Los colonizadores de Vega: Los pasajes de Olinus, #4
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En el año 3000 después de Arián, la humanidad se ha expandido desde Terrania hasta las estrellas más cercanas, configurando políticamente una Unión de Sistemas Estelares, comunicados entre sí a través de una tupida red de agujeros de gusano.
Dos enviados llegados desde Olinus, tienen la misión de anclar el último tensor. Sin embargo, la existencia de un Imperio de los Cúmulos que se extiende hacia la periferia, alejándose del agujero negro del centro de la galaxia, hará inevitable el choque de las dos potencias espaciales, poniendo en peligro el proyecto de los Pasajes.
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Los colonizadores de Vega - Jesús Delgado Vázquez
Los colonizadores de Vega
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LOS PASAJES DE OLINUS
LIBRO IV
––––––––
LOS COLONIZADORES DE VEGA
––––––––
JESÚS DELGADO VÁZQUEZ
Para todos los que preparan
nuestro camino a las estrellas
Índice
Dominios de la Unión de Sistemas
1. La puerta de Pólux
2. Colapso
3. La guardia fronteriza
4. Invasión
5. Belam Ori
6. La Procuradora
7. El Comisionado
8. La androide
9. Hacia Fáristar
10. Parada en Méistar
11. Rumbo a Kirasa
12. ¡Oh Kirasai...!
13. El sistema binario
14. Un invitado especial
15. Rebelión
16. Noche en Dracón
17. La cacería
18. El conversor
19. En la luna de Corelia
20. Conversaciones con Maisa Nui
21. Combate en Siguria
22. Milton
23. Llegada a Fáristar
24. Un nuevo sistema planetario
25. Prisioneros
26. La huida
27. Vuelta a casa
28. Amenaza sobre Terrania
29. Las negociaciones del desastre
30. Corolario
APÉNDICE
ACERCA DEL AUTOR
SAGA
ENLACES
Dominios de la Unión de Sistemas
Mapa a escala de la colonización estelar hacia el 3000 después de Arián.
Notas:
1. Cada cuadro de la base representa un parsec, es decir, 3.26 años luz.
2. Hay estrellas múltiples con un solo nombre. Esto se debe a que son sistemas binarios, triples, o séxtuples, como Cástor.
1. La puerta de Pólux
Adrián Lewski llevaba dieciocho años trabajando para la Compañía Estelar de Minas y los tres últimos de ellos los había pasado en el Sector Seis. A Adrián no le agradaba demasiado este destino. El Sector Seis era una región colonizada recientemente y él estaba habituado al ambiente cosmopolita y refinado de Terrania. Tenía que pasar la mayor parte del tiempo en el sistema Capella, desempeñando sus tareas como intendente entre rudos mineros, buhoneros desaprensivos y furcias pintarrajeadas procedentes de todos los rincones de la Unión de Sistemas. Por eso sus obligados desplazamientos a Pólux, el centro administrativo del sector, representaban una vía de escape que acogía siempre con alivio.
Ahora se encontraba en el espacio-puerto de la luna Vesia, después de haber pasado dos días realizando los trámites para la apertura de una nueva explotación minera en uno de los asteroides del sistema Capella. Sentado tras los grandes ventanales por donde comenzaba a filtrarse la anaranjada luz de Pólux, rememoró los instantes vividos la noche anterior con Eliana y una ola de complacencia lo inundó. Eliana tenía un aire sofisticado y elegante, de mujer dominadora, que turbaba a Adrián pero que, al mismo tiempo, le atraía irremediablemente. Trabajaba también para la corporación minera, destacada en el Sector Uno, en Alfa Centauri.
Había sido una suerte encontrarla aquí y haber gozado de su compañía, aunque fuese solamente durante una de las cortas noches vesianas.
