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El Caballero de la Armadura Empañada: Engáñame Una Vez, #1
El Caballero de la Armadura Empañada: Engáñame Una Vez, #1
El Caballero de la Armadura Empañada: Engáñame Una Vez, #1
Libro electrónico108 páginas1 hora

El Caballero de la Armadura Empañada: Engáñame Una Vez, #1

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Un caballero que regresa de la guerra, se encuentra con una doncella en el bosque y se enamora a primera vista.

De la autora de best sellers del New York Times, Jill Barnett, nos llega esta encantadora historia de una hermosa doncella inglesa y el valiente caballero que se desvive por ella. Desesperada por huir de un matrimonio forzado con el caballero más temido de Inglaterra, Lady Linnet de Ardenwood contrata al peligroso mercenario, William de Ros para ayudarla a escapar a un convento.

Desconocido para ella, de Ros es, en realidad, el nuevo Barón Warbrooke, quien, previo acuerdo con el abuelo protector de Linnet, tiene sólo una semana para enamorarla y ganarla. Para lectores de Julie Garwood y Jude Deveraux.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento7 abr 2019
ISBN9781547581634
El Caballero de la Armadura Empañada: Engáñame Una Vez, #1

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    El Caballero de la Armadura Empañada - Jill Barnett

    Oh, ¿qué te aflige, caballero armado,

    solitario y pálido, deambulando?

    Conocí a una dama en los prados

    Cual hada niña, de hermosura plena,

    De pies ligeros, larga cabellera,

    Y aquella mirada de mortal quimera.

    —La Bella Dama Sin Piedad, John Keats

    ––––––––

    Capítulo Uno 

    La vista de ella le quitó el aliento. A él, un fiero y valiente caballero, congelándose encima de su montura y contemplando a la joven desde el borde de un claro. Permaneció cautiva, por un instante sin tiempo, en los prismas de la nublada luz blanca que se vertía en el bosque.

    De no haberse hallado solo habría preguntado a sus hombres de armas si no miraba una visión—un sueño nacido de la debilidad de un hombre que ha luchado en muchas batallas, que ha bebido demasiado y que ha dormido muy poco. Únicamente una visión podría tener el cabello ondulado tan abajo en su espalda, casi tocando sus rodillas. Cabello del rico y pasional color del ocaso. Únicamente una visión podría parecer tan inocente. Sólo una visión podría cantar como los ángeles.

    Hasta las copas mismas de los árboles, su voz se elevaba en una canción, como un sonido que sólo desentrañaba la música de los cielos —clara, fresca y sin defecto.Desmontó y se acercó, en busca de agua, de pronto olvidada. En aquel momento, importaba poco que su boca conservase el sabor polvoriento del camino, así de atrapado se hallaba por la joven.

    Ella se inclinó y recogió otra brillante flor amarilla del suelo boscoso, entrelazándola en una guirnalda de flores silvestres y exuberante hiedra que colgaba en su brazo. Se volvió entonces, girando sobre un pie desnudo mientras su cabello fluía hacia afuera y la túnica marrón timbraba ligeramente. Cantaba una tonada luminosa y alegre a los gatitos que jugueteaban a sus pies.

    Ser un hada en mi pasado anhelaba,

    Y hacia la blanca luna volar

    Con ligeras y etéreas alas delgadas,

    y una noche de junio, cantar.

    Una canción tonta, llena de extravagancia, pero de algún modo, lo encantó como nada lo había hecho en más tiempo del que podía recordar. Continuó contemplándola.

    Pronto, una ardilla se escurrió bajando de un árbol, seguida por dos más. Permanecieron sobre sus cuartos traseros, ladeando sus cabezas curiosas mientras cantaba. Tres conejos saltaron de los helechos y esparragueras, retorciendo las narices y las colas, en vez de utilizar instintivamente sus veloces patas traseras para alejarse. Y las aves —acentores, petirrojos y colibríes— aleteaban sobre ella. 

    Extraño, pensó, que los animales no la temían. Parecía que estuviesen ahogándose, como él lo estaba, con el sonido dulce de una sirena.

