La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia
Por Samuel Johnson
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La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia - Samuel Johnson
Johnson
I. Descripción de un palacio
en un valle
Ustedes que escuchan ingenuamente los susurros de la fantasía y persiguen ávidamente los fantasmas de la esperanza, que esperan que la vejez haga realidad las promesas de la juventud y que las carencias del presente sean compensadas por el mañana, presten atención a la historia de Rasselas, príncipe de Abisinia.
Rasselas era el cuarto hijo del poderoso emperador en cuyos dominios inicia su curso el Padre de las aguas, que con generosidad fluye hacia las corrientes de la abundancia y esparce sobre medio mundo las cosechas de Egipto.
De acuerdo con la costumbre transmitida a través de los tiempos entre los monarcas de la zona tórrida, Rasselas fue confinado en un palacio oculto con los demás hijos e hijas de la realeza abisinia, hasta que el orden de sucesión lo llamara al trono.
El lugar que la sabiduría o la política de la antigüedad habían destinado como residencia de los príncipes de Abisinia era un espacioso valle en el reino de Amhara, rodeado de montañas, cuyas cimas se proyectaban sobre la parte central. El único pasaje de acceso al valle era una caverna en una roca, que durante largo tiempo se discutió si había sido forjada por la naturaleza o era obra del hombre. La salida de la caverna estaba oculta tras un grueso madero, y la boca que se abría al valle estaba cerrada por puertas de hierro, forjadas por artesanos de tiempos inmemoriales, tan pesadas que ningún hombre podía abrirlas o cerrarlas sin la ayuda de máquinas.
De las montañas a su alrededor descendían arroyos que llenaban el valle de verdor y fertilidad y formaban en el centro un lago poblado por peces de todas las especies, y frecuentado por todas las aves a las que la naturaleza había enseñado a zambullir brevemente sus alas en el agua. Este lago formaba una quebrada que penetraba un oscuro abismo en el lado norte de la montaña, cayendo con gran estruendo de precipicio en precipicio, hasta no escucharse más.
Las laderas de las montañas estaban cubiertas de árboles, las orillas de los arroyos estaban pobladas de flores; cada soplo de viento traía fragancias de las rocas y cada mes dejaba caer frutos sobre la tierra. Todos los animales herbívoros, salvajes o mansos, vagaban por este extenso circuito, resguardados por las montañas que los protegían de ser presas de las bestias. En un lugar se encontraban las manadas pastando, en otro los animales de caza jugueteando en la hierba; el enérgico cachorro saltaba entre las rocas, el mono retozaba en los árboles y el solemne elefante descansaba a la sombra. Todas las especies del mundo se juntaron, las bendiciones de la naturaleza se reunieron, y sus maldades fueron extraídas y excluidas.
El valle, amplio y fructífero, abastecía a sus habitantes con lo necesario para la vida, y todas las delicias y abundancias llegaban con la visita que el emperador hacía a sus hijos cada año, cuando la puerta de hierro se abría al son de la música. Durante ocho días a todos los que residían en el valle se les pedía que propusieran algo que pudiera contribuir a hacer placentero el encierro, a llenar los vacíos de la atención y disminuir lo tedioso del paso del tiempo. Todo deseo se cumplía de inmediato. Todos los artífices del placer eran convocados para alegrar las festividades; los músicos ejercían el poder de la armonía y los bailarines exhibían su actividad frente a los príncipes, con la esperanza de pasar su vida en este feliz cautiverio, al cual solo eran admitidos aquellos cuya actuación sumara novedad al lujo. Era tal la apariencia de seguridad y deleite que proporcionaba este retiro, que aquellos para quienes era nuevo siempre deseaban que fuera perpetuo; y como a quienes se les cerraba la puerta de hierro no podían regresar, el efecto de una experiencia más prolongada no podía conocerse. De tal manera que cada año producía nuevas intrigas de placer y nuevos candidatos para la reclusión.
El palacio se erigía sobre una elevación que estaba unos treinta pasos por encima de la superficie del lago. Estaba dividido en múltiples plazas o patios construidos con mayor o menor opulencia de acuerdo con el rango de sus habitantes. Los techos se transformaban en arcos de pesadas piedras unidas con un cemento que se hacía más duro con el tiempo, y el edificio se mantenía en pie siglo tras siglo, burlando las lluvias de los solsticios y los huracanes de los equinoccios, sin necesidad de reparación.
Esta casa era tan inmensa que nadie podía conocerla en su totalidad, salvo algunos antiguos funcionarios que heredaban sucesivamente los secretos del lugar. Estaba construida como si la misma sospecha hubiera trazado los planos. Había un pasaje abierto y otro secreto hacia cada habitación, cada plaza se comunicaba con las demás desde los pisos superiores por medio de galerías privadas, o a través de pasajes subterráneos desde los aposentos inferiores. Muchas columnas tenían cavidades insospechadas, en las que una larga cadena de monarcas había depositado sus tesoros. Luego cerraban las columnas con mármol y este únicamente se removía por las exigencias más extremas del reino; registraban sus riquezas acumuladas en un libro que se escondía en una torre donde solo entraba el emperador, asistido por el príncipe que le seguía en sucesión.