Las incesantes llamadas de embarque lo sacaron de su ensimismamiento. Contrariado al pensar en el regreso a su fastidioso trabajo, se recostó desganadamente en su asiento, atisbando más allá de los paneles transparentes el exterior del puerto espacial. Ya no le asombraba demasiado el impresionante espectáculo de Mintaka, el gigantesco planeta gaseoso alrededor del cual giraba el satélite. Con su inmensa circunferencia ocupando en esos momentos casi la mitad del horizonte, cruzado de bandas nubosas rojas, anaranjadas y amarillas, separadas por crespones marrones y grises, su silenciosa majestad destacaba, solemne, en el rosáceo amanecer vesiano. Dentro del enorme círculo, Núa y Ákali, sus otras dos lunas, parecían detenidas, como suspendidas de la cúpula celeste por algún invisible hilo.
Un bakiano atravesó la puerta de la sala de espera, inspeccionó el recinto un momento con sus enormes ojos fijos y al advertir el emblema de la Compañía en el antebrazo de Adrián, se acercó a él.
—¿Algou pagga vendeg? —inquirió con voz gutural, mientras masticaba las semillas que atesoraba en sus mejillas abultadas.
Adrián se había acostumbrado ya a aquellas caras de ratón, con su nariz espigada y puntiaguda, flanqueada por unos ojos sin párpados, abiertos de continuo y de triste mirada en el fondo, sus grandes orejas móviles y aquella boca fina y extraordinariamente alargada. Aun así, seguían desconcertándole los movimientos globulares de su grueso corpachón, en el que no se apreciaban las piernas y que se unía, al final, con unos pies extensos y aplanados.
Adrián negó con la cabeza y el bakiano, sin dejar de masticar, dio media vuelta y se marchó. Mientras veía cómo se marchaba su orondo trasero, Adrián se dijo que, después de más de un siglo, los bakianos continuaban siendo una raza desgraciada y errabunda. La mayoría de la chatarra espacial pasaba por sus manos: viejos satélites y sondas abandonadas, androides desprogramados, restos de estaciones orbitales...Habitaban las tres lunas de Mintaka, pero se desplazaban también al sistema séxtuple de Cástor o a las cuatro estrellas de Capella, comprando y vendiendo a través de dudosos manejos. Adrián los veía a menudo en Arkón, el planeta principal de Capella y, no hacía mucho, les había vendido un viejo carguero de la Compañía, a punto para ser desguazado.
El bakiano desapareció y Adrián se volvió hacia la estrella naciente que le doraba ya las espaldas a través del recinto acristalado. En todas partes se intentaba aprovechar el calor y la energía de Pólux pues, aunque la gigante naranja irradiaba en conjunto mucho más que el sol de Terrania, Vesia estaba a más de mil millones de kilómetros y era una luna fría.
Allá en el cielo, un puntito de luz rojiza y apagada al lado de la estrella, señaló la salida de Dourín, el hogar original de los bakianos. La mayoría de los cálculos daban la fecha aproximada del 3500 para su caída en Pólux.
Adrián recordó que, hacía algún tiempo, la compañía había organizado un curso monográfico sobre vida extraterrestre para algunos de sus directivos. Él pudo asistir a una de las sesiones en la que un conferenciante del Centro de Estudios Míticos y Religiosos relató sucintamente la peripecia bakiana: alrededor del año 2900, cuando el impulso colonizador de los hombres los estaba llevando hasta Pólux, el planeta Dourín era un astro moribundo. Su estrella se había expandido hasta convertirse en una gigante rojo-anaranjada, y al tiempo que el planeta enflaquecía y se resecaba, los bakianos iban extinguiéndose poco a poco, con el resto de las especies de su mundo. Con una tecnología muy limitada, sin posibilidades de emigrar a otros planetas, los bakianos estaban condenados. La llegada del hombre al sistema Pólux representó una afortunada coincidencia. La humanidad al completo se enterneció. Hasta la omnipotente compañía dejó de lado, por una vez, mezquinos intereses, y preparó también sus naves para el formidable rescate cósmico.
En un impresionante despliegue, denominado operación Arca de Noé
, los pocos cientos de miles de bakianos y muestras de algunas otras especies del planeta, fueron trasladados a las lunas de Mintaka, las cuales se encontraban habitables, tras la expansión de la estrella. De esos días se conservaban documentos tridimensionales, por medio de los cuales pudo apreciar Adrián la magnitud de aquel masivo éxodo.