    Se preguntó si habría permanecido demasiado tiempo en la guerra. ¿Habrá visto demasiado derramamiento de sangre? ¿Habrá estado tanto tiempo lejos de su hogar, que la simple vista de una belleza inglesa bastaba para que su mente le hiciera jugarretas? El bosque era un oscuro lugar de leyendas, asentamiento del lado malvado en las historias de un bardo y hogar de troles y hechiceras, si uno creía en tal imaginación.

    Pero la imaginación no era para los hombres de guerra, no más de lo que una joven podía convertirse en hada. No, para la mente de un guerrero, el bosque era un lugar de ladrones y holgazanes, y el mejor lugar posible para una emboscada.

    Su sexto sentido le dijo que no había peligro allí. Como si, encantado, este bosque viniese a la vida en la alegre aura de esta pequeña y adorable criatura. Y también él sintió aquella sensación llena de vida, que pensó se hallaba perdida. O quizá jamás estuvo allí.

    Danzó hacia una pequeña corriente burbujeante donde alzó su túnica y saltó de piedra en piedra, riendo, al ver que las aves la seguían y las ardillas, conejos y gatitos la observaban desde el bajío.

    Él sonrió. ¡Por la sangre de Dios! Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que algo lo tocara de aquella manera. Sabía la respuesta —demasiado tiempo.

    Regresó al claro, todavía cantando y danzando. Añadidas a su audiencia, había mariposas de colores brillantes que aleteaban entre la niebla resplandeciente y un pato blanco y rollizo con un rastro de patitos emplumados color mantequilla, que andaban cual soldados ebrios desde el arroyo.

    Jamás había visto nada como aquello.

    La chica recogió la guirnalda de flores y la colgó alrededor de su cuello, giró de nuevo con los brazos abiertos y la guirnalda voló con ella. Su canción se elevó más alto, y el final acrecentaba tristemente su cercanía, así que regresó donde los helechos se hacían más gruesos y los árboles del bosque y las esparragueras lo escondían de la vista, a él y a su caballo.

    Tarareando ahora, danzó un poco más cerca, haciendo una pausa en una roca, donde recogió un par de zapatillas de cuero rojo. Hablaba con los animales mientras sacudía las hojas de un piececillo pálido y lo deslizaba en el zapato, luego apoyó el pie en la roca para atar los cordones alrededor del tobillo más delgado que él hubiere visto en meses.

    Terminó con la otra zapatilla y juntó a los gatitos dentro de una cesta pequeña de sauce, antes de recoger la guirnalda de flores silvestres, esta vez plegándola alrededor de su delgada cintura. Levantó uno de los lados de la tapa de la cesta y habló a los gatitos, llamándoles por sus nombres tontos e imaginativos, que lo hicieron sonreír otra vez. Ella se acercó aún más hacia donde él permanecía, y, cuando estuvo apenas a unos pocos pies de distancia, bajó la cesta hasta el suelo, recogió un manto oscuro de lana y lo envolvió en su cuerpo, asegurándolo con lazos bajo el mentón pequeño y firme.

    Con un gesto que casi lo hizo gemir en voz alta, se peinó el cabello flameante con los dedos y lo levantó, al tiempo que alzaba su mirada. Permanecía ante él, completamente inconsciente de su existencia, con lo cual casi rompió en risas por la ironía, pues él no se hallaba consciente de nada más que de ella.

    Tenía un rostro que probaba la perfección del cielo —nariz pequeña, labios de rosa y piel de la reluciente crema pálida de las dunas del desierto. Pero los ojos eran lo que lo golpeaban, chocaban contra su aliento alejándolo de él, tan seguro como que había sido batido por una lanza turca. No eran del conocido color de ojos marrón oscuro del medio oriente, tampoco eran del azul inglés, ni aún del siempre verde celta.

    Eran del mismo color amarillo dorado de las brillantes flores silvestres que había recogido. Ojos amarillos. Ojos salvajes, pensó contemplándola, mientras giraba y se movía hacia el lado opuesto del claro.

    Esperó unos segundos para seguirla lentamente, escudándose tras el bosquecillo grueso de fresno y la niebla pesada. Pronto

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