡Tierra a la vista! Tierra por el este, mi señor. —La noticia de que Menannon era el hijo y heredero de Gorlanndon de Kalyria se había propagado por la nave como la pólvora y desde entonces lo habían agasajado como a un rey, para su vergüenza, mas por respeto a su padre lo había aceptado con buen humor. El capitán había concedido a Menannon y Lee toda suerte de cortesías, pues no iba a consentir que se dijese que había faltado a su deber para con tan respetado competidor como era Gorlanndon. Además, tal falta podría tener un impacto muy negativo en el negocio del armador y, por lo tanto, en su propia situación, y no había llegado adonde estaba por falta de perspicacia.

    —¿Por dónde? —voceó Menannon a su vez. Volvió a subir a la borda y escudriñó el mar hacia el este.

    —Diez grados al noreste —fue la respuesta, y el Gigante volvió la mirada rápidamente en la dirección indicada. Aunque su vista era más aguda que la de un Humano, la curva del mundo le ocultaba lo que el marinero sí podía ver. Esperó con impaciencia con la mirada pegada a la marca hasta que por fin lo vio: una borrón oscuro sobre el horizonte como una nube baja. Permaneció donde estaba durante la mayor parte del día observando como la isla crecía hasta casi llenar todo el horizonte oriental, flotando como una gran ave sobre las olas.

    —Bueno, yo diría que casi hemos llegado a nuestro destino —observó Lee llegándose a la borda junto a él—. ¿Qué piensas hacer primero cuando lleguemos a puerto?

    —Presentarme ante mi padre, por supuesto —dijo Menannon.

    —¿Presentarte ante tu padre? Esa es una forma bastante extraña de decirlo. —Lee le dirigió al gigante una mirada interrogativa. Menannon sonrió tímidamente.

    —Es una maña de la primera vez que navegué con él. Yo me ponía a tontear en la arboladura o cualquier cosa así cuando se suponía que debía estar estudiando o haciendo mis tareas. Nunca fallaba. Apenas me ponía cómodo para observar los albatros y oía al primer oficial gritar: «¡Menannon! ¡Te veo! ¡Preséntate ante tu padre, jovenzuelo!», y he estado presentándome ante él desde entonces.

    —Y, ¿qué harás cuando te presentes ante él? —Lee no pudo evitar sonreír ante la idea de que Menannon, el dechado de rectitud, había sido sorprendido tonteando, aunque solo fuese cuando era niño.

    El Gigante no pudo evitar un ligero rubor al recordar que se acercaba al camarote de su padre como si fuera la guarida de un Drakta. Se aclaró la garganta y sonrió.

    —Iba a su camarote con las piernas temblequeándome. Acostumbraba estar sentado en su escritorio escribiendo en sus registros. Se detenía y me miraba. Nunca decía una palabra, solo me miraba, y luego me hacía una seña y yo me acercaba tímidamente a su escritorio, él me alzaba en vilo y me ponía en una vieja alcándara de loro que tenía en la esquina para que pudiera mirarlo a los ojos. Permanecía allí sentado en su gran sillón, mirándome, y luego su rostro se cubría con una expresión de amarga decepción y yo rompía a llorar y prometía que intentaría mejorar. Él asentía como si hubiésemos sellado un trato con un apretón, y luego comenzaba a darse la vuelta para volver al trabajo, pero siempre volvía a mirarme. Me sonreía y extendía sus manos hacia mí, yo saltaba a sus brazos y él me daba un gran abrazo; luego me metía bajo el brazo como un pedazo de vitela enrollado y se erguía tanto como le permitían los bajos techos y se dirigía a la puerta. Justo cuando estábamos a punto de salir del camarote se detenía a mirarme y me decía: «¿Has visto el albatros?». Y tenía que decirle que no, y a continuación le aseguraba que seguiría buscando y él se reía con esa risa suya y subíamos a cubierta y me dejaba hacer mi trabajo o mis estudios.