II. El descontento de Rasselas
en el Valle Feliz
Aquí los hijos e hijas de Abisinia vivían solo para conocer las suaves vicisitudes del placer y el reposo, atendidos por los hábiles en el disfrute y entregados a todo lo que pudiera ser grato a los sentidos. Vagaban en jardines fragantes y dormían en fortalezas de seguridad. Se practicaban todas las artes para complacerlos con su propia condición. Los sabios que los instruían solo les hablaban de las miserias de la vida pública y describían todo lo que estaba allende las montañas como regiones calamitosas, donde reinaba la discordia y donde el hombre era predador del hombre.
Para elevar la opinión de su propia felicidad, se les entretenía a diario con canciones, cuyo tema era el Valle Feliz. Sus apetitos se despertaban con frecuentes enumeraciones de los diferentes placeres, y el jolgorio y la diversión eran el tema desde el amanecer hasta el atardecer.
Estos métodos por lo general eran exitosos. Pocos príncipes habían deseado ampliar sus fronteras, porque pasaban sus vidas en la absoluta convicción de que tenían a su alcance todo lo que el arte o la naturaleza podían brindar, y compadecían a las personas a quienes el destino había excluido de este lugar de tranquilidad como a juguetes del azar y esclavos de la miseria.
Por lo tanto, se levantaban en la mañana y se acostaban en la noche, complacidos consigo mismos y con los demás. Todos, menos Rasselas, quien a sus veintiséis años comenzó a apartarse de sus pasatiempos y reuniones, y a deleitarse en caminatas solitarias y meditaciones silenciosas. Con frecuencia se sentaba ante mesas cubiertas de lujos y olvidaba probar las delicias que ponían frente a él. Se levantaba abruptamente en medio de la canción, y se retiraba lejos del sonido de la música. Sus asistentes observaban el cambio y se esforzaban por renovar su amor por el placer: él rechazaba sus invitaciones y pasaba un día tras otro en las orillas de los arroyos protegidas por los árboles, en donde algunas veces escuchaba los pájaros cantando en las ramas, otras observaba los peces que jugaban en la corriente y aun otras posaba sus ojos en los pastizales y montañas poblados de animales, algunos de los cuales se alimentaban de hierba mientras otros dormían en los arbustos.
La peculiaridad de su humor hacía que se le observara con atención. Uno de los sabios cuya conversación anteriormente lo deleitaba lo siguió en secreto, con la esperanza de encontrar la causa de su inquietud. Rasselas, que no sabía de su cercanía, luego de haber fijado sus ojos en las cabras que pastaban entre las rocas, comenzó a comparar la condición de estas con la suya.
—¿Qué diferencia hay —se preguntó— entre el hombre y el resto de la creación animal? Cada una de las bestias que deambula a mi lado tiene las mismas necesidades corporales que yo; tiene hambre y come hierba, tiene sed y bebe en la corriente. Una vez sacia su hambre y su sed, está satisfecho y duerme. Se levanta de nuevo y tiene hambre; se alimenta otra vez y queda tranquilo. Yo tengo hambre y sed como él, pero cuando el hambre y la sed desaparecen, no estoy tranquilo. Como él, estoy afligido por la necesidad, pero cuando el hambre y la sed desaparecen, no quedo satisfecho con la saciedad. Las horas intermedias son tediosas y tristes; anhelo estar hambriento de nuevo, para entretenerme. Los pájaros picotean las bayas o el maíz y vuelan hacia las arboledas, en donde se posan en aparente felicidad sobre las ramas y pasan la vida emitiendo una invariable serie de sonidos. Igualmente, puedo llamar al laudista y al cantor, pero los sonidos que me complacían ayer me fatigan hoy y se harán más tediosos mañana. No puedo descubrir dentro de mí ningún sentido que no esté saturado de placer; aun así, no me siento complacido. El hombre tiene un sentido latente, que no se satisface en este lugar, o tiene algunos deseos diferentes de los sentidos que deben ser saciados para que pueda ser feliz.
Después de esto levantó la cabeza y al ver salir la luna, caminó hacia el palacio. Al pasar por los campos, contempló los animales a su alrededor y dijo:
—Ustedes son felices y no tienen que envidiarme a mí, que camino entre ustedes, agobiado conmigo mismo; tampoco yo, seres gentiles, envidio su felicidad, porque no es la felicidad del hombre. Yo tengo muchas pesadumbres de las cuales ustedes están libres: le temo al dolor cuando no lo siento; a veces me acongojo con el recuerdo del mal y a veces me sorprendo ante maldades anticipadas. En verdad la equidad de la providencia ha equilibrado los sufrimientos particulares con placeres peculiares.
A su regreso, el Príncipe se entretenía con observaciones como estas, pronunciándolas con voz lastimera pero con una mirada que dejaba ver que le complacía su propia perspicacia y que sentía algún solaz de las miserias de la vida, gracias a la conciencia que tenía de sus sentimientos y a la elocuencia con la cual se lamentaba de ellas. Participó alegremente de las diversiones del anochecer y todos se sintieron felices de que su corazón estuviera aliviado.
III. Las carencias de quien
no carece de nada
Al siguiente día su viejo instructor, creyendo haberse familiarizado con la enfermedad de su mente, tenía la esperanza de curarlo por medio de consejos y buscó con empeño una oportunidad para hablarle. Sin embargo, el príncipe, que durante mucho tiempo había considerado que el intelecto del hombre estaba agotado, no estaba muy dispuesto a brindársela.
—¿Por qué —dijo— este hombre se entromete así en mi vida? ¿No podré nunca olvidar