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Tierra de lagos y pantanos
Tierra de lagos y pantanos
Tierra de lagos y pantanos
Libro electrónico301 páginas5 horas

Tierra de lagos y pantanos

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Una historia enigmática, oscura y pesimista, pero a la vez fascinante y mágica.

En el siglo I antes de Cristo, Fergal Monach, un joven guerrero celta, pierde su alma, robada por una bruja. Guiado por un oráculo, realiza un viaje desesperado en su busca hacia los bosques y las montañas de la tierra de los lagos y pantanos.

La historia de su viaje -contada en doce episodios que corresponden a los doce meses lunares del año céltico- escenifica una búsqueda cósmica y espiritual en los confines de un mundo mítico, a la vez que pinta un complejo fresco del mundo mágico prerromano de sus obsesiones, de sus temores, sus fantasías y esperanzas. Un universo de maravilla donde la naturaleza y lo sobrenatural se mezclan con lo humano no solo de manera íntima, tortuosa, a veces brutal, sino también de manera armónica y bella.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 may 2019
ISBN9788417717919
Tierra de lagos y pantanos
Autor

Carlos Herrera Novoa

Arqueólogo y escritor, Carlos Herrera Novoa (Lima, 1973) estudió Artes Plásticas, Arqueología e Historia del Arte en Lima y en la Universidad Libre de Berlín, ciudad en la que vive ahora. Es autor de dos obras de ficción: Tierra de lagos y pantanos y Los tres ríos del cielo. Su trabajo literario está influido por su fascinación por la Europa de la Edad de Hierro, por su historia y por los pueblos que la habitaron. El mundo mítico y espiritual de los celtas prerromanos es el tema principal de su obra e impregna profundamente sus relatos, en los que aparece descrito de manera gráfica y detallista.

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    Tierra de lagos y pantanos - Carlos Herrera Novoa

    Tierra de lagos y pantanos

    Carlos Herrera Novoa

    Tierra de lagos y pantanos

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717346

    ISBN eBook: 9788417717919

    © del texto:

    Carlos Herrera Novoa

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Qué cansados están los potros que cabalgamos, pues montamos los corceles de las tierras mágicas del otro mundo.

    Y aunque estemos vivos, estamos muertos.

    Canción mítica irlandesa

    Blawdd

    En alguna parte golpeaba un pájaro carpintero. Fergal lo escuchaba mientras seguía con la vista el halo de un arcoíris, que se desvanecía entre la niebla matinal. Una serpiente se enrollaba en torno a sí misma mientras devoraba lo que se le aproximaba: los objetos, los animales y las plantas, hasta hacerlos desvanecerse dentro de su cuerpo. El pájaro carpintero seguía golpeando. Toc, toc, toc. En la serpiente se incubaba un huevo en el que latían el día y la noche y cada una de las sombras y las sustancias del mundo. El arcoíris desapareció, y el cielo limpio y húmedo brillaba de azul. Las nubes tocaban las montañas. Conocer las entrañas de la serpiente era conocer las entrañas de los mundos por venir y el pensamiento de los dioses. Era obtener sabiduría. Fergal pestañeó. Esa sabiduría también era conocer la noche, la posibilidad de aparecer y la de desaparecer en el mundo, de obtener el día y la luminosidad de la muerte. Su sombra atravesó un árbol podrido que misteriosamente se fue llenando de verde. Seguía sus pasos preciosos a lo largo de un sendero polvoriento. Un arroyo corría por lugares tranquilos. Fergal miró hacia los lados la floresta. Refrescaba en el camino; las copas de los árboles, menos tupidas que en el bosque, daban su sombra y protegían a los viajeros de los agudos rayos del sol. Saberlo le había costado muchísimo.