    Había una musicalidad en la voz de Menannon cuando el Gigante hablaba de su padre que Lee nunca antes había oído. Durante un breve instante, el tamborilero no pudo evitar una punzada de celos. Tenía una familia cariñosa compuesta de tres madres, cinco hermanos y tres hermanas, pero había una afinidad entre Menannon y su padre que Lee nunca había experimentado y que no podía más que imaginar. Se desembarazó de su momentáneo lapso por ser indigno e inmerecido y le sonrió a su amigo.

    —Y entonces, ¿alguna vez viste el albatros?

    —No —rió Menannon—, pero no fue porque no lo intentara.

    —¿Pero por qué buscabas al condenado pájaro?

    —Bueno, mi padre me dijo en nuestro primer viaje juntos que si veía al albatros sobrevolando la mar, nos sonreiría la fortuna en ese viaje y siempre, porque significaría que el Excelso nos estaba prestando especial atención, pero creo que lo dijo porque yo estaba un poco mareado y bastante asustado de estar rodeado de tanta agua, así que le contó un cuento a un niño imaginativo para distraerlo. —Menannon no pudo evitar volver a sonrojarse un poco al recordarlo.

    Lee no pudo menos que reírse y siguió mirando como los rasgos de la isla comenzaban a vislumbrarse en el horizonte.

    La cima de la Corona de Kalyria, el punto más alto de la isla, fue la primera característica que discernieron. Era el remanente del último de los seis picos volcánicos originarios que formaban la antigua isla y se alzaba trece mil cuatrocientos cincuenta y ocho pies sobre el mar circundante. A continuación apareció el gran baluarte de los Acantilados Marmóreos que rodeaban los Campos de Morr, el mejor terreno para la labranza en toda la isla. El bajel comenzó a girar hacia el sur y el este para bordear la isla y entrar en el ancón frente a Kirith Kalyria en la costa sur.

    El capitán mantuvo su embarcación lejos de tierra, ya que había salientes sumergidos y pináculos afilados que rodeaban toda tierra visible. Ya el sol proyectaba largas sombras más allá de la proa de la nave cuando salvaron los límites occidentales de la Llanura de Pelar y la ciudad misma apareció ante sus ojos.

    Lee se quedó sin aliento por el asombro. Dos torres blancas flanqueaban la embocadura del ancón. Se erguían sobre la Medialuna que formaba un rompeolas natural para la ciudad. Sus techos, hechos del oro más fino, relucían cegadoramente a la luz del sol poniente. Más allá, la ciudad entre cuatro colinas parecía casi arder con una luz blanca cuando los rayos del sol se reflejaban en el mármol veteado de oro y plata utilizado en su construcción. Había tantos barcos dentro del ancón que parecía que toda una falange de nubes se había posado en la tierra. Aunque provenía de una ciudad portuaria, Lee nunca había visto nada semejante. A su lado, Menannon sonreía ligeramente, disfrutando de la reacción de su amigo ante su tierra natal.

    —Hermosa, ¿no? —murmuró suavemente para no turbar el estado de ánimo del tamborilero.

    —¿Hermosa? —Lee miró al Gigante con ojos relucientes—. ¡Decir que Kirith Kalyria es hermosa es como decir que el Trono del Excelso es un cerrito en lugar de la montaña más alta de Aridion! Los cuentos no le hacen justicia a este lugar. ¡Por la gloria del Excelso! ¡Es maravillosa!

    —¡Sin duda lo es!

    Permanecieron en silencio unos momentos, disfrutando de la vista de la ciudad conforme se acercaban hasta que vislumbraron un verdor de árboles y las manchas de color desenfrenadas que marcan los jardines y las calles. Por doquier se veía color y vida, realzados a la perfección por los últimos rayos dorados del sol poniente.

