En 327 a. C., Alejandro Magno, con casi veintiocho años, había culminado la gesta proyectada por su padre Filipo: la conquista del Imperio persa. Él la había protagonizado, pero nadie olvidaba que había sido una campaña ideada por su progenitor. Gobernar territorios desde los Balcanes a Afganistán no colmaba la ambición del joven rey macedonio. Necesitaba un proyecto propio para ganarse la eternidad. Después de haber derrotado al imperio más poderoso del mundo conocido por los griegos, podía parecer que no quedaban hazañas dignas del gran Alejandro. Pero había un territorio que podía proporcionarle la ansiada gloria: la India.
Desde las narraciones de Heródoto, salpicadas de fantasía, aquellas tierras habían cautivado la imaginación de los griegos por sus gentes y sus animales extraordinarios. El mundo heleno ubicaba allí relatos de personajes mitológicos como el dios Dionisio o Heracles. Se decía que los reyes de Macedonia descendían del héroe que protagonizó los doce trabajos. ¿Qué mejor manera para demostrar su grandeza, pues, que igualarse con esas divinidades y titanes? Además, siguiendo con las creencias griegas, conquistar la India implicaba también alcanzar los confines del mundo conocido: Alejandro sería el primero en llegar al gran