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La elegía de Arthemos: El verdugo de Rothenburg: asesinato en  Rothenburg; El verdugo de Rothenburg: Traición en Rothenbur, #1
La elegía de Arthemos: El verdugo de Rothenburg: asesinato en  Rothenburg; El verdugo de Rothenburg: Traición en Rothenbur, #1
La elegía de Arthemos: El verdugo de Rothenburg: asesinato en  Rothenburg; El verdugo de Rothenburg: Traición en Rothenbur, #1
Libro electrónico462 páginas7 horas

La elegía de Arthemos: El verdugo de Rothenburg: asesinato en Rothenburg; El verdugo de Rothenburg: Traición en Rothenbur, #1

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El guardián caído y su canción llena de lamentaciones.

Unos jóvenes compañeros que caen en la red de una intriga real.

El corazón de un dragón que nace con un destino ardiente.

Los hermanos gemelos Siran y Avina pensaron que su viaje de estudios con su maestro, el curandero Haron Salbwis, sería como un viaje normal. Pero con el encuentro fortuito con un torpe ladrón, el príncipe akhari de orejas puntiagudas Darian, se ven pronto atrapados en medio de una conspiración de la casa real de Darian. Darian huye de su tío, que lo incriminó en el asesinato de su padre. El príncipe ahora tiene que confiar en la ayuda de estos humanos que lo encontraron y lo cuidaron, a los que puede convencer de su inocencia. ¿Saldrán de este remolino de desafortunadas coincidencias y encuentros inesperados? Sigue las aventuras de los jóvenes héroes a través de un salvaje mundo de fantasía lleno de peligros y de criaturas místicas.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 may 2021
ISBN9781667400372
La elegía de Arthemos: El verdugo de Rothenburg: asesinato en  Rothenburg; El verdugo de Rothenburg: Traición en Rothenbur, #1

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    La elegía de Arthemos - Christina Krüger

    Para Dai.

    La elegía de Arthemos

    ¡Escuchad!

    Bardo, canta tu canción

    sobre la melancolía.

    Solo quedó el recuerdo

    en el mundo en tiempos pasados,

    y escribió versos.

    Ahora escuchad su canción,

    sobre amor y dolor,

    La elegía de Arthemos.

    Arthemos vela por nosotros.

    Por nuestro vasto país,

    nunca dejes que ocurra.

    Solo quedará tu canción.

    Arthemos vela por nosotros.

    Amor y dolor,

    de tiempos antiguos,

    Tu corazón conmovió.

    Sonó esta canción

    en tu corazón.

    Juego prohibido,

    de amor y envidia,

    que las hermanas desquicia.

    Ya es tarde.

    Las tinieblas envuelven nuestra tierra.

    Las puertas estallaron de tirria.

    Arthemos vela por nosotros.

    Por nuestro vasto país,

    nunca dejes que ocurra.

    Solo quedará tu canción.

    Arthemos ten cuidado,

    oscuro su ejército,

    lleno de odio y locura,

    destrucción y quema,

    Solo ceniza y lágrimas

    es lo que queda.

    Tu guardia terminó,

    Las batallas inolvidadas,

    Tu elegía es de dolor y

    de hermanas;

    ya no caminan

    por nuestro país terrenal.

    Capítulo 1: La huida

    ––––––––

    El ruido atronador de los caballos trapaleando rompió el silencio matutino del bosque. El negro semental y su jinete corrían a toda velocidad como sombras entre los grandes troncos de haya. Pisándoles los talones les seguían sus compañeros, visiblemente más lentos, y que no iban a aguantar esa velocidad trepidante mucho tiempo más. Xabral echó un vistazo por encima del hombro y suspiró. Si hubiera cabalgado solo, haría ya un buen rato que tendría la cabeza del traidor entre sus manos.

    El guerrero indicó a su inagotable corcel que cabalgara más lentamente para que Ador y su yegua gris los pudieran alcanzar. Karanthos levantó su cabeza con un resoplido al cambiar su ritmo de cabalgata a un trote tenso. 

    —Tranquilo, amigo mío, —murmuró el guerrero, y le dio una palmadita en el cuello.

    —Parece que a Karanthos lo lleva una tormenta, —dijo Ador, cuando ya los habían alcanzado. La mirada del guardián cayó sobre su compañero y la yegua, que trotaba con la cabeza agachada al lado de Karanthos. Todo el pelaje de la yegua estaba empapado de sudor. Estaba completamente agotada.

    —Necesita una pausa, —dijo Ador disculpándola. Sabía perfectamente que Xabral solo estaría de acuerdo a regañadientes. Estaban siguiendo muy cerca la pista del fugitivo, que había asesinado al rey.

