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Nueve armaduras de poder: El despertar del demonio
Nueve armaduras de poder: El despertar del demonio
Nueve armaduras de poder: El despertar del demonio
Libro electrónico251 páginas3 horas

Nueve armaduras de poder: El despertar del demonio

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Información de este libro electrónico

Poder, fantasía, sangre y muerte. Nueve extraordinarios caballeros contra cinco aterradoras muertes. ¿Quién ganará?

Nueve caballeros de poder luchan contra cinco muertes malditas, provocando un mundo donde las guerras humanas no podrán cesar. Un sangriento camino y personajes con poderes inimaginables te llevarán a un universo con magia y maldad sin límites.

Prepárate, si teatreves, a vivir una aventura extraordinaria, a ser sorprendido, a adentrarte en lo que será tu nuevo mundo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2019
ISBN9788417717827
Nueve armaduras de poder: El despertar del demonio
Autor

Héctor J. González

Nacido el 19 de febrero de 1985 en la Ciudad de México, Héctor J. González estudia su educación básica en México, Estados Unidos, España y Francia, donde culmina con la obtención del BAC francés literario con Mención Especial, el título de bailarín profesional por l'École de danse de l'Opéra de Paris y medalla de oro en su examen como pianista en el conservatorio Camille Saint-Saëns (París). Recibe también un reconocimiento especial por parte del Instituto Mexicano de la Juventud por su trayectoria artística. Ejerce como bailarín de danza clásica y músico compositor, presentándose en los teatros más prestigiosos de México; además de representar a su país en estas áreas. Como escritor, se focaliza, en un principio, en la poesía, para después incursionar en el cuento y la novela. Cursa la licenciatura en Derecho en la Ciudad de México y paralelamente comienza a escribir relatos fantásticos. Actualmente escribe el segundo libro de su saga «Nueve armaduras de poder».

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    Nueve armaduras de poder - Héctor J. González

    Nueve armaduras de poder

    El despertar del demonio

    Nueve armaduras de poder

    El despertar del demonio

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717377

    ISBN eBook: 9788417717827

    © del texto:

    Héctor J. González

    © de las ilustraciones:

    Abril Cecilia Barruque

    Tumblr thatdemonamongus

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Agradezco a la concisa y brillante correctora y crítica literaria Sonia María Jiménez González por formar parte de este proyecto, así como a la artista plástica Abril Cecilia Barruque por proporcionar su talento a través de sus ilustraciones.

    Asimismo, agradezco el apoyo y amor incondicional brindado por todos los miembros de mi familia.

    Dedico este libro al amor de vida, Ayelén Sofía Jiménez Barruque.

    Prólogo

    Era una noche helada. En la planicie yacían cuerpos apilados por montones, una pesadilla; partes mutiladas de armaduras resplandecían a la luz de la luna, unas pequeñas como de niños y otras enormes. Llamaba la atención que las siluetas parecían no ser humanas, eran deformes y de colores inusuales. Silencio. No hay cuervos ni carroñeros, no hay brisa. Por un instante, el tiempo se congeló. Una forma semihumana, cubierta por una armadura traslúcida, se encuentra en el centro de la masacre. Sonríe. Su coraza es transparente, parece no tener piel; se pueden apreciar los pedazos de carne, órganos, músculos y tendones escurrirse, pero lo más inquietante es su mirada: ojos inyectados de sangre que aguardan la llegada de alguien.

    Moy se despertó con sobresalto. Sudaba y le faltaba aire, ya había tenido esa pesadilla antes. Abrió la ventana y el viento fresco de la mañana hizo que su cuerpo húmedo temblara.

    —Pero ¡qué estás haciendo! —exclamó Iliana—. No te pienso cuidar si te enfermas, ¡no, señor! Ya tienes quince años. ¡Cierra la ventana!