    Muchas de las historias que había oído durante ese viaje se las había relatado un druida del santuario de Llydan, viejo y calvo, de largos bigotes canos, vestido con una túnica blanca llena de parches, con un bastón de ébano de reflejos oscuros y botas boias, mirada sagaz y pasos silenciosos y suaves. En su cuello llevaba una torques de plata multicolor. Regresaba de las tierras bajas del río Dana, a muchos días de distancia hacia el norte, y fue en el lindero de un bosquecillo, hasta donde lo habían escoltado unos trompetistas con los que había hecho el camino hacia un sacrificio, donde Fergal lo encontró. A poco de conocerlo, el druida le contó que durante su viaje había hundido una bolsa de monedas de oro en un lago, entregadas al azar al padre Dagda, el dios druida y señor del cielo. Y que poco después, en una laguna cercana, de las aguas había surgido el mismo dios, como un joven elegante, con ropaje carmesí y azul. Se le había acercado agradecido, le había otorgado en su honor una alegre reverencia, muy exagerada, y luego había bailado para él. Entonces había llovido y tronado, y Fergal había visto las nubes pasar por encima de su cabeza. El cielo y los lagos estaban unidos como espejos y, entre ellos, el agua era el reflejo de uno en el otro. Pero el cielo también era viejo como el sol y la luna. Había brotado junto con el océano del mismo vacío, el sueño de los dioses. Y de su encuentro con las aguas del mar habían nacido la luna, el sol, la mitad oscura y la mitad clara del año. Luego había surgido la tierra: el norte helado y el sur ardiente, y a la vez el este, donde vivían los hombres, y el oeste, las islas de los muertos, a donde ellos regresarían cuando les tocara.

    Fergal, entonces, había pestañeado, sorprendido. El viejo había reído ante su confusión y él, un tanto avergonzado, había terminado por unírsele. No, no tenía destino ni tenía un objetivo, pero era fuerte, rápido e inteligente. Habían continuado juntos a través del reino Nwir, hacia las tierras de la Tuath Mynydd, en la cordillera del sur. Esa tarde se sentaron tranquilamente para ver la puesta de sol y cenar. Fergal había fabricado hacía poco un flautín que empezó a tocar. Alguna vez, el transcurrir del sol a lo largo del año había trazado dos líneas convergentes sobre el cielo y, al cruzarse sus trayectorias, de ellas habían surgido el tiempo y el espacio humanos. Luego recostaron sus espaldas sobre un colchón de hierba muy suave. Ya caía la noche y delante de ellos empezaban a verse constelaciones que Fergal empezó a nombrar una por una. El druida era hijo de esas tierras, había nacido en esos valles y conocía sus quebradas, sus colinas y sus secretos. Fergal asintió; él también era hijo de una tierra a la que no sabía si volvería. En ese momento, se enteró de que toda la región hacia el oeste estaba ocupada por la Tuath de los Mynydd. En tiempos de los reyes boios, fue la principal entre los montañeses Tawr, pero ahora, junto con los viejos caciques del oeste, estaba sometida por obra de las incontenibles fuerzas de la centralización política al rey de Nwyrthdun, al que, luego de la derrota de los reyes boios, todos los príncipes Tawr de la región habían tenido que someter sus anillos. Desde entonces, los de Mynydd y otros señores rebeldes supuraban humillación y amargura. La residencia del príncipe de los Mynydd era el rath de Commaith, a cinco días de camino. Hacia allí se dirigían.

    Ya avanzada la tarde, llegaron a Commaith, un rath con un bruidne de altas columnas de madera y techo de paja, edificado como el centro de una vasta estructura de amplios cercados cuadrangulares, un terraplén sobre el que se alzaba una valla de zarzo y una trinchera amplia que delimitaba el perímetro del mismo rath y de sus múltiples patios, donde se alzaban edificaciones menores. El terraplén estaba protegido por un triste demonio de pies torcidos, envuelto en una capucha, tallado sobre un poste de roble pintado, erigido en una de las aristas de la zanja. La valla cubría de manera continua la totalidad del perímetro, dejando dos o tres entradas a los patios exteriores, que a su vez conducían al bruidne. Eran edificaciones muy simples, formadas por postes de madera a los que se ajustaban puertas reforzadas; excepto una, cuya forma y construcción asustaron a Fergal. Era un pórtico de piedra transparente con varias series de columnas de mármol que sostenían un dintel del mismo material. Enmarcaban un portón que se abría a varios patios iluminados por antorchas y la vaporosa luz del atardecer, cercado cada uno por zarzos que separaban el bruidne del mundo exterior, como las intrincadas líneas de defensa de un laberinto. Él había visto arder los zarzos en el horizonte del calvero con un resplandor anaranjado que se elevaba hacia las nubes, detrás de las zanjas, fusionándose con el cielo. Pero al llegar, las nubes opacas del ocaso disiparon el relieve de los terraplenes en la penumbra. Ellos estaban cansados; en sus espaldas y en sus pechos se acumulaban el sudor y el polvo de toda la jornada. Sus gargantas jadeaban.