    Xabral señaló un pequeño arroyo que se cruzaba con su sendero.

    —El rastro de Darian lleva a través del agua. Allí podéis recuperar fuerzas un rato.

    El sol de la mañana penetró por el verde techo de hojas y sumergió el bosque en un cálido mar de luz. Las gotas de rocío brillaban como pequeños cristales encima de las grandes hojas de los helechos, mientras que la niebla fresca se iba disipando. El bosque se estaba despertando lentamente de su sueño. En otras circunstancias, Xabral habría disfrutado del paisaje, pero sus pensamientos solo giraban en torno a su cometido: vengar la muerte de su tío. Nunca había amado al pusilánime rey ni al príncipe Darian, un chico malcriado. El guardián no había podido ver que el heredero al trono asesinaría a su propio padre.

    —Estas huellas son muy frescas. Parece que hace menos de una hora que descansaron aquí, —indicó Ador señalando el suelo revuelto en la orilla del arroyo.

    Xabral dio bajó de su corcel con un salto y aterrizó hábilmente de pie. Observó las huellas más detenidamente mientras los caballos saciaban ávidamente su sed.

    —Los pasos de la yegua se han vuelto inseguros. Se le están terminado casi las fuerzas, —señaló. En los ojos de color castaño oscuro de su amigo pudo verse reflejada la satisfacción.

    —Entonces vamos a atrapar a tu primo bien pronto, —dijo sonriendo y quitándose un mechón castaño de la cara. Xabral asintió con la cabeza y se arrodilló delante del arroyo.

    Unos ojos pensativos y de color ámbar lo miraron desde su cara pálida. Unos cuantos mechones de su cabello negro como el azabache se habían soltado de su coleta durante la cacería y ondeaban en la brisa suave. Se las puso detrás de sus orejas puntiagudas, típicas del pueblo de los akhari. Su imagen reflejada se deshizo entre las ondas al recoger un poco de agua con sus manos con la que se refrescó un poco. Llenó su bota de cuero y echó un vistazo a sus acompañantes para comprobar cómo estaban.

    Ador le dio una palmadita a su yegua en el flanco para tranquilizarla y la fortaleció con su última provisión de bayas dronis. Era la segunda vez durante las últimas horas que la joven yegua necesitaba esas bayas de color rojo intenso. Un puñado de ellas solía saciar a un hombre adulto durante dos días.

    —No está hecha para estas persecuciones, —dijo Xabral impaciente. Karanthos lo estaba mirando lleno de expectación sin prestar atención a la exuberante hierba en la orilla del arroyo.

    —Nadie puede seguirle el ritmo a tu bestia negra, —se quejó Ador, y le permitió que comiera un poco más de hierba antes de que su compañero el del pelo negro les volviera a apremiar.

    Xabral no pudo reprimir una sonrisa burlona, ya que su amigo no estaba menos agotado que su caballo. Esperaba que no le fuera mejor a su primo. De todos modos, Darian y su corcel estaban resistiendo más de lo que había esperado de ellos.

    Simplemente apuñalado, le vino a la mente al guardián, todavía incrédulo. ¿Cómo pudo haberse dejado engañar por el principito, tan querido y bondadoso? Todo el mundo se había equivocado con el miserable parricida. Para un rey akhario no había una muerte más deshonrosa que ser apuñalado en la propia cama. No existe un delito mayor que asesinar a tu propia sangre. A Darian le serían negados los salones de Calyra eternamente, y llevaría el peso de la maldición de su pueblo por siempre jamás.

    Voy a llevar su cabeza a Akhirna, te lo juro, padre. Xabral era consciente de que a pesar de todo, esto solo sería una pequeña satisfacción. Furioso, apretó el puño y miró con decisión al bosque. El instinto le decía que el príncipe no estaba lejos.

    —Tenemos que continuar, —insistió Xabral, volviendo a subir a su silla de montar. Ador no contestó, aunque la expresión cansada de sus ojos hablaba por sí misma.

    Una ligera presión en los muslos fue suficiente para que Karanthos saltara por encima del arroyo. Poseído por la fiebre de la cacería, el semental volvió al galope rápido. A Xabral le encantaba notar los músculos del flanco del caballo y cómo el viento azotaba su propio pelo. Por un momento permitió que el temerario corcel gozara de la alegría, antes de contenerlo un poco. El sol iba subiendo cada vez más en el horizonte, mientras ellos cabalgaban en dirección a los acantilados del río Emiris, hacia la frontera del Reino del Bosque.

