Karain: un recuerdo
Por Joseph Conrad
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La ironía que recorre esta historia de fetiches, amuletos, convicciones arrolladoras y destinos trágicos, ambientada en los exóticos archipiélagos malayos descritos con deslumbrante y exacta belleza; la tensión que vuela en pos de un desenlace que orilla el amor como un sueño imposible, y la maestría de quien deja en suspenso sus recursos últimos para dar cima a un relato espléndido, confirman una vez más la validez actual de la obra de ese marino por vocación y escritor tal vez por fatalidad, que diera una de las más imponentes muestras a la literatura inglesa de principios del siglo XX. Joseph Conrad, quien dijo que esta era una de sus mejores obras, muestra en Karain: un recuerdo al hombre y su peculiar complejidad en perpetuo combate con la curiosa vida, -ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles-, con una sensibilidad inédita en la era colonial. Su mirada recorre tanto las bellezas naturales de Malasia como los tenebrosos recovecos del alma humana.
Joseph Conrad
Joseph Conrad (1857-1924) was a Polish-British writer, regarded as one of the greatest novelists in the English language. Though he was not fluent in English until the age of twenty, Conrad mastered the language and was known for his exceptional command of stylistic prose. Inspiring a reoccurring nautical setting, Conrad’s literary work was heavily influenced by his experience as a ship’s apprentice. Conrad’s style and practice of creating anti-heroic protagonists is admired and often imitated by other authors and artists, immortalizing his innovation and genius.
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Karain - Joseph Conrad
I
Le conocimos en aquellos días inseguros en que nos conformábamos con poder conservar en nuestras manos vida y hacienda. Ninguno de nosotros, creo, disfruta ahora de hacienda alguna y tengo entendido que muchos, por descuido, perdieron la vida; mas sé bien que los escasos supervivientes no son tan miopes que no acierten a discernir, en la dudosa exactitud de los periódicos, las noticias de las varias rebeliones de indígenas ocurridas en el archipiélago Oriental. Entre las líneas de aquellos breves párrafos brilla el sol y se percibe el destello del mar. Un nombre extraño aviva nuestros recuerdos; las frases impresas perfuman ligeramente la humosa atmósfera de la época con la fragancia penetrante y sutil de una brisa costera alentada bajo las estrellas de pretéritas noches; un fuego de señales brilla como una joya sobre la frente erguida de la sombría colina; enormes árboles, centinelas avanzados de bosques inmensos, se levantan, vigilantes e inmóviles, sobre dormidos estuarios; una línea de blanca resaca retumba contra una playa desolada, mientras las aguas, poco profundas, espuman en los arrecifes; y sobre la superficie de un mar luminoso, salpicados en la calma del mediodía, se extienden verdes islotes como un puñado de esmeraldas en el acero de un escudo.
Hay rostros también: rostros oscuros, truculentos, sonrientes; rostros francos y audaces de hombres de pies desnudos, bien armados y silenciosos. Llenaron completamente la estrecha longitud de los puentes de nuestra goleta con su ornamentada y bárbara aglomeración, con los variados colorines de sus túnicas a cuadros, sus rojos turbantes, blancas chaquetillas y bordados, con el brillo de sus cimitarras, argollas de oro, amuletos, ajorcas, lanzas y las enjoyadas empuñaduras de sus armas. Eran decididos, de ojos resueltos, de maneras recogidas, y nos parece escuchar aún sus voces suaves hablando de combates, viajes y escapadas, envaneciéndose con mesura, bromeando jovialmente; ensalzando, a veces, en comedido murmullo, la propia audacia, nuestra generosidad, o celebrando, con leal entusiasmo, las virtudes de su señor. Recordamos los rostros, los ojos, las voces; vemos nuevamente el brillo de las sedas y los metales; el estremecimiento rumoroso de aquella multitud, brillante, alegre y marcial, y nos parece sentir aún el apretón de sus broncíneas manos, que, tras ligera sacudida, volvían a apoyarse sobre las cinceladas empuñaduras. Tales eran las gentes de Karain, sus devotos partidarios. Sus movimientos pendían de sus labios, y en sus ojos leían ellos sus pensamientos; él les hablaba, en voz baja y con gran desenfado, de la vida y de la muerte, y sus hombres aceptaban sus palabras humildemente, como dones de la fatalidad. Todos eran hombres libres; mas, cuando a él se dirigían, se llamaban «Tu esclavo». A su paso, callaban las voces, como si marchase custodiado del silencio; temerosos murmullos le seguían. Le llamaban su jefe guerrero. Era Karain el gobernante de tres villorrios en una angosta planicie; el amo de una insignificante faja de tierra conquistada, que, semejante en sus contornos a una luna nueva, se extendía ignorada entre las montañas y el mar.
Desde el puente de nuestra goleta, anclada en el centro de la bahía, nos indicó con un gesto teatral de su brazo, la extensión de sus dominios, a lo largo de la rugosa silueta de las montañas, y con su ademán pareció alejar sus límites, acrecentándolos de pronto hasta algo tan inmenso y tan vago que, por un instante, se diría que su sola frontera era el cielo. Y en verdad, observando el lugar, apartado del mar e incomunicado de la tierra por el desigual declive de las montañas, difícil era suponer la existencia de vecindad alguna. El sitio era tranquilo, solitario, ignorado y pletórico de una vida que se deslizaba clandestinamente, con una inquietante impresión de soledad, de una vida que se antojaba indeciblemente vacía de cualquier cosa que pudiera estremecer el pensamiento, llegar al corazón, ofrecer una indicación del paso ominoso de los días. Tal pareció a nuestros ojos como tierra sin recuerdos, desengaños ni esperanzas; una tierra donde nada podría sobrevivir a la llegada de la noche y en la que todo amanecer, como acto deslumbrante de creación especialísima, estuviese desligado en absoluto de la víspera y el mañana.
Karain alargó el brazo sobre ella: «¡Mía toda!».
Golpeó el puente con su largo cetro, cuyo puño de oro relampagueó como una estrella desprendida. Muy cerca de él, un viejo silencioso, metido en negra vestidura bordada, fue el único, de entre los malayos que rodeaban al jefe, que no siguió con la vista el ademán dominador. No levantó siquiera los párpados. Detrás de su amo, conservaba inclinada la cabeza, e inmóvil, sosteniendo en su hombro derecho una larga hoja envainada en funda de plata. Estaba allí de guardia, pero sin curiosidad, y parecía fatigado, no por los años, sino por la posesión de algún pesado secreto de la existencia. Karain, fuerte