    Cuando llegaron junto a los zarzos, pudieron ver la casa principal más cerca. Estaba hecha de tapial forrado de cal pintada, y por su altura recordaba a las amplias salas de los reyes de Cum Cael o de Nwyrthdun. Todo en ese rath proclamaba al sorprendido Fergal la importancia de la familia que lo ocupaba: los estandartes de cabeza de metal erigidos a lo largo del perímetro de su entrada y de la avenida principal y, en el pórtico mismo, dos estatuas de piedra traslúcida traídas de muy lejos, que vigilaban la puerta reflejando la incipiente luz de una hoguera. Eran de tamaño humano, pintadas de brillantes colores; refulgían de una manera lúgubre. Sus iris de bronce parecían estrellas, y sus extraños petos, cascos, espadas y lanzas de metal acentuaban su aspecto excéntrico, su apariencia terrible y solar de guardianes de los extremos del mundo, inmóviles y quietos. Repelían a Fergal, pero, a la vez, su exotismo y la presencia del pórtico, las columnas, la piedra, las estatuas y las docenas de panoplias que colgaban de los dinteles lo llenaban de temor ante la fuerza que emanaban, donde él mismo, como era, se disolvía como un terrón de tierra o como el aire que llenaba las viejas cotas de malla que colgaban de los dinteles. Un aire oxidado, que hablaba de ocupantes de otras épocas, de otros tiempos.

    En las puertas se agolpaban rebaños de ovejas y vacas y piaras. Su cantidad era tal que bloqueaban los caminos al rath y las entradas a los grandes patios. Las ovejas balaban furiosas y protestaban, atacadas por los pastores y sus perros; los rebaños añoraban los pastos de la montaña; las piaras, las bellotas y los hongos. Fergal y el druida veían pasar las hileras de cerdos. Grupos de chiquillos correteaban a lo largo del cercado, multiplicando el caos. Saltaban a las zanjas y trepaban por los zarzos. Varios de ellos se acercaron a los visitantes, a los que ninguno de los porquerizos, preocupados por agrupar a sus animales, había prestado atención.

    —En esta casa, el señor tiene sus buenas piaras. No le ha de faltar carne a nadie —dijo el druida. Luego agregó, dirigiéndose a un niño—: ¿Hay alguna manera de hacernos entrar?

    —No —respondió—. Hoy arrastrar todos los rebaños del valle hasta aquí. Cruzando puercos todo el día. Y mañana lo mismo. Para sacarlos al bosque.

    —¿Por qué ha ocurrido eso? ¿Qué está pasando? —preguntó Fergal.

    El niño se encogió de hombros.

    —No saber. Lobos serán.

    —Lobos de dos patas —dijo el druida.

    Fergal lo miró sin entender. Una horda de chiquillos sorprendidos bullía en torno a ellos. El ocaso disimulaba muy bien su estatura, pero de cerca se apreciaba mejor. Los niños formaron corros respetuosos a su alrededor, como midiéndolo con admiración, como si se tratara de un legendario luchador, hasta que uno de los despenseros de la finca se acercó, abriéndose paso entre ellos justo en el momento en que una tormenta se precipitaba sobre Commaith con estrépito, espantando a la horda en diferentes direcciones. A Fergal y al druida los hicieron cruzar ahuecando entre los animales y protegiéndolos con espesas capas de lana sobre las que chorreaba agua. El terreno empapado se hundía en sus tobillos y en sus pies. Las tropas de ovejas revolvían el suelo de los patios con sus pezuñas y aplastaban las flores silvestres nacidas ese verano. Tropas de niños, campesinos, sirvientes, hombres y mujeres corrían y saltaban de un lado a otro entre los charcos de barro, gritando asustados. Jinetes sudorosos se internaban y salían de los bosques, cabalgaban por senderos convertidos en pequeños ríos de lodo. Otros escapaban de la tormenta, refugiándose en trojes de grano, debajo de cobertizos e incluso en la casa grande; junto a ellos crecía el apelotonamiento de hombres y bestias. Jarras con flores caían demolidas por sus patas y los hatos de cerdos pisoteaban las telas que colgaban de postes con ofrendas. Había miedo, y por todos lados se veían espadas y lanzas. La tensión le trajo a la mente historias de asesinatos, traiciones, maldiciones, peleas y venganzas que precedían a las guerras que Fergal conocía tan bien, con tropas formadas, armas amontonadas, guerreros probando sus equipos, caballos en orden, sirvientes cargando carretas, mujeres dirigiendo las labores de aprovisionamiento, despidiéndose de los hombres o preparándose para unirse a la tropa; miradas que se cruzaban llenas de temor y listas para matar. A ellos los hicieron pasar al bruidne y les dieron un lugar para que descansaran.