    ¿Hacia dónde quieres huir? ¿Qué esperaba Darian de ese camino, que ascendía cada vez más empinado? El terreno empezaba a ser difícil para los cascos de los caballos, sobre todo para los exhaustos. Un solo paso inseguro podía significar el final rápido de la huida. El príncipe tenía que saber que no tenía ninguna posibilidad de escapar de los guardias, que eran más experimentados. Nadie conocía los bosques de Akhrina tan bien como Xabral. Hacía tiempo que no había ningún puente a través del desfiladero, así que al príncipe solo le quedaba la fuga desesperada a las ciudades de los hombres.

    Necio, pensó el del pelo negro. La noticia del parricidio se extendería más rápido que un reguero de pólvora y pronto llegaría a los oídos de los gordos príncipes de los hombres. Solo era una cuestión de tiempo hasta que atraparan a Darian. Aun así, los rayos deslumbrantes de Calyra les obligaron enseguida a ir a un trote tranquilo. Xabral también empezaba a notar el primer agotamiento, sobre todo debajo de su jubón verde, de cuero y pesado. Por desgracia para ellos, el rastro del príncipe se perdió por poco tiempo en el suelo pedregoso.

    Les llevó bastante tiempo volver a encontrar su pista entre la espesura del bosque. Las huellas discontinuas que encontraron indicaban que el valiente caballo del condenado estaba definitivamente consumiendo sus últimas fuerzas. Al final solo podría encontrar la redención con una muerte rápida.

    La nueva pista y la esperanza de llevar pronto la cabeza del regicida a Akhirna levantaron los ánimos de Ador y de su caballo. Los guijarros debajo de sus cascos seguían frenando su ritmo, ya que no podían arriesgarse a tropezar con piedras y raíces poco antes de la meta. Para disgusto de Xabral, la pista volvía a llevar al suelo pedregoso cuando el bosque se despejó delante de ellos. Los cazadores pudieron contemplar las vistas mayestáticas del escabroso desfiladero. Unas rocas escarpadas se caían abruptamente en el lugar donde la salvaje corriente del Emiris había escarbado una grieta abierta en el paisaje durante miles de años.

    El viento que se levantó hizo que el calor fuera un poco soportable. Un águila planeaba por encima de las rocas en medio de las ráfagas suaves. Cuando vio a su presa en las profundidades del desfiladero, se precipitó hacia abajo, y Xabral la perdió de la vista. Siguieron el camino empinado a un ritmo lento. Cuando los rayos de Calyra estuvieron en su punto más alto, finalmente encontraron huellas frescas de cascos. Karanthos bajó la cabeza y percibió el olor de la yegua. Relinchó suavemente y confirmó la sospecha que tenía Xabral de que iban reduciendo la distancia con el fugitivo. Las huellas revelaron que la yegua solo avanzaba con pasos lentos. El hombre del pelo negro esperaba que sus exhaustos acompañantes aguantaran un rato más.

    —Estamos cerca, —animó Xabral a su compañero.

    Ador asintió con una sonrisa de alivio. Siempre que el camino, inseguro, lo permitía, fueron un poco más deprisa. Xabral sintió cómo el afán de cacera lo animaba a seguir. En su imaginación vio la expresión de satisfacción en la cara de su padre. Sus dedos agarraron fuertemente la madera de su arco de espino blanco, y Karanthos se dejó contagiar con cada paso por la impaciencia de su señor. Las orejas del semental giraban en todas las direcciones atentamente, esperando la señal de su jinete para poder volver a galopar. A pesar de sus fuerzas menguantes, la yegua Karani se esforzó al máximo en seguirle el ritmo a orgulloso semental.

    En esos momentos, el sol quemaba con todo su fuego. Muy pronto, la piel de Karanthos estuvo empapada de sudor al igual que la frente de Xabral. Tomó su bota de cuero y bebió unos tragos antes de verter el resto por el cuello del caballo negro. Este sacudió su crin y repartió el agua en gotas brillantes por toda su piel.

    —Xabral, ¡mira allí! —dijo Ador de repente, señalando al bosque delante de ellos. Detrás de los troncos de los árboles se estaba movimento una sombra lenta y torpe.

    ¡Por fin! El corazón de Xabral empezó a latir fuertemente. Habían encontrado al asesino. Su yegua marrón cojeaba con la cabeza caída por el bosque, que supuestamente les protegía. Darian cabalgaba en su espalda. La capucha de su capa de lana de color verde oscuro le tapaba la cara. El príncipe todavía no se había dado cuenta de ellos.

    De repente, una flecha silbó pasando al lado de la oreja de Xabral. Llevándose un susto, el guardián de Akhari se dio la vuelta y vio horrorizado que Ador había disparado sin su permiso. La yegua del príncipe huyó después de que la flecha no la alcanzara por poco y diera en el árbol que estaba a su lado.