    Juro por el Excelso que es maravilloso estar en casa. Menannon tuvo que parpadear para quitarse una niebla de los ojos. Apartó la vista rápidamente para que Lee no viera el cambio momentáneo en su semblante. Se volvió de nuevo hacia la tierra y la ciudad que tenían ante ellos y levantó la vista ávidamente hasta la cima de la colina en el extremo occidental, clavando los ojos en el punto donde se encontraba la villa de su padre con su recinto y jardín amurallados, aunque aún no podía distinguirla. Hubo un breve destello de luz como si el sol se reflejara en una ventana recién limpiada. Menannon se puso rígido y forzó al máximo la vista. ¡Sí! ¡Lo había visto de nuevo! Se subió sobre la borda, se estiró tanto como pudo y saludó con la mano.

    —¿Qué está pasando? ¿A quién estás saludando? —Lee intentó ver qué había hecho que su amigo saludara de repente hacia la ciudad.

    —¡A mi padre!

    La alegría en el rostro de Menannon era sobrecogedora. Lee no pudo evitar una sonrisa como respuesta, pero todavía estaba desconcertado.

    —¿Cómo es posible que te vea a esta distancia? Apenas podemos ver los edificios de la ciudad.

    —¿Ves ese destello? —Menannon señaló hacia un punto. Lee aguzó la vista, mas solo vio el brillo de la ciudad.

    —¿Dónde? —preguntó.

    —Arriba a la izquierda. ¿Lo ves? ¡Allí! —Menannon volvió a saludar, esta vez con ambas manos—. ¿Ves ese destello como si se reflejara el sol en una ventana? —Lee siguió el brazo de Menannon y finalmente captó los pequeños destellos a los que se refería su amigo. De hecho, se parecían a la luz del sol que brillaba en un vidrio recién limpiado.

    —¿Cómo es posible que te vea desde allí? Ya sería una maravilla que pudiera ver este barco —preguntó Lee, incrédulo.

    —Está usando su instrumento de visión a distancia. —Menannon mantuvo la mirada fija en la cima de la colina donde la luz aún destellaba intermitentemente.

    —¿Su qué? —Lee estaba empezando a creer que su amigo estaba tomándole el pelo. Sin embargo, la expresión en el rostro de Menannon, una mezcla de alegría y alivio, daba fe de su seriedad.

    Menannon miró a su amigo sonriendo de manera bastante tímida y se obligó a adoptar una expresión calma propia de un caballero, pero no pudo evitar que sus ojos centellearan.

    —Mi padre inventó lo que él llama un Portalejos. Es como una serie de lentes de anteojos colocadas en un largo tubo de metal que le permite enfocar objetos distantes y verlos como si estuvieran casi al alcance de la mano. Cada lente por sí misma puede usarse para hacer que las cosas pequeñas se vean grandes. Cuando era niño me castigaron varias veces por sacar del tubo las lentes con sus círculos metálicos y ponérmelas en el ojo sujetándolas con los músculos de la mejilla con el fin de estudiar cosas pequeñas como hormigas y escarabajos. En defensa propia y para evitar que dañara un instrumento importante, mi padre me regaló unos círculos de vidrio y me enseñó a pulir lentes. Se me daba muy bien.

    Lee no pudo evitar una risa socarrona al oír eso esto. En el Colegio de Arpistas, se consideraba un axioma que a Menannon todo «se le daba muy bien».

    De pie a su lado, Menannon sonrió tímidamente ante la reacción de Lee y se apresuró a seguir con su explicación.

    —Cuando está en casa, mi padre mantiene el Portalejos en el pabellón de verano que está detrás de su villa para ver a sus barcos mercantes ir y venir desde el ancón al pie de la ciudad. Cuando lo mueve de cierta manera, el sol se refleja en la última lente. ¿Ves? ¡Tal que así! Todavía nos está mirando. —Menannon volvió su atención al lejano punto de luz.

    —Ya llego, padre mío —susurró—. Ya casi estoy en casa.