    Esa noche de lluvia cerrada, las nubes zumbaban en el techo de la casa. Trataban de dormir envueltos en unas mantas que les había otorgado uno de los pajes de Commaith luego de disculparse con ellos. El señor estaba fuera, no se sabía cuándo iba a regresar. Fergal hurgaba el techo con la cabeza apoyada entre sus brazos, mientras el resplandor de los relámpagos se colaba por las rendijas de la puerta del bruidne. Estos caían de manera caótica en el bosque, y entre ellos aún era posible ver el difuso halo azul del río más allá de los árboles; grupos de chiquillos irían a bañarse en él, chiquillos transparentes de mirada vacía que brincaban en la tormenta y saltaban en las aguas para disolverse en ellas. Un relámpago cayó entonces en el patio. La noche avanzaba entre ruidos de grillos y graznidos. La lluvia había perdido intensidad y sus gotas formaban coros suaves, tibios y somníferos, que parecían recoger su cuerpo en un pantano que hundía el pozo profundo de su cansancio, su cuerpo molido por las distancias recorridas y su sensación de pérdida, sin camino y sin destino. Podía soñar y, de repente, abrir los ojos y ver el sueño reflejado en una pared húmeda, esperando para hablar por él, y luego sentir que, al desvanecerse, al desaparecer, no había dejado más que una visita inapropiada, amarga o feliz, pero corta. Y, tras de sí, mandatos imposibles de traducir en palabras, pero que había que interpretar de algún modo, pues contenían indicaciones precisas. Señalaban con claridad las prolongaciones de su vida hacia el otro mundo, evanescente y permeable, pero real, y la fase visible del viaje de regreso, que no podía vivir despierto, como si Fergal hubiera existido en un reflejo en el agua, observando fuera y dentro, quizás viviendo sus sueños al desdoblarse en ellos como ahora lo estaba haciendo, pero incapaz de crear con ello una densidad, una materialidad segura que le permitiera seguir una ruta con soltura a través del hilo del tiempo, deslizándose por los contornos del mundo hacia su centro, hacia la pared del cuarto, de su piso y su continuidad espacial, hacia las pequeñas cosas, las gotas de agua y su sonido, y a la vez no tener miedo de dormirse y, al soñar, de perderse definitivamente en la oscuridad.

    Más para matar el miedo al sueño que por curiosidad, decidió preguntarle al druida sobre lo que habían visto. Este tampoco podía dormir y le respondió después de dudarlo un poco:

    —Audhbodh, hija del señor del rath, fue raptada hace tres días en el camino hacia Commaith. A mí me han enviado para averiguar qué es lo que ha pasado —dijo el druida—. Antes de que estalle una guerra con Nwyrthdun. —Luego se percató y agregó en voz baja—: Para eso y para transmitir un mensaje.

    Al día siguiente, el druida y Fergal Monach cruzaron la casa hacia un patio alargado, cercado por amplias carpas e hileras de guardias. Allí encontraron al señor de los Mynnyd, llegado durante la noche después de una cabalgada de todo el día, ya seco y limpio, probando una espada frente a los rayos del sol del amanecer. Detrás resplandecían trigales bajo la luz de la estación cálida, como pedacitos de sol que trinaran con la tierra, listos para la cosecha; grupos de campesinos trabajaban en ellos. El señor de Commaith les había preparado pan y cerveza a todos, huevos cocidos y pasteles de salazón de queso. El armamento entre los montañeses era ligero, y entre ellos predominaban las lanzas arrojadizas, pero los guerreros del oeste de Nwir, como los de las llanuras, preferían el armamento pesado, las lanzas largas y las picas de hoja ancha. El druida le explicó entonces que Flaith Teithiawc Mor era el más temible de los caciques del oeste de Nwir, el más valiente de los hombres, pero también orgulloso, impetuoso y cruel. Su fuerza y altura imponente obligaban a los montañeses Tawr a callar. Su dureza arrastraba a cientos de guerreros a las batallas, y su riqueza, a artesanos y campesinos detrás de los destinos de su linaje. Su orgullo lo sostenía como un inmenso peñón en medio de la floresta cada vez más rala de su propia gente, quizás porque en él aún parecía sintetizarse un mundo que los hombres de esos valles valoraban y llevaban en su propia sangre: el del bosque, los rumores de la alta montaña, el de la independencia de los espíritus de los ríos, de los lagos, de los rayos y de los vientos huracanados. E incluso, hasta su humillación frente al rey y los druidas de Nwyrthdun, que lo habían convertido en una marioneta, era para los montañeses una llaga abierta permanentemente hirviendo de furor y de odio, y su violencia era la misma que ellos sentían, cada uno de ellos, hombre, mujer y niño.