    —¡Maldito estúpido! —gritó Xabral. La cara de Ador se desfiguró cuando maldijo su mala suerte. En su trance, el príncipe casi se había caído del caballo. Luego miró a su alrededor horrorizado mientras se apretaba instintivamente en el cuello de su angustiada yegua. Xabral lanzó una maldición y tensó su propio arco. Cuando Darian los vio, hizo que su caballo huyera inmediatamente.

    —¡Tras él! ¡No se nos puede escapar! —dijo, entregándole el mando a su semental, que empezó a galopar velozmente, saltando sin fijarse en las piedras y las raíces.

    Se iban acercando a la yegua de Darian. Xabral no habría pensado nunca que tuviera tanta fuerza. Atosigados por un miedo mortal, el jinete y el caballo mobilizaron fuerzas inesperadas, lo que solo incitó todavía más a sus perseguidores. Xabral disparó otra flecha que los fugitivos solo esquivaron porque el sendero hizo una curva inesperada. El guardián de Akhari volvió a tensar su arco y a disparar otra flecha. La rabia y el odio empezaron a dominarlo. Su primo no se le escaparía. No, ¡ese traidor miserable moriría por sus manos como su padre se lo había ordenado!

    También ese tiro dio por poco al vacío. Darian echó un vistazo lleno de miedo por encima del hombro. Hizo girar a su yegua bruscamente e intentó escapar de la vista de sus perseguidores hacia la espesura del bosque. Por un momento, Xabral los perdió efectivamente de vista. Karanthos saltó intrépidamente por la maleza y los siguió. Xabral no perdió el tiempo mirando hacia atrás para ver si Ador les seguía. Sus ojos buscaron con prisa por todo el bosque. Rápidamente encontró a Darian y a su yegua, que estaba entrando en un claro. El príncipe intentó huir en zigzag, como un conejo. Esto no le ayudó mucho al renegado, ya que Xabral conocía mejor los secretos del bosque que el príncipe malcriado.

    Darian huyó del bosque. ¡Craso error! Como surgido de la nada, se abrió el precipicio. En el último momento, la yegua golpeó con las patas traseras contra el suelo pedregoso, mientras que Darian tiró de las riendas con un grito de espanto. Delante de ellos, un trozo de tierra se estaba soltando, y casi los habría arrastrado a las profundidades. Llenos de pánico, intentaron volver al bosque, pero ya era demasiado tarde. El semental de Xabral les bloqueaba el paso y les impedía huir. Al cabo de un momento, sus otros perseguidores también llegaron a toda prisa desde las matas. En los ojos azules del príncipe se reflejaba el puro miedo. Su pelo castaño colgaba por su cara delgada y en mechones empapados de sudor. Sorprendentemente, en ese momento el corazón del guardián de Akhari latía tranquilo cuando colocó la flecha en el tendón. Una sonrisa triunfal se insinuó en sus labios. ¡Tenía al traidor! ¡Su padre estaría orgulloso de él!

    —¡Lo tenemos! —gritó Ador, seguro del triunfo final y colocando también una flecha.

    —Baja el arco. Tiene que morir por mi mano, como ordenó mi padre.

    Los ojos de Xabral estaban fijos en su primo. El asesino del rey era una vergüenza para la sangre que corría por sus venas. Había que eliminarla. Darian no se defensó; su mirada llena de miedo estaba fija en sus cazadores.

    La huida había llegado a su final.

    Solo en lo que dura un latido de corazón, la flecha se soltó del tendón y salió volando hacia su objetivo con una velocidad vertiginosa. En el último momento, antes de que la punta mortal pudiera perforar el pecho del príncipe, la yegua se enderezó abruptamente, y la flecha le dio en el corazón en lugar de a Darian. La respiración ronca del animal agonizante se mezcló con el grito de horror de Darian. El caballo se tambaleó y perdió el equilibrio antes de precipitarse al vacío con la tierra quebradiza.

    Un grito lleno de ira salió de la garganta de Xabral. Saltó de la espalda de Karanthos y corrió hacia el precipicio. Debajo de él no se extendía nada más que los acantilados afilados del desfiladero, por el que fluía la torrencial corriente del Emiris, echando espuma. Ador apareció a su lado y miró fijamente hacia la profundidad. Xabral notó cómo empezaba a sentir un odio desenfrenado. Cuando ya pensaba que la misión llegaba a su término, el príncipe se les había ido de las manos.

    En la corriente del río no encontrarían jamás su cadáver. Tardarían días en abrirse paso hasta el fondo del desfiladero. Hasta entonces el Emiris lo se lo habría llevado lejos, donde un oso o un león de las montañas hambriento se lo comerían. El príncipe estaba muerto. Aun así volverían a Akhirna con las manos vacías, lo que significaría una gran vergüenza para el hermano del rey. Este había prometido venganza a su pueblo por el asesinato de su amado gobernante. Pero sin la cabeza del asesino no podía cumplir su juramento. La rabia de Exanion sería incontenible.

