Elias Stadiatis, buscador de esponjas, tras descender cuarenta y cinco metros con su escafandra de cobre y su incómodo traje de lona, subió a la superficie y describió a su capitán, Dimitrios Kondos, la escena que acababa de contemplar. ¿Cadáveres en descomposición y caballos putrefactos? Escéptico, su superior bajó a las profundidades y, al volver a la superficie, no pudo sino confirmar su testimonio.
Una tormenta había detenido a los buzos en la isla griega de Anticitera, al noroeste de Creta, sin saber que justo en ese lugar, unos dos mil años atrás, durante el siglo I a. C., había tenido lugar un naufragio. Pero el negocio de las esponjas no podía esperar, así que los hombres siguieron rumbo a los caladeros del norte de África y, ya de vuelta, realizaron otra inmersión en la zona, antes de dar parte a las autoridades.
A finales de 1900, el Ministerio de Educación y la Armada helena acometieron la exploración del pecio y recuperaron diversas esculturas de mármol y bronce, sondas de plomo, piezas de vidrio, una lira y, ya en 1901, los primeros fragmentos de lo que hoy se conoce como el mecanismo de Anticitera, o, lo que es lo mismo, el primer «ordenador analógico» de la historia.
COMO LA TUMBA DE TUTANKAMÓN. A más de uno la comparación le resultará exagerada, pero, cuando vemos la complejidad y los usos que llegó a tener ese artefacto, sentimos el mismo asombro que los investigadores que se han aproximado a su enigma: «venerable progenitor del presente hardware», en palabras del científico británico Derek John de Solla Price, quien no dudó en equiparar su hallazgo al de la tumba de Tutankamón.
Si queremos verlo con nuestros propios ojos, solo tenemos que