Conan el cimerio - Sombras a la luz de la luna (compilación)
Por Robert E. Howard
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Conan el cimerio - Sombras a la luz de la luna (compilación) - Robert E. Howard
Conan el cimerio - Sombras a la luz de la luna (compilación)
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: Sombras a la luz de la luna (compilación)
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728476659
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
El valle de las mujeres perdidas
El retumbar de los tambores y la fanfarria de los grandes cuernos elaborados con colmillos de elefante resultaban ensordecedores, pero en los oídos de Livia aquel clamor no era más que un murmullo apagado, sordo y lejano. Tumbada en un camastro dentro de la gran cabaña, pasaba del delirio a la semiinconsciencia. Sus sentidos no percibían apenas los sonidos y movimientos del exterior. Toda su atención, confusa y embotada, estaba centrada en la imagen desnuda y retorcida de su hermano y en la sangre que le corría por los temblorosos muslos. Siluetas negras se recortaban con claridad implacable contra un pesadillesco fondo de formas oscuras entrelazadas, y el aire se estremecía con un estertor, mezclado y entretejido obscenamente con el susurro de una risa diabólica.
No era consciente de sí misma, de aquello que la separaba del resto del cosmos. Se ahogaba en un abismo de dolor, como si ella no fuera más que dolor cristalizado y manifestado en la carne. Yacía sin pensar ni moverse mientras los tambores redoblaban, los cuernos resonaban, las voces bárbaras entonaban cantos siniestros, los pies marcaban el ritmo contra el duro suelo y las palmas batían frenéticas.
Al cabo, la conciencia fue volviendo poco a poco a su mente paralizada. Sintió un vago asombro al comprobar que no tenía ningún daño físico. Aceptó el milagro sin experimentar agradecimiento. No parecía importante. De forma mecánica, se sentó en el camastro y miró a su alrededor, aturdida, mientras sus extremidades se movían indecisas, obedeciendo al despertar de los centros nerviosos. Posó unos pies descalzos y nerviosos en el suelo de tierra batida; sus dedos tiraron de forma espasmódica de la exigua camisola que era su única indumentaria. Le pareció recordar, como si hubiera contemplado la escena desde fuera, que hacía mucho tiempo unas manos bastas le habían arrancado el resto de la ropa, y que se había puesto a llorar de miedo y vergüenza. Le pareció sorprendente que algo tan nimio le hubiera causado tanto dolor. La magnitud de las atrocidades y las indignidades, como todo lo demás, era relativa después de todo.
Se abrió la puerta de la cabaña y entró una mujer negra, una criatura esbelta como una pantera, con un cuerpo flexible que brillaba como el ébano pulido. Solo llevaba una tira de seda, alrededor de las cimbreantes caderas. El blanco de sus ojos, que giró con expresión taimada, reflejaba la hoguera del exterior.
Llevaba un plato de bambú con comida: carne humeante, gachas, batatas asadas y barritas del duro pan nativo, además de una jarra de oro batido llena de cerveza yarati. Lo posó todo en el camastro, pero Livia no le prestó atención. Estaba sentada en el otro extremo de la cabaña, apoyada contra la pared cubierta de esteras de bambú. La joven negra dejo escapar una risa maligna y mostró los blancos dientes, los ojos ardientes de desprecio. Luego siseó una obscenidad y realizó un gesto de burla más grosero aún que sus palabras, tras lo cual dio media vuelta y salió de la cabaña. Había más insolencia en el bamboleo de sus caderas de la que habría sido capaz de expresar verbalmente una mujer civilizada.
Ni las palabras de la moza ni sus actos rozaron la superficie de la conciencia de Livia. Todas sus sensaciones se enfocaban aún hacia el interior. La intensidad de sus imágenes mentales convertía el mundo visible en un paisaje irreal poblado de sombras y fantasmas. Comió y bebió de modo mecánico, sin saborear.
También de forma mecánica, se incorporó por fin y cruzó la cabaña con pasos inestables, para asomarse por una grieta entre los bambúes. Un cambio brusco en el timbre de tambores y cuernos despertó alguna parte recóndita de su mente y le hizo buscar la causa sin voluntad perceptible.
Al principio no comprendió nada de lo que veía; todo era caótico y sombrío, lleno de siluetas que se movían y se entremezclaban, se retorcían y giraban, bloques negros sin forma definida recortados contra un borroso resplandor rojo sangre. Poco a poco, los objetos y los movimientos recuperaron sus proporciones normales y supo que contemplaba a un grupo de hombres y mujeres que se movían alrededor de las hogueras. La luz roja arrancaba destellos de los adornos de plata y marfil; manojos de plumas blancas cabeceaban hacia el resplandor. Los cuerpos desnudos se contorneaban y se detenían, como siluetas talladas en oscuridad y ribeteadas de carmesí.