    Capítulo 2: La partida

    ––––––––

    Un grave toque de cuerno retumbó por la plaza de dragones de Kaplos. El macho joven, de color marrón arena, se elevó elegantemente hacia el aire después de la señal de su maestro. Dibujó un gran círculo por la cúpula de arenisca y atrajo rápidamente la atención de los espectadores, que estaban entusiasmados. Los directores de las apuestas registraron las últimas especulaciones. Avina Jaresh estaba segura de que muchos apostarían por el de color marrón arena. Con sus casi doce meses, era prácticamente dos veces más fuerte que su adversaria con las escamas de color naranja.

    Desde su asiento en la fila más alta, Avina tenía las mejores vistas a lo que estaba pasando. En ese momento, la hembra de dragón de color naranja desplegó sus alas y estiró su delgada cabeza hacia arriba. Se le escapó un silbido amenazador.

    Está demasiado impaciente, pensó Avina. Padre le había explicado a menudo que un dragón que hacía eso se dejaba provocar muy fácilmente por su contrincante.  El de color marrón arena dejó ir un estruendo tentador. Aunque todavía no era adulto, el grave voriceo del dragón hizo vibrar el esternón de Avina. La piel fina que tenía entre los huesos de sus alas brillaba de color amarillo arenoso.

    El macho parecía ser consciente de la ventaja de su tamaño y solo esperaba la orden de su maestro.

    De repente, la hembra naranja salió disparada al aire veloz como un rayo. Poniendo al descubierto su barriga moteada de color rojo oscuro. Reaccionaba a señales con la mano; un jugada muy inteligente, como sabía Avina. De este modo, su contrincante no estaría prevenido. Enseguida se hizo evidente la falta de previsión del maestro de Ios. El tamaño solo era una ventaja si el dragón podía luchar con el contrincante más pequeño en el suelo. Su reacción en el aire era demasiado lenta y torpe. De manera que no tuvo suficiente tiempo para esquivar a la hembra. Un murmullo entusiasmado se escuchó entre las filas de los espectadores. Para la mayoría, ese movimiento había sido inesperado, pero Avina lo había visto venir. Padre le había enseñado a no dejarse deslumbrar por las cosas evidentes.

    La hembra embistió el pecho izquierdo del de color marrón arena. Este perdió el equilibrio y se tambaleó. Intentó volver a recuperar el control con sus alas y su cola desplegada. Por eso no tuvo tiempo para protegerse de la hembra, que estaba atacando. En eso momento clavó los dientes en el delicado cuello del macho. Avina sabía que esto podría terminar con la muerte del dragón de color marrón arena. Aunque nadie desease expresamente que los dragones se mataran entre ellos. Los espectadores solo debían verse impresionados por algo de sangre y de espectáculo.

    El macho dejó ir un grito de dolor, cuya garganta estaba ahora empapada de sangre. En su furia, arrojó una llama amarilla brillante que distrajo a la hembra. Pero ya era demasiado tarde y no pudo evitar el descenso. El vanidoso guerrero chocó contra el suelo con un fuerte estrépito, seguido de un grito de rabia de su maestro y de la llamada triunfante de su adversario. La hembra se lanzó sobre él y le hizo un corte con las garras en el hombro del macho, humiliando al perdedor, y finalmente agarró su garganta con la su boca.

    Este gesto antiquísimo era el símbolo del momento en el que era mejor darse por vencido; también entre los dragones salvajes. Si ella ahora cerrara sus mandíbulas, podría cortar con facilidad la piel del cuello, delgada y sin escamas, y matarlo inmediatamente. Un zumbido furioso se le escapó al dragón marrón arena: su orgullo estaba herido. Le siguió un segundo zumbido. La hija del granjero sacudió la cabeza. ¡Demasiado orgulloso!

    Un tercer zumbido reclamaría su muerte y significaría la ruina de su amo. Esto solía suceder a menudo cuando los machos eran derrotados por una hembra.

    La plaza contuvo la respiración y esperó la orden de salvación del amo. Entonces sonó el silbido estridente que terminó con la lucha y la hembra liberó inmediatamente al perdedor. Se irguió orgullosa y proclamó su victoria a viva voz.