    Lee ocultó cuidadosamente su sonrisa, no queriendo que Menannon supiera que había oído lo que obviamente era un comentario muy privado. Lee no pudo evitar mirar alternativamente el rostro intenso de Menannon y la cima de la colina lejana mientras su nave se avanzaba bajo los faros poderosos y se adentraba en el ancón que bullía con tráfico marítimo. La luz continuó destellando a medida que se acercaban, demostrando fehacientemente que alguien allá arriba estaba tan interesado en su llegada como ellos estaban interesados en llegar.

    Transcurrió una hora más antes de que su barco pudiera atracar en un muelle público. Gorlanndon tenía sus muelles en otra sección del ancón donde otros comerciantes importantes mantenían sus muelles, atracaderos y almacenes privados. La cubierta cobró vida cuando la tripulación comenzó a aprestar la nave y el resto de los pasajeros se reunió en la pasarela para desembarcar. Lee saludó a Menannon y volvió a recoger sus pertenencias. El embarcadero bullía de actividad y color mientras los trajineros llegaban con sillas y palanquines para acompañar a los señores y las señoras que regresaban a sus tierras o para vender sus servicios a otros, y toda suerte de marineros, buhoneros, familiares, amigos y extraños que habían venido a dar la bienvenida a la nave y el resto de sus pasajeros y tripulación.

    ¡Por fin en casa!

    Capítulo 2

    (Verano del Mundo 6996)

    Menannon se quedó un momento dudando sobre si debía regresar a buscar sus pertenencias o desembarcar. Una voz interrumpió sus pensamientos y al volverse vio al marinero de la red de carga sonriéndole.

    —Te dije que llegaríamos al atardecer, muchacho. —El viejo marinero le guiñó un ojo y luego, recordando sus modales, lo saludó—. ¿Puedo hacer algo más por usted, mi señor?

    —Bueno, en realidad, ¿podrías encargarte de que lleven el equipaje de mi amigo y el mío a la villa de mi padre...? —comenzó Menannon, pero el hombre lo interrumpió con una sonrisa aún más amplia.

    —Porque llegarán a los círculos superiores mucho más rápido si no tienen que acarrear sus pertenencias. Claro que sí. Me encargaré de ello personalmente y me aseguraré de alquilar un palanquín para su amigo en cuando esté listo, mi señor.

    La sonrisa de alivio en el rostro de Menannon era todo el agradecimiento que el viejo marinero necesitaba. Con un apresurado «gracias», el joven giró sobre sus talones y, aprovechando su gran altura, saltó la borda de un brinco y aterrizó con un ruido sordo en el muelle, lo que hizo que una niñita morena que vendía flores se pusiera a gritar y casi dejara caer su cesta.

    Menannon hincó una rodilla en el suelo y sostuvo diestramente a la niña. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas y su pequeña barbilla comenzó a temblar, pero luego algo en la sonrisa y el leve guiño de Menannon la tranquilizó, y le devolvió la sonrisa. La pequeña empresaria se recuperó rápidamente y le ofreció un ramo de flores recién cortadas. Menannon, con una amplia sonrisa, sacó una moneda de la faltriquera y la cambió hábilmente por las flores que la niña llevaba en su manita. Los ojos de esta se agrandaron de asombro al ver la moneda e inmediatamente comenzó a rebuscar en busca de cambio en la bolsa de su brial marrón que le quedaba demasiado grande, pero Menannon negó con la cabeza y le hizo otro guiño, metió cuidadosamente las flores en su cinturón, se puso de pie y corrió por la tierra, esquivando a la gente por el muelle. Toda la transacción se había llevado a cabo en completo silencio.

    A pesar de la creciente oscuridad, las amplias avenidas que llevaban a los siete círculos de la ciudad estaban llenas de compradores y paseantes, artistas y personas en busca de entretenimiento. Había guardias de la ciudad para garantizar la seguridad, más por tradición que por necesidad, y para abrir las linternas Enanas que colgaban de postes a lo largo de las avenidas. Pronto, las calles principales estaban tan bien iluminadas como en pleno día y la ciudad bullía de actividad nocturna.