    Esa mañana, el señor de Commaith había practicado intensamente con varios muñecos de mimbre y después con sus adversarios de esgrima. Ya se encontraba más tranquilo y descansado después de su cabalgada nocturna. La desaparición de su hija lo había vuelto un demonio, y solo el cansancio físico lo calmaba. Sus hombres lo veían como una chispa lista para saltar y encenderlo todo.

    —¿Se encuentra bien, mi señor? ¿Es posible sentarnos para hablar?

    Flaith Teithiawc Mor lo miró irritado, pero no dijo nada. Le entregó su espada a su portaescudos y luego pidió un pocillo con agua para lavarse y secarse el sudor. Uno de sus pajes se acercó con una sillita para el druida y una manta con un cojín para Fergal. Todos los guerreros de su guardia observaban a Fergal con cuidado, asombrados por su estatura y el tamaño de sus brazos y tórax. Este se cubrió con su capa y puso su mano sobre el puño de su espada para parecer más impresionante, gesto que no pasó desapercibido al señor de Mynydd, que lo miró con sarcasmo. Se echó a reír. Luego terminó de lavarse e hizo que le cambiaran la ropa de prácticas por una nueva. No podía presentarse sudado ni mal vestido frente a un druida. Cuando acabó, se sentó en una segunda sillita que le alcanzó su portaescudos. Un paje le sirvió una copa de vino que entregó personalmente al druida y luego se sirvió una segunda a sí mismo.

    —¿Para qué has venido, padre? —le preguntó.

    —Tú sabes para qué, mi señor. Vengo del oráculo de la montaña azul de Llydan con un mensaje. «Detente», te dice el oráculo.

    —¿Nada más, padre?

    —Nada más, mi señor.

    El señor de Mynnyd estalló en una risa bronca, y sus ojos se encendieron de pronto en un gesto de infinito disgusto, pero, torciendo la boca en una mueca, se contuvo. Cuando habló, su voz parecía paradójicamente tranquila.

    —Me han robado una hija, padre. ¿El oráculo de Llydan quiere que me quede sentado sin hacer nada como un idiota? ¿Quiere que la abandone a su suerte? ¿Que deje de buscarla?

    —Así es, mi señor.

    Flaith Teithiawc Mor se puso de pie, retorciendo sus manos. Repentinamente, lanzó un grito de furia y, con una jabalina, atravesó a un perro de caza que había entrado en el cercado y que celebraba a los coperos y guardias de la comitiva con saltos y cabriolas. La jabalina penetró por uno de sus costados y lo dejó clavado en el suelo.

    —¡Se acabó! —volvió a gritar el señor de Mynnyd. Luego se dirigió al druida—: Padre poderoso, me he pasado la noche cabalgando en vano. He perdido a mi hija. Me han humillado. Tengo quinientos hombres armados con hierro y listos para marchar a Nwyrthdun y no pienso dejarlos ociosos.

    —No sabemos qué pasó, mi señor. Ni siquiera dónde está —respondió el druida. Flaith Teithiawc Mor lo miró en silencio, sacudiendo un poco la cabeza.

    —El rey de Nwir es un brujo y ha invocado a los espíritus de los túmulos contra mí para arruinarme. —Luego añadió con sarcasmo—: Y el oráculo dice que no haga nada.

    —Así es. Simplemente, deja las cosas como están. —Fergal vio al señor de Mynydd retorcerse las manos violentamente, con furia. Parecía que iba a gritar, pero se mordió la lengua—. Las consecuencias de no hacerlo las conoces. Es mejor que no te las repita.

    —Te diré lo que haremos, padre —dijo por fin—. Le daré al santuario hasta el atardecer del día de mañana para encontrar a mi hija. Si no vuelves con ella, me reuniré con mi tropa y ahí decidiré qué hacer.