    Los gritos de júbilo del público fue su recompensa. Una última vez demostró sus llamas amarillas brillantes, una señal de buena salud. Seguramente llegarían algunas buenas ofertas para ella si su amo no se la quedaba para él. El joven macho, en un principio tan prometedor, lo único que tenía era su orgullo roto. Avina dudó de que algún día pudiera llegar a ser una guerrera. De conseguirlo, solo sería en pequeñas luchas ilegales o como ejercicio de calentamiento para los gusanos que se estaban recuperando de una lesión y no debían dejar de practicar. Para el maestro de Ios fue una infamia, puesto que las plazas de Kaplos y de Ios eran unos grandes competidores. Según lo que contaban los directores de las apuestas, Ios tenía una plaza y una crianza de dragones mucho más grandes. En cambio, en Kaplos había mejores entrenadores y pocos guerreros en el establo, pero tenían mucho éxito. Además, en Kaplos se celebraba la feria de los dragones, a la que también asistían los altos guardianes de la orden de los drakh, a la que iban a seleccionar a gusanos especiales para sus nuevos jinetes de dragones, los drakharo. Para un criador y maestro de la plaza, suponía el mayor honor cuando uno de sus jóvenes gusanos era tomado en consideración. Por esa razón, los criadores, como también la familia Arkesh, se tomaban la molestia todos los años de llevar a sus dragones a Kaplos.

    Una mano se posó suavamente sobre el hombro de Avina y la arrancó de sus pensamientos. En los ojos verdes de su hermano gemelo se podía leer su impaciencia.

    —Ven, hermanita. Nos esperan, —insistió Siran. La chica lanzó una última mirada llena de anhelo al dragón naranja y a su amo, que estaban siendo felicitados por un montón de gente. ¿Qué daría Avina para estar allí? Pero sabía que solo sería un sueño. Las mujeres eran esposas o costureras, nunca maestras de dragones o guardia de establos en una plaza de dragones. Podía considerarse afortunada porque Siran y ella pronto podrían ayudar un poco más a su familia.

    Un antiguo amigo de la familia, el curandero Haron Salbwis, había accedido a admitirlos como aprendices. Haron era bondadoso y un buen maestro, pero no era lo que el corazón de Avina anhelaba de verdad. La chica, con el cabello largo hasta los hombros, de color rubio como la arena y con los ojos verdes, y vestida con los pantalones usados de su hermano, tenía el aspecto de un chico desgarbado. A la chica del granjero le importaban un comino los finos vestidos de las damas nobles. Una túnica de lino servía para lo mismo.

    Los gemelos abandonaron la enorme plaza, construida con arenisca de color claro y se abrieron paso a través de la plaza del mercado de Kaplos, que estaba totalmente abarrotada. La ciudad estaba en el corazón de la estepa de Astriania, a las orillas del río Leva. El calor del sol del mediodía hizo que Avina tuviera rápidamente la frente empapada de gotas de sudor, sobre todo cuando pasaba de las sombras de las casas de barro de los alrededores al pleno sol del mercado. Si el verano seguía siendo igual de seco que hasta entonces, la familia Jaresh tendría que temer por su cosecha, lo que no se podían permitir con todas las bocas hambrientas que había en casa, y sobre todo no con un recién nacido.

    También su hermano gemelo, tan resistente siempre, ya tenía su camisa empapada de sudor, cuyas mangas arremangó. Avina vio en sus ojos que él también deseaba que volvieran los días más frescos o como mínimo más húmedos. Tampoco envidiaba para nada a las mujeres que iban envueltas en unas amplias faldas y que intentaban conseguir un poco de aire fresco con sus abanicos de madera. La plaza del mercado era el único lugar de la ciudad donde no importaba el peso que tenía la bolsa de monedas colgada del cinturón. En las tiendas y en las paradas estaban incluso los comerciantes más pequeños que vendían o intercambiaban sus mercancías. Especialmente el primer jueves de cada mes, como era ese día, había mucho bullicio de gente en las plazas. Habían llegado los comerciantes ambulantes de Sirria y los vendedores de caballos de Farth presentaban sus elegantes animales.

    Pero mucho más interesante para Avina era el espectáculo con los dragones, que le proporcionaba a la ciudad cada verano una semana llena de fiestas y de luchas de gusanos jóvenes. Entre la muchedumbre divisó un carro metálico con dragones jóvenes de Ios. Probablemente eran de la crianza de Arkesh e iban a encontrar un nuevo amo en alguna plaza de dragones lejana. Los bueyes atados delante del carro se esforzaban en tirar de él con los magníficos dragones dentro. La chica reconoció un joven macho de color amarillo claro. Se llamaba Flavrok y había obtenido una victoria espectacular.