    Incluso si hubiera existido un medio de transporte capaz de portar a un Gigante, aunque fuera de baja estatura como él, por las estrechas y sinuosas calles, Menannon estaba demasiado impaciente para un viaje tan lento, por lo que se puso en marcha a pie, esquivando a los viandantes, palanquines, trajineros y todo tipo de gente que se dirigía a la cima de la Ciudadela, la colina central de Kirith Kalyria, donde se alzaban los edificios gubernamentales y el Palacio Real, antigua morada de los reyes y reinas del Imperio de Kalyria. Desde su eminencia, grandes puentes se arqueaban hacia las otras tres colinas: la Equiana, sobre cuyas alturas y costados se erigían las grandes villas, huertos y viñedos de los cresos de la ciudad; la Idriana, donde se encontraban las principales salas de las artes, incluido el Colegio de Arpistas (allí también se ubicaban los grandes colegios de la universidad fundada por los Preceptores, una rama de los Arpistas que se especializaba en la educación superior de las ciencias, la ingeniería, la agricultura y plantas medicinales) y la Aureuna, cuya corona estaba exornada por los grandes jardines ornamentales de Kalyria, adorados por todos los ciudadanos de la ciudad, a los que estaban abiertos.

    Muchas eran las horas que Menannon había pasado allí como aprendiz de arpista principiante, utilizando su flora exótica como tema para practicar las artes de la iluminación y la pintura. También de tanto en tanto disfrutaba de los diversos esparcimientos que se podían encontrar allí. Por encima de todo le gustaban los conciertos al aire libre proporcionados por los oficiales arpistas del Colegio de Arpistas local, aunque, si se lo conminaba, admitiría que le gustaban casi tanto los malabaristas y los bufos. La Aureuna era también el sitio de la mayoría de las principales salas comerciales pertenecientes a los empresarios más ricos de Kalyria, incluido el padre de Menannon.

    El resto de la gran ciudad se arremolinaba sobre las faldas de sus colinas en círculos concéntricos amurallados que saturaban cada espacio disponible con las casas, jardines, salas comerciales, tiendas, tabernas y posadas de sus habitantes. Al menos un camino de cada una de las cuatro colinas abocaba en el puerto, pero su longitud variaba según la forma y la altura de la colina. La vía principal que subía por la Ciudadela era, con mucho, el camino más corto hacia la cima, ya que serpenteaba colina arriba en lugar de subir en espiral a su alrededor, como en las otras tres. Desde lo alto de la Ciudadela, se llegaba fácil y rápidamente por el puente hacia la villa de su padre situada en la Equiana.

    Llegó al nivel superior de la Ciudadela en menos tiempo de lo que se tardaba en pensarlo, pero le pareció un siglo, y casi se precipitó por la puerta principal de la muralla que rodea la plaza central. No podría haber corrido más aprisa si su vida hubiera dependido de ello. —¡Pero bueno! No tan aprisa, muestra algo de respeto. —Uno de los porteros salió de su puesto en los escalones inferiores de la sala de la Casa Consistorial y le echó un buen rapapolvo por entrar corriendo en un lugar tan augusto. La luz de las luminarias situadas a cada lado del frontón que coronaba el pórtico columnado de la Sala del Consejo se reflejaba sobre su loriga dorada y negra. Esas lámparas, los Ojos del Excelso, habían estado encendidas desde que se colocaron los cimientos de la ciudad y simbolizaban el amor del Excelso por los habitantes de Kalyria y el de ellos por Él. Las alimentaba el Excelso mismo y ninguna voluntad sino la Suya las podía extinguir.

    Obedientemente, el Gigante dejó de correr y presentó debido respeto a las lámparas, mas no aflojó el paso al pasar delante de la Sala del Consejo y el palacio de la reina, donde no pudo evitar echar un rápido vistazo a la torre más baja en cuya parte superior se encontraban los aposentos de Nirna. La ventana en su parte superior estaba iluminada. Ella se encontraba allí. Tuvo que hacer un esfuerzo para no desviarse e ir a tirar piedras a su ventana para llamar su atención como había sido su costumbre cuando era niño, pero la vigilancia de los guardias y el conocimiento de que su padre lo esperaba lo mantuvo en su camino.