    Moy quería decirle que se callara de una buena vez y lo dejara en paz, pero se mantuvo serio. Iliana era, podríamos decir, su madre adoptiva. Él jamás supo nada de sus padres; lo habían abandonado, Iliana lo encontró en las afueras del pueblo. Moy nunca preguntó las circunstancias de cómo fue que lo hallaron; la verdad, no le importaba mucho: tenía un techo y una vida buena y simple. No necesitaba más.

    —Sí, ya sé. La ventana se abrió sola —mintió él.

    —Bueno, vístete y saca a Zeus, que hoy vienen los caballeros de Truk. Báñalo y tenlo presentable, que es el mejor perro ovejero que tenemos. Tal vez, si se comporta, ganemos algún dinero en el concurso de este año.

    Zeus, nuestro gran perro ovejero, no era para nada obediente, pero tenía un talento innato con las ovejas. Podríamos decir que una de cada diez veces que se lo pedíamos hacía un buen trabajo.

    —Sí, ya voy —contestó Moy.

    El concurso era una mundana manera que tenían los pueblerinos de hacerse notar y ganar un poco de dinero extra. Lo cierto es que los caballeros de Truk son una banda de borrachos que se aprovechan de la situación para pasar el rato con mujeres. De todas maneras, Moy iría e intentaría no hacer el ridículo con su perro desobediente. Quizá este año llegue a la final, pero lo más seguro es que no logre ni alcanzar la primera ronda.

    Bajó las escaleras para desayunar. Encontró un poco de pan con miel que le había comprado a Leo, el hijo del apicultor del pueblo. Se lo atragantó y salió de la casa.

    —¿A dónde vas tan campante? —dijo Iliana—. Tienes que cortar más leña, que se aproxima el invierno.

    —Ya lo sé —respondió Moy—. Hoy en la tarde corto más, pero ¿no me habías mandado bañar a Zeus?

    —Sí, pero en esta casa las cosas no se hacen solas. Yo estoy aquí viendo todo, arreglo tu ropa, cocino… ¡Tú no ayudas!

    Moy se desconectó, solo asentía con la cabeza. Ya lo había escuchado mil veces, pero no podía ser ingrato con alguien que lo ayudaba tanto. Una vez que el sermón terminó, Moy salió y se dispuso a buscar a Zeus.

    —¡Zeus! —gritó—. ¡Zeus, ven a mí! ¿Dónde se metió ese animal? —se preguntó.

    A lo lejos, Moy percibió un bullicio que venía de la casa de Erald, el panadero del pueblo. Una palabra pasó por su mente: Zeus. Corrió hasta la casa solo para ver cómo el panadero perseguía desquiciado una enorme hogaza de pan. La imagen era graciosa, cómo un animal tan pequeño podía, con un pedazo de pan que lo duplicaba en tamaño, correr tan ágilmente.

    —¡Zeus, quieto! —exclamó Moy. El perro se paralizó, no tanto por obediencia, sino por la sorpresa de escuchar la voz de su amo. Soltó la hogaza y se sentó detrás de ella.

    —¡Ahora sí me las vas a pagar! —dijo Erald—. Estuve trabajando en ese pan desde la madrugada.

    Con cada paso que daba el panadero, Zeus se ponía más tenso.

    —No te atrevas —musitó Moy.

    Pero, en un santiamén, Zeus levantó la pata y meó la hogaza.

    —¡Hijo de…! —exclamó Erald, pero, antes de que terminara su frase, Zeus salió a toda velocidad por la puerta.

    —Moytan —dijo Erald—, me tienes que pagar por lo que hizo tu perro. No puedo creer que no lo eduques. Además, es tan pequeño y feo que ni siquiera lo tendría de tapete.

    —No tengo dinero —respondió Moy—, pero cuando gane el concurso de pastoreo te juro que te pagaré.

    —Eres igual de tonto que tu perro. ¡Quiero que me pagues en este momento!

    —Sí, sí, pero deme tiempo.

    Mientras Moy balbuceaba una excusa, todo pareció oscurecerse. De pronto, se sintió mareado. Cuando despertó, el panadero estaba en una esquina, con los ojos abiertos de par en par, como si hubiera visto algo espantoso.