    Antes del trágico accidente de su padre, Avina había conocido a todos los dragones de la plaza por su nombre y también a sus amos y sus victorias. Había acompañado a su padre todos los días a los establos y los domingos a las luchas en la plaza: eran las únicas ocasiones en las que Siran no estaba con ella. Por más parecidos que fueran los gemelos, tanto más diferentes eran de carácter. Mientras que Avina era impetuosa y salvaje, Siran había heredado la calma y la paciencia de su padre. Solo había unas pocas ocasiones que podían sacar de quicio a su hermano.

    Pero la pasión por los dragones solo la compartían Avina y su padre. Su madre siempre había estado muy preocupada cuando su marido volvía con moratones o arañazos. No era raro que uno de los jóvenes machos en celo no tuviera su fuerza bajo control y que impidiera a su guardián realizarle el cuidado semanal de escamas. Su padre había sido uno de los hombres más experimentados y de confianza de la plaza. La confianza de sus protegidos en él era tan grande que incluso dejaban que se acercara a las hembras que estaban empollando sus huevos. Desde el trágico accidente, Avina solo había estado en la plaza muy pocas veces.

    —¿Estás soñando otra vez, hermanita? —se burló Siran, poniendo un brazo alrededor de su hermana menor. Avina le dio un codazo, devolviendo el juego. Siran la conocía perfectamente. A veces, los dos hermanos solo necesitaban mirarse a los ojos unos pocos minutos y ya sabían lo que el otro pensaba o sentía. Su hermano era la única persona que la entendía de verdad y que conocía sus sueños y miedos. Apenas tenían amigos en las granjas de los alrededores, pero se tenían el uno al otro. Aunque no siempre estuvieran de acuerdo o discutieran a menudo, Avina no sabía qué haría sin su hermano gemelo.

    —Este año, los pequeños de Ios han vuelto a ser los más maravillosos, —contestó melancólica, mientras su mirada vagaba por encima de sus hombros hacia la poderosa cúpula de piedra de la plaza. Siran sonrió levemente y sacudió su cabeza cuando la atrajo hacia él.

    —A veces me pregunto si realmente somos gemelos. Tú ves cosas en esos bichos donde yo solo veo dientes, escamas y garras, —dijo sonriendo.

    —Porque no miras bien. Padre siempre decía que ya se puede ver si un pollito será un guerrero o no apenas saca la cabeza del huevo, —se entusiasmó Avina, que tenía dieciséis años.

    —Madre tiene razón, tú eres realmente el hijo que padre siempre quiso tener. —Había un toque de melancolía en la voz de Siran, algo que raramente revelaba. La chica alzó la vista para verlo con una sonrisa triste.

    —Padre os quiso a ti y a Reik como mínimo igual que a mí.

    —Padre nos quiso a todos, pero tu llevas su pasión dentro de ti, y eso todo el mundo lo sabe. Si estuviera vivo, seguro que tú serías la primera chica que podría trabajar en los establos, —contestó Siran con ternura. La sonrisa de Avina se quedó congelada con una ligera punzada en su corazón.

    —Ya sabes que eso no ocurrirá nunca. Ahora somos los aprendices de Haron, —suspiró.

    Incluso si fuera un chico, su madre nunca lo permitiría. El temor que sentía de que el destino de su marido se repitiera era demasiado grande. Para ella, el peligro de su trabajo nunca había valido lo que ganaba. Pero las monedas no eran lo único que lo habían mantenido en los establos a pesar de un gran número de incidentes. Era el fuego ardiente de la fascinación, que Avina también sentía en lo más profundo de su ser.

    Cuando era una niña pequeña, algunas veces había soñado que un príncipe la secuestraría cabalgando en su gusano orgulloso y poderoso. No había más príncipes desde la gran unidad. Todos los descendientes del último rey de las ciudades de los hombres de Astariania estaban muertos, mientras que las ciudades libres estaban gobernadas por príncipes ricos y gordinflones, como Guldrik en Kaplos.

    La hija del granjero dejó que su hermano la guiara hacia el caluroso sol del mediodía. Un noble carruaje con una rica dama que llevaba un vestido de lana de seda akárica se cruzó en su camino. Al verla, Avina no pudo evitar sonreír. La sudorosa dama de alta alcurnia que pasaba a su lado tenía unos treinta inviernos más y seguramente era un miembro rico del consejo municipal. 

    Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía Avina de ser solo una hija de granjero. Al fin y al cabo, estas mujeres no eran nada más que unos pájaros solitarios dentro de una jaula de oro. Avina ya había tenido suficiente con el rasposo vestido de lana de su madre que había tenido que ponerse para la boda de su hermano mayor. La hermosa novia de Reik con sus largos rizos rojos estaba mucho más bella en su sencillo vestido de que lo que Avina nunca podría serlo. Incluso ahora, al cabo de poco del parto, Lia era la mujer más hermosa y más amable que había visto nunca.