    Pasó al lado de los edificios gubernamentales más pequeños y las estatuas monumentales que reflejaban la larga historia de Kalyria, y pronto estaba saliendo por la puerta de la muralla posterior de la plaza y de ahí se dirigió a toda carrera una vez más hacia el puente de las Matemáticas en la falda oeste de la colina. Atravesó el espacio despejado hasta el cruce donde confluían las tres grandes avenidas de la Equiana. La central subía hasta la elevada cima de la Equiana y las otras dos descendían, una a la derecha y la otra a la izquierda. Sin mirar las otras, Menannon corrió por la ancha avenida central arbolada que serpenteaba entre los altos muros de piedra alrededor de los jardines y los edificios de las mejores villas de la ciudad.

    Dobló una última esquina, resoplando, y vio que el alto muro de piedra de la casa de su padre estaba cerca, pero se sorprendió al descubrir que la gran puerta de madera estaba cerrada a cal y canto. Eso era muy extraño, pues siempre había estado abierta sin temor a ningún tipo de intrusión, ya que Kalyria se regía bajo la Paz del Excelso y el bandidaje era prácticamente inexistente. Se detuvo abruptamente frente a la puerta y, por primera vez en su vida, tiró de la cuerda de la esquila para ser admitido en su propia casa. Por mor de su sorpresa e impaciencia, tiró tan fuerte que casi la arrancó. El retumbar de la vieja esquila hizo eco dentro y, como respuesta, se abrió una portañola en el centro del portón.

    —¿Quién va? —preguntó una voz al tiempo que aparecía una linterna Enana a través de la abertura para iluminar al visitante.

    El portero miró hacia fuera y luego de nuevo hacia arriba. Permaneció mudo de asombro durante un segundo y luego abrió mucho los ojos por la sorpresa y la alegría.

    —¿Señorito Menannon? ¡Por las lágrimas sagradas del Excelso, qué alegría verlo de nuevo!

    El hombre retiró la linterna y cerró la abertura de golpe. Menannon lo oyó gritar a pleno pulmón: «¡El señorito Menannon está aquí!», al tiempo que se oía un rechinar de cadenas y se abría el portón.

    —¡Adelante, señorito!

    El portero demostró ser nada menos que el administrador de su padre, Skendrin, aunque por qué hacía de portero era un misterio que Menannon no tuvo tiempo de considerar ya que el administrador lo agarró por el brazo y casi lo arrastró adentro en su arrebato de alegría.

    —¡Pongo al Excelso por testigo, llega como una bendición, muchacho!

    Menannon se encontró frente a la cara sonriente de uno de los empleados más antiguos de su padre. La cabeza canosa de Skendrin llegaba casi a la mitad del pecho del joven Gigante, ya que medía más de seis pies de altura. Era un Humano enjuto y desgarbado, cuya magrura escondía unos músculos tan fuertes como el acero adquiridos durante una vida de servicio a bordo de las naves comerciales de Gorlanndon y que ahora ocultaba un sayo más bien estrafalario de color naranja y morado. Skendrin había regresado a regañadientes a tierra firme después de la muerte de su padre, quien había servido al Gigante como su último administrador.

    —¿Cómo sabes quién soy? —Menannon no pudo evitar preguntar, ya que nadie en su casa lo había visto desde que se había ido a Ciudad Aridion ocho veranos antes.

    —¡Bueno, para empezar, lo hemos estado esperando, jovenzuelo! Su padre mandó aviso a la casa hace horas. Y además, los de tu propia ralea siempre te reconocen. No tiene orejas puntiagudas, así que no es un Teluri, y además es demasiado fornido para ser uno de ellos y demasiado alto para ser cualquier otra cosa. Y es usted calcadito a su padre. ¡Caramba, hombre! Su padre lo ha estado esperando desde hace dos días. Todavía está en la casa de verano. Lleva horas allí. «Envíalo cuando llegue», dijo, y así lo haré. ¡Vamos, aprisa!