Sobre un escabel de ébano, rodeado de gigantes con tocados de plumas y ceñidores de piel de pantera, reposaba una figura rechoncha, abismal, repulsiva, un grumo de negrura en forma de sapo que apestaba como la encharcada selva putrefacta y los inmundos pantanos. Las manos gordezuelas de la criatura reposaban en su prominente barriga. Su nuca era un rollo de grasa negra que parecía empujar hacia delante la cabeza picuda. Como ascuas en un tronco negro, los ojillos brillaban a la luz de la hoguera con una vitalidad que desmentía el aspecto apoltronado del grueso cuerpo.
Cuando la joven clavó la vista en aquella imagen repelente, su cuerpo se tensó como si la vida volviera a ella de pronto. Ya no era una autómata sin mente, sino un recipiente colmado de vida y cubierto de piel trémula, ardiente, punzante. El dolor se disolvió en un odio tan intenso que se convirtió a su vez en dolor. Se sintió fuerte y frágil a la vez, como si su cuerpo trocará en acero, y notó como el odio de su interior fluía casi tangible en la dirección de su mirada, tanto que le pareció que, por fuerza, el objetivo de tal emoción debería caer fulminado.
Pero si Bajujh, rey de los bakalah, sintió alguna incomodidad a causa de la concentración de su cautiva, no dio muestras de ello. Siguió atiborrando hasta el límite su boca de batracio con puñados de gachas de un recipiente que una mujer arrodillada sostenía a su lado. Alzó la vista de pronto y contempló el amplio pasillo que crearon sus súbditos al echarse hacia atrás.
Livia se dio cuenta vagamente de que iba a llegar alguien importante por aquel pasillo flanqueado por un muro de sudorosa humanidad, a juzgar por el clamor estridente de tambores y cuernos. En efecto, alguien apareció.
Un grupo de guerreros en fila de a tres avanzaba hacia el escabel de ébano, una apretada fila de plumas ondeantes y lanzas brillantes que se desplazaba a través de la multitud. A la cabeza de los lanceros de ébano iba una figura cuya visión sobresaltó violentamente a Livia. El corazón se le detuvo y luego volvió a latir, acelerado. Aquel individuo resaltaba con nitidez sobre el fondo oscuro. Llevaba pieles de leopardo y un tocado de plumas, igual que sus seguidores, pero era blanco.
La forma en que avanzaba hacia el escabel de ébano no era la de un peticionario o un subordinado, y un tenso silencio se hizo a su alrededor mientras se detenía frente a la figura reclinada. Livia pudo sentir la tensión, aunque apenas adivinaba qué estaba pasando. Bajujh siguió sentado un momento, con el corto cuello estirado, como una rana enorme. Luego, como si lo obligase la tranquila mirada del recién llegado, se puso en pie sin dejar de menear grotescamente la cabeza rapada.
La tensión se rompió al instante. Un clamor salió de la masa que se apretujaba alrededor y, a un gesto del guerrero blanco, sus guerreros humillaron las lanzas y se postraron ante el rey Bajujh. Fuera quien fuese, Livia estaba segura de que aquel individuo era alguien respetado en las tierras salvajes, o Bajujh no se habría puesto en pie para recibirlo. Y respeto, en aquel caso, significaba poder militar. La violencia era lo único que respetaba aquella gente feroz.
Después, Livia ya no pudo apartar los ojos de la grieta de la pared de la cabaña. Los guerreros del extranjero blanco se mezclaron con los bakalah, y se unieron al baile y la fiesta entre grandes tragos de cerveza. Él mismo, junto a algunos de sus lugartenientes, se sentó junto a Bajujh y los bakalah principales y, cruzado de piernas en la estera, comió y bebió hasta hartarse. Lo vio hundir las manos en las ollas, como los demás, e introducir el morro en la jarra de cerveza de la que también bebía Bajujh. Se dio cuenta de que se le brindaba el respeto debido a un rey. Como no tenía escabel, Bajujh renunció al suyo y se sentó en la estera junto a su invitado. Cuando llevaron otra jarra de cerveza, el rey de los bakalah apenas la probó antes de pasársela al blanco. ¡Poder! Toda aquella cortesía ceremonial apuntaba al mismo sitio. ¡Poder, fuerza, prestigio! Livia se estremeció de emoción mientras un plan empezaba a tomar forma en su cabeza.
Siguió contemplando al hombre blanco con una intensidad dolorosa, memorizando hasta el último detalle. Era alto. Pocos de los gigantescos negros lo sobrepasaban en estatura o corpulencia. Se movía con la flexibilidad relajada de una enorme pantera. Cuando la luz de la hoguera cayó sobre sus ojos, estos ardieron con un fuego azul. Altas sandalias cubrían sus pies, y del amplio cinturón colgaba una espada en una vaina de cuero.