    —¿Estás bien? —preguntó Moy.

    —Ve-ve-vete de mi casa. No me hagas daño, por favor —respondió tembloroso Erald.

    Moy salió mareado de la casa. ¿Qué había pasado? Le dolía mucho la cabeza. Se sentó en el pasto para retomar fuerzas. Zeus llegó y comenzó a lamerle la cara.

    —¡Basta, basta! Todo está bien, Zeus.

    A lo lejos, las trompetas anunciaban la llegada de los caballeros. Moy se levantó y, sintiéndose ya más recuperado, se dirigió a verlos con Zeus siguiéndolo a poca distancia.

    Capítulo 1

    Aukan, el Séptimo, como le decían, aborrecía los concursos de campesinos. Pero, siendo uno de los nueve caballeros de la orden de Triweldyn, tenía que asistir por respeto a la tradición. El rey Edvark V lo había exigido y, para evitar conflictos políticos, Hazayael, el jefe de los Nueve, lo había mandado.

    ¿Qué tenía que hacer el Séptimo ahí? Era uno de los caballeros más poderosos de la orden y seguramente podría ser de más ayuda en un combate real. Pero no tenía opción, se encontraba en ese lugar e intentaría que fuera lo menos aburrido posible. Quizá encontraría alguna hermosa doncella que necesitara de su ayuda.

    —Y, entonces, ¡le corté la cabeza! No pudo defenderse de mi espada —dijo Duk.

    A Aukan le fastidiaba tener que escuchar el relato de Duk de cuando, en la tercera campaña de la batalla de Rokenstan, había peleado en el ejército del rey. Duk era el capitán de los caballeros de Truk, una orden que servía solo para glorificar a los soldados viejos que en su momento hicieron alguna hazaña importante. Los enviaban a eventos menores para que representaran a la corona.

    —¿No le habías cortado una mano? —le respondió Tramer, otro caballero de Truk—. Viejo senil, si sigues cambiando la historia, en un par de semanas vas a contarnos cómo dejaste eunucos a todos los soldados del ejército bárbaro.

    —¡Sí!, y cómo también trajiste una maldición a todas sus mujeres —respondió otro caballero.

    —¿De qué estás hablando, Noro? —preguntó Duk.

    —¡Sí, porque, después de matarlos, todas tuvieron hijos bastardos con tu cara de perro!

    Aukan no podía creer que Duk y sus caballeros dijeran tantas estupideces, pero eran viejos glorificados; por lo menos, con sus burlas y chistes harían el viaje más ameno.

    Al entrar al pueblo, la gente los recibía como si fueran héroes. Los niños caminaban junto a ellos con palos que, en su imagina­ción, representaban espadas. Eran las personas más importantes que recibirían en el año. Los escoltaron con flores y aplausos hasta la casa de Rifok, el jefe del pueblo.

    —¡Viejo amigo, Duk! —gritó Rifok desde la puerta de su casa—. ¿Cómo has estado? Escuché que vendrías a las festividades. Los hemos estado esperando.

    Rifok era un hombre que aparentaba ser más joven de lo que realmente era. A sus cincuenta y seis años, era alto y musculoso; trabajar en su forje lo mantenía en forma, pero las canas en su pelo oscuro y algunas arrugas lo llegaban a delatar. Le dio un fuerte abrazo a Duk.

    —Pasen, les he preparado unas habitaciones para que puedan descansar y reponerse del viaje.

    En total, eran nueve viajeros. Por falta de lugar, los acomodaron de tres en tres en cada habitación. Aukan compartiría habitación con Duk y Tramer, lo cual sería desagradable, ya que a ambos les gustaba tomar en desmedida y hacer apuestas poco prudentes durante la noche.

    —Pónganse cómodos, que hoy les hemos preparado un festín —mencionó Rifok.