    Skendrin lo empujó hacia el patio que se estaba llenando rápidamente de una multitud de criados y vasallos vitoreantes. Menannon se encontró rodeado de gente que había conocido prácticamente toda su vida.

    La villa de Gorlanndon era de tamaño bastante modesto para el Gigante, pero para cualquier otra persona habría sido una vasta casa señorial. Construida de mármol y con techos de pizarra, el único piso de la sección central tenía treinta pies de altura y se apoyaba en lo que semejaba un bosque de pilares, comenzando con los del pórtico frontal. El ala izquierda era mucho más baja, ya que había sido construida para alojar a invitados de otras razas que a menudo llegaban a la casa del Gigante. Su imperio comercial abarcaba todo el mundo conocido de Linden y los socios comerciales de tierras lejanas solían ser huéspedes de su casa. De hecho, un comerciante de las Islas Celestiales en el extremo más alejado del Aridion, en el borde del Mar del Crepúsculo, se encontraba actualmente en su residencia, aunque se marchaba dos días después. En el ala derecha se hallaban los aposentos de la familia. En ocasiones, el de Gorlanndon hacía las veces de despacho. En la parte de atrás, al lado de la almunia, estaban la cocina, las opulentas habitaciones de los sirvientes, la bodega y todas las demás cámaras necesarias para el funcionamiento de una gran casa. En el lado cercano del patio, cerca de la puerta, estaban los cobertizos, los talleres y una gran vivienda que era el hogar del Comisario y su familia. Si bien Gorlanndon se refería a la vivienda como una «casita de campo», habría servido de villa a un rico terrateniente si hubiera tenido su propio patio. Los diez acres del recinto estaban rodeados de una hermosa muralla de piedra de veinte pies de altura. La casa de Gorlanndon era la villa más grande dentro de los confines de Kirith Kalyria.

    Menannon inmediatamente miró más allá de la masa columnada de la villa y de la pequeña almunia que estaba detrás para fijarse en la cima del alcor rocoso que estaba dentro del recinto de Gorlanndon. Allí, brillando a la luz de las múltiples linternas Enanas que colgaban de sus aleros, había una estructura que parecía una filigrana de piedra, de tan delicadas que eran sus paredes de mármol con vetas plateadas. Sus persianas y contraventanas estaban abiertas a la brisa marina por todos lados y estaba entechada con láminas de cobre. Para los ojos Humanos parecería una pequeña torre, pero para Gorlanndon, no era más que un mirador útil. El Gigante lo había construido para su esposa, la dama Julianna, como su retiro especial, donde pasaba horas doradas pintando y escribiendo poesía. Cuando ella se negó a regresar de Lornennog a Kalyria después del nacimiento de Menannon, Gorlanndon había hecho de la casa de verano su retiro personal y era raro el visitante al que se le permitía verlo allí.

    Estaba tan oscuro que Menannon no veía dentro, mas su corazón le dijo que su amado padre todavía estaba allí y que lo estaba esperando. Echó a correr por el patio, pero de repente se detuvo y se volvió, recordando que debía alertar a Skendrin de la inminente llegada de Lee y el equipaje. Se sorprendió al ver que la puerta estaba flanqueada en el interior por guardias vestidos con túnicas de los colores rojo y amarillo de su padre, sobre las cuales portaban petos de kelandar rojo batido, un metal increíblemente duro y casi invaluable hecho por los Enanos, con grebas y braciles del mismo material. En los cinturones llevaban espadas largas y en perfecto estado, y cada uno tenía una pesada lanza con asta de fresno apoyada contra la pared al alcance de la mano. Esta protección tan obvia hizo que Menannon se preguntara de nuevo qué era exactamente lo que estaba sucediendo en Kalyria, pero dejó a un lado ese pensamiento y se dirigió a

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