Afuera, en el muelle de embarque, se desarrollaba otro tipo de trasiego, igualmente tumultuoso. Los transbordadores ascendían en vertical sobre la mancha clara de Mintaka, mientras la luz de Pólux destacaba los perfiles y las sombras de sus masas irregulares. Los chorros de vapor de los motores de maniobra envolvían sus giros en una bruma espesa y blanquecina al tiempo que, silenciosos en su interior, los poderosos sistemas anti gravitatorios elevaban aquellos pesos ciclópeos sin esfuerzo alguno aparente. Cargueros, lanzaderas y pequeñas naves auxiliares hormigueaban perdiéndose en la lejanía del espacio o aterrizando entre hirvientes siseos gaseosos. Multitud de transeúntes y pasajeros subían y bajaban de ellas sin cesar, apresurados y herméticos, ayudados con sus equipajes por serviciales androides.
Adrián consultó su reloj. Su transbordador de línea estaba a punto de salir. Sin causa alguna que lo pudiera justificar, se apoderó de su ánimo una vaga aprensión. Dentro de pocos minutos habría subido a la nave, se elevarían sobre Vesia y, una vez libres de la atracción del satélite, se encaminarían a las portillas de atraque de la estación espacial que controlaba la Puerta de Pólux, la entrada al agujero de gusano, al túnel en el espacio-tiempo que lo llevaría hasta Capella. En tan solo diez minutos cubrirían una distancia aproximada de nueve años luz. Ya había hecho ese recorrido en muchas otras ocasiones. Por eso, cuando se anunció la partida de su nave, desechó interiormente el extraño presentimiento que le había asaltado y, tomando su maletín, salió de la sala de espera.
****
—Max, querido, ¿te pondrás el broche dorado o el rojo?
La voz le llegó a Maximilian Picardo desde el salón, con el timbre cálido y amable que tanto le gustaba. Los años podían haber cambiado muchas cosas en Paudee, pero no aquel tono argentino y relajante.
Se cepilló el pelo raso y grisáceo mientras se miraba en el espejo y preguntó, a su vez:
—¿A ti qué te parece?
—El dorado es menos estridente –dijo ella con seguridad.
Paudee siempre tenía el motivo justo. El razonamiento adecuado para tomar cualquier decisión, por nimia que fuese. Max alcanzó el dorado y rectangular que descansaba sobre el tocador y lo prendió en el cuello redondo de su camisa siena. El efecto, desde luego, era elegante y comedido.
—Oye, Paudee. Tú conoces bien a Liza. ¿por qué crees que me ha asignado el cargo?
—¿Supones que habrá sido por mi amistad con ella? No pienses así de Liza. Es una mujer independiente y ahora se ha convertido en la Procuradora General. Será que te lo mereces –terminó ella riendo cantarinamente.
Max salió del tocador y se dirigió al gran salón, amueblado a la manera clásica.
—¿Qué tal estoy? –solicitó, abriendo los brazos y sonriendo a la mujer con la que compartía su vida desde hacía más de treinta años.
Max Picardo conservaba aún su esbelta figura juvenil, aunque sobrepasaba con creces el medio siglo. En su rostro enjuto y de facciones algo angulosas, aunque correctas, brillaban unos ojos en los cuales se adivinaba todavía la energía latente de la primera juventud. Iba vestido con un traje siena al estilo del momento, es decir, pantalones con franja lateral dorada y larga casaca hasta las rodillas, cerrada al medio; en las hombreras mostraba los galones y, sobre el corazón, una estrella bordada de cinco puntas, inscrita en un círculo ribeteado de oro, acreditaba su condición de Comisario Político.
Max no esperó a que su mujer le contestase.
—No, en serio –insistió mientras la tomaba por la cintura—. Sabes que el Sector Seis no es una bendición para nadie. Di francamente lo que piensas.
La mujer lo miró cálidamente a los ojos. Siempre se habían querido y su amor no había mermado un ápice con el transcurso del tiempo. Si acaso, se había incrementado.