    La gemela no podría entender nunca cómo había podido repudiar a su única hija el viejo Golwyn, solo porque se había casado con el hombre que amaba. Pero el dueño de la flota comercial de más renombre de Sirria probablemente había querido un pretendiente más rico para su hija. Ahora no solo los gemelos, su cuñado y su esposa, sino también la familia sin recursos de Reik dependían de la viuda de Jaresh y de la modesta granja.

    Cuando llegaron a las puertas de la ciudad, los guardianes parecían carne asada dentro de su armadura de cuero de vaca con sus caras rojas por el calor. Mientras que solo lanzaban miradas sin mucho entusiasmo sobre los carros llenos de mercancías de todo tipo, los comerciantes y los foráneos apremiaban a entrar por las dos grandes puertas. Kaplos era siempre una ciudad muy animada, pero cuando se iban a celebrar grandes espectáculos, parecía una colonia de hormigas abigarrada. Vista desde arriba, la carretera que llevaba a la ciudad debía de tener el aspecto de un pequeño río de personas, carros, bueyes y caballos. Por eso, Avina daba las gracias por vivir un poco apartada de la ciudad detrás de dos grandes colinas, donde el Leva dibujaba una pequeña curva en la estepa, que era también plana y amplia.

    Entre el polvo y el calor, el camino hacia las granjas se había especialmente largo. Avina solo pensaba en el agua del pozo. De vez en cuando envidiaba a los hijos de la granja vecina que se podían permitir unos fuertes caballos y que llevaban su cosecha al mercado en un carro grande. El viejo campesino de la granja vecina también tenía unos terrenos más granes y ocho hijos fuertes. Los dos hermanos del campesino ya tenían cuatro y siete hijos varones respectivamente. Los descendientes de la familia Morrund estaban todos gordos de tanto comer y tenían el pelo castaño y grasiento, que empezaban a desaparecer después de su boda. Sin embargo, los hijos, muy a pesar de sus futuras mujeres, recibían muchas peticiones de boda por parte de los pueblos más pequeños y apartados. A Avina le daban mucha pena las madres que debían dar a luz a los cabezones por los que era conocida la familia, además de sus cerdos y bueyes cebados a conciencia. Hacía poco que el más pequeño se había casado con una chica pobre del barrio portuario.

    En el calor de la tarde, solo había unos pocos campesinos duros de pelar en los campos que empezaban a segar el primer heno, que estaba demasiado seco, con sus largas guadañas. Se podía ver claramente su esfuerzo en sus caras rojas y quemadas. Ni siquiera sus sombreros de paja podían protegerlos mucgo del sol. Desde lejos, Avina pudo ver que su tío Aldrim y Reik estaban a punto de arreglar la puerta del granero.

    La granja de la familia Jaresh tenía dos sencillas casas de barro de un piso con techos de paja dorada sostenidas por unas fuertes vigas de madera. Los postigos desgastados de las ventanas estaban abiertos de par en par y las cortinas de lino blanco ofrecían un poco de protección contra el calor. Las casas estaban rodeadas de unos manzanos pequeños y de una huerta bien cuidada que era el orgullo de su madre.

    —¡Ah, ya estáis aquí! Madre ya está impaciente. Haron también ha llegado, —les dijo Reik como saludo a sus hermanos. En sus ojos marrones había una expresión de agotamiento cuando se pasó la mano por su oscura barba, donde se habían metido el polvo y el heno.

    —Siran, ¡ayúdanos con la viga! —le pidió su tío Aldrim, que estaba intentando poner de pie una larga viga de madera. Su rostro, marcado por la edad, estaba rojo como un tomate por el esfuerzo. En ese momento parecía un oso, con su barba bien poblada y sus rizos salvajes y encanecidos.

    Siran no lo dudó y enseguida le echó una mano a su tío. Avina notó que últimamente su hermano gemelo se había vuelto más musculoso. Siran era, a diferencia de Reik, más bien nervudo y habilidoso. Su pelo, que le llegaba a la nuca, tenía el color de arena de su padre, mientras que Reik había heredado el pelo castaño oscuro de su tío. Siran ya había alcanzado a Reik en su altura.

    La pesada viga fue introducida rápidamente en la puerta bajo los gemidos y los jadeos de los hombres. Avina escuchó las risas de su tía desde la ventana de la cocina, quien al cabo de poco tiempo sacó su cabellera rizada desde detrás de las cortinas. Sus ojos azules brillaron cuando vio a los gemelos.

    —¡Queridos! Ya estáis aquí. Entrad en casa ya, si no el pastel de manzana se enfriará, —les dijo la mujer regordeta.

    ***

    La

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