    Aukan imaginaba que sería un festín mediocre, pero con algo de vino, sin duda, lo olvidaría. Las habitaciones eras simples, con tres camas de madera y no mucho más. Al entrar a la habitación, Aukan eligió la cama más lejana a la puerta; siempre alerta, sabía que, si alguien lo atacaba, el primero en morir sería el más cercano a la entrada. A pesar de su corta edad, ser un caballero entrenado de Triweldyn lo mantenía alerta. Empezó a quitarse su armadura pieza por pieza. No era una armadura hermosa, sino bastante simple y funcional. Sin embargo, Aukan nunca retiraba la hombrera izquierda, ya que era, aunque muy pocos lo supieran, lo que lo identificaba como el Séptimo. Buscó en su equipaje unas botas suaves, un pantalón y una camisa de seda y se cambió, aunque no le gustaba vestir así porque su hombrera lo hacía ver bastante extraño. Era cómico mirarlo con aquella forma rara, simple y lisa que formaba un cubo perfecto en su hombro. Siempre que le preguntaban por qué la portaba, él respondía que el rey se lo ordenó como castigo. Nadie se atrevería a contradecir al rey.

    Aukan salió de su habitación. El sol comenzaba a ocultarse, llenaba el ambiente el olor a carne rostizada y los aldeanos preparaban el inminente festín. Se alejó hacia un bosque cercano, le hacía falta estar solo un rato. Al llegar, se recargó en un árbol y miró el decepcionante atardecer, feo como el pueblo en el que se encontraba.

    Moy estaba nervioso, el festín marcaría el inicio de las festividades y el concurso de pastoreo comenzaría mañana. Le sudaban las manos mientras ayudaba a los cocineros llevando y trayendo lo que fuera necesario.

    —¡Saca ese animal de aquí! —gritó uno de los cocineros—. Ese mentado perro ya estuvo a punto de comerse un jamón, ¡no lo quiero en mi cocina! —Moy y Zeus salieron enseguida. De todas maneras, no tenía ganas de trabajar ni de ensuciar la camisa nueva que le había confeccionado su madre para la ocasión.

    —Zeus, ¿qué voy a hacer? —dijo Moy mientras Zeus lo miraba con sus ojos azules, sin entender ni una sola palabra de lo que le decía—. ¡Ya me está creciendo el bigote, ya soy un hombre, Zeus! ¿Tú crees que…?

    Pero, antes de que terminara la frase, Zeus ya no lo estaba escuchando, sino que caminaba lentamente hacia un gato que estaba sobre la mesa del festín. Moy sabía que la escena terminaría mal. En un instante, Zeus se lanzó hacia el felino. Este, asustado, dio un gran salto. Ya era tarde: había dos animales corriendo sobre la mesa tirando platos y vasos; el gato se dirigió hacia un árbol con Zeus ladrando tras de él. Con la agilidad que los caracteriza, escaló hasta las ramas y, por un momento, Zeus también trepó por la corteza, pero no pudo seguir al animal y quedó abrazado al árbol sin saber cómo subir ni bajar. Moy empezó a alzar todo el desastre que habían ocasionado. Se agachó para recoger un vaso y, al momento de levantarse, se topó con una figura cruzada de brazos.

    —Estuve arreglando la mesa todo el día. ¡Mira lo que hizo tu animal! —Moy contemplaba a la mujer frente a él. Nilsa, la hija de Rifok, era alta como su padre, pero esbelta e increíblemente bella. Su cabello castaño estaba confeccionado con una trenza con flores insertadas de color blanco y portaba una túnica color verde que acentuaba sus ojos y, sobre todo, su hermosa figura.

    —Zeus no es un gato —balbuceó Moy. Su nerviosismo no era por las pruebas de mañana, estaba nervioso por el festín, sabía que ahí estaría Nilsa y ahora la tenía frente a él. No pudo más que contestar incoherentemente.

    —¿Cómo que no es un gato? ¿Qué diablos estás diciendo? —dijo Nilsa—. Quiero que, ahora mismo, limpies este desastre y bajes a tu perro de ese árbol, que no es un gato, pero tampoco es una ardilla para estar trepado así del tronco; además, necesito que me traigas tres barriles de cerveza del granero de mi padre.