—¿Quieres que te lo diga, tonto? –contestó—. ¡Ella confía plenamente en tu capacidad!
—Y en la tuya, supongo –remachó él con una sonrisa.
—Seguramente confía en los dos. Pero Liza sabe muy bien que no eres un sicario de Osborne. Y, sobre todo, es consciente de tu honestidad.
Max la estrechó suavemente contra sí hasta sentir su perfume. Realmente le encantaba su olor. Cuando eran jóvenes, se lo comentó una vez y, desde entonces, siempre lo había seguido usando. Después, mientras ella centraba con delicadeza el broche dorado, le preguntó:
—¿Estás segura de querer subir a la estación? Ya sabes que estos vuelos te trastornan.
—¡Bah! –rechazó Paudee—. El viaje será muy corto. Además, estará la prensa y quiero que me vean en tu compañía.
Max se separó de su esposa y se sirvió un poco de líquido de un llamativo color rosa.
—Desde luego –comentó paladeando un sorbo—, debemos reconocerle a Liza una gran fuerza de carácter.
Paudee calibraba en un espejo el efecto del hermoso brillante que relucía sobre su pecho, al término de una cadena plateada.
—Y no lo va a tener nada fácil –respondió ella—. De todos modos, espero ver ahora cómo se recomponen las relaciones entre los congresistas y el Senado. Hacía demasiados años que no teníamos un Procurador que no fuese, al mismo tiempo, presidente de la Compañía Minera.
Con la copa en la mano, Max se sentó, pensativamente, mientras Paudee completaba su aderezo. Sí, las cosas deberían mejorar con Liza Deverino. Al menos esa era la esperanza de mucha gente en la Unión de Sistemas Estelares. También él deseaba la vuelta a los viejos tiempos de los pioneros, cuando los principios básicos de la colonización seguían siendo principios éticos y se consideraban a todas las razas con las que el hombre se iba encontrando, formas de vida tan valiosas como la humana. Le emocionaba el espíritu que llevó a salvar a los bakianos y la respetuosa tolerancia desplegada, en general, por los gobiernos anteriores a los Osborne.
Cuando cursaba sus estudios en la Universidad Planetaria, le apasionaban los detalles de la Revolución Verde
, acaecida allá por el 2150 y, con toda seguridad, la mayor revolución en la historia del género humano. Entonces desaparecieron las naciones y las fronteras, instaurándose un único gobierno central, un Congreso Universal y un Senado formado exclusivamente por científicos. La degradación ambiental del planeta era tan extensa, que solo con una supervisión continua de las leyes emanadas del Congreso y de su impacto sobre el sistema ecológico, podría evitarse la catástrofe. Luego vino la expansión colonial, las Federaciones y la Unión de Sistemas Estelares. Y en los últimos tiempos, la dinastía de los Osborne...
Paudee había terminado ya y se volvió hacia su marido.
—¿Nos vamos? –dijo sonriendo.
—¿No estás nerviosa? Prácticamente será nuestra presentación en el Sector Seis.
—No te preocupes por mí –contestó ella—. No es la primera vez que tengo que acudir en tu socorro.
Y prendidos del brazo, se dirigieron ambos hacia la cita celeste sobre Mintaka.
2. Colapso
Quien presentaba un comportamiento manifiestamente alterado era Leo Van Hayden, jefe de mantenimiento en el módulo de control de la estación espacial Delta 1. El mejor ingeniero de sistemas gravitatorios del Sector Seis se desplazaba por la gran sala cubierta de grandes pantallas, paneles repletos de indicadores, brillantes luces intermitentes y potentes computadoras que trabajaban a un ritmo infernal, corrigiendo aquí e indicando allá entre sorbo y sorbo de café. Leo odiaba los tranquilizantes y los estimulantes sintéticos. Siempre le había sido fiel al café y seguiría conservando esa fidelidad.
Se detuvo al pasar frente a una pantalla por la que circulaban en cascadas paralelas multitud de dígitos y se apoyó sobre el asiento del operario. Este lo saludó con un leve movimiento de cabeza.