    Y los Tuatha de Danann, los Hijos de Dana, ¿cómo nacieron? ¿De dónde llegaron los dioses? Los dioses llegaron del norte en barcas celestes, con un numeroso séquito de hombres, mujeres y niños. Con ellos llegaron Dagda, que es el cielo, el rey Nudd, el de la espada de plata, Brigit, la diosa cielo, Diancecht, Ogme y, finalmente, Lug, el dios joven. Pero ¿cómo ocuparon la tierra? Eran sabios y llenos de magia. Con sus nuevas habilidades, derrotaron, después de una dura lucha, a los demonios y gigantes, a los que desterraron para siempre en las profundidades del mar. Luego cultivaron la tierra y la llenaron de frutos. Regularon el curso de los ríos, y con los cadáveres de los gigantes crearon las montañas y arcoíris de nubes. Del suelo hicieron que se alzaran bosques tupidos que cubrieron la totalidad de la superficie de la tierra. Regularon el ciclo de las estaciones, de tal manera que lloviera en una época y en otra no, que hiciera frío en un momento y después calor. Para vivir y solazarse, construyeron para sí mismos amplias residencias en el cielo, soplando polvo de estrellas en el firmamento de la noche. Ellos, los llamados Tuatha de Danann, se convirtieron así en señores en la tierra y en el cielo. ¿Todos eran felices? Sí. En esa época, todo era nuevo y esplendoroso. No había hambre y no había odio, no había sufrimiento, no había seres humanos.

    Al oeste del sendero del bosque existía desde hacía mucho un lago que la gente del rath Commaith evitaba con respeto. Era el único lago de esas tierras y se hundía profundamente en las oquedades de un valle de montaña, donde en épocas antiguas reyes de estirpe desconocida habían erigido sus túmulos. Desde entonces, los Sidhe se habían apoderado del sitio y habían despreciado todos los esfuerzos de los señores de Mynydd por atraérselos. Poco a poco, el sitio quedó abandonado y comenzó a rodearse de un aura oscura de magia. Bosques espesos cubrían los cerros que lo rodeaban, y en ellos y en sus linderos se sentía la charla de los árboles y un fuerte olor a musgo. Los vientos llegados de la cordillera traían el canto de las hojas húmedas. En un bosque como ese, sin senderos o calveros, solo era posible orientarse por los picos blancos de los nevados; el sol se filtraba entre el follaje, y el fondo del bosque era oscuro y verde. En su suelo se veían rutas silenciosas descendiendo por el lodo, de riachuelos casi invisibles, y pequeñas figuras deslizándose por los juncos al agua, de una tibieza y una forma tales que su chapoteo permitía reconocer formas imposibles: sombras, puntos y líneas confundidos con arbustos y troncos vacíos, floraciones de hongos o cúmulos de hojas, nutrias solitarias que nadaban entre multitudes de lilas, patos y garzas que se alimentaban del fondo. Allí se detuvieron, desorientados, y comenzaron a caminar por la orilla, girando en torno al lago, buscando una señal que los condujera a los túmulos funerarios.

    —En Mynnyd todos parecen creen que Audhbodh ha sido raptada por gente de la raza de los túmulos por orden del rey de Nwir —dijo Fergal—. ¿Es verdad?

    —Sí y no —respondió el druida.

    Todo había ocurrido en un recodo del camino. La caravana había sido asaltada por espectros, y ella había sido raptada. Pero ¿cómo lo sabían? ¿Había habido lucha? Sí la había habido. Audhbodh se había retirado con dos sirvientas para orinar y lavarse detrás de unos arbustos, junto a un arroyo cercano. En ese momento, una horda de espíritus había aparecido de la tierra y la había arrastrado consigo. Sus sirvientas habían forcejeado y gritado un rato con ellos, pero solo habían podido ver cómo se desvanecía en un campo de flores cercano. Lo único que les quedó fue su capa manchada. Eso era todo lo que habían dicho, y su historia había sido corroborada por todos los que las habían ayudado, incluyendo sus guardias. Y, sin embargo, él tenía sus dudas.

    —¿Por qué? —preguntó Fergal—. ¿Cree que fue solo el rey de Nwir?

    El rey de Nwir era también rey de los túmulos mágicos. Se decía que su madre había surgido de las aguas de un lago, llevándolo consigo en su vientre. Pero no era eso lo que el druida estaba pensando. La historia del rapto la contaban las doncellas, que eran las únicas que habían visto a los Síabrai. Todas coincidían en que había habido lucha, pero cuando hablaban, se contradecían. Unas decían que era una legión de espectros la que había atacado, otras que un Síabrai en un caballo blanco, otras que un demonio. Pero cuando llegaron los guardias asustados por el ruido, la princesa ya había desaparecido. Después de escuchar sus historias, le quedó claro que solo repetían las de las doncellas. También que no encontraron rastros de pelea y que nadie la había oído gritar, a pesar de

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