    No importaba lo que le dijera, él obedecería, incluso si le pidiera que se lanzara de un risco.

    —Sí, señor, señora, señorita, sí, sí, ahora mismo voy.

    Nilsa solo suspiró, se dio media vuelta y se fue a seguir con los arreglos del festín. Moy veía cómo se alejaba, hipnotizado por el balanceo de sus caderas.

    —¡Baboso bufón, je, je, je, je! —Moy volteó para ver a su amigo Willy—. Sí, señor, señora, señooorita, ja, ja, ja, ja. Realmente, eres todo un seductor. —Willy era el hijo del panadero y su mejor amigo—. Seguro, Nilsa se ha enamorado profundamente de ti. Eres todo un poeta.

    Willy se agachó, recogió un vaso del suelo y se lo lanzó a Zeus. Le dio justo a un lado de la cabeza. El perro, asustado, se soltó y cayó como un saco de papas al suelo.

    —Ese perro es más tonto que tú, y no muchos pueden presumir de eso.

    —¡Sí, Willy! —dijo Moy—. Seremos tontos, pero preferimos eso a ser tan feos como tú.

    —¡Me las vas a pagar! —gritó Willy, y los tres se echaron a correr entre risas.

    Aukan se despertó de un sobresalto; se había quedado dormido recargado en aquel árbol. Seguramente, ya había comenzado la fiesta. Se levantó para dirigirse hacia el pueblo. Se escuchaba mucho ruido, pero no era sonido de festejo. Aukan aceleró el paso: su instinto le decía que algo andaba mal. Corrió y, al llegar a la cima de una pequeña colina, vio que el poblado se encontraba en llamas.

    Al acercarse, vio sangre en las paredes de las casas y pobladores con armas corriendo en todas las direcciones. A unos metros encontró a Rifok con heridas en todo su cuerpo.

    —¡Rifok, por Dios!, ¿qué está pasando?

    —¡Las bestias salieron de la nada, nos tomaron de sorpresa! No sé bien qué son, pero te puedo asegurar que no son osos ni lobos. —Rifok tosió sangre—. No encuentro a Nilsa, búscala por mí.

    —No te preocupes, yo la traeré de vuelta. Espera aquí, que estás perdiendo mucha sangre.

    Rifok tomó firmemente la camisa de Aukan.

    —No son de este mundo, ten mucho cuidado.

    Aukan corrió por las calles entre humo, gritos y fuego, buscando sobrevivientes. Cuanto más se acercaba al lugar del festín, más cadáveres aparecían. Estaban mutilados de maneras horribles.

    De pronto, se escuchó un aullido, como de un lobo, pero en un registro más grave. A Aukan se le heló la sangre, pero nada lo prepararía para lo que vería. De entre el humo y las llamas surgió una enorme silueta. Era una monstruosidad, medía más de tres metros y estaba cubierto con un pelaje blanco. Toda su cabeza estaba roja de sangre y parecía la de un lobo. Andaba sobre dos patas y tenía un cuerpo increíblemente musculoso, pero lo que más preocupó al caballero fue la mirada que le lanzó, no salvaje, sino inteligente. La abominación se empezó a acercar a él, pero el grito de una mujer llamó su atención. La bestia, con una velocidad inhumana, se dirigió hacia el grito. Aukan corrió tras la bestia para encontrar a dos muchachos, una joven y un pequeño perro contra una pared. El valiente can ladraba a la bestia, que lo ignoraba acercándose lentamente hacia los adolescentes.

    Aukan posó una rodilla en el suelo y, sujetando con su mano izquierda la hombrera del Séptimo, incantó las palabras de poder:

    —Nueve puntos de poder, al anochecer del fin, yo, el Séptimo Caballero y escudo del cielo, invoco tu poder.

    La hombrera comenzó a brillar

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