—¿Ajuste del campo? —preguntó, tomando un sorbo de café.
—Una millonésima. Estamos dentro de los límites.
—¿Y los medidores de masa?
—Funcionando con normalidad. No es un día de mucho tráfico.
Leo no quería que hubiese hoy ninguna complicación. Dentro de poco, el nuevo Comisario Político designado para el Sector Seis estaría de visita en la estación y con él, toda la prensa husmeando en un terreno que Leo consideraba como propio. Procuró relajarse y se acercó al enorme mirador en la parte frontal del módulo. El espectáculo, hermoso y terrible a la vez, tenía la virtud de atemperar sus nervios y aplacar la tensión que, necesariamente, conllevaba un trabajo como el suyo.
Sobre el fondo negro del espacio tachonado de estrellas se podía ver, a la derecha, la suave curva de Mintaka con su último halo atmosférico difuminándose imperceptiblemente. A cinco kilómetros de la parte central de la estación y en un ángulo de cuarenta y cinco grados, hacia abajo, estaba la Puerta.
Lo primero que destacaba era el brillo cegador de las dos inmensas placas reflectantes de cobre, bañadas en platino, cada una de dos kilómetros cuadrados de superficie. Larguísimos soportes reforzados por vigas entrecruzadas, por el interior de los cuales corrían los gruesos conectores, las unían a los módulos de la estación. Aquí se encontraban el reactor y los generadores, responsables del potentísimo campo eléctrico que mantenía abierto el cuello del túnel. Directamente debajo de la estación aparecía una columnata de torres relucientes que terminaban en las portillas de atraque donde, enfrentadas al vórtice, las naves calentaban sus toberas ronroneando, prestas para partir.
Y luego estaba el Agujero. Ocupando la circunferencia de unos tres kilómetros de diámetro navegables, el gigantesco hueco abierto en el espacio vomitaba y digería sin parar vehículos espaciales de todo tipo. Extrañamente, el interior despedía una desvaída luminosidad. La luz procedente del otro extremo, del sistema Capella, viajaba también a través del túnel al igual que las comunicaciones de radio, aunque la curvatura gravitacional distorsionaba sus rayos haciendo irreconocibles las imágenes del otro lado. Inmediatamente después del cuello del agujero, el túnel se estrechaba un tanto, apreciándose entonces la singular cualidad semilíquida, cambiante y temblorosa de sus curvadas paredes.
Para alguien que lo viese por primera vez, el cuadro podría ser fascinante, pero seguramente, aterrador al mismo tiempo. Leo, sin embargo, se sentía dominador de las inauditas fuerzas implicadas y eso le daba una sensación de poderío.
Uno de sus ayudantes se le acercó, presuroso.
—¡Ya están aquí nuestros invitados, jefe! —exclamó con excitación.
Efectivamente, Paudee y Max accedían al módulo de mando en aquel momento, acosados a preguntas por un grupo de periodistas.
—Señor Picardo, ¿es cierto que tiene la intención de extender el Sector Seis hasta Aldebarán?
—Mire —repuso Max—, Aldebarán está a sesenta y ocho años luz de Terrania. Es una distancia considerable y antes debemos hacer habitables algunos de los planetas de Cástor. Esto, para mí, es prioritario.
—Comisario —interpeló un joven que mostraba en su pecho una acreditación de la revista Nuevos Mundos—, ¿piensa sacar a los gorgones de la reserva?
Max lo miró con simpatía y le contestó sonriendo:
—Bueno, usted sabe que ese asunto estaba contemplado en el programa electoral de la señora Deverino...Y ahora, discúlpeme, pero ya he respondido ahí fuera a las cuestiones que me han planteado y quisiera visitar con calma la estación. Mi secretario les comunicará el día y la hora para una conferencia de prensa formal.
—¡Una pregunta más, señora Comisaria! —insistió otra periodista, con voz apresurada—. Sabemos que es usted amiga de la Procuradora General. ¿Nos puede decir si tiene previsto viajar aquí, próximamente?
—Lo